XI - CUANDO SHAY TAL SE FUE

Bajo el sol y la lluvia, Oldorando se expandió. Antes de que los industriosos habitantes comprendieran qué había ocurrido, ya habían cruzado el Voral, pasando por encima de los cenagosos afluentes del norte, y estirándose hasta los corrales de la pradera y los campos de brassimipo en las sierras bajas.

Se construyeron más puentes. No heroicamente, como el primero. La corporación había reaprendido el arte de aserrar tablones; para los nuevos carpinteros —tanto libres como esclavos— los arcos, las junturas, los contrafuertes eran cosas fáciles.

Más allá de los puentes, se sembraron campos cercados, se construyeron pocilgas para los cerdos y corrales para las aves. Fue necesario aumentar dramáticamente la producción de alimentos pues los mielas domesticados crecían en número; y para dar de comer a los esclavos hubo que sembrar otras tierras. Más allá de los campos, o entre ellos, se construyeron torres en el estilo tradicional de Embruddock, para alojar a los esclavos y guardias. De acuerdo con un plan de la academia, las torres tenían dos pisos en lugar de cinco, y estaban construidas con bloques de barro. Las lluvias, a veces violentas, destruían los muros. Los oldorandinos no se preocupaban demasiado, porque sólo los esclavos vivían allí. Pero los esclavos sí se preocuparon y demostraron que la paja de los cereales podía usarse para techar las torres; y que sise ponía un alero, los muros de barro quedaban protegidos e intactos, aun bajo chubascos devastadores.

Más allá de los campos y de las nuevas torres, la caballería de Aoz Roon patrullaba los senderos. Oldorando no era sólo una ciudad sino también un campamento militar. Nadie entraba ni salía sin permiso, excepto en el barrio de los comerciantes —apodado el Pauk— que se había extendido en el sur.

Por cada orgulloso guerrero montado en un miela, seis espaldas tenían que encorvarse en los campos. Pero las cosechas eran buenas. Después del largo descanso, el suelo producía con abundancia. En las épocas más frías habían utilizado la torre de Prast para guardar la sal y luego el ratel; ahora se depositaba allí el grano. En el exterior, donde habían apisonado el terreno, las mujeres y los esclavos aventaban una enorme montaña de grano. Los hombres lo recogían con palas de madera; las mujeres sacudían unas pieles atadas a marcos cuadrados, y apartaban la paja. Era un trabajo duro. La modestia se arrojaba por la borda. Las mujeres, por lo menos las jóvenes, se quitaban las bonitas chaquetas y trabajaban con los pechos desnudos.

Unas tenues partículas de polvo se elevaban en el aire y se adherían a la piel húmeda de las mujeres, empolvándoles los rostros y vistiéndoles los cuerpos con una apariencia de pelaje. El polvo subía en una pirámide, dorada por el sol, sobre la escena, y luego se dispersaba y caía alrededor, amortiguando los pasos sobre los escalones y manchando el verde de las plantas.

Llegaron, montados, Tanth Ein y Faralin Ferd, seguidos por Aoz Roon y Eline Tal. y los cazadores más jóvenes venían detrás. Regresaban de una cacería y traían varios venados.

Durante un momento se contentaron con permanecer montados, mirando cómo trabajaban las mujeres. Entre ellas se encontraban las esposas de los tres lugartenientes; no prestaron atención a los burlones comentarios de los hombres. Aventaban el grano; los hombres se reclinaban con indulgencia sobre las sillas; la paja y el polvo ascendían a gran altura a la luz del sol.

Apareció Dol, caminando lentamente, ya muy pesada; Myk, el viejo phagor, la acompañaba con los gansos; y también Shay Tal, que parecía aún más flaca comparada con la rotunda gravidez de Dol. Cuando vieron al señor de Embruddock y a sus hombres, las dos mujeres se detuvieron y se miraron.

—No le digas nada —aconsejó Shay Tal.

—Es el mejor momento —respondió Dol—. Espero que sea un varón.

Se adelantó y se detuvo junto a Gris. Aoz Roon la miró en silencio.

Ella le golpeó la rodilla.

—En un tiempo —dijo Dol— había sacerdotes que bendecían la cosecha en nombre de Wutra. Los sacerdotes bendecían a los recién nacidos. Los sacerdotes se ocupaban de todos, hombres y mujeres, importantes y poco importantes. Los necesitamos. ¿No podrías capturar algunos?

—¡Wutra! —exclamó Aoz Roon. Escupió en el polvo.

—Eso no es una respuesta.

Las cejas y pestañas negras de Aoz Roon estaban cubiertas de polvo dorado cuando miró pesadamente de Dol a Shay Tal, de rostro oscuro y angosto, tan inexpresivo como un callejón.

—Ha estado hablando contigo, Dol, ¿no es verdad? ¿Qué sabes tú o qué te importa de Wutra? El gran Yuli lo expulsó, y nuestros antepasados expulsaron a los sacerdotes. Son sólo bocas ociosas. ¿Por qué nosotros somos fuertes mientras que Borlien es débil? Porque aquí no hay sacerdotes. Olvida ese disparate, no me molestes con eso.

Dol dijo, frunciendo los labios: —Shay Tal dice que los coruscos están enojados porque no tenemos sacerdotes. ¿No es así, Shay Tal? —Miró pidiendo ayuda por encima del hombro a la mujer mayor, que no se movió.

—Los coruscos están siempre enojados —respondió Aoz Roon, alejándose.—Se agitan ahí abajo como millones de pulgas —convino Eline Tal, y señaló la tierra, riendo. Era un hombre robusto, de mejillas rojas que le temblaban cuando reía. Había llegado a ser el amigo más íntimo de Aoz Roon, mientras que los otros lugartenientes desempeñaban papeles más bien subsidiarios.

Shay Tal se adelantó un paso y dijo: —Aoz Roon, a pesar de nuestra prosperidad, los oldorandinos seguimos divididos. El gran Yuli no lo hubiera aprobado. Los sacerdotes podrían ayudarnos a que fuéramos una comunidad más unida.

Él la miró y luego descendió lentamente del miela y se detuvo. Dol fue empujada a un lado.

—Si te hago callar, también Dol callará. Nadie quiere que vuelvan los sacerdotes. Tú lo deseas porque te ayudarían en tu deseo de conocimiento. El conocimiento es un lujo. Crea bocas ociosas. Lo sabes, pero eres tan obstinada que no quieres dar tu brazo a torcer. Puedes ayunar hasta la muerte si lo deseas, pero el resto de Oldorando engorda. Tú misma puedes verlo. Engordamos sin los sacerdotes, sin tus conocimientos.

El rostro de Shay Tal se arrugó.

—No quiero discutir contigo, Aoz Roon —respondió en voz baja—. Estoy harta. Pero lo que dices no es cierto. En parte hemos prosperado gracias al conocimiento aplicado. Los puentes, las casas… son ideas que la academia ha aportado a la comunidad.

—No me irrites, mujer.

Mirando el suelo, ella continuó: —Yo sé que me odias. Y que por eso ha muerto el maestro Datnil.

—Lo que odio es la división, la división constante —rugió Aoz Roon—. Sobrevivimos por el esfuerzo de todos, y siempre ha sido así.

La frente de Shay Tal palideció mientras la sangre le subía a las mejillas.

—Pero sólo podemos crecer a través del individuo.

Él hizo un ademán violento.

—Mira a tu alrededor, por Yuli. Recuerda cómo era este lugar cuando eras niña. Trata de comprender que lo hemos convertido en lo que es ahora por el esfuerzo común. No me digas lo contrario. Mira las mujeres de mis lugartenientes: los pechos se les sacuden, trabajan como todo el mundo. ¿Por qué no estás con ellas? Siempre lejos, rezongando tu descontento.

—Yo diría que no tiene pechos que sacudir —comentó Eline Tal, riendo.

La observación estaba dedicada a regocijar a Tanth Ein y Faralin Ferd. Pero llegó a los oídos atentos de los cazadores jóvenes, que se echaron a reír, con excepción de, que se mantuvo en silencio, agachado sobre la silla, mirando atentamente a los participantes del drama del momento.

También Shay Tal la oyó. Como era pariente lejana de Eline Tal, la frase le dolió más. Un brillo de furia le encendió los ojos llorosos.

—Basta. No toleraré más abusos, tuyos ni de tus amigos. No volveré a molestarte, Aoz Roon, ni a discutir. Me estás viendo por última vez, tú, fanfarrón, traicionero, ignorante, y esa vaquilla preñada que duerme contigo. Mañana, al alba de Freyr, me iré para siempre de Oldorando. Saldré sola en mi yegua Lealtad, y nadie me volverá a ver.

Aoz Roon extendió el brazo.

—Nadie sale de Oldorando sin mi permiso. No te irás mientras no te arrojes a mis pies y me lo pidas.

—Lo veremos mañana —respondió vivamente Shay Tal. Giró sobre sus talones, se recogió las pieles sobre el cuerpo, y se marchó hacia la puerta norte.

Dol tenía la cara roja. —Deja que se vaya, Aoz Roon, o échala. Así nos libramos de ella de una vez. Vaquilla preñada… ¡Vieja reseca!

—Tú te mantendrás fuera de esto. Lo arreglaré a mi modo.

—Supongo que la harás matar, como a los demás.

Aoz Roon le golpeó el rostro, leve y desdeñosamente, sin dejar de mirar la figura de Shay Tal, que sé alejaba. Era el período de la noche en que todos dormían, pero Batalix aún ardía bajo en el cielo. Aunque los esclavos se agitaban de vez en cuando en el sueño de la media luz, había, en esa ocasión, gente libre despierta. En la habitación superior de la gran torre estaba reunido el consejo completo: los maestros de las siete antiguas corporaciones, más dos nuevos maestros, hombres jóvenes que representaban a dos corporaciones recién creadas, de sastres y talabarteros. También estaban allí los tres lugartenientes de Aoz Roon y uno de los Señores de la Pradera del Oeste,. El señor de Embruddock presidía la reunión, y las criadas mantenían las copas de madera llenas de bitel o cerveza ligera.

Al cabo de unas muy largas deliberaciones, Aoz Roon dijo: —Ingsan Atray, queremos oír tu opinión.

Le hablaba al maestro más anciano, un hombre de barba gris que mandaba la corporación de herreros, y que no había dicho nada hasta el momento. Los años habían curvado la columna vertebral de Ingsan Atray y le habían blanqueado los cabellos ralos, lo que acentuaba la anchura de la gran cabeza; por este motivo se lo consideraba sabio. Tenía el hábito de sonreír mucho, aunque los ojos parecían siempre cautelosos bajo los párpados arrugados. Sonrió, sentado sobre las pieles apiladas en el suelo, y respondió: —Señor, las corporaciones de Embruddock han amparado tradicionalmente a las mujeres. Después de todo, las mujeres son nuestra fuente de trabajo cuando los cazadores están en el campo, y en otros sitios. Sí: los tiempos cambian, lo concedo. Era diferente en los tiempos del señor Wall Ein. Pero las mujeres son también el canal de muchos conocimientos. No tenemos libros; y las mujeres memorizan y transmiten las leyendas de la tribu, como se ve cuando contamos historias los días de fiesta…

—Al grano, por favor, Ingsan Atray…

—Ah, ya llego, ya llego. Shay Tal puede ser difícil o algo parecido, pero es una hechicera y una mujer sabia, y todos la conocen. No hace daño a nadie. Si se marcha, llevará consigo a otras mujeres, y esto será una pérdida. Nosotros, los maestros, nos atreveríamos a decir que has obrado correctamente al prohibir que se marche.

—Oldorando no es una prisión —gritó Faralin Ferd.

Aoz Roon asintió y miró alrededor.

—Se ha llamado a reunión porque mis lugartenientes no están de acuerdo conmigo. ¿Quién está de acuerdo con mis lugartenientes?

Sorprendió la mirada de Raynil Layan, que se tiraba nervioso de la barba bifurcada.

—Maestro de la corporación de curtidores: a ti te gusta lucir la voz… ¿Qué tienes que decir?

—En cuanto a esto —Raynil Layan hizo un gesto de prescindencia—, siempre será difícil evitar que Shay Tal se marche. Podría huir tranquilamente, si lo deseara. Y además, hay una cuestión de principios… Otras mujeres podrían pensar… Pero no querernos que las mujeres estén descontentas. Por ejemplo, Vry, una mujer que piensa, y sin embargo atractiva, y juiciosa. Si pudieras revisar tu orden, muchas te lo agradecerían…

—Habla claro y sin medir tanto las palabras —dijo Aoz Roon—. Ahora eres un maestro, como deseabas, y nada tienes que temer.

Nadie más habló. Aoz Roon los observó fieramente uno a uno. Todos evitaron mirarlo, hundiendo el rostro en las copas.

Eline Tal dijo: —¿Por qué nos preocupamos? ¿Qué puede ocurrir? Deja que se vaya.

—¡Dathka! —exclamó Aoz Roon—. ¿Nos concederás esta noche una palabra, ya que tu amigo Laintal Ay no ha aparecido?

Dathkapuso su copa en el suelo y miró de frente a Aoz Roon.

—Toda esta discusión, y hablar de principios… es un disparate. Todos sabemos que Shay Tal y tú tenéis una vieja guerra personal. Eres tú quien ha de decidir. Échala de una vez; es una buena ocasión. ¿Por qué nos metes en este asunto?—Porque os concierne a todos, ¡por eso! —Aoz Roon golpeó los puños contra el suelo.—Por la roca, ¿qué motivo tiene esa mujer para estar contra mí y contra todos? No comprendo. ¿Qué gusano podrido le roe los sesos? Ha seguido adelante con su academia, ¿no es así? Se cree parte de un largo linaje de hembras embrollonas, Loilanun, Loil Bry, que fue la mujer de Pequeño Yuli… Y además: ¿adonde quiere ir? ¿Qué será de ella?

Las frases de Aoz Roon parecían oscuras e incoherentes. Nadie respondió. había hablado por todos; lo admiraron secretamente cuando dijo lo que dijo. En cuanto a Aoz Roon, nada más tenía que añadir. La reunión se disolvió.

Mientras Dathka salía, Raynil Layan le tomó el brazo y dijo suavemente: —Has hablado con astucia. Cuando Shay Tal se haya ido, la que te gusta encabezará la academia, ¿verdad? Y entonces necesitará tu apoyo…

—Dejo la astucia para ti, Raynil Layan —respondió Dathka, deshaciéndose de él—. Y no te cruces en mi camino.

No tuvo dificultad en encontrar a Laintal Ay. Aunque era muy tarde, Dathka sabía adonde ir. En la ruinosa torre, Shay Tal preparaba su equipaje, y muchos amigos habían acudido a decirle adiós. Allí estaban Amin Lim con su hijito, y Vry, y Laintal Ay y Oyre, y muchas otras mujeres.

—¿Cuál ha sido el veredicto? —preguntó en seguida Laintal Ay.

—No hubo.

—¿No la detendrá?

—Depende de lo que beban durante la noche, él y Eline Tal y los demás, y ese parásito de Raynil Layan.

—Shay Tal está envejeciendo, Dathka. ¿Permitiremos que se marche?

Se encogió de hombros, repitiendo una de sus respuestas favoritas, y miró a Vry y a Oyre, que estaban muy cerca y escuchaban.

—Veámonos con Shay Tal antes de que Aoz Roon nos haga matar. Yo iría si ellas dos viniesen. Partiremos todos hacia Sibornal.

Oyre respondió: —Mi padre nunca os mataría, ni a ti ni a Laintal Ay. Eso es absurdo, a pesar de lo que haya ocurrido en el pasado.

Dathka volvió a encogerse de hombros.

—¿Podrías jurar que será así después de la partida de Shay Tal? ¿Podemos confiar en él?

—Todo eso es historia antigua —dijo Oyre—. Mi padre está contento y establecido con Dol, y ya no pelean como antes ahora que ella espera un niño.

—El mundo es grande, Oyre —dijo Laintal Ay—. Vámonos con Shay Tal, como dice Dathka, y empecemos de nuevo. Te llevaremos con nosotros, Vry. Estarás en peligro sin el apoyo de Shay Tal.

Vry no había hablado. Discreta como siempre, se había limitado a ser parte del grupo; pero ahora respondió con firmeza: —No puedo irme. Dathka, me halagas, pero he de quedarme, haga lo que haga Shay Tal. Mi trabajo empieza a dar resultados, como espero poder anunciar pronto.

—Todavía no soportas mi presencia, ¿no es verdad? —dijo.

—Ah, ya estaba olvidándome de algo —murmuró ella dulcemente.

Se volvió, eludiendo la mirada ceñuda de Dathka, y se abrió paso entre las mujeres hasta Shay Tal.

—Tienes que medir las distancias, Shay Tal. No lo olvides. Haz que un esclavo cuente cada día los pasos del miela, después de anotar la dirección en que vais. Escribe los detalles por la noche. Trata de descubrir a qué distancia se encuentra el país de Sibornal. Sé tan precisa como puedas.

Shay Tal tenía un aire majestuoso, entre los llantos y las charlas del cuarto. La cara de halcón mostraba siempre una expresión abstraída, aun cuando alguien le hablaba, como si ella ya estuviera lejos de todos. Decía poco, y en un tono indiferente.

Dathka miró en silencio las paredes, cubiertas por el complicado dibujo de los líquenes, y luego a Laintal Ay con la cabeza ladeada y señaló la puerta. Cuando Laintal Ay movió la cabeza, Dathka frunció la boca en un gesto habitual en él, y se dispuso a salir.

—Es una pena que no se pueda adiestrar a las mujeres como a los mielas —dijo mientras se alejaba.

—Por lo menos él es siempre desagradable —dijo desdeñosamente Oyre. Ella y Vry llevaron a Laintal Ay a un rincón y murmuraron allí un rato. Era esencial que Shay Tal no saliera esa mañana; él tenía que persuadirla a que esperase hasta el día siguiente.

—Es absurdo. Si quiere irse, tiene que hacerlo. Ya lo hemos hablado. Primero no queréis partir; ahora no queréis que ella se marche. Detrás de las empalizadas hay un mundo que no conocéis.

Oyre se quitó fríamente unas pajas de la ropa.

—Sí, el mundo a conquistar. Ya lo sé, mi padre no habla de otra cosa. El hecho es que mañana habrá un eclipse.

—El de mañana será muy distinto, Laintal Ay —advirtió Vry—. Sólo queremos que Shay Tal postergue la partida. Si se va de aquí el día del eclipse, la gente asociará las dos cosas. Y nosotros sabemos que no hay ninguna relación.

Laintal Ay frunció el ceño.

—Y entonces, ¿qué?

Las dos mujeres se miraron un momento, como si no supieran qué decir.

—Creemos que si se marcha mañana pueden ocurrir cosas malas.

—Ja! Entonces creéis que hay una conexión… Así es la mente femenina… Pero si hay una conexión, no hay ninguna manera de evitarla, ¿no es verdad?

Oyre torció la cara en una mueca de exagerado disgusto: —Y la mente masculina… Cualquier excusa es buena para no hacer nada, ¿eh?

—Y vosotras, las brujas, siempre enredando lo que no nos concierne. Verdaderamente disgustadas ahora, lo dejaron en el rincón y regresaron al lado de Shay Tal.

Las ancianas charlaban; hablaban del milagro de la Laguna del Pez, hablaban de costado, miraban de costado, para ver si estos recuerdos impresionaban a Shay Tal. Pero ella no daba señales de verlas ni oírlas.

—Pareces verdaderamente cansada de la vida —comentó Rol Sakil—. Te casarás y serás feliz, siempre que los hombres estén hechos como aquí.

—Quizás estén mejor hechos —respondió otra anciana, entre risas. Se discutieron las posibles mejoras.

Shay Tal continuó empacando sin sonreír.

Tenía unas pocas cosas. Cuando terminó de ordenarlas en dos bolsos de piel, se volvió y pidió a todos que se marcharan, como si deseara descansar antes del viaje. Les agradeció que estuvieran allí, los bendijo, y prometió que jamás los olvidaría. Besó en la frente a Vry. Luego llamó a Oyre y a Laintal Ay.

Tomó la mano de Laintal Ay entre las suyas, tan delgadas, y le miró los ojos con inusitada ternura. Habló cuando todos se habían ido del cuarto, menos Oyre.

—Sé prudente en todo lo que hagas, porque no te preocupas bastante por ti mismo, ni sabes cuidarte. ¿Comprendes, Laintal Ay? Me alegra que no hayas combatido por el poder que era tuyo por derecho de nacimiento. Sólo te habría traído penas.

Se volvió hacia Oyre, con una expresión de seriedad que le arrugaba la cara.

—Eres muy querida para mí, porque sé cuánto te quiere Laintal Ay. Mi consejo ahora que nos separamos es el siguiente: que seas pronto su mujer. No pongas condiciones en tu corazón, como he hecho yo y como tu padre hizo una vez. Eso lleva a la inevitable desventura, como he comprendido demasiado tarde. Yo era demasiado orgullosa en mi juventud.

Oyre respondió: —No eres desventurada. Aún eres orgullosa.

—Se puede ser a la vez orgullosa y desventurada. Escucha lo que digo, porque comprendo tus dificultades. Laintal Ay es lo que más se parece al hijo que nunca tendré. Te ama. Ámalo, con emoción pero también con el cuerpo. Los cuerpos son para quemar, no sólo para echar humo.

Shay Tal se miró el cuerpo reseco y les dijo adiós con la cabeza.

Batalix se había puesto y la noche verdadera comenzaba a caer.

Los mercaderes acudían a Oldorando en cantidades crecientes, y desde todos los puntos de la brújula. El importante comercio de sal procedía del norte y del sur, y se llevaba a cabo por medio de rebaños de cabras. Ahora había una ruta regular hacia el oeste a través de la pradera, recorrida por los mercaderes de Kace, que traían cosas llamativas como joyas, vidrio de color, juguetes plateados, instrumentos musicales, y también caña de azúcar y frutas exóticas; preferían la moneda al trueque, pero en Oldorando no había moneda, de modo que aceptaban hierbas, pieles, y granos. A veces los hombres de Kace utilizaban pinzasacos como bestias de carga, pero esos animales se hacían más raros a medida que aumentaba la temperatura.

Todavía venían sacerdotes y comerciantes de Borlien, aunque habían aprendido tiempo atrás a temer al traicionero vecino del norte. Vendían volantes y cuartillas que narraban historias tremendas en verso rimado, y también sartenes y ollas de metal de buena calidad.

Desde el este, y por distintos caminos, venían muchos mercaderes, y a veces caravanas. Unos hombrecillos oscuros, que esclavizaban a phagors y madis, seguían unas rutas regulares en las que Oldorando era sólo una estación de paso. Traían adornos delicadamente tejidos que las mujeres de Oldorando apreciaban. Se rumoreaba que algunas de estas mujeres acompañaban a veces a los hombres oscuros; era indudable que los orientales comerciaban con muchachas madis, que eran hermosas pero languidecían encerradas en las torres. De cualquier modo, y aunque de mala reputación, eran tolerados a causa de las mercancías que traían: no sólo adornos, sino también tapices, manteles, alfombras, chales, como no se habían visto nunca en Oldorando.

Todos los viajeros necesitaban alojamiento. Los campamentos eran una molestia. Los esclavos de Oldorando trabajaron para construir un barrio separado, al sur de las torres, conocido irónicamente como Pauk. Allí se efectuaba todo el comercio; en las callejuelas, los mercaderes en pieles y en cualquier otro género hacían sus negocios, cerca de los establos y las casas de comida del barrio. Durante cierto tiempo, se prohibió la entrada de los comerciantes a la verdadera Oldorando. Pero crecieron en número, y algunos se establecieron en la ciudad, importando artes y vicios.

También los oldorandinos aprendían las artimañas del comercio. Mercaderes de iniciación reciente abordaban a Aoz Roon y pedían concesiones especiales, como el derecho de acuñar moneda. Este asunto les preocupaba más que los problemas con la academia, que consideraban una pérdida de tiempo.

Un grupo de comerciantes de Oldorando, en número de seis, cómodamente montados en mielas, regresaba a la ciudad después de una expedición provechosa. Al alba de Freyr, se detuvieron en una colina al norte, cerca del terreno de los brassimipos, desde donde podían ver las afueras de la ciudad, congeladas en la luz gris. El aire estaba tan quieto que unas voces lejanas llegaban hasta ellos.

—Mirad —exclamó uno de los jóvenes mercaderes, protegiéndose los ojos con las manos para ver mejor—. Hay un alboroto cerca de la puerta. Sería mejor que tomáramos otro camino.

—No serán peludos, ¿verdad?

Todos clavaron los ojos. A lo lejos podía verse un grupo de hombres y mujeres que salían de la ciudad. En cierto punto, parte de ellos se detuvo con indecisión, de modo que el grupo se dividió en dos. Los demás continuaron avanzando.

—No parece nada importante —dijo el joven mercader, espoleando el miela. En Embruddock lo esperaba una mujer a quien tenía muchas ganas de encontrar, y llevaba una nueva chuchería para ella en el bolsillo. La partida de Shay Tal no significaba nada.

Pronto se elevó Batalix, que sobrepasó a su compañero celeste.

El frío, la mañana descolorida que amenazaba lluvia, la sensación de aventura, todo hacía que ella se sintiera incorpórea. Sin ninguna emoción, abrazó a Vry en una muda despedida. La criada, Maysa Latra, una esclava voluntaria, la ayudó a bajar sus escasas pertenencias. Junto a la torre estaba Amin Lim, sosteniendo la brida de su propio miela y el de Shay Tal, y despidiéndose afligida de su hombre y de su hijito. He ahí un sacrificio más grande que el mío, pensó Shay Tal. Yo estoy feliz de partir. Jamás sabré por qué Amin Lim me acompaña. Pero la decisión de su amiga le había iluminado el corazón, aunque también había sentido un cierto desdén.

Cuatro mujeres se marchaban con ella: Maysa Latra, Amin Lim, y dos discípulas más jóvenes, devotas participantes de la academia. Todas iban montadas y acompañadas por un esclavo castrado a pie, Hamadranabil, que conducía dos mielas cargados y un par de perros salvajes de caza con collares de púas.

Otras personas, mujeres y algunos ancianos, seguían la procesión; se despedían, o daban consejos, serios o jocosos, según la fantasía de cada uno.

Laintal Ay y Oyre esperaban junto a la puerta para ver por última vez a Shay Tal; estaban juntos pero evitaban mirarse.

Del otro lado de la puerta estaba Aoz Roon, de pie, envuelto en las pieles negras, los brazos cruzados, el mentón hundido en el pecho. Junto a él, al cuidado de Eline Tal, estaba Gris, que por una vez no parecía más alegre que el amo. Detrás del jefe silencioso había varios hombres de rostros graves y con las manos metidas en las axilas.

Cuando apareció Shay Tal, Aoz Roon trepó de un salto a la silla y avanzó con lentitud, no hacia ella sino en una dirección convergente, de modo que, si continuaban marchando sin desviarse, ambos se encontrarían un poco más adelante, donde comenzaban los árboles.

Freyr estaba todavía escondido entre las nubes tempranas, de modo que no había color en el mundo.

El terreno se elevaba, el sendero se hacía más estrecho, los árboles crecían más próximos. Shay Tal y los otros llegaron a un pliegue donde se interrumpían los árboles y empezaba un pantano. Las ranas escaparon chapoteando mientras el grupo se acercaba. Los mieles pisaban con cuidado, lentamente, y alzaban disgustados los cascos, sacando a la superficie el fango amarillo que se apelmazaba debajo del agua.

Del otro lado de la ciénaga, los árboles obligaron a los jinetes a acercarse más. Como si hasta entonces no hubiera visto a Aoz Roon, Shay Tal le dijo con voz clara:

—No es necesario que me sigas.

—No te sigo, señora; te guío. Quiero que salgas sana y salva de Oldorando. Es un honor que se te debe.

No dijeron nada más. Continuaron hasta llegar por fin a una elevación cubierta de arbustos. Desde la parte superior partía un limpio sendero de mercaderes que corría hacia el norte, hacia Chalce y la lejana —nadie sabía cuan lejana— Sibornal. En la ladera descendente crecían otra vez los árboles. Aoz Roon llegó primero a la cresta y allí, con el rostro inexpresivo, detuvo a Gris a un lado del camino mientras las mujeres se acercaban. Shay Tal refrenó a Lealtad y se aproximó con la cara compuesta y brillante.

—Te agradezco que hayas venido hasta aquí.

—Que tengas buen viaje —dijo él formalmente, bien erguido y ahuecando el vientre—. Observarás que nadie ha intentado impedir que nos abandones. La voz de Shay Tal se hizo más dulce: —No volveremos a vernos; de ahora en adelante estaremos muertos el uno para el otro. ¿Hemos arruinado mutuamente nuestras vidas, Aoz Roon?

—No sé de qué hablas.

—Sí lo sabes. Esta lucha empezó cuando éramos niños. Dime una palabra, amigo, ahora que me voy. No seas orgulloso, como he sido yo siempre; no ahora.

Él apretó los labios y la miró en silencio.

—Por favor, Aoz Roon, dime la verdad. Sé muy bien que te he rechazado con demasiada frecuencia.

Aoz Roon asintió.

—Tú has dicho la verdad.

Ella lo miró ansiosamente; luego espoleó al miela, que se adelantó un paso, de modo que ambas cabalgaduras se tocaban.

—Ahora que me marcho para siempre, dime solamente… que aún sientes en tu corazón lo que sentías antes, cuando éramos jóvenes.

El emitió una risa nasal.

—Estás loca. Nunca has comprendido la realidad. Estabas demasiado encerrada en ti misma. Nada siento por ti ahora, ni tú por mí, aunque lo ignores.

Ella extendió una mano, pero él retrocedió, mostrando los dientes como un perro.

—¡Mentiras, Aoz Roon, mentiras! Al menos un gesto, un beso de despedida, maldito seas, he sufrido mucho por tu causa. Un gesto es mejor que las palabras.

—Muchos piensan que no. Lo que se ha dicho, permanece.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Shay Tal y le resbalaron por las mejillas.

—¡Que los fessupos te devoren!

Torció la cabeza de la yegua y se alejó al galope, hundiéndose entre los árboles para alcanzar al pequeño séquito.

Aoz Roon se quedó un instante donde estaba, rígidamente sentado en la silla, mirando al frente, con los nudillos blancos sobre las bridas. Lentamente, hizo girar la cabeza de Gris y encaminándose hacia los árboles se alejó de Oldorando. No tuvo en cuenta a Eline Tal, que aguardaba discretamente a cierta distancia.

Gris ganó velocidad mientras descendía, alentado por su amo. En seguida se lanzó a galope tendido; el suelo volaba por debajo y todos los demás desaparecieron de la vista. Aoz Roon alzó el puño en el aire.

—¡Buen viaje a la perra bruja! —gritó. Una carcajada salvaje le desgarró la garganta mientras cabalgaba.

La Estación Observadora Terrestre Avernus veía todo mientras pasaba por encima. Seguía todos los cambios y transmitía todos los informes a la Tierra. En el Avernus, miembros de ocho cultivadas familias trabajaban sintetizando los nuevos conocimientos.

No sólo registraban el movimiento de la población humana, sino también el de los phagors, los blancos y los negros. Cada avance o retroceso se transformaba en impulsos que por último se abrirían paso a través de los años luz hasta los ordenadores del Instituto de Centrónica Heliconiana de la Tierra.

Desde las ventanas de la estación, el personal observaba el planeta y el progreso del eclipse, visible como una necrosis gris que se extendía por el océano y el continente tropical.

En un sector de las pantallas monitoras se vigilaba otro progreso: el de la cruzada del kzahhn hacia Oldorando. Según su propia y peculiar cuenta del tiempo, la cruzada estaba en ese momento precisamente a un año de la meta prevista: la destrucción de la vieja ciudad.

En forma codificada, todas estas señales eran enviadas a la Tierra. Allí, muchos siglos más tarde, los observadores de Heliconia se reunirían a contemplar la agonía final del drama.

Habían quedado atrás las desnudas regiones de Mordriat, las quebradas con eco, los rotos paredones rocosos, los páramos de aspecto insólitamente tímido, los parduscos altiplanos donde humeaban siempre las nubes, como si los invariables contornos de la desolación hubiesen sido modelados por el fuego y no por el hielo.

La cruzada, rota en muchos grupos separados, se abría camino por las tierras bajas, donde sólo vivían los madis, los rebaños de los madis y densas bandadas de pájaros. Indiferentes al entorno, los phagors continuaban marchando hacia el sudeste.

El kzahhn de Hrastyprt, Hrr-Brahl Yprt, los conducía. El propósito de venganza les ardía aún con violencia en los guarneses, mientras atravesaban las inundaciones, en el lado oriental de la llanura oldorandina; sin embargo, muchos de ellos habían muerto. Las enfermedades y los ataques de los despiadados Hijos de Freyr los habían diezmado.

Tampoco habían sido bien recibidos por los pequeños grupos de phagors cuyas tierras atravesaban. Esos grupos, sin kaidaws, llevaban una vida estable, tenían con frecuencia esclavos humanos y madis, y rechazaban con energía todas las invasiones.

Hrr-Brahl Yprt había marchado de victoria en victoria. Sólo la enfermedad era más poderosa que él. La noticia de que se acercaba iba siempre delante de él, precediéndolo; las cosas vivas se apartaban para dejarlo pasar; y como resultado el frente invasor se extendía a lo largo de medio continente. Los jefes se encontraban ahora con Hrr-Brahl Yprt a orillas de un ancho río. Las aguas eran muy frías y descendían (aunque el ejército phagor lo ignoraba) de las mismas alturas de Nktryhk donde se había iniciado la cruzada contra los Hijos de Freyr, a mil millas de distancia.

—Aquí, junto a estos torrentes, nos quedaremos hasta que Batalix recorra dos veces el cielo —dijo Hrr-Brahl Yprt a los comandantes—. Los exploradores se adelantarán en direcciones divergentes buscando un paso; las octavas de aire los guiarán.

Silbó al ave vaquera, que se puso a buscar garrapatas en el pelaje del phagor. No le importaban mucho, porque el kzahhn tenía otras cosas en el guarnés; pero las diminutas criaturas se habían vuelto bruscamente irritantes. Quizá la causa era el calor del valle. Unos muros verdes crecían en todas direcciones, atrapando el calor importuno como agua en el hueco de las manos. Pronto estaría sobre ellos la tercera ceguera. Y más tarde tendría que regresar a zonas más frías.

Pero antes, la venganza.

Alejó con un ademán al gracioso Zzhrrk, y se alejó un trecho tratando de comprender la totalidad de la situación. Mientras, el ave permanecía sobre él, con ocasionales aletazos.

Podían esperar allí a que se reagrupase el resto de las fuerzas, extendidas a lo largo de doce millas. Se izaron las banderas y soltaron a los kaidaws que se pusieron a pastar. Los esbirros levantaron tiendas para los jefes. Se prepararon comidas y rituales.

Mientras Batalix y el traicionero Freyr pasaban sobre el campamento, el kzahhn de Hrastyprt entró en la tienda, quitándose la corona facial. Adelantó la larga cabeza entre los hombros robustos e inclinó hacia adelante el tonel del cuerpo, adelgazado por las penurias del viaje.

Las largas pestañas descendieron, y miró con ojos rojos y entornados a lo largo de la curva de la nariz, a las cuatro fillockas. Dentro de la tienda, se rascaban o jugueteaban mientras esperaban la llegada del estalón.

Zzhrrk penetró por la abertura de la tienda, pero Hrr-Brahl Yprt la alejó. El ave aleteó, perdiendo el equilibrio, y aterrizó torpemente, antes de salir andando de la tienda. Hrr-Brahl Yprt dejó caer un tapiz, cerrando la entrada. Empezó a quitarse la armadura, la chaqueta sin mangas, el cinturón, el bolso, mientras miraba a las cuatro novias, pasando de una a otra la mirada imperiosa. Olisqueó el aire.

Las fillockas, inquietas, se rascaban o se ajustaban las largas túnicas blancas para que él pudiese verles las ubres. Las plumas de águila que llevaban en la cabeza se inclinaron hacia él. Las hembras resoplaron y una lecha pálida les asomó de pronto en los ollares.—¡Tú! —dijo, señalando a la única hembra que estaba plenamente en celo. Mientras las otras retrocedían y se echaban en la parte posterior, la elegida volvió la espalda al joven kzahhn y se agachó. Él se acercó; hundió los tres dedos profundamente en la carne que se le ofrecía, y se los secó en la piel negra del hocico. Sin más demora, se apoyó contra ella, poniéndola en cuatro patas. Luego, lentamente, ella se inclinó todavía más hasta apoyar la frente ancha sobre la alfombra.

Concluida la incursión, las demás fillockas se adelantaron trotando a husmear a la hermana, y Hrr-Brahl Yprt se colocó la armadura y salió de la tienda. Pasarían tres semanas antes de que el interés sexual del phagor se reavivara otra vez.

El comandante Yohl-Gharr Wyrrijk lo esperaba estólidamente. Muy tiesos, se miraron a los ojos. Yohl-Gharr Wyrrijk señaló el cielo.

—Se acerca el día —dijo—. Las octavas son cada vez más angostas.

El kzahhn alzó la cabeza y movió el puño para que las aves vaqueras despejaran el cielo. Miró al usurpador Freyr, viendo que cada día se acercaba más a Batalix, como una araña sobre la tela. Pronto, muy pronto, Freyr quedaría oculto en el vientre del enemigo. Entonces los ejércitos habrían llegado a la meta. Golpearían, y matarían a toda la progenie de Freyr que vivía en donde habían matado al noble abuelo de Hrr-Brahl Yprt; y luego incendiarían la ciudad y la borrarían de la memoria. Sólo entonces él y sus seguidores lograrían un honroso estado de brida. Estos pensamientos se les arrastraban por los guarneses como el lento goteo de las estalactitas, que estallan y se deshacen empapando el suelo. —Los dos seminales —gruñó.

Entonces un esclavo humano hizo sonar el cuerno de pinzasaco y otros trajeron las figuras queratinosas del padre y del bisabuelo estalón. El joven kzahhn observó que el largo viaje había deteriorado las figuras, a pesar de que las habían cuidado en todo momento. Humildemente, mientras los ejércitos se reunían junto al río, Hrr-Brahl Yprt entró en trance. Todos quedaron absolutamente inmóviles, de acuerdo con su naturaleza, como si se hubieran congelado en un océano de aire.

Apareció la imagen del bisabuelo, no mayor que un conejo de las nieves, corriendo a cuatro patas, como habían hecho los phagors en los tiempos antiguos, cuando Batalix aún no había caído en la telaraña tejida por Freyr.

—Cuernos en alto —dijo el conejo de las nieves—. Recuerda las enemistades, desconfía de la llegada del verde, riégalo con el líquido rojo de los Hijos de Freyr, que han traído el verde y han expulsado el blanco.

También apareció el queratinoso padre, apenas mayor, inclinándose ante su hijo y despertándole en el pálido guarnés una secuencia de imágenes.

Allí, ante sus ojos cerrados, estaba el mundo, y las tres partes bombeaban. Del vapor brotaban las hebras amarillas de las octavas de aire, retorciéndose como largas cintas y envolviendo los puños apretados, y los puños apretados de los mundos vecinos, y también del amado Batalix y la forma de araña de Freyr. Unas cosas como piojos corrían por las cintas, quejándose con una nota aguda.

Hrr-Brahl Yprt agradeció a su padre las imágenes que le fluctuaban en el guarnés. Las había visto antes, muchas veces. Todos los presentes estaban familiarizados con ellas. Tenían que repetirse. Eran las piedras de imán de la cruzada. Si las luces no se repetían, se debilitaban hasta apagarse, dejando el cráneo como una caverna remota atestada de cadáveres de serpientes.

Mediante la repetición se comprendía con claridad que las necesidades de un phagor eran las necesidades de ese mundo que quienes habían partido llamaban Hrl-Ichor Yhar. Ahora había imágenes de los Hijos de Freyr. Cuando los colores de las octavas de aire brillaban, los Hijos caían por tierra, enfermos, o muertos, o transformados y de menor tamaño. Ese tiempo había venido antes. Ese tiempo vendría pronto. El pasado y el futuro eran el presente. Eso ocurriría cuando Freyr quedara totalmente oculto detrás de Batalix. Y ése sería el momento de atacar, a todos, y en particular a aquellos cuyos antepasados habían asesinado al gran kzahhn Hrr-Tryhk Hrast.

Recuerda. Sé valiente, sé implacable. No te desvíes una pulgada del programa, transmitido a través de incontables ancestros.

Había una fragancia de viejos días, lejana, rancia, y verdadera. Alcanzó a ver la hueste angélica de los predecesores, que devoraban los prístinos campos de hielo. Millones de giros de aire marchaban sin detenerse, jamás silenciosos.

Recuerda. Prepárate para la próxima etapa. Cuernos en alto.

El joven kzahhn salió lentamente del trance. La blanca ave vaquera se le había posado en el hombro izquierdo. Le deslizó el pico curvo entre el pelaje y los pliegues de los hombros, y el ave empezó a devorar las garrapatas que allí se arracimaban. El cuerno sonó otra vez, y la fúnebre nota pasó por encima del río glacial.

Esa nota melancólica fue escuchada a cierta distancia, donde un grupo de phagors estaba separado del cuerpo principal. Eran ocho, dos estalones y seis gillotas. Tenían un viejo kaidaw rojo, que ya no se podía montar, y que llevaba armas y provisiones. Unos días antes, cuando Batalix imperaba auspicioso en el cielo, habían capturado a seis hombres y mujeres rnadis que llevaban unos pocos animales y eran la retaguardia de una caravana migratoria que iba hacia el istmo de Chalce. Los animales habían sido inmediatamente cocidos y comidos, después del correcto mordisco en el cuello.

Los infortunados protognósticos, atados juntos, fueron obligados a marchar a retaguardia. Pero como los madis avanzaban con dificultad, y el grupo se había demorado en el festín, se encontraban ahora lejos de la cruzada, en el lado inadecuado de un arroyo que pronto se convirtió en torrente. Llovió en las sierras, el torrente creció y quedaron aislados. Esa noche de Batalix los ocho phagors acamparon en un lugar sombrío, debajo de unos altos rajabarales, y amarraron a los protognósticos a un árbol delgado. Allí los dejaron dormir, en un montón. Los phagors se echaron de espaldas muy cerca; las aves vaqueras se les posaron sobre los pechos, con las cabezas y los picos hundidos en el pelaje tibio de la garganta. Los phagors pasaron inmediatamente a un inmóvil reposo sin sueños, como si se prepararan para el estado de brida.

Los despertaron los chillidos de las aves vaqueras y los gritos de los madis. Los madis, aterrorizados, se habían desatado del árbol y habían caído sobre los captores, buscando protección contra una amenaza más grave.

Uno de los rajabarales se partía. En el aire vibraba el ruido de la destrucción.

Aparecían grietas verticales, y una oscura savia castaña brotaba en ellas como pus. El vapor del árbol envolvía la cosa que emergía retorciéndose.

—¡El gusano de Wutra! ¡El gusano de Wutra! —gritaban los protognósticos mientras los phagors se ponían en pie. El jefe phagor se acercó y repartió las armas.

El gran tambor del rajabaral tenía diez metros de altura. De pronto la parte superior voló hecha añicos, como una pieza de cerámica, y apareció el gusano de Wutra, derramando el hedor característico: una mezcla de excrementos, peces podridos y queso rancio.

La cabeza de la criatura se elevó como la de una serpiente, brillando al sol, sobre la flexible columna del cuello. Dio media vuelta y el rajabaral se partió, mostrando nuevos anillos viscosos, y la piel vieja de una muda. La criatura había entrado en el rajabaral por las raíces, utilizando el árbol como guarida. El calor creciente había favorecido la muda y la metamorfosis. Ahora necesitaba alimento; una nueva etapa se abría paso entre los imperativos del ciclo vital.

Los phagors ya estaban armados. El jefe, una maciza gillota de pelos negros, dio la orden. Los dos mejores lanceros arrojaron las armas al gusano de Wutra. La bestia se volvió y las lanzas pasaron junto a ella. Vio las figuras allá abajo, y movió la cabeza para atacar. Los phagors comprendieron lo enorme que era el gusano cuando los cuatro ojos los miraron por encima de los carnosos tentáculos que le rodeaban la boca. Los tentáculos se movían como dedos mientras el gusano se disponía a atacar. La boca, con dientes inclinados hacia dentro, parecía curiosamente floja en el medio y los costados.

La cabeza se sacudió como la cola de un asokin. En un momento estaba sobre las copas de los árboles; en el siguiente, caía sobre la línea de phagors. Los lanceros arrojaron las armas. Las aves vaqueras se dispersaron.

Esa boca de extraño funcionamiento, sin mandíbulas, parecía infinitamente eficaz. Alcanzó una gillota y la alzó a medias. La gillota era demasiado pesada para aquel cuello flexible. El gusano la arrastró por la ciénaga. Ella graznaba e intentaba golpear con un brazo las bolsas odoríferas del monstruo.

—¡Matadlo! —gritó la gillota que mandaba, lanzándose adelante con el cuchillo en alto.

Pero en las oscuras viscosidades del cerebro del gusano se había llegado a una decisión. Mordió ferozmente la carne que tenía en la boca, dejando caer una parte. Alzó la cabeza, alejándola de los phagors, chorreando sangre amarilla. El trozo restante de la gillota golpeó contra el suelo.

El gusano empezó a cambiar antes de engullir el bocado. Los anillos aplastaban los árboles jóvenes. Aunque no se arredraban con facilidad, los siete phagors vivientes se arrojaron espantados al suelo. El gusano se partía en dos.

La ensangrentada cabeza se arrastraba sobre la hierba. Las membranas se desgarraban con ruidos retardados. Algo como una máscara se separó de la cabeza, que se convirtió grotescamente en dos cabezas. Mientras estas dos cabezas estuvieron superpuestas, se parecieron a la antigua; pero cuando la superior se alzó separándose, la semejanza concluyó. De las nuevas bocas salieron unos tentáculos carnosos, que se estiraron en un círculo de púas alrededor de una boca cartilaginosa y entreabierta. En la parte superior de esa increíble abertura había dos ojos dispuestos horizontalmente. Las membranas rotas revelaron una capa viscosa que se secó con un leve cambio de color. Una cabeza se hizo verde con un matiz grisáceo, la otra azul moteada.

Las cabezas se elevaron, esquivándose, antagónicas, con un grave zumbido.

Este movimiento determinó que nuevas membranas se desgarraran a lo largo del viejo cuerpo, y aparecieron dos cuerpos, uno verde, otro azul, muy delgados. Un esfuerzo convulsivo, como un estertor mortal, sacudió el viejo cuerpo. Los dos nuevos, finos como jabalinas, asomaron abriendo unas alas como de papel. Las cabezas se elevaron sobre el destrozado rajabaral, y las alas de papel empezaron a moverse. Ocho aves vaqueras revoloteaban alrededor, con los picos abiertos, chillando.

Las dos criaturas se hicieron más estables. En el momento siguiente, las colas de largas púas habían dejado el suelo. Estaban en el aire, y la luz de Freyr les brillaba sobre el cuerpo escamoso y las nervaduras de las alas. Un monstruo, el verde, era macho; tenía una doble serie de apéndices tentaculares en la región central; el otro, el azul, era hembra y de escarnas menos brillantes.

Las alas batían ahora con firmeza, y los monstruos se alzaron por encima de los árboles. La abertura frontal, la boca, absorbía aire, expelido por otras aberturas de la parte posterior. Las criaturas volaron en círculos mientras los phagors las miraban sin saber qué hacer. Luego los monstruos iniciaron el vuelo nupcial.

Tomaron direcciones opuestas, uno hacía el norte distante, otro hacia el lejano sur, obedeciendo a las misteriosas y musicales octavas de aire, de pronto poderosos, magníficos. Los largos cuerpos finos ondulaban en la atmósfera. Ganaron altura, alzándose por encima de los límites del valle. Y luego desaparecieron; habían ido a emparejarse en los remotos polos opuestos. Ambas criaturas habían olvidado las existencias anteriores, aprisionadas durante siglos en la tierra hibernal.

Murmurando, los phagors se ocupaban de asuntos más inmediatos. Miraron alrededor. Allí estaba el kaidaw ramoneando plácidamente la hierba. Los madis habían desaparecido. Aprovechando la oportunidad, los protognósticos habían huido al bosque.

Los madis se acoplaban en general para toda la vida, y es raro que un viudo o una viuda volviera a unirse; por lo común, cierta profunda melancolía acababa con el sobreviviente de la pareja. Los fugitivos eran tres hombres y sus mujeres. La pareja mayor —por pocos años— se llamaba Caathkarnit, nombre que tenían desde el tiempo de la unión. Pero cada uno de ellos se distinguía como Caathkarnit— él y Caathkarnit— ella.

Los seis eran delgados y de baja estatura, y de color oscuro. Los protognósticos trashumantes, una de cuyas tribus eran los madis, no eran muy diferentes de los seres humanos. Los labios, abultados a causa de la formación de los huesos craneanos y la disposición de los dientes, les daban una expresión de avidez. Tenían ocho dedos en cada mano, cuatro y cuatro opuestos, que se cerraban con fuerza sorprendente, y en los pies tenían también cuatro dedos delante y cuatro detrás del talón.

Corrían, alejándose del lugar donde estaban los phagors, a un trote regular que podían mantener durante horas si era necesario.

Avanzaban en doble fila, los Caathkarnit al frente, luego la pareja que les seguía en edad, luego la otra, a través de bosques y ciénagas. Algunos animales salvajes, sobre todo venados, huían precipitadamente ante ellos. En una ocasión, un jabalí. Corrían sin pausa.

Iban aproximadamente hacia el oeste; el recuerdo de las ocho semanas de cautividad les daba fuerzas. Bordeando las zonas inundadas, trepaban para salir del gran cuenco de tierra. Hacía menos calor. El largo camino en pendiente los agotaba. El trote se convirtió en paso rápido. Sentían un escozor ardiente en la piel. Continuaban con las cabezas bajas, respirando penosamente por la boca y la nariz, y de vez en cuando trastabillaban sobre el áspero terreno.

Finalmente, los dos últimos rodaron por el suelo apretándose el estómago. Los cuatro compañeros alzaron los ojos y vieron que casi habían llegado a la cumbre de la elevación; se podía esperar que más allá la tierra fuera plana. Continuaron, inclinados hacia adelante, para dejarse caer apenas llegaran a la llanura. Respiraban con mucho trabajo.

Desde allí pudieron mirar hacia atrás, a través del aire de una claridad sobrenatural. Un poco más abajo los dos compañeros exhaustos yacían en la parte superior de un enorme tazón de tierra. Los lados de ese tazón estaban marcados por las hondonadas de los torrentes. Estos alimentaban un río serpentino suficientemente nuevo como para que algunos árboles todavía sobresalieran en medio de las aguas. La corriente se estancaba en los sitios donde se juntaban troncos y otros materiales arrastrados. El río se perdía de vista girando más allá de un repliegue montañoso.

El aire estaba lleno de ruidos de agua. Podían ver el lugar de los grandes rajabarales cóncavos. En alguna parte, entre ellos, estaban los phagors de los que habían huido. Detrás de los rajabarales, del otro lado del tazón, unos bosques jóvenes cubrían los barrancos. Los árboles eran en general de color verde oscuro y crecían en hileras, punteadas de vez en cuando por unos árboles de brillante follaje dorado, que los madis llamaban caspiarnos; en épocas de hambre se podían comer los brotes amargos.

Pero el paisaje no terminaba en los bosques. Más allá se veían riscos desmoronados, por donde hombres o animales podían intentar un azaroso descenso. Esos riscos eran parte de una montaña de contornos redondeados y se extendían de un lado al otro del panorama. La roca blanda de la base estaba partida en quebradas, cubiertas de vegetación. Donde la vegetación era más densa, y la dislocada configuración de la montaña parecía más espectacular, brillaba un torrente espumoso que irrumpía en el valle por una estrecha quebrada.

Por encima y más lejos de esa montaña se erguían otras, más sólidas, de duradero basalto, con los flancos excoriados por los pasados siglos invernales. Parecía que no tuviesen ninguna relación con las tierras de alrededor, aunque estaban salpicadas por el amarillo, el blanco y el anaranjado de las pequeñas flores de la meseta, cuyos colores se percibían distintamente incluso a millas de distancia.

Por encima de las montañas de basalto había otras cumbres, desnudas, azules, terribles. Como para demostrar a todas las cosas vivientes que el mundo no tenía fin, esas cumbres permitían vislumbrar otros objetos: tierras altísimas y lejanísimas que mostraban los dientes como una procesión de picos. Eran los bastiones de la materia, y se alzaban donde comenzaban los fríos tremendos de la tropopausa.

La aguda visión de los madis examinó esta escena, descubriendo unos pequeños puntos blancos entre los caspiarnos más próximos, los altos desfiladeros de las montañas, y en el lejano afluente. Los madis identificaron correctamente esos puntos blancos como aves vaqueras. Donde había aves vaqueras había phagors. Las aves vaqueras señalaban el avance del ejército de Hrr-Brahl Yprt, a lo largo casi de tantas millas como las que ellos podían ver. No se observaba un solo phagor; sin embargo, ese imponente panorama ocultaba probablemente unos diez mil.

Mientras los madis reposaban y miraban, empezaron a rascarse, primero unos, luego otros, suavemente al principio. Pero el escozor se hizo más violento a medida que los cuerpos se enfriaban, y pronto empezaron a rodar por el suelo, jurando, gritando doloridos cuando el sudor penetraba en las picaduras que les moteaban todo el cuerpo. Se enroscaron como bolas, rascándose con manos y pies. Ese frenético escozor ya los había asaltado a intervalos desde el momento en que habían sido capturados por los phagors.

Mientras se rascaban las entrepiernas o las axilas, mientras metían las uñas en la densa pelambre, no pensaban en la causa y el efecto, y en ningún momento atribuyeron la erupción a las garrapatas de los phagors.

Esas garrapatas eran generalmente inocuas, o al menos sólo provocaban en los humanos y los protognósticos una fiebre o una erupción que desaparecían a los pocos días. Pero el equilibrio térmico cambiaba mientras Heliconia se acercaba a Freyr. Las ixodidas se multiplicaban; la garrapata hembra pagaba tributo al gran Freyr en millones de huevos.

Muy pronto, esa garrapata insignificante, tan corriente que pasaba inadvertida, sería el portador de un virus que causaba la llamada fiebre de los huesos, y por ella el mundo cambiaría.

Ese virus iniciaba una fase activa en la primavera del gran año de Heliconia, en el momento de los eclipses. Cada primavera, la población humana padecía la fiebre de los huesos; sólo podía tener esperanzas de supervivencia, aproximadamente, la mitad de la población. El desastre era tan generalizado, de efectos tan amplios, que casi parecía que se hubiera borrado a sí mismo de los precarios anales que se llevaban.

Mientras los madis rodaban y se rascaban sobre la hierba, no pensaron en el terreno que tenían enfrente.

Allí, lejos del calor del valle, crecían unas hierbas lozanas entre matorrales de una planta densa y retorcida llamada chotapraxi, de tronco hueco que se endurecía con el tiempo. Hombres de ropas ligeras, con altas botas de chotapraxi, con cuerdas en las manos, se precipitaron sobre los madis.

Los dos madis que habían quedado más abajo aprovecharon la oportunidad y huyeron, aunque así volvían a aproximarse a las columnas de los phagors. Los hombres apresaron a los otros cuatro. El breve y agotador período de libertad había concluido. Esta vez los que mandaban eran seres humanos. Los madis serían desde entonces una parte minúscula de otro acontecimiento cíclico: la expansión de Sibornal hacia el sur.

Involuntariamente, se habían unido al ejército colonizador del sacerdote guerrero Festibariyatid. Poco importaba esto a los Caathkarnit y a los otros dos madis, encorvados como estaban bajo el peso de las cargas que les habían puesto encima. Los nuevos amos los obligaron a avanzar. Tropezando, y todavía rascándose, a pesar de las desdichas más recientes, se encaminaron hacia el sur.

Mientras bordeaban el gran tazón por la derecha, Freyr se elevó en el cielo. Todas las cosas echaron una segunda sombra, que se acortaba a medida que el sol subía hacia el cenit.

El paisaje parecía tembloroso. La temperatura aumentaba. Las insignificantes garrapatas proliferaban secretamente, en miríadas de insignificantes grietas.