VIII - EN LA OBSIDIANA

La habitación donde Shay Tal estaba de pie era de una antigüedad para ella incalculable. La había amueblado con lo que había podido: el viejo tapiz que había sido de Loil Bry y de Loilanun, esa ilustre línea de mujeres muertas; la cama humilde en un rincón, de helechos de Borlien entretejidos (ese tipo de helecho ahuyentaba a las ratas); los materiales para escribir en una mesita de piedra; y en el suelo, unas pieles donde se sentaban o permanecían en cuclillas trece mujeres. La academia estaba reunida.

Las paredes de la habitación estaban cubiertas de líquenes blancos y amarillos que desde la ventana estrecha y única habían colonizado a lo largo de los años toda la sillería adyacente. En los ángulos había telarañas; las tejedoras habían muerto de hambre mucho antes.

Detrás de las trece mujeres estaba Laintal Ay, sentado con las piernas cruzadas, con el codo en la rodilla y el mentón sobre el puño. Miraba el suelo. La mayoría de las mujeres observaba vagamente a Shay Tal. Vry y Amin Lim escuchaban; Shay Tal no podía estar segura de que las demás lo hicieran.

—Los acontecimientos son complejos en nuestro mundo. Podríamos pretender que todos son producto de la mente de Wutra en la eterna guerra del cielo, pero sería demasiado simple. Mejor sería estudiar las cosas por nuestra propia cuenta. Necesitamos otras claves que nos ayuden a comprender. ¿Wutra se preocupa por nosotros? Quizá sólo nosotros somos responsables de lo que hacemos…

Dejó de escuchar lo que estaba diciendo. Había planteado la eterna pregunta. Sin duda, todo ser humano que hubiese vivido alguna vez había tenido que responder a esa pregunta, y en esos mismos términos: quizá sólo nosotros somos responsables de lo que hacemos. Shay Tal ignoraba la respuesta. En consecuencia, se sentía incapacitada para enseñar.

Sin embargo, ellas escuchaban. Sabía por qué lo hacían, aunque no entendiesen. Las mujeres escuchaban porque ella había sido aceptada como una gran hechicera. Desde el milagro de la Laguna del Pez estaba aislada por la reverencia de los demás. El mismo Aoz Roon parecía más distante que nunca.

Miró por la ruinosa ventana el mundo cambiante que se alejaba del frío, con las nieves salpicadas de verde y el río enturbiado por lodos venidos de remotos lugares, que jamás visitaría. Éstos eran milagros. Lo milagroso estaba más allá de la ventana. Y ella ¿había realizado un milagro, como creían todos?

Shay Tal se interrumpió en mitad de la frase. Acababa de descubrir cómo probar su propia hechicería.

Los phagors de la Laguna del Pez se habían convertido en hielo. ¿A causa de algo en ella, o de algo en ellos? Recordaba haber oído decir que los phagors sentían terror al agua; tal vez porque los convertía en hielo. Eso se podía poner a prueba. Había en Oldorando uno o dos esclavos phagors. Haría meter a uno en el Voral y observaría qué pasaba. De algún modo, sabría la verdad.

Las trece la miraban, esperando. Laintal Ay parecía sorprendido. Ella no recordaba qué había estado diciendo. Comprendía que necesitaba llevar a cabo un cierto experimento, y recuperar así la paz de la mente.

—Hemos de hacer lo que se nos ha dicho —murmuró una mujer desde el suelo, con voz lenta e insegura, como si estuviera repitiendo una lección. Shay Tal había oído que alguien subía los escalones desde el piso inferior. No podía responder cortésmente a una afirmación que había estado contradiciendo desde que soplara por última vez el Silbador de Horas. En ese punto, cualquier interrupción era bienvenida. Algunas mujeres eran invenciblemente estúpidas.

Se abrió la puerta trampa. Apareció Aoz Roon, que parecía un gran oso negro, seguido por su perro. Luego subió Dathka, que permaneció callado en el fondo, sin mirar siquiera a Laintal Ay. Éste se puso de pie con cierta torpeza y aguardó, de espaldas al muro posterior. Las mujeres miraron sorprendidas a los intrusos, y algunas rieron nerviosamente.

La estatura de Aoz Roon parecía llenar la habitación. Aunque las mujeres torcían el cuello para mirarlo, él las ignoró y se acercó a Shay Tal. Ella se había desplazado hasta la ventana, pero manteniéndose de frente contra el fondo de calles fangosas, fumarolas y un paisaje bicolor que se extendía hasta el horizonte.

—¿Qué quieres aquí? —preguntó. El corazón le latía con fuerza mientras lo miraba. Shay Tal lo maldecía sobre todo por eso, porque él ya no la desafiaba, ni le apretaba los brazos, ni la perseguía. El aspecto de Aoz Roon indicaba que la visita era formal y poco amistosa.

—Deseo que retornes a la protección de las empalizadas, señora —dijo—. No estás segura en estas ruinas. No te puedo proteger en caso de una incursión.

—Vry y yo preferimos vivir aquí.

—A pesar de vuestra reputación, tú y Vry estáis a mi cuidado y he de protegeros. Y las demás no tienen que estar aquí. Hay demasiado peligro fuera de la empalizada. Si hubiese un ataque repentino… Ya te puedes figurar lo que te ocurriría. Shay Tal, que es nuestra poderosa hechicera, puede hacer lo que desee. Pero todas las demás tenéis que hacer lo que yo deseo. Os prohíbo venir aquí. Es demasiado peligroso. ¿Comprendéis?

Todas eludieron la mirada de Aoz Roon excepto la vieja partera Rol Sakil.—Eso es un disparate, Aoz Roon. Esta torre es perfectamente segura. Shay Tal ha alejado a los phagors, todos lo sabemos. Y además tú mismo has venido antes, ¿no es cierto?

Rol Sakil dijo esto último mirando de reojo. Él no respondió.

—Hablo del presente —dijo por fin—. Ahora que el tiempo está cambiando, nada es seguro. No volváis aquí o habrá problemas. —Se volvió y alzó un dedo mirando a Laintal Ay.—Ven conmigo.

Bajó por los escalones sin despedirse, y Laintal Ay y Dathka lo siguieron.

En el exterior se detuvo, acariciándosela barba. Miró hacia la ventana de Shay Tal.

—Todavía soy el señor de Embruddock. Más vale que no lo olvides.

Sólo cuando escuchó el ruido de tres pares de botas que se alejaban, ella se decidió a mirar. Contempló las anchas espaldas mientras él iba hacia la puerta del norte junto con los jóvenes asistentes, y Cuajo trotando al lado. Comprendía la soledad de Aoz Roon. Nadie podía comprenderla mejor.

Sin duda, como mujer de él no habría perdido posición o eso que ella tanto valoraba. Pero ahora era demasiado tarde. Había un abismo entre ambos, y una muñeca de cabeza vacía calentaba la cama de Aoz Roon.

—Será mejor que volváis —dijo, sin atreverse a mirar a las mujeres.

Cuando llegaron a la fangosa plaza principal, Aoz Roon ordenó a Laintal Ay que se alejara de la academia. Laintal Ay enrojeció.

—¿No sería hora de que tú y el consejo abandonarais esos prejuicios? Tenía la esperanza de que pensaras mejor después del milagro de la Laguna del Pez. ¿Por qué molestas a las mujeres? Se resentirán. Lo menos que hace la academia es tener contentas a las mujeres. —Las vuelve ociosas. Crea división. Laintal Ay observó a Dathka buscando apoyo, pero Dathka se miraba las botas.—Es más probable que tu actitud cause división, Aoz Roon. El conocimiento no le hace daño a nadie.

—El conocimiento es un veneno lento… Eres demasiado joven para comprender. Necesitamos disciplina. Así sobreviviremos, así hemos sobrevivido siempre. Apártate de Shay Tal; ejerce un poder que no es natural sobre las personas. Los que no trabajen, no recibirán comida en Oldorando. Ésa ha sido siempre la regla. Shay Tal y Vry han dejado de trabajar en la preparación y distribución del pan, de modo que en el futuro no tendrán qué comer. Ya veremos si les gusta.

—Se morirán de hambre.

Aoz Roon frunció las cejas y miró a Laintal Ay.

—Todos moriremos de hambre si no cooperamos. Es preciso dominar a las mujeres, y no toleraré que te pongas de parte de ellas. Sigue discutiendo conmigo y te daré una tunda.

Cuando Aoz Roon se marchó, Laintal Ay apoyó la mano en el hombro de Dathka.

—Está peor. Libra una guerra personal con Shay Tal. ¿Qué piensas?

Dathka movió la cabeza,

—No pienso. Hago lo que me dicen.

Laintal Ay miró a su amigo con sorna.

—¿Y qué te han dicho que hagas?

—Que vaya a la plantación de brassimipos. Hemos matado un pinzasaco —respondió, mostrando una mano lastimada.

—Iré en seguida.

Caminó junto al Voral, contemplando ociosamente a los gansos que nadaban y desfilaban, antes de seguir a Dathka. Se dijo que comprendía tanto el punto de vista de Aoz Roon como el de Shay Tal. Para vivir, todos tenían que cooperar, pero… ¿valía la pena vivir si se limitaban a cooperar? El conflicto lo oprimía y lo impulsaba a marcharse de la aldea, pero sólo lo haría si Oyre se marchaba con él. Sentía que era demasiado joven para comprender cómo podía resolverse aquella creciente división. Furtivamente, al observar que nadie lo miraba, sacó del bolsillo el perro de hueso que le había dado mucho tiempo antes el viejo sacerdote de Borlien. Lo sostuvo en alto y le movió la cola. El perro se puso a ladrar furiosamente a los gansos próximos.

Alguien más se encaminaba a los brassimipos, y oyó el ladrido del perro de juguete. Vry vio la espalda de Laintal Ay entre dos torres. Y no lo interrumpió, pues era reservada de carácter.

Vry caminó junto a las fuentes termales y el Silbador de Horas. Una brisa del este levantaba el vapor apenas emergía del suelo y lo arrojaba silbando sobre las rocas mojadas. Las pieles de Vry tenían una perla de humedad en el extremo de cada pelo.

Las aguas corrían gorgoteando, turbias, amarillentas, entre las rocas, llevadas por la furia hacia alguna parte. Vry se agachó sobre una roca y hundió la mano en un manantial, distraída. El agua caliente le corrió por los dedos y le exploró la palma.

Vry lamió el líquido. Conocía desde niña ese sabor a azufre. Los niños jugaban allí cerca, llamándose unos a otros, corriendo sin caer sobre la roca resbaladiza, ágiles como arangos.

Los más atrevidos estaban desnudos, a pesar del aire helado e introducían los cuerpos andróginos en las hendiduras entre las rocas. El agua y la espuma les caían en cascada sobre los vientres y hombros.

—Ya viene el Silbador —dijeron a Vry—. Cuidado, señora, o te llevarás un remojón. —Rieron alegremente ante la idea.

Vry se apartó. Pensó que un extraño que estuviese allí reconocería en los niños un sexto sentido, que les permitía predecir exactamente el momento en que soplaría el Silbador de Horas.

En ese instante una sólida columna de agua subió al aire, turbia al principio, y luego brillante y clara. Silbó unas notas ascendentes, siempre las mismas, sostenidas durante un tiempo que no cambiaba nunca. El agua alcanzaba unos cinco metros de altura, antes de volver a caer. El viento inclinó el chorro hacia el oeste, azotando las rocas donde Vry había estado un segundo antes.

El silbido cesó. La columna se hundió nuevamente entre los negros labios de tierra de donde había brotado.

Vry agitó el brazo, despidiéndose de los niños, y continuó por el sendero entre los brassimipos. Vry no ignoraba cómo sabían ellos que el geiser estaba a punto de brotar. Todavía recordaba la excitación de agazaparse desnuda entre las rocas de color pardo, sumergir el cuerpo en el agua fangosa, con los pies en el barro caliente, y las cosquillas de las burbujas que reventaban contra la piel. Cuando la hora se acercaba, un temblor sacudía el suelo. Una se afirmaba contra las rocas y sentía en cada fibra de la carne la energía de los dioses de la tierra, tensos, listos para una triunfante eyaculación de líquidos ardientes.

El sendero que seguía era usado sobre todo por las mujeres y los cerdos. Sus vueltas y revueltas lo diferenciaban de los rectos senderos trazados por los cazadores, pues había sido abierto en gran medida por una voluble criatura: el peludo cerdo negro de Embruddock. Si se caminaba en línea recta se terminaría por llegar al lago Dorzín; pero el sendero concluía mucho antes, en el terreno de los brassimipos. Más allá sólo había una desierta extensión de ciénagas y nieve.

Mientras avanzaba por el sendero, Vry se preguntaba si todas las cosas aspiraban a un nivel superior, y si había una fuerza adversa que intentaba arrastrarlas a uno inferior. Una miraba las estrellas; una terminaba como un corusco, un fessupo. El Silbador de Horas era una encarnación de esas fuerzas contrarias. Las aguas del Silbador retornaban siempre a la tierra. Vry, a su manera leve y discreta, deseaba en espíritu subir al cielo, a la región que estudiaba sin la ayuda de Shay Tal, el lugar de los movimientos sublimes, el enigmático lugar de los soles y las estrellas, donde había tantos caminos secretos como en el cuerpo. Dos hombres se acercaron. Sólo les veía las piernas, los codos y las cabezas mientras caminaban dificultosamente cuesta abajo llevando unas cargas pesadas. Alcanzó a distinguir las delgadas piernas de Sparat Lim. Los hombres cargaban trozos de pinzasacos. Tras ellos iba Dathka, llevando sólo la lanza.

Dathka la saludó con una sonrisa y se apartó en el camino, mirándola con sus ojos negros. Tenía la mano derecha ensangrentada y un fino hilo de sangre corría por el asta de la lanza.

—Hemos matado un pinza —dijo, y eso fue todo.

Como siempre, Vry se sintió a la vez confundida y reconfortada por la parquedad de Dathka. Era agradable que nunca se jactase, como muchos jóvenes cazadores, y no tan agradable que jamás revelase lo que pensaba. Ella trataba de sentir algo por él.

Vry se detuvo. —Parece que era muy grande.

—Te lo mostraré —dijo Dathka, y agregó—: Si me lo permites.

Se volvió por el sendero y ella lo siguió, dudando entre hablar y no hablar. Pero, se dijo, eso era una tontería; comprendía perfectamente que Dathka deseaba comunicarse con ella,

Lanzó la primera idea que le pasó por la cabeza.

—¿Cómo explicas a los seres humanos en el mundo, Dathka?

Sin mirar atrás, él respondió: —Hemos venido de la roca original. —Habló sin el respeto que ella hubiera deseado para tan importante asunto, y la conversación languideció.

Vry lamentaba que no hubiera sacerdotes en Oldorando; podría haber hablado con ellos. Las leyendas y las canciones relataban que en un tiempo había muchos sacerdotes en Embruddock, y que administraban un complicado sistema religioso que unía a Wutra con los seres vivientes de este mundo y con los fessupos del mundo inferior.

Antes de que gobernara Wall Ein Den, en una oscura estación en que el aliento se helaba sobre los labios de la gente, la población se había sublevado y había matado a los sacerdotes. A partir de ese día no hubo más sacrificios, excepto en las festividades. Se dejó de adorar al viejo dios, Akha. Sin duda, todo un cuerpo de conocimientos se había perdido entonces. El templo había sido saqueado. Ahora estaba ocupado por los cerdos. Quizás habían actuado entonces otros enemigos del conocimiento, ya que se había considerado preferibles los cerdos a los sacerdotes.

Ella arriesgó otra pregunta.

—¿Comprendes el mundo? ¿Te gustaría comprenderlo?

—Sí.

Vry tuvo que luchar contra la brevedad de la respuesta. Se preguntó si Dathka comprendía o si pretendía comprender.

Las fuerzas que habían erigido las montañas Quzint habían plegado la tierra en todas direcciones, generando deformaciones subsidiarias, contrafuertes, como raíces de árboles, que se extendían a muchas millas de las montañas mismas. Entre dos de esas extrusiones rocosas crecía una hilera de brassimipos, esenciales, desde siempre, para la economía local. Hoy el terreno de los brassimipos era el escenario de una serena excitación: varias mujeres, agrupadas en torno de las bajas y abiertas copas de los brassimipos para protegerse del frío, miraban la actividad mientras cuidaban los cerdos.

Dathka indicó que allí había muerto el pinzasaco.

La observación parecía innecesaria. El cuerpo se extendía en pilas hasta la desolada colina. Cerca de la cola estaba Aoz Roon, mirando el pinzasaco con el perro amarillo entre los pies. Las gruesas patas del enorme cadáver apuntaban hacia arriba, bordeadas por pelos tiesos y púas negras.

Un grupo de hombres rodeaba el cuerpo, hablando y riendo. Goija Hin cuidaba de los esclavos humanos y phagors, que trabajaban con hachas. Estaban cortando la carne fibrosa para llevarla a la aldea, hundidos hasta las rodillas entre los trozos de pinzasaco, parecidos a tablas de madera. Grandes astillas volaban alrededor mientras desmembraban los restos.

Dos mujeres ancianas recogían en cubos las esponjosas entrañas blancas. Más tarde, serían hervidas para destilar un azúcar ordinario. Con la piel se harían cuerdas y esteras, y la carne serviría de combustible para varias corporaciones.

De las garras excavadoras y espatuladas del pinzasaco se extraía un aceite narcótico llamado rungebel.

Las ancianas intercambiaban observaciones groseras con los hombres, que sonreían en actitudes poco formales. Era bastante raro que los pinzasacos se aventuraran tan cerca de las habitaciones humanas. No costaba mucho matarlos, y cada parte de los cuerpos tenía alguna utilidad para la endeble economía de Oldorando. La víctima de hoy, de treinta metros de largo, beneficiaría a la comunidad durante muchos días.

Los cerdos chillaban junto a los pies de Vry, hozando entre los fibrosos desechos. Las pastoras trabajaban en los gigantescos brassimipos de los que sólo se veían las pesadas y retorcidas hojas fungoides, que rozaban la tierra. Las hojas se movían como orejas de elefante, no a causa de la brisa sino de la corriente de aire cálido que bajaba de la copa.

Había una docena de brassimipos. Los árboles rara vez crecían aislados. En torno de cada árbol, el suelo se elevaba y quebraba, pues las dimensiones de la planta eran allí considerables. El calor que el brassimipo bombeaba hacia el follaje le permitía derretir el suelo helado y continuar creciendo en las condiciones más duras.

Debajo de las hojas correosas crecían los jasildasos. Aprovechaba ese cálido abrigo para mostrar unas tímidas flores, de un color azul pardusco. Mientras Vry se inclinaba a tomar una flor, Dathka regresó y dijo: —Voy dentro del árbol.

Ella interpretó la frase como una invitación, y lo siguió. Un esclavo subía unos cubos de cuero, colmados de raspaduras de la planta, y las echaba a los cerdos. Las raspaduras pulposas alimentaban a los cerdos de Embruddock desde siglos atrás.

—Esto es lo que atrajo al pinzasaco —comentó Vry. Los monstruosos animales apreciaban el brassimipo tanto como los cerdos.

Una escalera conducía al interior del árbol. Mientras descendía detrás de Dathka, miró por un instante a ras del suelo. Como si se ahogara en la tierra, vio las hojas coriáceas meciéndose por encima. Detrás de los cerdos, los hombres vestidos de pieles asomaban entre los restos del gigantesco pinzasaco. Se movían en un terreno alto y nevado y un cielo de pizarra lo cubría todo. Vry bajó al árbol.

El aire tibio le encendió las mejillas y la hizo parpadear. La marchita fragancia era a la vez repugnante y atractiva. El aire venía desde muy abajo: las raíces del brassimipo se hundían profundamente en la tierra. Con el tiempo, se iniciaba en el corazón del árbol un proceso de fermentación, que rezumaba una sustancia endurecedora parecida a la queratina. Un tubo se formaba en el centro del árbol, Y así, como una bomba de calor, el aire atrapado en los niveles inferiores, calentaba las hojas y las ramas subterráneas.

Este entorno favorable servía de refugio a varios tipos de animales, algunos decididamente amenazadores.

Dathka buscó un apoyo para sostener mejor la escalera. Vry descendió y se encontró junto a él en una bulbosa cámara natural. Trabajaban allí tres mujeres de sucio aspecto. Saludaron a Vry, y continuaron arrancando trozos de brassimipo y poniéndolos en cubos.

El brassimipo tenía un sabor parecido al nabo, aunque más amargo. Los seres humanos lo comían sólo en épocas de escasez. Normalmente se empleaba como alimento para los cerdos, y en particular, para las cerdas con cuya leche se elaboraba el rathel, la bebida de invierno de Oldorando. A un lado se abría una estrecha galería. Llevaba a la rama superior del árbol, cuyas hojas emergían a la superficie, en montón, a cierta distancia. Los brassimipos maduros tenían seis ramas. Por lo general, no se aprovechaban las ramas superiores; como estaban más cerca de la superficie, albergaban toda una colección de bichos desagradables.

Dathka señaló el tubo central que se hundía en las tinieblas. Descendió. Luego de un instante de vacilación, Vry lo siguió, y las mujeres interrumpieron el trabajo para mirarla, sonriendo en parte con simpatía y en parte con sorna. Apenas penetró en la galería, la oscuridad se cerró por completo. Más abajo sólo estaba la noche eterna de la tierra. Pensó que ella, como Shay Tal, tenía que descender al mundo de los fessupos en busca de conocimiento, aunque ella misma protestase.

Los anillos de crecimiento del tubo eran protuberantes, y podían utilizarse como escalones. La estrechez del tubo permitía, además, que cualquiera que ascendiese o descendiese pudiera sostenerse apoyando la espalda en la pared posterior.

El aire subía y susurraba en los oídos de Vry. Una cosa como una telaraña, un espíritu viviente, le rozó la mejilla. Vry resistió el impulso de gritar.

Bajaron hasta el nacimiento de la segunda rama. La cámara bulbosa era aún más pequeña que la superior: permanecieron juntos, con las cabezas unidas. Vry podía sentir el olor y el contacto de Dathka. Algo se estremeció en ella.

—¿Ves las luces? —dijo Dathka.

Había tensión en la voz de él. Vry luchó consigo misma, aterrorizada por el deseo que la inundaba. Si ese hombre silencioso le ponía un dedo encima, caería en brazos de él, se arrancaría las pieles, se desnudaría y copularía con él en aquel oscuro lecho subterráneo. Imágenes obscenas y deliciosas le asaltaban la mente.

—Quiero subir —dijo, obligándose a hablar.

—No te asustes. Mira las luces. Aturdida, sin dejar de percibir el olor de Dathka, miró la segunda rama. Había puntos luminosos, como estrellas; galaxias de estrellas rojas aprisionadas en el árbol.

Él se movió hacia adelante, eclipsando las constelaciones con la espalda. Puso una cosa suave en los brazos de ella. Era ligero, estaba cubierto de algo que parecía un pelaje, tan híspido como el de un pinzasaco. Confundida, no consiguió saber qué era aquello.

—¿Qué es?

A modo de respuesta —quizás había sentido el deseo de ella, pero no podía dar una respuesta más clara—, Dathka le acarició el rostro con una torpe ternura.

—Oh, Dathka —suspiró Vry. El temblor se apoderó de ella, y se le extendió desde las entrañas a todo el cuerpo. No podía dominarse.

—Lo llevaremos arriba. No te asustes.

Los cerdos negros se escurrían entre las hojas del brassimipo cuando emergieron a la luz del día. El mundo parecía enceguecedor, el ruido de las hachas intolerable, la fragancia del jasiklaso indebidamente intensa.

Vry se dejó caer y miró con indiferencia el pequeño animal cristalino que tenía en los brazos. Se encontraba en un estado que recordaba el estado de brida de los phagors, enroscado corno una bola, y las cuatro patas replegadas sobre el estómago. Estaba inmóvil y parecía de vidrio. Vry no pudo desenroscarlo. Los ojos de la criatura la miraban sin ver, entre los párpados quietos. En el pelaje gris polvoriento había unas estrías descoloridas.

De algún modo lo odiaba, así como a Dathka, tan insensible a los sentimientos de una mujer que había confundido los temblores del deseo con los temblores del miedo. Sin embargo, se sentía agradecida pensando que la estupidez de él le había ahorrado a ella algún infortunio. Agradecida y resentida.

—Es un vidriado —dijo Dathka, poniéndose de cuclillas a su lado, mirándola de reojo, como perplejo.

—¿Un venerado? —Por un instante, Vry sintió que él trataba de dar expresión a un humor insólito.—Un vidriado. Hibernan en los brassimipos, en busca de calor. Llévalo a tu casa.

—Shay Tal y yo los hemos visto al oeste del río. Mielas, así se llaman cuando salen de la hibernación. —¿Qué habría pensado Shay Tal si… ?

—Llévatelo —repitió él—. Te lo regalo. 

—Gracias —respondió ella furiosa. Se puso de pie, con las emociones otra vez en orden.

Vry advirtió que tenía sangre en la mejilla, donde él la había acariciado con la mano lastimada.

Los esclavos cortaban a hachazos el cuerpo monstruoso. Laintal Ay había llegado y hablaba con Tanth Ein y Aoz Roon. Este último llamó enérgicamente a, agitando la mano por encima de la cabeza. Con una resignada mirada de despedida a Vry, se acercó al señor de Embruddock.

Los atareados movimientos de los hombres nada significaban para ella. Apretó el vidriado entre el brazo y los pequeños pechos y se marchó colina abajo hacia las torres. Oyó que alguien corría para alcanzarla y se dijo: —Demasiado tarde. —Pero era Laintal Ay.

—Te acompañaré, Vry —dijo. Vry advirtió que él parecía alegre.

—Pensé que tenías dificultades con Aoz Roon. —Siempre se pone susceptible después de un encontronazo con Shay Tal. Es un gran hombre, sin embargo. Y también estoy contento por el pinzasaco. Ahora que la temperatura ha subido, es más difícil verlos.

Los niños seguían retozando entre los géisers. Laintal Ay admiró el vidriado y cantó unas líneas de una canción de cazadores:

Los vidriados que duermen

en la nieve profunda,

despertarán en medio de la lluvia,

y abundarán los mielas

de patas larguiruchas

en la llanura estremecida de flores.

—Estás de buen humor. ¿Oyre es buena contigo?

—Oyre es siempre buena.

Se separaron, Vry fue hacia la torre en ruinas donde mostró el regalo de a Shay Tal. Shay Tal examinó el animalito cristalino.

—No es comestible en ese estado. La carne puede ser nociva.

—No pensaba comérmelo. Quiero guardarlo aquí hasta que despierte.

—La vida es dura, querida. Quizá tengamos hambre si Aoz Roon nos acosa. —Miró a Vry un momento sin hablar, como hacía cada vez con mayor frecuencia.—Ayunaré y le haré frente. No necesito cosas materiales. Puedo ser tan dura conmigo misma como él.

—Pero él, en verdad… —Vry no encontraba palabras. No podía convencer a la mujer mayor, que continuó resueltamente:

—Como te he dicho, tengo dos intenciones inmediatas. Primero, haré un experimento para determinar mis poderes. Luego descenderé al mundo de los coruscos para unirme con Loilanun. Ella tiene que saber muchas cosas ignoradas por mí. Según lo que descubra, quizá decida marcharme de Oldorando.

—Oh, no, señora, por favor. ¿Estás segura de que es eso lo que conviene? Juro que iré contigo si te marchas. —Ya veremos. Déjame ahora, por favor. Deprimida, Vry subió la escalera hacia su habitación. Se arrojó a la cama.

—Quiero un amante, eso es lo que quiero y necesito. Un amante… La vida es tan vacía…

Un rato más tarde, se levantó y miró por la ventana el cielo donde navegaban nubes y pájaros. Por lo menos era mejor estar aquí que en el mundo inferior al que Shay Tal quería ir.

Recordó la canción de Laintal Ay. La mujer que la había escrito —si era una mujer— sabía que la nieve desaparecería y que habría flores y animales. Quizá fuera cierto. Algunas observaciones nocturnas habían convencido a Vry de que había cambios en el cielo. Las estrellas no eran fessupos sino fuegos, fuegos que no ardían entre las rocas sino en el aire. Grandes fuegos ardiendo en la distante oscuridad. Si se acercaban, se sentiría el calor. Quizá los dos centinelas se acercaran y calentaran el mundo.

Entonces los vidriados volverían a la vida y se convertirían en mielas de patas larguiruchas, como decía la canción.

Resolvió concentrarse sobre todo en la astronomía. Las estrellas sabían más que los coruscos, por más que dijera Shay Tal. Aunque en verdad era desconcertante no estar por completo de acuerdo con una persona tan majestuosa y digna.

Puso al vidriado en un rincón abrigado, cerca de la cama, y lo envolvió en pieles hasta que sólo el rostro quedó a la vista. Día tras día deseaba que volviera a la vida. Le hablaba en voz baja y lo alentaba. Quería verlo crecer y moverse por la habitación. Pero unos días más tarde, el brillo de los ojos del vidriado se oscureció y se apagó: la criatura había muerto sin haber parpadeado una sola vez.

Decepcionada, Vry llevó el bulto a la cumbre medio desmoronada de la torre y lo arrojó lejos. Aún estaba envuelto en pieles, como un niño muerto.

La inquietud se adueñó de Shay Tal. Todo lo que decía parecía cada vez más un sermón. Aunque las otras mujeres le traían alimentos, prefería ayunar, preparándose para el pauk profundo en que hablaría con los muertos ilustres. Si no encontraba la sabiduría, iría a buscarla más lejos, fuera de la granja.

Decidió, en primer lugar, poner a prueba sus propios poderes. A pocas millas de distancia, hacia el este, se encontraba la Laguna del Pez, escena del «milagro». Mientras a ella le preocupaba la verdadera naturaleza de lo que allí había sucedido, los ciudadanos de Oldorando no tenían ninguna duda. Durante toda esa fría primavera fueron varias veces en peregrinación a contemplar el espectáculo en el hielo, estremeciéndose con un temor no exento de orgullo. Los peregrinos encontraron a muchos habitantes de Borlien que también habían venido a ver la maravilla. En una ocasión aparecieron dos phagors, con las aves vaqueras posadas en los hombros, que miraron en silencio a sus muertos cristalizados desde la costa opuesta.

A medida que el calor retornaba al mundo, el cuadro se deterioraba. Lo que era terrible se hizo grotesco. Una mañana el hielo se derritió y la estatua se convirtió en un montón de carne en descomposición. Los visitantes no encontraron otra maravilla que un globo ocular o un mechón de pelo. La misma Laguna del Pez se secó y desapareció, casi tan rápidamente como había aparecido. Sólo una pila de huesos y de cuernos de kaidaw señalaba el lugar del milagro. Pero el hecho se recordó, agrandado por la lente de la reminiscencia. Y las dudas de Shay Tal subsistieron.

Solía ir a la plaza por la tarde, a una hora en que el clima más benigno tentaba a la gente a pasear y hablar de un modo antes desconocido. Mujeres con hijas, hombres con hijos, cazadores, hombres de las corporaciones, viejos y jóvenes, empleaban así las horas finales del día. Casi todo el mundo se acercaba esperando la llamada de Shay Tal; casi nadie le hablaba.

Laintal Ay y Dathka estaban con sus amigos, riendo. Laintal Ay sorprendió la mirada de Shay Tal y se acercó a ella de mala gana.

—Voy a hacer un experimento, Laintal Ay. Quiero que me acompañes como testigo de confianza. No te crearé nuevas dificultades con Aoz Roon.

—Estoy en buenos términos con él.

Le explicó que el experimento se desarrollaría junto al Voral. Ella quería, antes, explorar el antiguo templo. Caminaron juntos entre la multitud. Laintal Ay no decía nada.

—¿Te avergüenza estar conmigo?—Siempre me complace tu compañía, Shay Tal.

—No es necesario que seas cortés. ¿Crees que soy una hechicera?

—Eres una mujer excepcional. Te admiro por eso.

—¿Me quieres?

Eso lo desconcertó. En lugar de responder directamente, miró el suelo enfangado y murmuró: —Has sido una madre para mí desde la muerte de mi madre. ¿Por qué me lo preguntas?

—Desearía ser tu madre. Estaría orgullosa. Laintal Ay, también tú tienes energía interior. La siento. Esa interioridad te duele, pero también te da vida, es vida. No la ignores, cultívala. La mayoría de esta gente no tiene nada dentro.

—Esa energía, ¿equivale a conflicto?

Shay Tal se echó a reír apretando los codos contra el cuerpo.

—Escucha, estamos atrapados en esta desventurada aldea, entre seres mediocres. En cualquier otro sitio pueden estar ocurriendo acontecimientos mucho más importantes. Por eso hay tanto que hacer. Quizá me vaya de Oldorando.

—¿Adonde irás?

Ella sacudió la cabeza.

—A veces pienso que la mera presión de la gente obtusa hará que estallemos y nos dispersemos por el mundo. Ya habrás notado que estos últimos años han nacido muchos niños.

Laintal Ay recorrió con la mirada los rostros familiares y amistosos de la calle, y sospechó que ella se inventaba razones, aunque era cierto que había más niños.

Apoyó el hombro contra la puerta del antiguo templo y la abrió. Entraron y guardaron silencio. Un pájaro había quedado prisionero en el interior. Voló en círculos, acercándose, como para examinarlos; luego se lanzó hacia arriba y huyó por un agujero en el techo.

La luz se filtraba por ese y otros agujeros, creando rayos donde giraban las partículas de polvo. Los cerdos habían sido trasladados poco antes a unas zahúrdas en el exterior, pero el olor subsistía. Shay Tal se movía sin descanso de un lado a otro mientras Laintal Ay, junto a la puerta, mirando hacia la calle, recordaba que de muchacho había jugado allí.

Los muros estaban decorados con pinturas de estilo formal. Muchas se habían estropeado. Shay Tal miraba el alto estrado del altar de sacrificios. Algo que podía haber sido sangre oscurecía las piedras, A demasiada altura para que nadie pudiera intentar deteriorarla, había una representación de Wutra. Shay Tal la miró con los puños apoyados en las caderas.

La pintura mostraba la cabeza y los hombros de Wutra, con un manto velludo. Los ojos miraban desde la larga cara animal con una expresión que podía interpretarse como compasiva. El rostro era azul, y representaba el color ideal del cielo donde Wutra moraba. Un áspero pelo blanco, casi como unas crines, le coronaba la cabeza; pero la característica más asombrosa era el par de cuernos que le brotaba del cráneo y que remataba en campanillas de plata.

Detrás de Wutra se apretujaban otras figuras de una mitología olvidada, en general horrendas, que descendían del cielo. Wutra llevaba los dos centinelas posados en los hombros. Batalix estaba representado como un buey, barbado, gris, anciano, y de la lanza le brotaban rayos de luz. Freyr era más grande: un viril mono verde con una clepsidra suspendida del cuello. La lanza de Freyr, más grande que la de Batalix, también irradiaba rayos de luz.

Shay Tal se apartó, diciendo vivamente; —Ahora, mi experimento, si Goija Hin está preparado.

—¿Has visto lo que querías? —Laintal Ay estaba sorprendido por la brusquedad de Shay Tal.

—No lo sé. Quizá lo sepa después. Me propongo entrar en pauk. Me hubiera gustado preguntar a algunos de los viejos sacerdotes si se pensaba que Wutra presidía el mundo inferior, así como la tierra y el cielo… Hay tantas discontinuidades… Goija Hin traía ya a Myk del establo, debajo de la gran torre. Goija Hin era el encargado de los esclavos, y exhibía todos los estigmas de su tarea. Era bajo pero fornido, con brazos y piernas musculosos. Las facciones se le situaban con dificultad en la cara de frente baja y adornada con mechones en desorden. Vestía ropas de cuero, y durmiera o se paseara siempre lo acompañaba un látigo. Todos conocían a Goija Hin, un hombre impermeable a los golpes y a los pensamientos.

—Vamos Myk, bestia, es hora de que sirvas para algo —dijo en el tono habitual, ronco y gruñón.

Myk se movió rápidamente; había crecido en esclavitud. Era el phagor que más largo tiempo había servido en Oldorando, y podía recordar al predecesor de Goija Hin, un hombre de aspecto mucho más terrible. Myk tenía algunos pelos negros en la sucia piel, la cara arrugada, y grandes bolsas húmedas debajo de los ojos.

Era siempre dócil. En esa ocasión, Oyre estaba cerca para tranquilizarlo. Mientras Oyre le palmeaba la espalda encorvada, Goija Hin lo pinchaba con un palo.

Oyre, actuando como intermediaria de Shay Tal, había pedido permiso a Aoz Roon para que ella empleara un phagor en un difícil experimento. Aoz Roon había respondido descuidadamente que tomara a Myk, que era demasiado viejo.

Los dos humanos llevaron a Myk a un recodo del Voral donde el río era profundo, no muy lejos de la ruinosa torre de Shay Tal. Shay Tal y Laintal Ay estaban ya esperando cuando llegó el trío. Shay Tal miraba la profundidad de la corriente como sí tratara de descifrar sus secretos, con las mejillas hundidas y la expresión ausente.

—Pues bien, Myk —dijo cuando se acercó al phagor. Lo miró pensativa. Fláccidas bolsas de piel le colgaban del pecho y del estómago. Goija Hin ya le había atado las manos a la espalda. Myk movía aprensivamente la cabeza entre los hombros encogidos. Cuando miró el Voral, el fluido lechoso le salió por los ollares, en oleadas sucesivas, y gritó sordamente. ¿Era posible que el agua lo convirtiese en estatua? Goija Hin saludó con aspereza a Shay Tal.

— Átale las piernas —ordenó Shay Tal.

—No le hagas mucho daño —dijo Oyre—. Conozco a Myk desde que era niña y es totalmente dócil. Nos llevaba montados, ¿recuerdas, Laintal Ay?

Laintal Ay se adelantó al oír la petición.

—Shay Tal no le hará ningún daño —respondió, sonriendo a Oyre. Ella lo miró interrogativamente.

Atraídos por la posible novedad, varias mujeres y muchachos se reunieron en grupos sobre la costa, a ver qué ocurría.

Era un recodo brusco en el que las aguas pasaban sólo a unos centímetros por debajo de donde ellos estaban. En el lado opuesto el río no era tan hondo y había una fina capa de hielo, protegida del sol por un saliente. El hielo se extendía hacia las aguas más profundas, con formas cristalinas en los bordes, como si el agua las hubiera tallado a cuchillo.

Goija Hin ató las piernas del infortunado Myk y lo empujó hasta el borde del río. Myk alzó la larga cabeza, retrajo el labio inferior sobre el mentón hirsuto y emitió un trompeteo de terror.

Oyre pidió a Shay Tal que no le hiciera daño, tirando de la piel de Myk.

—Atrás —dijo Shay Tal. Hizo una seña a Goija Hin, para que empujara al phagor.

Goija Hin apoyó el hombro macizo contra las costillas de Myk. El phagor vaciló y cayó al río con una gran salpicadura. Shay Tal alzó los brazos en un ademán imperioso.

Las mujeres que miraban gritaron y corrieron. Entre ellas estaba Rol Sakil. Shay Tal les indicó a todos que se detuvieran.

Miró y vio a Myk debatiéndose debajo del agua. Mechones de pelaje rodaban entre la turbulencia, rozando la superficie como algas amarillas.

El agua seguía siendo agua. El phagor seguía vivo.

—Súbelo —ordenó Shay Tal. Goija Hin sostenía a Myk con dos correas. Tiró de ellas con la ayuda de Laintal Ay. La cabeza y los hombros del viejo phagor rompieron la superficie; Myk lanzó un grito patético.

—¡No me ahogues mates pobre yo!

Lo pusieron en la costa, jadeando, a los pies de Shay Tal. Ella se mordía el labio inferior y miraba el Voral con el ceño fruncido. La magia no funcionaba.

—Arrojadlo de nuevo —dijo una espectadora.

—No más agua o muero —dijo Myk con dificultad.

—Empújalo —dijo Shay Tal.

Myk volvió al Voral una segunda y una tercera vez. Pero el agua era siempre agua. No hubo milagro, y Shay Tal disimuló su decepción.

—Es suficiente —dijo—. Goija Hin, llévate a Myk y dale una ración de comida extra.

Oyre se arrodilló compasivamente junto a Myk, acariciándolo, llorando. Un agua oscura fluía de los labios del phagor, que empezó a toser. Laintal Ay se arrodilló y puso un brazo sobre los hombros de Oyre.

Desdeñosamente, Shay Tal se apartó. El experimento demostraba que un phagor más agua no era igual a hielo. El proceso no era inevitable. Entonces, ¿qué había ocurrido en la Laguna del Pez? Había deseado convertir el Voral en hielo, y no lo había logrado. El experimento no demostraba, por lo tanto, que fuera una hechicera. Tampoco demostraba que no lo fuera: había logrado convertir en hielo a los phagors en la Laguna del Pez… si no habían operado otros factores que ella no había tenido en cuenta.

Se detuvo con la mano en la piedra que enmarcaba la puerta de la torre, sintiendo la aspereza de los líquenes contra la palma. Mientras no encontrara una explicación, tendría que considerarse a sí misma como la consideraban los demás: como una hechicera. Cuanto más ayunara, más se respetaría a sí misma. Y por supuesto, como hechicera tenía que conservarse virgen; el intercambio sexual destruía los poderes mágicos. Se acomodó las pieles sobre el cuerpo desnudo, y subió los gastados escalones.

Las mujeres de la costa miraron el cuerpo empapado de Myk, rodeado por una charca creciente, y luego la figura de Shay Tal, que se alejaba.

—¿Para qué lo habrá hecho? —preguntó a las demás Rol Sakil—. ¿Por qué no ahogó del todo a esa estúpida criatura si era eso lo que quería?

La próxima vez que se reunió el consejo, Laintal Ay se puso de pie y habló a los demás. Dijo que había escuchado a Shay Tal. Todos conocían el milagro de la Laguna del Pez, que había salvado muchas vidas. Nada de lo que ella hacía era para mal. Laintal Ay propuso que la academia fuera reconocida y apoyada.

Aoz Roon parecía furioso mientras Laintal Ay hablaba. estaba sentado, rígido, en silencio. Los ancianos del consejo se espiaban unos a otros por debajo de las cejas, murmurando, incómodos. Eline Tal rió.

—¿Qué deseas que hagamos para ayudar a esa academia? —preguntó Aoz Roon.

—El templo está vacío. Puedes dárselo a Shay Tal. Que organice allí reuniones por las tardes, a la hora del paseo. Que se use como un foro donde todos puedan hablar. El frío se ha ido, la gente es más libre. Abre el templo como una academia para todos, hombres, mujeres y niños.

Las palabras resonantes se apagaron. Todos callaron. Luego Aoz Roon habló.

—No puede usar el templo. No queremos una nueva serie de sacerdotes. Guardaremos allí los cerdos.

—El templo está vacío.

—Desde ahora, los cerdos se guardarán en el templo.

—El día en que se pone a los cerdos por encima de la comunidad es un mal día.

La reunión concluyó con cierto desorden, cuando Aoz Roon se marchó de pronto. Laintal Ay se volvió a Dathka, con las mejillas enrojecidas.

—¿Por qué no me has apoyado? Dathka sonrió con cortedad, se acarició la fina barba, bajó la vista.

—No habrías vencido aunque toda Oldorando te hubiese apoyado. Ya ha prohibido la academia. Te fatigas en vano, amigo mío.

Cuando Laintal Ay abandonaba la torre, desencantado del mundo, Datnil Skar, el maestro de la corporación de curtidores, lo llamó y le tomó la manga.

—Has hablado bien, joven Laintal Ay; y sin embargo, Aoz Roon tiene razón. O, si no la tiene, lo que ha dicho no es un desatino. Si Shay Tal hablara en el templo, se convertiría en sacerdotisa y sería adorada. No es eso lo que queremos: nuestros antepasados se liberaron de los sacerdotes hace varias generaciones.

Laintal Ay sabía que el maestro Datnil era un hombre amable y modesto. Se contuvo, miró el rostro desgastado, y preguntó: —¿Por qué me lo dices?

El maestro Datnil miró alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba.

—La religión nace de la ignorancia. Creer algo establecido es señal de ignorancia. Yo respeto la tentativa de machacar con hechos la cabeza de la gente. Quiero decir que lamento tu derrota, aunque no comparto tu propuesta. Me gustaría hablar en la academia de Shay Tal, si ella me aceptara.

Se quitó el sombrero de piel y lo puso sobre el antepecho de la ventana, cubierto de líquenes. Se alisó el ralo pelo gris y carraspeó. Miró alrededor, sonriendo, nervioso. Aunque conocía desde el nacimiento a todos los presentes, no estaba acostumbrado al papel de orador. Las rígidas ropas de piel le crujían mientras desplazaba el peso del cuerpo de un pie al otro.

—No tengas miedo de nosotras, maestro Datnil —dijo Shay Tal.

Él advirtió una nota de impaciencia en la voz de ella.

—Sólo de tu intolerancia, señora, tengo miedo —le respondió; y algunas de las mujeres acuclilladas en el suelo se llevaron la mano a la boca, escondiendo unas sonrisas.

—Ya sabéis lo que hacemos en nuestra corporación, porque algunas de vosotras trabajáis conmigo —agregó Datnil Skar—. Por supuesto, sólo los hombres pueden ser miembros, y los secretos de nuestra profesión se transmiten de generación a generación. En particular, un maestro enseña todo lo que sabe a su oficial de confianza o su principal aprendiz. Cuando el maestro muere o se retira, éste toma su puesto, así como hará pronto Raynil Layan.

—Una mujer podría hacerlo tan bien como cualquier hombre —dijo una de las mujeres, Cheme Phar—. He trabajado contigo bastante tiempo, Datnil Skar. Sé todos los secretos de los pozos de sal. Podría salarme a mí misma, si fuera necesario.

—Ah, pero es preciso que haya orden y continuidad, Cheme Phar —dijo suavemente el maestro.

—Y también podría poner orden —dijo Cheme Phar, y todas rieron. Luego miraron a Shay Tal.

—Háblanos de la continuidad —dijo esta última—. Sabemos, porque Loilanun nos lo dijo, que algunos de nosotros descendemos de Yuli, el Sacerdote, que llegó del norte, de Pannoval y el lago Dorzin. Ésa es una continuidad. ¿Y cuál es la continuidad dentro de la corporación, maestro Datnil?

—Todos los miembros de nuestra corporación han nacido y engendrado hijos en Embruddock, antes de que se convirtiera en Oldorando. Muchas generaciones.

—¿Cuántas?

—Ah, muchas, muchas.

—Dinos cómo lo sabes.

Datnil Skar se secó las manos en los pantalones.

—Tenemos un registro. Todos los maestros llevamos un registro.

—¿Por escrito?

—Así es. En un libro. Y el arte se transmite. Pero no se puede revelar ese registro a otras personas.

—¿Por qué piensas que es así?

—No quieren que las mujeres les quiten el trabajo y lo hagan mejor —dijo alguien, y otra vez hubo risas. Datnil Skar sonrió, confuso, y no habló más.

—Creo que en cierto momento, el secreto ha de haber tenido un propósito defensivo —dijo Shay Tal—. Quizás era necesario mantener vivas ciertas artes, como la curtimbre o la herrería, en los malos tiempos, a pesar del hambre o de las incursiones de los phagors. Probablemente hubo en el pasado tiempos muy malos, y algunas artes se perdieron. No sabemos hacer papel. Quizás en otro tiempo hubo una corporación de papeleros. Cristal. No podemos hacer cristal. Sin embargo hay trozos de cristal por todas partes. Ya sabéis qué es el cristal. ¿Por qué somos más estúpidos que nuestros antepasados? ¿Acaso vivimos y trabajamos en una condición desventajosa que no comprendemos del todo? Ésa es una de las grandes preguntas que no hay que olvidar.

Se interrumpió. Nadie dijo nada, cosa que la irritaba siempre. Anhelaba algún comentario que provocara una discusión.

Datnil Skar respondió: —Madre Shay, dices la verdad, según mi mejor conocimiento. Comprendes que, como maestro, he jurado no revelar a nadie los secretos de mi arte; es un juramento que he hecho a Wutra y a Embruddock. Pero sé que hubo antes malos tiempos, de los cuales no tendría que hablar…

Cuando calló, ella lo alentó con una sonrisa.

—¿Crees que Oldorando era antes más grande que ahora?

Datnil Skar la miró con la cabeza de lado.

—Sé que llamas una granja a esta ciudad. Pero sobrevive… Es el centro del cosmos. Aunque esto no responde a tu pregunta. Pero vosotras, amigas mías, habéis encontrado centeno y trigo, al norte de aquí, así que de eso hablaremos. En ese lugar, según mi conocimiento, hubo tiempo atrás unos campos celosamente cuidados, defendidos con cercas contra las bestias salvajes. Esos campos pertenecían a Embruddock. Crecían también y se cultivaban otros muchos cereales. Ahora los cultiváis de nuevo, lo que es sabio.

"Ya sabéis que necesitamos corteza de árbol para curtir pieles. Nos cuesta trabajo obtenerla. Yo creo, es decir, sé —calló y continuó rápidamente— que al oeste y al norte crecían bosques altos que daban madera y corteza. Esa región se llamaba Kace. Era, en esa época, cálida, y no hacía frío.

Alguien dijo: —El tiempo del calor… es una leyenda que cantaban los sacerdotes. Son ésos, precisamente, los cuentos que esta academia quiere desterrar. Sabemos que antes hizo más frío que ahora. Pregúntale a mi abuela.

—Lo que digo, según entiendo, es que hizo calor antes de que hiciera frío —respondió Datnil Skar, rascándose lentamente el occipucio gris. Tendríais que tratar de comprender. Han pasado muchas vidas, muchos años. Buena parte de la historia se ha desvanecido. Sé que las mujeres pensáis que los hombres están contra vosotras; y quizá sea así; pero yo hablo sinceramente cuando digo que apoyéis a Shay Tal a pesar de las dificultades. Como maestro, sé cuan precioso es el conocimiento. Y parece escapar de la comunidad como el agua de un calcetín.

Mientras él se marchaba, las mujeres se pusieron de pie y lo aplaudieron cortésmente.,

Dos días después, al ocaso de Freyr, Shay Tal caminaba de un lado a otro por la habitación de la torre aislada. Llegó un grito desde abajo. Pensó inmediatamente en Aoz Roon, aunque no era su voz.

Se preguntó quién podía aventurarse más allá de la empalizada cuando oscurecía. Asomó la cabeza por la ventana y vio a Datnil Skar: una figura inmaterial en la penumbra.

—Oh, sube, amigo mío —dijo. Bajó a recibirlo. El traía una caja y sonreía, nervioso. Se sentaron frente a frente en el suelo de piedra, una vez que ella le sirvió una medida de rathel.

—¿Sabes? —dijo él, luego de una breve conversación ociosa—, creo que pronto me retiraré como maestro de la corporación de curtidores. Mi oficial principal tomará pronto mi sitio. Me estoy volviendo viejo, y él sabe desde hace tiempo todo lo que yo puedo enseñar.

—¿Por eso vienes?

Datnil Skar sonrió y movió la cabeza.

—Vengo, madre Shay, porque siento una admiración de anciano por ti, por tu persona y tu valor… No, déjame terminar. Siempre he amado y servido a esta comunidad, y creo que tú haces lo mismo aunque tienes la oposición de muchos hombres. Quiero, entonces, hacerte un bien mientras todavía puedo.

—Eres un buen hombre, Datnil Skar. Oldorando lo sabe. La comunidad necesita buenas personas.

Suspirando, él asintió.

—He servido a Embruddock, a Oldorando como hemos de llamarla, todos los días de mi vida, y jamás he salido de ella. Sin embargo apenas ha pasado un día… —Se interrumpió, con su habitual timidez, sonrió y agregó: —Creo que hablo con un espíritu afín; desde que era muchacho, ni un sólo día ha pasado sin que me preguntara… sin que me preguntara qué ocurría en otros lugares, muy lejos de aquí,

Hizo una pausa, se aclaró la garganta, y continuó con más vivacidad.

—Te contaré una cosa. Es muy breve. Recuerdo un terrible invierno, cuando yo era niño, en que atacaron los phagors, y luego siguieron las enfermedades y el hambre. Mucha gente murió y también muchos phagors, aunque en ese momento no se sabía. Estaba tan oscuro… Los días son más brillantes ahora… Sea como fuere, los phagors abandonaron, durante la matanza, un niño humano. El nombre era… me avergüenza decir que lo he olvidado pero, según creo, era algo parecido a Krindelsedo. Un nombre largo. Antes lo recordaba claramente. Los años me han hecho olvidar.

"Krindelsedo venía de Sibornal, una comarca lejana del norte. Decía que Sibornal era un país de glaciares perpetuos. En ese momento, yo había sido elegido oficial principal de mi corporación; y él estaba a punto de convertirse en sacerdote en Sibornal, de modo que ambos trabajábamos con entusiasmo en nuestras profesiones. Él… Krindelsedo, o como se llamara… pensaba que nuestra vida era fácil. Los géiseres hacían de Oldorando un lugar caliente.

"Mi amigo, ese joven sacerdote, estaba con algunos colonos que marchaban hacia el sur huyendo del hielo. Llegaron a unas tierras mejores, junto a un río. Allí tuvieron que luchar contra la población local, un reino llamado… el nombre se me ha ido después de tantos años. Hubo una gran batalla en que hirieron a Krindelsedo, sí así se llamaba. Los sobrevivientes pretendieron escapar, pero fueron capturados por una banda de phagors. La suerte quiso que Krindelsedo se librara de ellos. O tal vez lo dejaron atrás porque estaba herido.

"Hicimos lo posible por atenderlo, pero murió un mes más tarde. Lloré por él. Yo era muy joven. Y sin embargo, lo envidiaba porque había visto algo del mundo. Me dijo que en Sibornal el hielo tenía muchos colores y era muy hermoso.

Cuando el maestro Datnil concluyó su historia, sentado sosegadamente junto a Shay Tal, Vry entró en la habitación, en camino al piso superior.

Él le sonrió y dijo a Shay Tal: —No le pidas que se marche. Sé que es tu oficial principal y que confías en ella, como yo desearía confiar en el mío. Que escuche también lo que diré. —Depositó en el suelo la caja de madera. —He traído el libro de nuestra corporación para que lo veas.

Shay Tal parecía a punto de desmayarse. Sabía que si eso se descubría, la corporación mataría al maestro sin vacilar. Pudo imaginar el conflicto interno del maestro antes de venir. Lo abrazó y le besó la frente arrugada.

Vry se acercó y se arrodilló junto a ellos, con el rostro excitado.—A ver —dijo y extendió la mano, como si no fuera una muchacha tímida.

Datnil Skar puso una mano sobre la de Vry.

—Ved primero la madera de la caja. No es de rajabaral; el grano es demasiado hermoso. Y mirad cómo está labrada. Y el delicado trabajo del metal en los ángulos. ¿Podrían hacer una cosa tan fina los herreros de nuestra corporación?

Cuando ellas examinaron los detalles, abrió la caja. Sacó un gran volumen encuadernado en gruesa piel, con un adornado dibujo grabado a fuego.

—Esto lo hice yo mismo, madre. Yo encuaderné el libro. Lo que es antiguo es el interior.

Las páginas llevaban una cuidadosa y con frecuencia adornada escritura de muchas manos. Datnil Skar las volvió rápidamente, sin querer mostrar demasiado, aun en ese momento. Pero las mujeres vieron claramente fechas, nombres, listas, anotaciones, cifras.

Él miró sus rostros sonriendo gravemente.

—A su modo, este libro es una historia de Embruddock a lo largo de los años. Y cada corporación tiene un libro semejante, de eso estoy seguro.

—El pasado se ha ido. Ahora tratamos de mirar al futuro —dijo Vry—. No queremos quedar presos en el pasado. Queremos salir…

Indecisa, dejó caer la frase, lamentando haberse dejado arrastrar por la excitación. Al mirar los dos rostros, recordó que ellos eran más viejos y que nunca estarían de acuerdo con ella. Aunque parecían tener una meta común, había una diferencia que jamás podría salvarse.

—La clave del futuro está en el pasado —dijo Shay Tal, con afecto pero zanjando la cuestión, porque ya había dicho a Vry cosas semejantes anteriormente. Y volviéndose al anciano, agregó—: Maestro Datnil, apreciamos tu valiente actitud al permitir que veamos el libro. Quizá algún día podamos examinarlo con mayor detenimiento. ¿Nos puedes decir cuántos maestros ha habido en tu corporación desde que comenzó el registro?

Datnil Skar cerró el libro y empezó a guardarlo en la caja. De la vieja boca le fluía la saliva, y le temblaban las manos,

—Las ratas saben los secretos de Oldorando… Estoy en peligro por traer aquí el libro. Soy sólo un anciano tonto… Queridas mías: hubo en los viejos tiempos un gran rey que imperaba sobre todo Campannlat, llamado Rey Denniss. Él previo que el mundo, este mundo que los seres de dos filos llamaban Hrrm-Bhhrd Ydohk, perdería calor, así como se pierde el agua de un cántaro al llevarlo por una senda accidentada. Entonces fundó las corporaciones, con reglas de hierro. Los miembros de estas corporaciones preservarían el conocimiento a lo largo de las épocas oscuras hasta que retornara el calor.

Canturreaba un poco al hablar, como si lo hiciera de memoria.

—Nuestra corporación ha sobrevivido desde la época del buen rey, aunque en algunos períodos no había con qué curtir pieles. Según este registro, en una ocasión los únicos miembros eran un maestro y un aprendiz, que vivían debajo del suelo a cierta distancia… Tiempos terribles. Pero hemos sobrevivido.

Mientras Datnil se secaba la boca, Shay Tal preguntó que período era ése.

El maestro miró el rectángulo cada vez más oscuro de la ventana como si deseara evadir la pregunta.

—No comprendo todo lo que dice el libro. Ya conocéis nuestras confusiones con el calendario. Como se puede ver ahora, los nuevos calendarios determinan una dislocación considerable… Embruddock… Perdonadme, temo hablar de más… no siempre ha pertenecido a… nuestra gente.

Movió la cabeza, mirando nerviosamente alrededor. Las mujeres aguardaban inmóviles como phagors, en la vieja estancia oscura. El volvió a hablar.

—Mucha gente murió entonces. Hubo una gran plaga, la Muerte Gorda. Invasiones… Las Siete Cegueras… Historias de infortunio. Esperamos que nuestro presente señor —nuevamente miró en torno— sea tan sabio como el Rey Denniss. El buen rey fundó nuestra corporación en el año llamado 249 antes del Nadir. No sabemos quién era el Nadir. Lo que sabemos es que yo… admitiendo que pueda haber blancos en el registro… soy el sexagésimo octavo maestro de la corporación de curtidores. El sexagésimo octavo… —Miró con miopía a Shay Tal.

—Sesenta y ocho… —Tratando de ocultar su asombro, ella, recogió las pieles con un movimiento característico—. Son muchas generaciones que nos separan de la antigüedad.

—Así es, así es —el maestro Datnil asintió complacido, como si estuviera familiarizado con esas vastas extensiones de tiempo—. Hace casi siete siglos que nuestra corporación fue fundada. Siete siglos, y todavía hiela por las noches.

Embruddock era una nave encallada en el desierto circundante. Todavía daba abrigo a la tripulación, aunque nunca más había de hacerse a la vela.

El tiempo había desmantelado a tal extremo la ciudad antaño orgullosa, que sus habitantes la consideraban una aldea, e ignoraban que sólo era una ruina en medio de una civilización borrada por el hielo, la locura y el pasado del tiempo.

A medida que la temperatura aumentaba, los cazadores tenían que alejarse más en busca de caza. Los esclavos sembraban los campos y soñaban con una imposible libertad. Las mujeres permanecían en las casas y se volvían neuróticas.

Mientras Shay Tal ayunaba, siempre sola, las energías reprimidas de Vry crecían cada día más y la muchacha buscaba la compañía de Oyre. Habló con ella del maestro Datnil, y de lo que él había dicho, y encontró una oyente entusiasta. Ambas estaban de acuerdo: la historia contenía fascinantes enigmas, aunque Oyre era algo escéptica.

—Datnil Skar es viejo y está un poco ido, dice siempre mi padre —afirmó Oyre, y parodió el andar del maestro, diciendo con voz aflautada—: Nuestra corporación es tan exclusiva que ni siquiera permitimos la entrada del Rey Denniss…

Vry rió y Oyre continuó, más seriamente: —El maestro Datnil podría ser ejecutado por mostrar el libro. Eso prueba que no está en sus cabales.

—Ni siquiera permitió que lo viéramos bien. —Vry se interrumpió y luego estalló—: Si tan sólo pudiéramos juntar todos los hechos… Shay Tal los junta y los escribe. Tiene que haber algún modo de ordenarlos… en una estructura. Se ha perdido mucho, el maestro Datnil tiene razón. La temperatura fue tan helada en un tiempo que echaron al fuego todo lo que era inflamable; la madera, el papel, los registros. ¿Comprendes que ni siquiera sabemos qué año es? Las estrellas nos lo podrían decir. El calendario de Loil Bry es absurdo, los calendarios no han de fundarse en la gente sino en los años. La gente es tan poco de fiar… y yo también soy así. Oh, te juro que me volveré loca.

Oyre se echó a reír y abrazó a Vry.

—Eres la persona más cuerda que conozco, idiota. —Volvieron a hablar de las estrellas, sentadas sobre el suelo desnudo. Oyre había ido con Laintal Ay a mirar el fresco pintado en el antiguo templo.—Los centinelas están claramente representados; Batalix está como siempre encima de Freyr, pero casi tocándolo, sobre la cabeza de Wutra.

—Cada año los dos soles están más cerca —afirmó Vry sin vacilar—. El mes pasado casi se tocaron cuando Freyr sobrepasó a Batalix, y nadie prestó atención. El año próximo, chocarán. ¿Y entonces qué? O quizás uno pase detrás del otro.

—¿No será eso lo que el maestro Datnil llama una Ceguera? Si un centinela desapareciese, habría una media luz, ¿verdad? Quizá haya Siete Cegueras, como ya ha ocurrido. —Oyre parecía asustada; se movió hacia su amiga. —Sería el fin del mundo. Wutra se mostraría en toda su furia, por supuesto. Vry rió y se puso de pie.

—El mundo no desapareció entonces ni desaparecerá ahora. Quizá sea un nuevo principio —dijo, con un rostro radiante—. Por eso las estaciones son más calientes. Después de que Shay Tal termine con ese horrible pauk volveremos a ocuparnos del asunto. Yo seguiré trabajando en mis matemáticas. Que vengan las Cegueras: yo las abrazo.

Ambas, riendo, bailaron por la habitación.

—¡Cómo deseo una gran experiencia! —exclamó Vry.

Mientras tanto, Shay Tal mostraba más claramente que antes los pequeños huesos de ave que le sostenían la carne; las pieles le colgaban sueltas alrededor del cuerpo. Las mujeres le llevaban comida, pero ella se negaba a alimentarse.

—El ayuno le conviene a mi alma voraz —decía, caminando por la habitación helada, mientras Vry y Oyre intentaban oponerse y Amin Lim la acompañaba mansamente—. Mañana entraré en pauk. Vosotras tres y Rol Sakil podéis quedaros conmigo. Volveré a través de los fessupos hasta esa generación que construyó nuestras torres y corredores. Descenderé siglos si es preciso, y buscaré al Rey Denniss.

—Es maravilloso —exclamó Amin Lim. Las aves se posaban en la desmoronada ventana y comían el pan que Shay Tal no quería tocar.

—No te hundas en el pasado, señora —le aconsejaba Vry—. Ése es el camino de los ancianos. Mira adelante y hacia fuera. No ganaremos nada interrogando a los muertos.

Shay Tal estaba ahora tan poco habituada a las discusiones que le fue difícil contenerse. Alzó la vista y vio, casi con asombro, que aquella jovencita apocada se había convertido ahora en una mujer. Estaba pálida, y tenía sombras debajo de los ojos, como Oyre.

—¿Por qué estáis tan pálidas las dos? ¿Estáis enfermas?

Vry movió la cabeza.

—Esta noche hay una hora de oscuridad antes de la media luz. A esa hora te mostraré lo que estamos haciendo, Oyre y yo. Hemos trabajado mientras todo el mundo dormía.

A la puesta de Freyr, la noche era clara. El calor abandonaba el mundo mientras las dos jóvenes acompañaban a Shay Tal al terrado de la torre en ruinas. Un óvalo de luz espectral se elevaba desde el punto del horizonte donde había desaparecido Freyr. Había pocas nubes que ocultaran el cielo; mientras los ojos se acostumbraban a la oscuridad, las estrellas centelleaban. En algunos sectores del cielo eran relativamente escasas, en otras pendían en racimos. En lo alto, de horizonte a horizonte, había una ancha franja luminosa irregular, densa como una niebla, donde aparecían de vez en cuando unas estrellas muy brillantes.

—Es el espectáculo más magnífico del mundo —dijo Oyre—. ¿No te parece?

Shay Tal dijo: —En el mundo inferior los fessupos brillan como estrellas. Son las almas de los muertos. Aquí vemos las almas de los no nacidos. Arriba es como abajo.

—Creo que necesitamos un principio enteramente distinto para explicar el cielo —afirmó Vry—. Aquí todos los movimientos son regulares. Las estrellas giran alrededor de esa otra más brillante, la que llamamos estrella polar. —Señaló un astro situado encima de ellas.—En las veinticinco horas del día, las estrellas giran una vez, apareciendo en el este y poniéndose en el oeste como los dos centinelas. ¿No prueba eso que son similares a los dos centinelas, pero que se mueven mucho más lejos?

Las jóvenes mostraron a Shay Tal el mapa estelar que estaban haciendo, con las posiciones relativas de las estrellas marcadas en el pergamino. Ella demostró poco interés y dijo: —Las estrellas no pueden afectarnos como los coruscos. ¿En qué adelanta el conocimiento esto que hacéis? Valdría más que de noche durmierais.

Vry suspiró.

—El cielo está vivo. No es una tumba, como el mundo inferior. Oyre y yo hemos visto aquí cometas que arden y caen a tierra. Y hay cuatro estrellas brillantes que se mueven de un modo distinto al de todas las demás, las vagabundas de que hablan las viejas canciones. Hay días en que esas vagabundas pasan dos veces por el cielo, Y una reaparece con gran rapidez. Pensamos que está muy cerca de nosotros y la llamamos Kaidaw, por su velocidad. En seguida la veremos.

Shay Tal se frotó las manos, con aire aprensivo.

—Hace frío aquí.

—Hace más frío abajo, allí donde moran los coruscos —respondió Oyre.

—Cuida tu lengua, muchacha. No eres buena amiga de la academia si apartas a Vry de sus verdaderas tareas.

El rostro se le tornó frío y duro, como de halcón; se dio vuelta rápidamente, apartando los ojos de Oyre y Vry y descendió sin añadir una palabra.

—Oh, tendré que pagar por esto —dijo Vry—. Tendré que ser doblemente sumisa para hacer las paces.

—Eres demasiado humilde, y ella demasiado altiva. Al diablo con la academia. Tiene miedo del cielo, como la mayoría de la gente. Ése es su problema, sea o no una hechicera. Tolera a la gente, corno la estúpida Amin Lim, porque la halagan.

Abrazó a Vry con una especie de iracunda pasión y se puso a enumerar las tonterías de todos los conocidos.

—Lo que me duele es que no haya mirado por el telescopio —dijo Vry.

Ese telescopio había traído un gran cambio al interés de Vry por la astronomía. Cuando Aoz Roon se convirtió en señor y se trasladó a la gran torre, Oyre había podido examinar con libertad las posesiones de todas clases que allí había, guardadas en cofres. El telescopio había aparecido envuelto entre ropas apolilladas que se deshacían al tocarlas. Era de construcción sencilla; quizá lo había hecho la corporación de vidrieros, desaparecida mucho antes: un tubo de cuero que mantenía dos lentes en su sitio. Pero, apuntado hacia las estrellas vagabundas, el telescopio tuvo el poder de cambiar las ideas de Vry. Porque las vagabundas eran discos. En esto se parecían a los centinelas, aunque no emitían luz.

De ese descubrimiento, Vry y Oyre dedujeron que las vagabundas estaban más cerca del mundo, y las estrellas más lejos; algunas, muy lejos. Por los tramperos que trabajaban a la luz de la estrellas, supieron los nombres de las vagabundas: Ipocrene, Aganip y Copaise. Y vieron luego a la más rápida, que ellas mismas bautizaron Kaidaw. Ahora trataban de probar que eran mundos como el suyo, y quizás habitados.

Mirando a su amiga, Vry sólo vio el contorno general del hermoso rostro y la poderosa cabeza, y reconoció que Oyre se parecía mucho a Aoz Roon. Tanto ella como su padre eran personas enérgicas, y Oyre había nacido fuera de las convenciones acordadas. Vry se preguntó si Oyre habría estado, por alguna remota casualidad, con un hombre, en la oscuridad de un brassimipo, o en cualquier otra parte. Luego alejó el travieso pensamiento y volvió los ojos al cielo.

Permanecieron, más serenas, en el terrado de la torre, hasta que el Silbador de Horas volvió a sonar. Casi en seguida Kaidaw salió y se encaminó al cenit.

La Estación Observadora Terrestre Avernus —la Kaidaw de Vry—estaba suspendida a gran altura sobre Heliconia, mientras pasaba por debajo el continente de Campannlat, Los tripulantes de la estación se dedicaban sobre todo a observar el mundo que tenían más cerca, pero los instrumentos automáticos vigilaban también constantemente los otros tres planetas del sistema binario.

En los cuatro planetas se elevaban las temperaturas. El conjunto mejoraba constantemente; sólo en el suelo, en la carne tierna, había anomalías.

El drama de las atareadas generaciones de Heliconia se desarrollaba en un escenario apenas estructurado, con unas pocas circunstancias predominantes. El año del planeta alrededor de Batalix —la Estrella B para los estudiosos del Avernus—, era de 480 días (el año «pequeño»). Pero Heliconia tenia un Gran Año, del cual nada sabían los actuales habitantes de Embruddock. El Gran Año era el tiempo que tardaba la Estrella B, con sus planetas, en describir una órbita en torno de Freyr, la Estrella A.

Ese Gran Año era de 1.825 años «pequeños» de Heliconia. Como un año pequeño heliconiano equivalía a 1.42 años terrestres, el Gran Año equivalía a 2.592 años terrestres, un período en que muchas generaciones florecían y abandonaban la escena.

El Gran Año significaba un enorme viaje elíptico. Heliconia era un poco mayor que la Tierra, con una masa igual a 1.28 de la terrestre; en muchos aspectos, era la hermana de la Tierra. Pero en ese viaje elíptico de miles de años, Heliconia se convertía casi en dos planetas: uno helado en el apastrón, cuando estaba más lejos de Freyr, y uno excesivamente caliente en el periastron, cuando estaba más cerca de Freyr.

Cada año pequeño, Heliconia se acercaba más a Freyr. La primavera estaba a punto de anunciarse de modo espectacular.

A mitad de camino entre las altas estrellas y los fessupos que se hundían lentamente hacia la roca original, dos mujeres se arrodillaban a cada lado de una cama de helechos. La luz de la habitación era bastante escasa y las mujeres parecían dos plañideras de luto a los lados de la imagen postrada. Sólo se podía determinar que una era regordeta y ya no joven, y la otra víctima del proceso desecador de la ancianidad.

Rol Sakil Den movió la cabeza gris y contempló con lúgubre compasión el cuerpo extendido.

—Pobrecilla, años atrás; tan bonita no tiene derecho a torturarse así.

—Tendría que haberse quedado con sus panes, diría yo —respondió la otra mujer, para mostrarse cordial.

—Mira qué flaca es. Toca las caderas. No me asombra que se haya vuelto tan extraña.

Rol Sakil era flaca como una momia. La artritis le corroía el cuerpo. Había sido la partera de la comunidad hasta que tuvo demasiados años para ocuparse de esas tareas. Aún atendía a quienes entraban en pauk. Ahora que Dol se había emancipado, estaba casi al margen de la academia, siempre lista para criticar, raramente preparada para pensar.

—Es tan estrecha que no podría parir un palito, no digamos un niño. Es preciso atender el vientre: es la parte central de la mujer.

—Tiene otras cosas que atender —dijo Amin Lim.

—Oh, yo respeto el conocimiento como cualquiera; pero cuando el conocimiento se opone a la práctica natural de la cópula, tendría que cederle el paso.

—En ese sentido —replicó Amin Lim con cierta aspereza, del otro lado de la cama—, esas prácticas naturales encontraron un obstáculo cuando tu Dol se instaló en el lecho de Aoz Roon. Ella lo admiraba mucho, ¿y quién no? Es un hombre de buen aspecto, Aoz Roon, aparte de ser el señor de Embruddock.

Rol Sakil resopló.

—No es una razón para que abandone por completo la sexualidad. Siempre podría dedicarle algún tiempo, para mantenerse en forma. Además, él no volverá a golpear a la puerta de ella, puedes estar segura. Tiene las manos ocupadas con nuestra Dol.

La anciana indicó a Amin Lim que se aproximara para decirle algo confidencial, y ambas unieron sus cabezas sobre el cuerpo extendido de Shay Tal.

—Dol no lo deja en paz un momento, tanto por inclinación como por política. Proceder que yo recomendaría a cualquier mujer, aun a ti, Amin Lin. Supongo que te gustará, de vez en cuando; no sería humano que no fuera así, a tu edad. Tienes que pedírselo a tu hombre.

—Sin duda no hay mujer que no haya pensado alguna vez en Aoz Roon, por más mal genio que tenga.

Shay Tal suspiró en su pauk. Rol Sakil le tomó la mano con una mano marchita, y continuó, siempre en tono confidencial: —Dice mi Dol que murmura de una manera terrible en sueños. Le he dicho que eso es signo de una conciencia culpable.—¿Y de qué puede ser culpable, entonces? —preguntó Amin Lim.

—Pues… podría contarte algo… aquella mañana, después de tanto beber y tanto movimiento, salí temprano como siempre. Y mientras andaba, bien abrigada contra el frío, tropecé con un cuerpo en la oscuridad, y me dije: «Algún necio, atontado con la bebida, se ha quedado dormido al aire libre». Allí estaba, al pie de la gran torre.

Se interrumpió para observar el efecto del relato sobre Amin Lim, que sin otra cosa que hacer escuchaba atentamente. Los ojitos de Rol Sakil casi se ocultaron entre las arrugas mientras proseguía: —No hubiera pensado más en el asunto; a mí también me gusta un poco de rathel. Pero, ¿qué veo entonces, si no otro cuerpo del otro lado de la torre? Me dije: «Pues son dos necios, atontados por la bebida, que se han quedado dormidos al aire libre». Y tampoco hubiera pensado más en el asunto; pero cuando se supo que habían encontrado muertos al joven Klils y a su hermano Nahkri, juntos y al pie de la torre, el asunto parecía muy distinto…

—Todo el mundo dijo que los habían encontrado allí.

—Ah, pero yo los vi primero, y no estaban juntos. Así que no habían peleado entre ellos, ¿no te parece? Es sospechoso, ¿verdad? Y me dije: «Alguien empujó a los dos hermanos de lo alto de la torre». ¿Quién podía ser? ¿Quién tenía más que ganar con esas muertes? Que otros lo juzguen. Todo lo que digo es que aconsejé a Dol: «Cultiva tu miedo a las alturas, Dol. No te acerques al borde de una torre cuando estés con Aoz Roon. No te acerques al borde de ninguna torre, y estarás perfectamente…» Eso le dije.

Amín Lim movió la cabeza.

—Shay Tal no querría a Aoz Roon si él hubiera hecho una cosa así. Y lo sabría. Es inteligente; sin duda lo sabría.

Rol Sakil se puso de pie y cojeó nerviosamente por la habitación de piedra, sacudiendo la cabeza.

—En lo que concierne a los hombres, Shay Tal es igual que nosotras. No siempre piensa con el cerebro, y usa en cambio lo que tiene entre las piernas.

—Oh, calla. —Amin Lim miró apenada a su amiga y mentora. En verdad, hubiera preferido que la vida de Shay Tal se ajustase más al camino preconizado por Rol Sakil; quizá sería más feliz.

Shay Tal yacía rígidamente sobre el costado izquierdo, en la postura del pauk. Tenía los ojos entreabiertos. Apenas se la oía respirar, pero a intervalos regulares suspiraba profundamente. Mirando los rasgos austeros de ese rostro amado, Amin Lim creyó ver a alguien que enfrentaba la muerte con compostura. Sólo la boca, de vez en cuando endurecida, indicaba el temor que es imposible evitar en presencia de los habitantes del mundo inferior.

Aunque Amin Lim había estado una vez en pauk, el terror de volver a ver a su padre le había bastado. Esa dimensión estaba ahora cerrada; no volvería a visitar el mundo inferior hasta que llegara la llamada final.

—Pobre, pobrecilla —dijo, mientras acariciaba la cabeza de su amiga y le miraba los cabellos grises, con la esperanza de aliviarle la travesía del reino negro, que estaba debajo de la vida.

Aunque el alma no tenía ojos, podía sin embargo ver en un medio donde el terror reemplazaba la visión.

Miraba hacia abajo mientras empezaba a caer a un espacio más grande que el cielo nocturno. En ese espacio Wutra no podía penetrar. Era aquélla una región que el inmortal Wutra no conocía. El dios de rostro azul, de mirada impávida, de cuernos delicados, pertenecía a la gran batalla glacial que se desarrollaba en todas las demás regiones. Esta era el infierno, pues faltaba él. Cada estrella que brillaba allí era una muerte.

No había otro olor que el miedo. Cada muerte tenía una posición inmutable. No ardían los cometas; era el reino de la entropía absoluta y sin cambios, de la muerte de los acontecimientos del universo; y la vida sólo podía responder a ella con terror. Como hacía ahora el alma.

Las octavas de tierra corrían sobre el territorio de la realidad. Podían compararse a senderos, aunque se parecían más a murallas entrecruzadas que dividían infinitamente el mundo y de las cuales sólo la parte superior aparecía en la superficie.

La verdadera materia se hundía profundamente en el suelo continuo, penetrando hasta la roca original sobre la que descansaba el disco del mundo.

En la roca original, en el extremo inferior de las octavas de tierra correspondientes, se amontonaban los coruscos y los fessupos, como millares de moscas podridas.

La desvaída alma de Shay Tal se sumergió en su predestinada octava de tierra, abriéndose paso entre los fessupos. Parecían momias: los vientres y las cuencas de los ojos estaban vacíos y los pies óseos bailoteaban; las pieles eran ásperas como la arpillera vieja, pero transparentes, y permitían vislumbrar órganos luminosos. Tenían las bocas abiertas como bocas de pescados, recordando quizá los días en que respiraban aire. Los coruscos menos antiguos sostenían en la boca unas cosas semejantes a luciérnagas que se deshacían en humo y polvo. Todas esas viejas criaturas desechadas estaban inmóviles, pero el alma errabunda podía sentir la furia contenida, una furia más intensa que ninguna otra experimentada antes que la obsidiana los engullera.

Mientras el alma pasaba los veía suspendidos en hileras irregulares que se extendían hasta sitios adonde no podía viajar en la realidad: Borlien, el mar, Pannoval, la lejana Sibornal, y aun las glaciales soledades del este. Todos, allí, eran unidades de una gran colección, archivadas debajo de las octavas de tierra apropiadas.

Para los sentidos vivientes, no había direcciones. Sin embargo, había una dirección. El alma disponía de su propio velamen. Tenía que estar alerta. Un fessupo no era mucho más independiente que el polvo; pero la furia acumulada en el eddre lo fortalecía. Era capaz de devorar un alma que bogase muy cerca y liberarse para volver al mundo, llevando la enfermedad y el terror dondequiera que fuese.

Atenta al peligro, el alma se hundía en el mundo de obsidiana atravesando lo que Loilanun había descrito como un vacío con arañazos. Por fin se encontró ante el corusco de la madre de Shay Tal. Esa cosa entre gris y amarillenta parecía hecha de alambres y ramas delgadas, como secos jirones de pechos y caderas, y miraba con odio el alma de su hija. Mostraba los viejos dientes castaños en la floja mandíbula inferior. Sólo era una mancha, pero se le podían ver todos los detalles, así como los líquenes de una pared pueden representar perfectamente un hombre o una necrópolis. El corusco emitía quejas incesantes. Los coruscos son el negativo de la vida humana, y en consecuencia nada de la vida les parece bueno. Ningún corusco cree que la vida en la tierra ha sido bastante larga, o que ha logrado la felicidad merecida. Ni puede considerar justo el olvido actual. Anhela un alma viviente. Sólo un alma viviente puede escuchar sus infinitas lamentaciones.

—Madre, vengo nuevamente a ti como es debido, y escucharé tus quejas.

—Niña despiadada, ¿cuándo has venido por última vez? ¿Cuánto hace? Y de mala gana, siempre de mala gana, como en aquellos desgraciados días… Yo tenía que haberlo sabido, yo tenía que haberlo sabido cuando te di a luz… No quería tener más descendencia… mi pobre vientre estrujado…

—Escucharé tus quejas…

—Oh, sí, de mala gana, como tu padre a quien no le preocupaba mi sufrimiento, nada sabía, nada hacía, como todos los hombres, pero quién puede decir que los niños son mejores cuando se alimentan de ti… Oh, yo tenía que haberlo sabido… Te digo que despreciaba a ese zoquete de hombre que siempre pedía, todo lo pedía, una y otra vez, más de lo que. yo podía dar, jamás satisfecho, las noches de horror, los días, prisionera en esa trampa, eso es lo que era, y luego apareces tú, otra trampa destinada a privarme de mi juventud, hermosa, sí, yo era hermosa, esa maldita enfermedad… Te veo, te ríes de mí ahora, poco te importa…

—Me importa, madre, es una agonía verte.

—Sí, pero tú y él, los dos, me estafasteis, me quitasteis todo lo que yo tenía y esperaba tener, él con su sensualidad, ese inmundo marrano, si los hombres conocieran al menos los odios que despiertan, y tú con esa sucia debilidad, esa boca que chupa y chupa, esa boca que pide demasiado, como el miembro de él, que pide mucho más de lo que soporta la paciencia, y tu suciedad que es preciso limpiar todo el tiempo, estúpida, llorando, siempre queriendo algo, los días, los años, todos esos años, quitándome la fuerza, ah, la dulce fuerza, y yo tan bonita antes, desperdiciada, sin placer en la vida, tendría que haberlo sabido, no la vida que me había prometido mi madre cuando me amamantaba, y ella tampoco fue mejor que el resto, y se murió, esa maldita perra sin leche que me parió, morirse cuando yo más la necesitaba.

La voz de aquella cosa de nada arañaba la obsidiana, tratando de llegar al alma de Shay Tal.

—Lo siento por ti, madre. Te preguntaré ahora una cosa, para ayudarte a apartar la mente de tus penas. Te pediré que pases la pregunta a tu madre, y a la madre de tu madre, así hasta el remoto pasado. Tienes que darme la respuesta, y me sentiré orgullosa de ti. Quiero saber si Wutra existe realmente. ¿Existe Wutra? ¿Qué o quién es? Tienes que enviar la pregunta hacia atrás, hasta que algún fessupo lejano devuelva una respuesta. La respuesta ha de ser completa. Deseo comprender cómo funciona el mundo. La respuesta ha de llegar hasta mí. ¿Entiendes, madre?

Un chillido le respondió antes que acabara de hablar.

—Por qué había de hacer algo por ti, después de la manera en que has estropeado mi vida, por qué, por qué y por qué, y qué me importan aquí abajo tus estúpidos problemas, pequeña tonta, sucia y mezquina, dura toda una eternidad estar aquí, oyes, toda una eternidad, como mi pena…

El alma interrumpió el monólogo.

—Ya has oído mi petición, madre. Si no lo cumples, no volveré a visitarte en el mundo inferior. Nadie volverá a hablarte.

El corusco lanzó un rápido mordisco. El alma se mantuvo justamente fuera de alcance, mirando las polvorientas chispas que brotaban de esa boca que no respiraba.

Sin responder, el corusco empezó a transmitir la pregunta de Shay Tal, y los fessupos inferiores se encolerizaron.

Todos estaban suspendidos en obsidiana.

El alma tuvo conciencia de los fessupos vecinos, que pendían como chaquetas harapientas del perchero de un salón, a medianoche. Allí estaba Loilanun, y Loil Bry, y el Pequeño Yuli. Incluso estaba en alguna parte el Gran Yuli, reducido a una sombra indignada, y también el corusco del alma del padre, más temible incluso que el de la madre, con una furia que subía hacia ella como una marea.

Y la voz del corusco del padre era como uñas que arañaran un cristal.

—Y además, muchacha ingrata, ¿por qué no fuiste un varón? Tú sabías, miserable fracaso, que yo necesitaba un hijo, un buen hijo que continuara el sufrimiento de nuestro linaje, y fui en cambio el hazmerreír de todos mis amigos, aunque tampoco me importa esa pandilla de cobardes, que huyeron del peligro, corrieron cuando aullaron los lobos, y yo corrí con ellos sin saber si seguiría viviendo, mi vida de nuevo, oh sí mi maldita vida y el viento frío que se mueve en los pulmones y en todas las articulaciones, en el rastro de los ciervos en libertad, las colas cortas y blancas, oh mi vida de nuevo, sin nada que ver con esa bruja sin sexo ni pechos que llamas tu madre, aquí metida dentro de esta piedra que no respira, la odio la odio te odio, basura charlatana aquí estarás un día muy pronto tú también sí aquí en la tumba para siempre ya lo verás.

Y había también otros mensajes de otras bocas secas, que se extendían hacia ella como viejos huesos de animales emergiendo del suelo, verdes y grises por el polvo, la edad, la envidia, y ponzoñosos al tacto.

El alma de Shay Tal como un velamen tembloroso aguardaba una respuesta entre los venenos. Y finalmente un mensaje pasó de una insensata boca seca a otra insensata boca seca, a través de la obsidiana, con algo parecido a una respuesta a través de los siglos cristalizados.

— … y todos nuestros ulcerados secretos, ¿por qué has de compartirlos tú, sucia espía con barro en la cabeza, por qué presumirás de compartir lo poco que aquí tenemos, destituidos y lejos del sol? Se ha perdido lo que antes fue conocimiento; ha goteado del fondo del cubo, a pesar de todo lo que se había prometido, y no comprenderías lo que queda, no comprenderías nada, puta, nada comprenderías excepto el estertor final del corazón que se apaga a pesar de tantas pretensiones, y Wutra qué importa si no ayudó a nuestros distantes fessupos cuando vivían. En los días del viejo frío de hierro, de la oscuridad, salieron los blancos phagors y atacaron la ciudad como un huracán esclavizando a los humanos, que adoraron a los nuevos amos con el nombre de Wutra, porque los dioses de los vientos glaciales imperaban…

—¡Basta, basta, no quiero oír más! —exclamó el alma, abrumada.

Pero la maligna ráfaga continuó soplando sobre ella.

—Tú has preguntado, has preguntado y no puedes soportar la verdad, alma humana, ya verás cuando vengas aquí. Para cumplir tu deseo de inútil sabiduría has de viajar lejos a la remota Sibornal y buscar allí la gran rueda, allí donde todo se hace y se sabe y donde todas las cosas se comprenden, como corresponde a la vida del otro lado de la amarga amarga tumba; pero bien, no, no te hará ningún bien, reseca y fracasada hija de los muertos, atisbar lo que es real o verdadero o probado, o testamento del tiempo, o aun al mismo Wutra… Sólo hay esta prisión donde nos encontramos todos sin motivo…

El alma, espantada, izó las velas y flotó hacia arriba a través de la siniestra mansión, a través de hileras e hileras de bocas que gritaban.

La palabra, la venenosa palabra, venía de los remotos fessupos. La meta era Sibornal y una gran rueda. Los fessupos eran embusteros, y una infinita furia los llevaba a una infinita maldad; pero sus poderes en ese sentido eran limitados. Parecía verdad que Wutra no sólo había abandonado a los vivos, sino también a los muertos.

El alma huyó angustiada, descubriendo, muy arriba, un lecho donde yacía un cuerpo descolorido e inmóvil.

Sobre la tierra, los procesos de cambio, los interminables períodos de cataclismos, se manifestaban a través de todas las criaturas vivas: los animales, los hombres y los phagors.

Los habitantes de Sibornal se movían todavía desde el continente del norte hacia el sur, por el traicionero istmo de Chalce, impulsados por un clima que mejoraba de vez en cuando, buscando tierras más hospitalarias. Los habitantes de Pannoval se expandían hacia el norte por las grandes llanuras. La gente empezaba a surgir en todas partes, en mil hábitats favorecidos. Al sur del continente de Campannlat, en las fortalezas costeras corno Ottatsol, la población se multiplicaba y engordaba merced a la abundancia del mar.

En esa reserva de vida, el mar, muchas cosas se movían. Seres sin rostro y de forma humana trepaban a la costa o eran arrastrados tierra adentro por las tormentas.

También los phagors. Amantes del frío, también ellos eran impulsados por el cambio y buscaban nuevos hábitats a lo largo de las octavas de aire propicias. En los tres inmensos continentes de Heliconia, los phagors se agitaban, se reproducían y combatían contra los Hijos de Freyr.

La cruzada del joven kzahhn de Hrastyprt, Hrr-Brahl Yprt, descendía lentamente de los altos desfiladeros de Nktryhk y atravesaba las montañas obedeciendo siempre a las octavas de aire. El kzahhn y sus asesores sabían que Freyr prevalecía poco a poco sobre Batalix, y que por lo tanto trabajaba contra ellos; pero ese conocimiento no hacía más rápida la marcha. Con frecuencia se detenían a atacar a los pueblos protognósticos que cruzaban humildemente descalzos los campos nevados, o a los miembros de su propia especie que les parecían hostiles. No tenían en los pálidos guarneses ninguna sensación de urgencia; sólo la de destino.

Hrr-Brahl Yprt montaba en Rukk-Ggrl, y llevaba el ave vaquera casi siempre posada sobre el hombro. A veces e! ave aleteaba por encima de la compañía, y miraba con ojos vidriosos la larga procesión de estalones y de gillotas, la mayoría a pie, que se extendía hasta los desfiladeros de las tierras más altas. Zzhrrk volaba sobre la corriente ascendente y podía así mantenerse directamente encima de su amo durante horas, con las alas desplegadas, moviendo sólo la cabeza de un lado a otro, alerta a las otras aves vaqueras que planeaban cerca.

Había pequeños grupos de pueblos protognósticos, en general madis, que intentaban llevar sus cabras hasta el próximo espino o arbusto de los hielos, y veían desde muy lejos las aves blancas. Gritaban y señalaban. Todos sabían qué significaban las distantes aves vaqueras. Y escapaban mientras era posible de la muerte o la cautividad. Y la insignificante garrapata que vivía en los phagors, hundida entre el pelaje, y que era un delicioso alimento para las aves vaqueras, fue sin saberlo el instrumento que salvó las vidas de muchos protognósticos.

También los madis tenían parásitos. Temían el agua; y los excrementos de cabra que se aplicaban a los cuerpos escuálidos aumentaban las llagas, en lugar de aliviarlas; pero estos insectos no desempeñaban un papel importante en la historia.

El orgulloso Hrr-Brahl Yprt, con el largo cráneo adornado por una corona, alzó la vista a la mascota que volaba muy alto y luego miró nuevamente al frente, atento a los peligros posibles. Vio los tres puños del mundo en su guarnés, y el lugar adonde llegarían por fin, donde vivían los Hijos de Freyr que habían matado al abuelo, el gran kzahhn Hrr-Tryhk Hrast. El abuelo había dedicado su vida a despachar enemigos en incontables cantidades. Asesinado por los Hijos en Embruddock, había perdido la posibilidad de entrar en brida, y así había sido destruido para siempre. El joven kzahhn admitía que no habían sido bastante activos en la matanza de Hijos de Freyr, entregándose con indulgencia a las majestuosas tormentas de nieve del Alto Nktryhk, para las que tan apropiada era la sangre amarilla.

Ahora se haría una reparación. Antes de que Freyr adquiriera demasiada fuerza, los Hijos de Freyr de Embruddock serían eliminados. Y él mismo podría desvanecerse en la paz eterna del estado de brida sin manchas en la conciencia.

Apenas estuvo bastante fuerte, Shay Tal se apoyó sobre el hombro de Vry y siguió el sendero que llevaba al viejo templo.

Las puertas habían sido reemplazadas por una cerca. En el oscuro interior, chillaban y se movían las cerdas. Aoz Roon había cumplido su palabra.

Las mujeres se abrieron paso entre los animales, y se detuvieron en el centro del espacio fangoso. Shay Tal miró la gran efigie de Wutra, de pelo blanco, rostro animal y largos cuernos.

—Entonces es verdad —dijo en voz baja—. Los fessupos no han mentido, Vry. Wutra es un phagor. La humanidad ha adorado a un phagor. Nuestra oscuridad es mucho mayor de lo que suponíamos.

Pero Vry miraba con esperanza las estrellas pintadas.