IX - DENTRO Y FUERA DE UNA PIEL DE MIELA
Las encantadas soledades empezaron a demarcar las costas de los ríos con árboles de gruesos troncos. Nieblas y neblinas se elevaban de los arroyos nuevos.
El gran continente de Campannlat tenía unos veintidós mil kilómetros de largo por ocho mil de ancho. Ocupaba la mayor parte de la zona tropical en todo un hemisferio del planeta Heliconia. Había en él dramáticos extremos de temperatura, profundidad, altura, calma y tempestad. Y ahora despertaba a la vida.
Un proceso de edades llevaba al continente, grano por grano, montaña a montaña, hacia los turbios mares que le ceñían las costas. Una tendencia similar, igualmente despiadada y de largo alcance, aumentaba los niveles de energía. El cambio del clima aceleraba el metabolismo y el fermento de los dos soles estallaba en las venas del mundo: temblores, hundimientos, erupciones volcánicas, fumarolas, inmensas supuraciones de lava. La cama del gigante crujía.
Estas tensiones hipogeas operaban también en la superficie planetaria, donde de los viejos mantos helados brotaban tapices de color y altas lanzas verdes antes de que los últimos restos de nieve se pudrieran en el suelo, tan apremiante era la llamada de Freyr, Pero las semillas habían estado esperando ese momento ventajoso. La flor respondía a la estrella.
Después de la flor, nuevamente la semilla. Pero esas semillas suplían los requisitos energéticos de los nuevos animales que corrían por las nuevas praderas. También los animales habían estado esperando ese momento. Las especies proliferaban. Los estados cristalinos de cataplexia se desvanecían con rapidez. La muda dejaba montones de pelaje invernal desechado, que las aves utilizaban inmediatamente en los nidos, al tiempo que el estiércol proveía de alimentos a los insectos.
En las largas nieblas pululaban unos pájaros veloces.
Una multitudinaria vida alada centelleaba como joyas sobre lo que un momento antes había sido sólo un glaciar estéril. En una tormenta de vida, los mamíferos se precipitaban a galope tendido hacia el verano.
Los múltiples cambios terrestres que seguían al inexorable cambio astronómico eran tan complejos que ningún hombre o mujer podía comprenderlos. Pero el espíritu humano respondía ante ellos. Los ojos se abrían y volvían a ver. En todo Campannlat, en la savia de los abrazos humanos había una nueva pasión.
La gente era más sana, y sin embargo las enfermedades se difundían. Las cosas mejoraban, y sin embargo empeoraban. Más gente moría, y sin embargo más gente vivía. Había más comida, pero más gente hambrienta. La causa de todas estas contradicciones estaba en el exterior. Freyr llamaba, y hasta los sordos respondían.
El eclipse anticipado por Vry y Oyre ocurrió pronto. Para ellas, que lo esperaban, fue motivo de satisfacción, pero la mayoría se alarmó. Ambas pudieron ver cómo se espantaban los no iniciados. Aun Shay Tal cerró los ojos y se echó en la cama. Los osados cazadores no se movieron de la aldea. Los ancianos tuvieron síncopes.
Sin embargo, el eclipse no fue total.
La lenta erosión del disco de Freyr comenzó muy temprano, por la tarde. Quizá lo más inquietante era la duración de todo el asunto. Hora tras hora, la erosión de Freyr aumentaba. Cuando los soles se pusieron, estaban aún entrelazados. No había ninguna garantía de que volvieran a aparecer, o de que aparecieran enteros. La mayor parte de la población salió al campo para contemplar ese crepúsculo sin precedentes. En un silencio de ceniza, los mutilados centinelas se hundieron en el horizonte.
—¡Es la muerte del mundo! —gritó un mercader—. ¡Mañana volverá el hielo!
Mientras descendía la oscuridad, estalló el tumulto. La gente corría enloquecida, llevando antorchas. Un edificio nuevo de madera fue incendiado.
Sólo la intervención inmediata de Aoz Roon, Eline Tal y algunos amigos de brazos poderosos impidió la generalización de la locura. Un hombre murió en el incendio y el edificio se perdió, pero el resto de la noche fue tranquilo. A la mañana siguiente apareció Batalix, como de costumbre, y Freyr, entero. Todo estaba bien; pero los gansos de Embruddock no pusieron huevos durante una semana.
—¿Qué ocurrirá el año próximo? —se preguntaron mutuamente Oyre y Vry. Al margen de Shay Tal, empezaron a trabajar con seriedad en el problema.
En la Estación Observadora Terrestre, los eclipses eran meramente una parte del modelo determinado por la intersección de las eclípticas de la Estrella A y la Estrella B, que se cortaban en un ángulo de diez grados. Las intersecciones ocurrían 644 y 1.428 años terrestres después del apastrón (453 y 1.005 en años heliconianos). A ambos lados de las intersecciones había eclipses anuales; en el caso del año 453, una imponente exhibición de veinte eclipses.
El eclipse parcial de 632, heraldo de la serie de veinte, fue contemplado por los investigadores de la Estación Observadora con decoroso desapego científico. Los rudos seres que se movían por las callejuelas de Embruddock merecieron la compasiva sonrisa de los dioses que volaban a gran altura.
Después de las nieblas, después del eclipse, inundaciones. ¿Cuál era la causa, cuál el efecto? Nadie que vadeara el fango residual podía saberlo. Los rebaños de ciervos abandonaron las tierras al este de Oldorando, hasta la Laguna del Pez y más allá, y el alimento escaseaba. El crecido Voral era una barrera hacia el oeste, donde se veía abundante vida animal.
Aoz Roon demostró que era apto para el mando. Hizo las paces con Laintal Ay y con, y con ayuda de ellos indujo a los ciudadanos a construir un puente sobre el río.
Jamás, en la memoria de los vivos, se había intentado un proyecto semejante. La madera escaseaba y era preciso cortar un rajabaral entero en trozos adecuados. La corporación de los herreros fabricó dos largas sierras con las que derribaron un árbol conveniente. Se levantó un taller temporario entre la casa de las mujeres y el río. Las dos barcas robadas a los merodeadores de Borlíen fueron cuidadosamente desmanteladas para construir parte de la superestructura. El rajabaral se convirtió en una selva de tablas, postes, cuñas y listones. Durante semanas todo el lugar pareció un aserradero; virutas rizadas flotaban río abajo entre los gansos; Oldorando estaba cubierta de aserrín y los dedos de los trabajadores atravesados de astillas. Con gran dificultad se transportaban y hundían en el lecho del río unos enormes pilotes. Los esclavos estaban metidos hasta el cuello en el agua, atados unos a otros para mayor seguridad; asombrosamente, no se perdió ninguna vida.
El puente crecía poco a poco, mientras Aoz Roon alentaba a todo el mundo. La primera hilera de pilares fue arrastrada por una tormenta. El trabajo recomenzó, juntando madera con madera. Las malignas cabezas de los martillos pilones describían un arco en el cielo y caían con estrépito sobre grandes cuñas de madera, ablandándoles la parte superior con golpes repetidos. Una estrecha plataforma emergió del agua; parecía segura. La figura de Aoz Roon, envuelto en pieles de oso, dominaba la operación con un látigo o un martillo en la mano, agitando los brazos, alentando o maldiciendo, siempre activo. Mucho más tarde todos lo recordaban mientras bebían rathel, y decían con admiración: «Era un demonio». La obra adelantaba. Los trabajadores aplaudían. Por fin un puente de cuatro tablones de ancho y una barandilla atravesó las aguas oscuras del Voral. Muchas mujeres se negaron a cruzarlo; les disgustaba vislumbrar la rápida corriente por los huecos entre las tablas, oír el eterno gorgoteo contra los pilares. Pero se había conquistado el acceso a las llanuras del oeste. Allí abundaba la caza, y no pasarían hambre. Aoz Roon tenía motivos para estar satisfecho.
Con la llegada del verano, Freyr y Batalix se separaron; salían y se ponían a horas diferentes. El día casi nunca era brillante, ni la noche completamente oscura. En esa mayor cantidad de horas diurnas, todo crecía.
También la academia creció durante un tiempo. En el heroico período de la construcción del puente, todos trabajaron juntos. La escasez de carne acrecentó la importancia de los cereales. El puñado de semillas que Laintal Ay había dado a Shay Tal se convirtió en campos de cultivo donde la cebada, la avena y el centeno crecían en abundancia, defendidos de los merodeadores y considerados como una preciosa posesión de la tribu den.
Ahora que varias mujeres sabían contar y escribir, el grano cosechado se pesaba, guardaba y distribuía equitativamente. Se anotaban también los productos de la caza y la pesca, así como cada ganso y cada cerdo. La agricultura y la contabilidad trajeron sus propias compensaciones. Todo el mundo estaba atareado.
Vry y Oyre estaban a cargo de los campos de cereal y de los esclavos que allí trabajaban. Desde el campo podían ver la gran torre a lo lejos, sobre las espigas ondulantes, con un centinela montando guardia. Estudiaban siempre las constelaciones, y habían completado el mapa estelar todo lo posible. Las estrellas aparecían con frecuencia mientras hablaban paseando entre la hierba.
—Las estrellas están siempre en movimiento, como peces en un lago claro —dijo Vry—. Todos los peces giran a la vez. Pero las estrellas no son peces. Me pregunto qué son y en qué nadan.
Oyre alzó un tallo hasta la nariz que Laintal Ay admiraba tanto y cerró primero un ojo, luego el otro.
—El tallo parece moverse a la derecha y a la izquierda, y sé que no se ha movido. Quizá las estrellas estén quietas y seamos nosotros quienes nos movemos…
Vry escuchó y calló. Luego dijo en voz baja: —Oyre, querida, tal vez sea precisamente así. Quizá sea la tierra la que se mueve todo el tiempo. Pero entonces…
—¿Qué ocurre con los centinelas?
—Pues lo mismo: ellos tampoco se mueven… Sin duda es así, giramos y giramos como un remolino. Y los centinelas están muy lejos, como las estrellas…
—Pero se acercan, Vry, porque hace más calor…
Se miraron con las cejas levemente alzadas, respirando levemente. La belleza y la inteligencia fluían en ellas.
Los cazadores, que ahora cruzaban el puente y frecuentaban las tierras occidentales, pensaban poco en el cielo que giraba. Las llanuras estaban abiertas a cualquier posible depredación. El verde crecía en todas partes, crujía bajo los pies que corrían, o bajo los cuerpos tendidos en el suelo. Las flores estallaban. Enjambres de insectos volaban torpemente entre pétalos pálidos. En las cercanías abundaba la caza, que era abatida y arrastrada al poblado, manchando el puente nuevo con sangre oscura.
Con el crecimiento de la reputación de Aoz Roon, la de Shay Tal pasó por un eclipse. La participación de las mujeres en el trabajo, primero en el puente, luego en la agricultura, debilitó el dominio de Shay Tal sobre la vida intelectual de la aldea. Esto no parecía molestarla; desde que retornara del mundo inferior, rehuía cada vez más a la gente. Evitaba a Aoz Roon, y la figura desvaída se veía con menor frecuencia en los senderos. Sólo su amistad con el viejo maestro Datnil prosperaba.
Aunque el maestro Datnil no le había permitido echar más que una breve ojeada al libro secreto de la corporación, la mente del anciano vagaba frecuentemente hacia el pasado. Ella se contentaba con seguir el hilo de sus reminiscencias, y hablaban de gente y nombres olvidados; no era muy distinto, pensaba Shay Tal, de una visita a los fessupos. Lo que ella encontraba oscuro, tenía luminosidad para él.
—Según entiendo, Embruddock era antes más grande que ahora. Y luego hubo una catástrofe, como sabes… Había entonces una corporación de albañiles, pero hace siglos que desapareció. El maestro de esa corporación era particularmente respetado.
Shay Tal había observado antes ese hábito enternecedor de hablar como si él mismo hubiese estado presente en lo que contaba. Le parecía que él recordaba algo que había leído en el libro secreto.
—¿Cómo se hicieron tantos edificios de piedra? —preguntó—. Ya sabemos lo que cuesta trabajar la madera.
Se encontraban en la oscura habitación del maestro. Shay Tal estaba en cuclillas, sobre el suelo. A causa de los años, el maestro Datnil estaba sentado en una piedra apoyada contra la pared, para poder incorporarse con facilidad. Su anciana mujer y el oficial mayor, Raynil Layan —un hombre maduro, de barba bifurcada y maneras untuosas—, entraban, y salían; en consecuencia el abuelo hablaba con circunspección.
Respondió a la pregunta de Shay Tal diciendo: —Salgamos a dar unos pasos al sol, madre Shay. El calor es bueno para mis huesos.
Afuera, tomados del brazo, siguieron el sendero invadido por cerdos de rizado pelaje. No había nadie cerca, porque los cazadores estaban en las praderas del oeste y muchas mujeres en la campiña, acompañadas por los esclavos. Perros sarnosos dormían a la luz de Freyr.
—Los cazadores pasan mucho tiempo afuera —dijo el maestro Datnil— y entretanto las mujeres se comportan mal. Nuestros esclavos de Borlien cosechan mujeres tanto como espigas. No sé qué ocurre en el mundo.
—La gente copula corno animales. El frío para el intelecto, el calor para la sensualidad. —Shay Tal alzó la mirada hacia unos pájaros que se lanzaban a los huecos entre las piedras de las torres, llevando insectos a los polluelos.
El anciano le dio unas palmadas en el brazo y le miró la cara consumida.
—No te desanimes. Tienes tu sueño de ir a Sibornal. Todos hemos de tener algo.
—¿Algo? ¿Qué? —Shay Tal frunció el ceño.
—Algo en qué apoyarnos. Una visión, una esperanza, un sueño. No sólo vivimos de pan, ni siquiera los peores. Siempre hay alguna suerte de vida interior… Eso es lo que sobrevive cuando nos convertimos en coruscos.
—La vida interior… no puede morir de hambre, ¿verdad?
Ambos se detuvieron junto a la torre de techo de hierba. Miraron los bloques de piedra de la torre. A pesar del tiempo, se conservaban bien. El perfecto ajuste de los sillares suscitaba preguntas sin respuesta. ¿Cómo se hacía para extraer y cortar la piedra? ¿Cómo había sido posible construir una torre capaz de sostenerse nueve siglos?
Las abejas les zumbaban entre las piernas. Una bandada de grandes aves cruzó el cielo y desapareció detrás de una torre. Shay Tal sintió la urgencia del día y deseó confundirse con algo grande, que lo abarcara todo.
—Tal vez podríamos hacer una pequeña torre de barro. El barro se seca y queda fuerte. Primero una pequeña torre. La piedra más tarde. Aoz Roon tendría que levantar murallas de barro alrededor de Oldorando. En este momento, la aldea está virtualmente desguarnecida. Todo el mundo está afuera. ¿Quién tocará el cuerno de alarma? Podemos ser atacados por toda clase de agresores, humanos e inhumanos.
—Leí una vez que un hombre cultivado de mi corporación hizo un modelo del mundo en forma de globo. Era posible hacerlo girar y que mostrase dónde estaban las tierras… Dónde Embruddock, y dónde Sibornal, y así sucesivamente. Estaba guardado en la pirámide, con muchas otras cosas.—El Rey Denniss temía otras cosas además del frío. Temía a los invasores. Maestro Datnil, durante largo tiempo he guardado silencio acerca de mis pensamientos secretos. Pero me atormentan y tengo que hablar… He sabido por mis fessupos que Embruddock —se interrumpió, consciente de la gravedad de lo que iba a decir, antes de completar la frase— fue gobernada en un tiempo por los phagors.
Después de un momento, el anciano dijo en tono ligero: —Ya basta de sol. Volvamos a casa.
Mientras subían a la habitación, él se detuvo en el tercer piso de la torre. Era la sala de reuniones de la corporación, y olía fuertemente a cuero. Escuchó. Todo estaba en silencio.
—Quería asegurarme de que mi primer oficial había salido. Ven aquí.
Junto al rellano había una habitación pequeña. El maestro Datnil sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta, mirando ansiosamente una vez más alrededor. Sorprendió la mirada de Shay Tal y agregó: —No quiero que nadie nos interrumpa. Compartir los secretos de nuestra corporación, como pienso hacer, está penado con la muerte. Puedo ser viejo, pero no quiero renunciar a los últimos años de mi vida.
Ella miró en tomo mientras entraba en un pequeño cuarto contiguo a la sala de reuniones. Ninguno de ellos vio a Raynil Layan, el oficial mayor de la corporación que heredaría el manto del maestro Datnil cuando el anciano se retirara. Estaba en las sombras, detrás del poste que sostenía la escalera de madera. Raynil Layan era un hombre prudente y preciso, de maneras siempre circunspectas; en ese momento estaba absolutamente rígido, sin respirar ni moverse más que el poste que lo ocultaba.
Cuando el maestro y Shay Tal entraron y cerraron la puerta, el corpulento Raynil Layan se movió con vivacidad y paso ligero. Aplicó un ojo a una hendidura entre dos maderas que él mismo había abierto tiempo atrás para observar mejor los movimientos del hombre a quien un día suplantaría. Con la cara deformada por los considerables tirones que daba a su barba ahorquillada —un hábito nervioso que sus enemigos remedaban —, vio cómo Datnil Skar sacaba de la caja el registro secreto de la corporación de curtidores. El anciano lo abrió ante la mirada de la mujer. Cuando Aoz Roon lo supiera, sería el fin del viejo maestro, y el comienzo del imperio del nuevo. Raynil Layan descendió lentamente los escalones, con tranquila deliberación, uno a uno.
Con un dedo tembloroso, el maestro Datnil señaló un blanco en las páginas del enmohecido volumen.
—Este es un secreto que ha pesado sobre mí durante muchos años, madre, y espero que tus hombros no sean demasiado débiles para él. En el momento más frío y oscuro de una antigua época, Embruddock fue asaltada por los malditos phagors. El nombre mismo es la corrupción del nombre phagor: Hrrm-Bhhrd Ydohk… Nuestra corporación se refugió en las cavernas, en el desierto, pero los hombres y las mujeres fueron retenidos aquí. Nuestra especie vivía en esclavitud, y los phagors reinaban… ¿No es un terrible infortunio?
Shay Tal pensó en el dios phagor Wutra, representado en el templo.
—Un infortunio que aún no ha concluido. Antes nos gobernaban —dijo— y ahora son todavía adorados. ¿No nos convierte eso en una raza de esclavos hasta el día de hoy?
Una mosca con placas verdes, de una especie que sólo había aparecido recientemente, zumbó desde un rincón polvoriento y se posó en el libro.
El maestro Datnil miró a Shay Tal con súbito temor.
—Tenía que haber resistido la tentación de mostrártelo. No tenía por qué hacerlo. —Parecía demacrado.—Wutra me castigará.
—¿Crees en Wutra a pesar de las pruebas?
E! anciano temblaba, como si hubiese oído afuera el paso del destino.
—Está en todas partes… Somos sus esclavos… Trató de matar la mosca verde, que lo esquivó mientras iniciaba una espiral hacia alguna meta distante.
Los cazadores contemplaban a los mielas con asombro profesional. De toda la vida que había invadido las praderas del oeste, el deportivo miela era la criatura que mejor representaba el nuevo espíritu. Más allá de la ciudad estaba el puente, y más allá del puente, los mielas.
Freyr había sacado a los vidriados de una larga hibernación. La señal había pasado del sol a la glándula: con los eddres llenos de vida, los vidriados se estiraron y volvieron a vivir, salieron de las oscuras y cómodas madrigueras para lanzarse a la exuberancia del movimiento, para alegrarse y ser mielas. Manadas y manadas de mielas, ligeros como la brisa, rayados, sin cuernos, similares a asnos o pequeños kaidaws, que galopaban, brincaban, pastaban y se hundían entre los deliciosos pastos hasta el corvejón. Y podían superar a casi cualquier otra cosa que corriera.
Los mielas tenían franjas horizontales de dos colores, desde el morro hasta la cola. Esas franjas podían ser rojo y negro, o rojo y amarillo, o negro y amarillo, o verde y amarillo, o verde y rojo, o verde y celeste, o celeste y blanco, o blanco y cereza, o cereza y rojo. Cuando las manadas se echaban descuidadamente a descansar, y los mielas se estiraban como gatos, con las patas extendidas, se confundían con el paisaje, que también había adoptado una nueva apariencia para la nueva estación. Así como los mielas habían emergido del estado de vidriados, la «llanura estremecida de flores» había pasado de la canción a la realidad.
Al principio, los mielas no temían a los cazadores.
Galopaban entre los hombres resoplando jubilosamente, con la crin al viento y la cabeza en alto, y mostraban los grandes dientes enrojecidos por la verónica, la raiga y el dogotordo escarlata. Los cazadores estaban perplejos, entre el regocijo y la pasión de la cacería, y reían viendo a esas bestias ágiles cuyas grupas relumbraban cuando las tocaban los rayos de los centinelas. Esos animales traían la madrugada a las llanuras. En el encanto del primer encuentro, parecía imposible matarlas.
De repente ventoseaban y volaban como la brisa, atronando el campo entre los fútiles campanarios pardos que las hormigas elevaban en todas partes; giraban, miraban con malicia hacia atrás, agitaban las crines, relinchaban, y con frecuencia se lanzaban contra los hombres para prolongar el juego. O también, cuando se cansaban de esto, y de pastar con los suaves hocicos entre la hierba, los potros montaban a las potrancas, arrollándolas alborozados entre las altas flores blancas circundantes. Con una nota aguda como la de la paloma torcaz, semejante a una risa, hundían los prodos rayados en los complacientes quemes de las yeguas, y luego se apartaban, pavoneándose, goteando ante el aplauso de los cazadores.
Este desenfado tenía efectos sobre los hombres. Ya no parecían querer regresar a las habitaciones de piedra. Después de derribar a un animal, se demoraban de buena gana junto al fuego en que se asaba, hablando de mujeres y proezas, cantando, aspirando el aroma de la salvia, el dogotordo y el escantion, que florecían, y que exhalaban placenteras fragancias aplastados por los cuerpos.
Vivían, en general, en armonía. Cuando apareció Raynil Layan —era inusitado ver en los terrenos de caza a los hombres de las corporaciones— ese buen ánimo se interrumpió por un rato. Aoz Roon se alejó de los demás y habló con Raynil Layan, con la cara vuelta hacia el lejano horizonte. Volvió con expresión sombría y no quiso decir a Laintal Ay ni a de qué se había hablado.
Cuando la falsa noche caía sobre Oldorando, y uno u otro de los centinelas esparcía sus cenizas sobre el cielo occidental, los mielas venteaban un peligro conocido. Abrían los ollares en el aire sonrojado, atentos a los lenguas de sable.
También estos enemigos exhibían brillantes colores. Los lenguas de sable eran rayados como sus víctimas, siempre de negro y otro color, un color sangriento, generalmente rojo o castaño rojizo. Los lenguas de sable se parecían mucho a los mielas, aunque las patas eran más gruesas y cortas y las cabezas redondas, rasgo que la falta de orejas acentuaba. De la cabeza, instalada sobre un macizo cuello, brotaba el arma principal de la especie: rápido para la persecución en distancias cortas, el lengua de sable podía proyectar desde la garganta una lengua afilada, capaz de cortar la pata de un miela a la carrera.
Después de haberlas visto en acción, los cazadores se mantenían alejados de estas bestias. Por otra parte, los lenguas de sable no se mostraban agresivos ni temerosos en presencia del hombre. La humanidad no figuraba en el menú de los lenguas de sable, ni viceversa.
Aparentemente, el fuego los atraía. Los lenguas de sable desarrollaron el hábito de acercarse a las hogueras de los campamentos, en parejas, y sentarse o echarse ante el fuego. Se lamían mutuamente con las afiladas lenguas y comían los trozos de carne que los hombres les arrojaban. Sin embargo, no se dejaban tocar, y se apartaban gruñendo de cualquier mano cautelosamente extendida. Ese gruñido era suficiente advertencia para los cazadores. Habían visto los daños que podía causar esa terrible lengua cuando se usaba con furia.
Matas de espino y de dogotordo florecían en el paisaje. Los hombres dormían bajo las ramas pesadas. Estaban rodeados de vegetación y de empalagosos aromas, y de unas flores que nadie había visto ni olido antes, excepto los antiguos fessupos. En los matorrales había colmenas de abejas, algunas llenas de miel. De la miel fermentada hacían el bitel. Esa bebida viscosa emborrachaba a los hombres, que se perseguían unos a otros sobre la hierba, riendo, gritando, luchando, hasta que los curiosos mielas se acercaban para ver dónde estaba la diversión. Tampoco los mielas permitían que los hombres los tocaran, aunque lo intentaban muchos, ebrios de bitel, corriendo tras los animales retozones, hasta que se caían y se quedaban dormidos en donde estaban.
En los viejos tiempos, la vuelta al hogar era la coronación del placer de la caza. El reto de los helados glaciares concluía con la calidez y el sueño. Todo esto había cambiado. La cacería se había convertido en un juego. Ya no era preciso el esfuerzo de los músculos, y hacía calor en las praderas en flor.
Oldorando era también menos atractiva para los cazadores. La aldea era más populosa porque más niños sobrevivían a los azares del primer año de vida. Los hombres preferían reunirse a beber bitel amistosamente, evitando las quejas con las que a veces eran recibidos.
Por eso, ya no regresaban en un solo y ruidoso grupo, como antes, sino que se deslizaban a sus hogares de dos en dos, o de tres en tres, más discretamente.
Esta nueva clase de retorno implicaba una excitación antes desconocida, al menos en lo que concernía a las mujeres; porque si los hombres eran ahora más irresponsables, las mujeres eran más vanidosas.
—¿Qué me has traído?
Este, con variaciones, era el saludo corriente cuando las mujeres acudían con sus niños a recibir a los hombres. Iban hasta el puente nuevo y aguardaban allí, en la costa este del Voral, mientras los niños arrojaban piedras a los patos y los gansos, y esperaban impacientes a que los hombres regresaran con carne y con pieles.
La carne era una necesidad indispensable, y de nada servía un cazador que regresara sin ella.
Pero lo que excitaba un frenesí de júbilo en los corazones de las mujeres eran las pieles, las brillantes pieles de miela. Nunca habían imaginado anteriormente, en sus empobrecidas vidas, la posibilidad de cambiar de ropas. Nunca como ahora habían tenido tanto trabajo los curtidores. Nunca, antes, los hombres habían cazado si no era buscando alimento. Todas las mujeres deseaban tener una piel de miela, y mejor más de una, y también vestir con ellas a los hijos.
Competían entre sí por la belleza de las pieles. Azules, magenta, cereza, aguamarina. Chantajeaban a los hombres de un modo que a ellos no les desagradaba. Se adornaban, se pintaban los labios, se exhibían. Se arreglaban el pelo. Incluso empezaron a lavarse.
Correctamente usadas, con aquellas rayas eléctricas verticales, las pieles de miela hacían elegantes incluso a las mujeres gruesas. Era preciso que estuvieran bien cortadas. Una nueva profesión prosperó en Oldorando: la de sastre. Así como las flores mostraban campanas, espigas y rostros en las calles, entre las viejas torres, y mientras las enredaderas trepaban a las gastadas piedras, así las mujeres empezaron a parecerse a las flores. Vestían telas de colores brillantes, que sus madres jamás habían visto.
Y poco más tarde, en defensa propia, los hombres también se despojaron de las viejas y pesadas pieles y empezaron a usar las de miela.
Los días eran serenos y amenazadores, y las copas chatas de los rajabarales humeaban en el aire tranquilo.
Oldorando estaba en silencio bajo los altos cúmulos. Los cazadores habían salido. Shay Tal escribía sola en su habitación. No le preocupaba su propio aspecto, y continuaba llevando las píeles viejas mal cortadas. Tenía aún en la mente las voces roncas de los fessupos y de los coruscos de la familia. Aún soñaba con la perfección y con un viaje.
Cuando Vry y Amin Lim descendieron de la habitación superior, Shay Tal alzó vivamente la vista y dijo:
—Vry, ¿qué pensarías de un globo como modelo del mundo?
Vry respondió: —Tendría bastante sentido. Un globo gira con facilidad en todas direcciones, y las estrellas vagabundas son redondas. Así que quizá nosotros también seamos así.
—¿Y un disco, una rueda? Nos han enseñado que la roca original descansa sobre un disco.
—Mucho de los que nos han enseñado es incorrecto. Tú nos has dicho eso, madre —dijo Vry—. Yo pienso que el mundo gira alrededor de los centinelas. Shay Tal las miró un rato. La inspección las puso incómodas. Habían abandonado las viejas pieles y usaban brillantes trajes de miela. Franjas de color gris y cereza recorrían el cuerpo de Vry. Las orejas del animal le adornaban los hombros. A pesar de que Aoz Roon amenazaba en la academia con nuevas restricciones, le había regalado las pieles. Vry caminaba con paso más seguro; había ganado encanto.
De repente, el temperamento de Shay Tal estalló.
—Os estáis burlando de mí, par de necias, mozuelas estúpidas. No me digáis que no. Yo sé qué hay debajo de ese aire de docilidad. Mirad cómo vais vestidas… No estamos llegando a nada con nuestros conocimientos, no vamos a ninguna parte. Todo parece traer nuevas dificultades. Tendré que ir a Sibornal, para encontrar la gran rueda de que hablan los coruscos. Quizá esté allí la certeza, la verdadera libertad. Aquí sólo hay la maldición de la ignorancia… Y de todos modos, ¿adonde vais?
Amin Lim abrió las manos como para demostrar que era inocente.
—Sólo al campo, señora, a ver si hemos logrado curar el moho de la avena.
Era una muchacha gruesa, y más gruesa aún por la semilla que un hombre había plantado en ella. Permaneció en actitud implorante hasta que en la mirada de Shay Tal hubo un leve destello de asentimiento; ella y Vry casi huyeron de la opresiva habitación.
Mientras descendían los sucios escalones de piedra, Vry dijo resignada: —Rezongando de nuevo, tan regularmente como el Silbador de Horas. Realmente, algo le preocupa.
—¿Dónde está el estanque de que hablabas? No me gustaría caminar mucho en mi estado.
—Te gustará, Amin Lim. Es un poco más allá del campo del norte, e iremos despacio. Espero que Oyre ya esté allí.
El aire era tan denso que ya no transportaba la fragancia de las flores, y parecía tener un olor metálico propio. Los colores eran deslumbrantes a esa luz actínica, y los gansos lucían una blancura sobrenatural.
Pasaron entre las grandes columnas de los rajabarales. Los rígidos cilindros se adaptaban mejor a la geometría del paisaje invernal; el contraste con la vegetación creciente era excesivo.
—Hasta los rajabarales están cambiando —dijo Amin Lim—. ¿Desde cuándo echan vapor por las copas?
Vry no lo sabía ni estaba particularmente interesada. Oyre y ella habían descubierto una laguna de aguas termales de la que hasta ese momento no habían hablado a nadie. En un estrecho valle al que se accedía por el extremo opuesto de Oldorando, habían brotado unas fuentes nuevas, algunas con aguas casi hirvientes, que se precipitaban al encuentro del Voral en una nube de vapor. Y una de ellas, encerrada entre las rocas, fluía por un camino distinto, hasta formar una laguna escondida, rodeada de verdura y abierta al cielo. Era hacia esa piscina que Vry guiaba a Amin Lim.
Cuando apartaron los arbustos y vieron una figura de pie junto al agua, Amin Lim chilló y se llevó la mano a la boca.
Oyre estaba desnuda en la costa. La piel húmeda le brillaba y el agua le goteaba de los grandes pechos. Sin mostrar ninguna timidez, se volvió y saludó con excitación a sus amigas. Junto a ella estaban las pieles de miela.
—¿Por qué habéis tardado tanto? El agua está estupenda hoy.
Amin Lim permanecía inmóvil, todavía con la boca cubierta. Nunca había visto a una persona desnuda.
—No es nada —dijo Vry, riendo ante la expresión de Amin Lim—. Y el agua es una maravilla. Me desnudaré. Mírame. Mírame si te atreves.
Corrió hasta donde estaba Oyre y empezó a quitarse la túnica de color gris y cereza. Era fácil quitarse y ponerse las pieles de miela. En un instante Vry apareció desnuda; su figura delgada contrastaba con la opulenta belleza de Oyre. Reía encantada.—Ven, Amin Lim, no tengas miedo. Un baño le hará bien al bebé.
Oyre y ella saltaron juntas al agua. El agua devoró las piernas de las mujeres, que chillaron de alegría.
Amin Lim no se movió de donde estaba, y chilló de horror.
Habían devorado un enorme banquete, comiendo frutas amargas después de los trozos de carne. Tenían las caras grasientas y brillantes.
Los cazadores estaban más gruesos que en la estación anterior. La comida era demasiado abundante. Era posible matar mielas sin necesidad de correr. Los animales seguían acercándose a retozar entre los cazadores, tocando con sus pieles de colores las pieles de los hermanos muertos.
Todavía vestido con pieles negras, Aoz Roon se había retirado a hablar con Goija Hin, el encargado de los esclavos, cuya ancha espalda era aún visible mientras se alejaba hacia las distantes torres de Oldorando. Aoz Roon regresó junto a los demás. Tomó un trozo de costilla que siseaba sobre una piedra y rodó con ella en la hierba verde. Cuajo, el enorme perro, brincaba alrededor, gruñendo, y Aoz Roon terminó por apartarlo de la carne con una rama de fragante dogotordo.
Aoz Roon dio un amistoso puntapié a Dathka.
—Esto es vida, amigo. Aprovecha y come cuanto puedas antes de que retorne el hielo. Por la roca original, no olvidaré esta estación mientras viva.
—Es magnífica. —Eso fue todo lo que Dathka respondió. Había terminado de comer, y estaba sentado con los brazos alrededor de las rodillas, mirando a los mielas; un grupo daba una rápida media vuelta entre la hierba alta, a unos trescientos metros.
—Maldición, nunca dices nada —exclamó de buen humor Aoz Roon, tirando de la carne con sus fuertes dientes—. Hablame. volvió la cabeza hasta apoyar la cara en la rodilla y dedicó a Aoz Roon una mirada conocedora.
—¿Qué pasa entre tú y Gorja Hin?
La boca de Aoz Roon se endureció.
—Es un asunto privado.
—De modo que tú tampoco hablas. —Dathka se volvió y miró nuevamente a los mielas, que se movían debajo de unos cúmulos amontonados en el horizonte del oeste. En el aire había una luz verde que borraba los colores brillantes de los mielas.
Por fin, como si pudiera sentir la negra mirada de Aoz Roon entre sus hombros, dijo, sin darse vuelta: —Estaba pensando.
Aoz Roon arrojó el hueso a Cuajo y se estiró debajo del ramaje florido.
—Pues entonces, habla. ¿Qué es eso que piensas, después de toda una vida?
—Cómo cazar vivo a un miela.
—¿Y qué tendría eso de bueno?
—No pensaba en nada bueno, no más que cuando llamaste a Nahkri al terrado de la torre.
Siguió un pesado silencio; Aoz Roon no dijo una palabra. Más tarde, cuando retumbó un trueno lejano, Eline Tal repartió un poco de bitel. Aoz Roon preguntó irritado a todo el mundo: —¿Dónde está Laintal Ay? Supongo que vagabundeando de nuevo. ¿Por qué no nos acompaña? Os estáis volviendo todos perezosos y desobedientes. Algunos se llevarán una sorpresa.
Se puso en pie y se alejó caminando pesadamente, seguido a respetuosa distancia por su perro.
Laintal Ay no estudiaba a los mielas como su silencioso amigo. Andaba detrás de otra caza.
Desde aquella noche, cuatro años antes, en que había sido testigo del asesinato del tío Nahkri, el incidente lo perseguía. Había cesado de reprochar el crimen a Aoz Roon, porque ahora comprendía mejor que el señor de Embruddock era un hombre atormentado.—Estoy segura de que se siente castigado por una maldición —le había dicho una vez Oyre a Laintal Ay.
—Se le podrían perdonar muchas cosas por el puente del oeste —respondió, pragmáticamente, Laintal Ay. Pero no dejaba de sentirse culpable, y cada vez hablaba menos del tema.
El vínculo que lo unía a la hermosa Oyre se había fortalecido y distorsionado aquella noche en que había bebido demasiado ratel. Había llegado al extremo de mostrarse cauteloso con ella.
Se había dicho a sí mismo, letra por letra, cuál era la dificultad: «Si he de gobernar Oldorando, como exige mi linaje, he de matar al padre de la muchacha que deseo para mí. Pero esto es imposible.»
Sin duda, Oyre comprendía también este dilema. Sin embargo, ella era la mujer de él y de nadie más. Laintal Ay habría luchado a muerte con cualquier hombre que se le hubiera acercado.
El instinto de salvaje, que preveía las emboscadas astutas y el momento de descuido anterior al desastre, le hacía ver tan claramente como a Shay Tal que Oldorando era ahora vulnerable a un ataque enemigo. En el arrobamiento del calor, nadie estaba alerta. Los guardias dormitaban en sus puestos.
Planteó el problema de la defensa a Aoz Roon, quien le dio una respuesta razonable.
Aoz Roon dijo, zanjando la cuestión, que ya nadie viajaba a gran distancia, fuera amigo o enemigo. La nieve hacía fácil que los hombres fueran adonde deseaban; ahora todo estaba cubierto de cosas verdes y las florestas se hacían más densas cada día. El tiempo de las incursiones había pasado.
Además, añadió, no había habido ataques de los phagors desde el día en que la madre Shay Tal había realizado el milagro de la Laguna del Pez. Estaban ahora más seguros que nunca. Y tendió a Laintal Ay una jarra de bitel.
Laintal Ay no quedó contento con la respuesta. El tío Nahkri se había considerado perfectamente seguro aquella noche, mientras subía los escalones de la gran torre. Dos minutos más tarde, yacía en la calle con el cuello partido.
Ese día, cuando los cazadores salieron, Laintal Ay sólo había ido hasta el puente. Allí se había vuelto, en silencio, decidido a hacer una inspección de la aldea, y a imaginar qué ocurriría en caso de un ataque inesperado.
Apenas comenzó a recorrer los alrededores, observó un leve penacho de vapor sobre el Voral. Se movía en el centro de la corriente, sin desviarse; parecía que se deslizara sobre el rápido caudal oscuro, manteniéndose, sin embargo, en el mismo sitio. De él se desprendían plumas de vapor que flotaban hacia la costa. Laintal Ay avanzó con una impresión de inquietud.
La atmósfera era más pesada. Crecían arbustos sobre elevaciones que habían sido antes edificios. Observó a través de las ramas delgadas las torres que se mantenían en píe. En cierto modo, Aoz Roon tenía razón: se había hecho más difícil acercarse a Oldorando.
Sin embargo, le venían a la mente imágenes de advertencia. Veía phagors montados en kaidaws, saltando obstáculos y cargando contra el corazón de la aldea. Veía a los cazadores regresando a sus hogares, cargados de pieles brillantes, con las cabezas embotadas por el exceso de bitel. Aún tenían tiempo de ver los hogares incendiados, las mujeres e hijos muertos, antes de sucumbir también ellos bajo los cascos salvajes.
Se abrió paso entre los espinosos arbustos.
¡Cómo cabalgaban los phagors! ¿Qué podía ser más maravilloso que montar un kaidaw, dominarlo, compartir su poder, ser una misma cosa con su movimiento? Estas bestias feroces sólo se dejaban montar por un phagor; al menos, eso decía la leyenda, y él jamás había oído hablar de un hombre que montara un kaidaw. Se mareaba sólo de pensarlo. Los hombres iban a pie… pero un hombre montado en un kaidaw superaría a un phagor montado en un kaidaw.
Medio escondido entre los arbustos pudo ver la puerta norte, abierta y sin defensa. Sobre la puerta había dos pájaros que cantaban. Se preguntó si habrían destinado un guardia allí, o si el hombre habría abandonado el puesto. El silencio parecía resonar en el aire pesado.
Una figura que avanzaba con paso vacilante entró en el campo visual de Laintal Ay. Reconoció en seguida al encargado de los esclavos, Goija Hin. Detrás de él iba Myk, sujeto por una cuerda.
—Te gustará el trabajo de esta tarde —oyó decir al encargado de esclavos. Este se detuvo después de atravesar la puerta y ató el phagor a un árbol pequeño. El phagor tenía los pies encadenados. Goija Hin dio a Myk una palmada casi afectuosa.
Myk miró con aprensión a Goija Hin.
—Myk puede sentarse un rato al sol.
—Sentarse no. De pie, Myk; haz lo que se te dice o ya sabes lo que pasará. Haremos exactamente lo que ha dicho Aoz Roon, o los dos tendremos dificultades.
El viejo phagor gruñó.
—Las dificultades están todo alrededor en las octavas de aire. ¿Qué son los Hijos de Freyr sino dificultades?
—Basta de eso o te arrancaré la piel maloliente —dijo Goija Hin sin maldad—. Te quedas aquí y haces lo que te dicen y pronto podrás darte el gusto con un Hijo de Freyr.
Dejó al monstruo allí oculto y regresó arrastrando los pies planos hacia las torres. Myk se echó enseguida al suelo y desapareció de la vista de Laintal Ay.
Como las huellas de vapor del Voral, este incidente inquietó a Laintal Ay. Esperó, escuchó, se interrogó. Muy pocos años antes, habría considerado insólita esa quietud poblada de trinos. Se encogió de hombros y siguió caminando.
Oldorando estaba indefensa. Era preciso despertar en los cazadores una sensación de peligro. Observó que de las copas de los rajabarales brotaba vapor. Era otro portento que no podía interpretar. Se oían truenos por el norte, muy lejos, pero amenazadores. Atravesó un arroyo que burbujeaba y despedía unos vapores que se enredaban entre los helechos dentados de la costa. Se inclinó, hundió la mano y encontró el agua bastante caliente. Un pez muerto flotaba con la cola hacia arriba, justamente debajo de la superficie. Laintal Ay, en cuclillas, miró la maraña de verde nuevo a través de la cual se veían las cimas de las torres. Antes no había allí una fuente termal.
El suelo se estremeció. Crecían cañas en el agua que se rizaba sin cesar; las salamandras se asomaban y desaparecían como relámpagos. Las aves se elevaban gritando sobre las torres y volvían a bajar.
Mientras esperaba la repetición del temblor, oyó, cerca, la llamada del Silbador de Horas, ese sonido de Oldorando que recordaba desde la cuna. Duró una fracción más que de costumbre. Sabía exactamente cuánto duraba; esta vez, la nota se sostuvo un instante más.
Se irguió y continuó su camino. Mientras avanzaba con dificultad entre la vegetación que le llegaba a los muslos, oyó voces. Con la instantánea respuesta del cazador, se quedó quieto, y luego prosiguió cautelosamente, agazapado. Había al frente un terreno elevado donde crecían unas plantas de tomillo. Se dejó caer sobre las manos entre las hojas aromáticas, para mirar hacia adelante. Sintió cómo se le combaba el estómago; la reciente abundancia le había transformado el vientre plano en convexo.
Nuevamente, voces. Voces femeninas. Alzó la cabeza y miró.
No sabía lo que esperaba ver, pero la realidad fue mucho más feliz. Se encontró asomado a una depresión del terreno; en el centro había una laguna profunda rodeada de verdor. Del agua brotaban mechones humeantes que subían hasta los arbustos vecinos. Luego la humedad goteaba de vuelta al estanque. En el lado opuesto, dos mujeres vestían con pieles de miela; una estaba embarazada. La identificó en el acto como Amin Lim, y la compañera era Vry. Más cerca, de pie al borde del agua, con la hermosa espalda vuelta hacia él, estaba la adorada y voluntariosa Oyre, desnuda.
Cuando comprendió quién era, casi dejó escapar una exclamación de placer, y permaneció donde estaba mirando aquellos hombros, la curva de la espalda, las nalgas y las piernas brillantes, con una alegría que le cortaba la respiración.
Batalix se había liberado de un gigantesco castillo de nubes moradas, inundando de oro el paisaje. Los rayos del centinela descendían oblicuamente sobre el cuerpo color canela de Oyre, cuyos hombros y pechos estaban cubiertos de gotitas de agua. Unos arroyuelos le corrían por la carne y caían sobre la piedra del suelo, uniéndola como una náyade al estanque vecino. La actitud era distendida, los pies estaban levemente separados. Tenía una mano alzada para secarse el agua de las pestañas mientras miraba a sus amigas, que se disponían a regresar. Parecía descuidada, pero como un animal: inconsciente en ese momento de la mirada predatoria del cazador, estaba sin embargo preparada para huir si era necesario.
El pelo oscuro y mojado se le pegaba al cráneo, y sobre el cuello y los hombros le caían unos rizos que le daban un aspecto de nutria.
Agazapado en el escondite, Laintal Ay apenas podía verle el rostro. Jamás había contemplado antes un cuerpo desnudo, masculino o femenino; las costumbres, sumadas al frío, habían desterrado de Oldorando la desnudez. Aturdido por lo que veía, dejó caer la cara entre las fragantes hojas de tomillo. El pulso le latía rápidamente en las sienes.
Cuando pudo alzar la cabeza y volver a mirar, el movimiento de las nalgas de ella mientras se daba vuelta y decía adiós a sus amigas, lo fascinó; creía respirar un aire diferente. Oyre contempló el agua de modo casi soñoliento, estudiando las límpidas profundidades con las pestañas brillantes sobre las mejillas. Con el siguiente movimiento, él pudo verle el bajo vientre cubierto de ricillos mojados, el abdomen soberbio, y la delicada espiral del ombligo. Todo esto se reveló un instante, cuando ella alzó los brazos y saltó a la laguna.
El se quedó solo con el pesado sol y el vapor que ascendía a los arbustos hasta que ella emergió riendo.
Apareció muy cerca de él, con los pechos meciéndose y rozándose suavemente.
—Oyre, dorada Oyre —dijo él, extasiado.
Se puso de pie.
Ella estaba algo agachada ante él; una vena le latía junto a un hoyuelo de la garganta. Lo miraba intensamente, con brillantes ojos negros, aunque como contagiados de la sensual pesadez del entorno, maduro y cálido. Él reconoció la nueva belleza de ella, el menudo óvalo de la cara, enmarcado por el pelo de nutria, y la dulzura alrededor de las cejas y los pliegues de los párpados. Las cejas estaban arqueadas ahora, pero después de la sorpresa inicial, ella no parecía asustada, lo miraba sencillamente con los labios entreabiertos, aguardando el movimiento próximo de Laintal Ay, como si se preguntara cuál podía ser. Luego, sin prisa alguna, bajó una mano y se cubrió el queme. El ademán fue más provocativo que modesto. Sabía que era hermosa, y tenía una compostura natural.
Cuatro pajarillos aleteaban entre ambos, dominados también por la pesadez de la tarde.
Laintal Ay avanzó por la hierba y la abrazó, mirándole con vehemencia los ojos, sintiendo el cuerpo de ella contra las pieles. Inclinándose, la besó en los labios.
Oyre retrocedió y se pasó la lengua por los labios, sonriendo levemente, entornando los ojos.
—Desnúdate. Que Batalix vea cómo estás hecho —le dijo.
Las palabras eran en parte invitación, en parte desafío. Laintal Ay se desató los cordones del cuello, y luego tiró de la abertura de la túnica hasta que las costuras se descosieron. Lo mismo hizo con los pantalones, que arrojó a un lado. Sintió la rigidez del prodo, mientras se acercaba a Oyre. Oyre le tomó el brazo, tiró de él, le lanzó un puntapié al tobillo, y se echó rápidamente atrás, arrojándolo al agua cuan largo era.
Unos húmedos labios se cerraron sobre Laintal Ay. El agua estaba sorprendentemente caliente. Laintal Ay subió a la superficie gritando sin aliento.
Ella se inclinó, riendo, con las manos sobre las hermosas rodillas.
—Lávate antes de acercarte, guerrero comido por las pulgas.
El la salpicó golpeando la superficie del agua, entre divertido y enojado.
Oyre lo ayudó a salir de la laguna, considerablemente apaciguada, sintiendo que resbalaba en brazos de él. Cuando se arrodillaron en la hierba, él le deslizó una mano entre las piernas, y en ese mismo momento la simiente saltó de él a las plantas.
—Tonto, más que tonto —exclamó ella, decepcionada, torciendo la cara, y le dio una palmada en el pecho.
—No, no, Oyre, está bien. Aguárdame un instante, por favor. Te quiero, Oyre, con todo mi eddre. Siempre te he querido. Acércate.
Pero Oyre se incorporó, fastidiada y perpleja. Aun mientras le rogaba, él se sentía furioso con ella y consigo mismo.
—Maldito sea, ¡no tendrías que ser tan hermosa, desvergonzada!
La tomó por el brazo, la hizo girar violentamente y la empujó hacia la laguna. Ella chilló y le agarró el pelo. Juntos cayeron al agua.
Laintal Ay le pasó un brazo por detrás de la espalda, debajo del agua; la besó cuando emergieron, le apretó un pecho con la mano izquierda. Riendo, treparon a la orilla fangosa, rodando uno sobre otro. Él le apartó una pierna con la suya y se puso encima. Ella lo besó con pasión, y él entró en el queme de ella.
Se quedaron en ese lugar secreto, serenos, en éxtasis. Debajo de ellos, el fango emitía unos ruidos agradables como si estuviera lleno de microbios, todos copulando para expresar la alegría de vivir.
Ella, lánguidamente, se ponía las píeles de miela. Las suaves pieles tenían unas franjas de color azul oscuro y celeste, que se ensanchaban de arriba abajo. La tarde se había vuelto sofocante, y los truenos se oían próximos, estallando a veces en ruidos secos que parecían agudos gritos de protesta.
Laintal Ay estaba junto a ella, tendido de espaldas y abierto de brazos y piernas, mirando los movimientos de Oyre con los ojos entornados.
—Siempre te he querido —dijo—. Durante años. Tu carne es una fuente tibia. Serás mi mujer. Vendremos aquí todas las tardes.
Oyre no dijo nada. Empezó a cantar en voz muy baja.
La corriente en camino como el tiempo se escurre…
—Te he deseado todos los días, Oyre. Tú, también, ¿verdad?
Ella lo miró.
—Sí, Laintal Ay. Pero no puedo ser tu mujer.
El sintió que el suelo se estremecía.
—¿Qué quieres decir?
Ella parecía vacilante, luego se inclinó sobre él. Él trató automáticamente de abrazarla, ella se apartó, cerró la túnica sobre sus pechos y respondió: —Te quiero, Laintal Ay, pero no seré tu mujer… Siempre sospeché que la academia era poco más que una diversión, un consuelo para mujeres bobas como Amin Lim. Ahora que el clima es hermoso, se ha derrumbado. En verdad, sólo Vry y Shay Tal se preocupan por la academia, y tal vez el viejo Datnil. Sin embargo, yo aprecio la independencia de Shay Tal, y quiero imitarla. No se ha sometido a mi padre, aunque supongo que lo desea como todas, y yo seguiré su ejemplo. Si soy tu propiedad, soy nada. Él se puso de rodillas, con aire de desventura.
—No es así, no es así. Serás… todo, Oyre, todo. No somos nada el uno sin el otro.
—Por unas semanas.
—¿Qué esperas?
—¿Qué espero? —Oyre alzó los ojos y suspiró. Se alisó el pelo mojado y miró los arbustos jóvenes, el cielo, las aves.—No es porque me tenga en muy alta estima. Puedo hacer tan poco… Pero quizá, si me mantengo independiente como Shay Tal, lograré algo.
—No hables así. Necesitas alguien que te proteja. Shay Tal, Vry… no son felices. Shay Tal no ríe jamás, ¿no es verdad? Además es vieja. Yo te cuidaré y te haré feliz. No quiero otra cosa.
Ella se abrochaba la túnica de pieles, mirando los botones y ojales que ella misma había diseñado (para sorpresa del sastre) de modo que fuera más fácil ponerse y quitarse la prenda.
—Oh, Laintal Ay, yo soy tan complicada. Tengo dificultades conmigo misma. Realmente no sé lo que quiero. Querría disolverme y fluir como el agua. Quién sabe de dónde llega y quién sabe adonde va… quizás viene desde el mismo eddre de la tierra… Sin embargo, a mi manera, aunque terrible, te quiero. Oye, hagamos un pacto.
Dejó de ocuparse de la túnica y se irguió sobre él con los brazos en las caderas.
—Haz algo grande y sorprendente, una cosa, una hazaña, y seré tu mujer para siempre. ¿Has comprendido? Una gran hazaña, Laintal Ay, una gran hazaña y seré tuya. Haré todo lo que desees.
Él se incorporó y se apartó un poco, mirándola con atención.
—¿Una gran hazaña? ¿Qué tipo de gran hazaña quieres decir? Por la roca original, Oyre, eres una muchacha muy extraña.
Ella se sacudió el pelo mojado.
—Si yo te lo dijera, ya no sería grande. ¿Lo comprendes? Además, no sé lo que quiero decir. Inténtalo tú… Ya te estás poniendo grueso, como una mujer embarazada…
Él no se movió y se quedó mirándola con la cara endurecida. —¿Cómo, si te digo que te quiero, me devuelves un insulto?
—Me dices la verdad… supongo; y yo te digo la verdad, pero no quería ofenderte. Te lo he dicho con ternura. Has liberado cosas en mí, cosas que no he dicho nunca a nadie. Deseo… no, no puedo decir qué… gloria… Haz algo grande, Laintal Ay, te lo ruego, algo importante, antes de que seamos demasiado viejos.
—¿Como matar phagors?
Ella rió bruscamente con cierta aspereza, entornando los ojos. Por un instante se pareció mucho a Aoz Roon.
—Si eso es lo único que se te ocurre. Pero a condición de que mates un millón.
Él parecía frustrado.
—¿Te imaginas que vales un millón de phagors?
Oyre fingió golpearse con fuerza en la frente, como si se le hubiera aflojado el cerebro.
—No es por mí, ¿no entiendes? Es por ti. Haz algo grande, pero hazlo por ti. Estamos aquí presos en esa granja de que habla Shay Tal… Haz que sea, al menos, una granja legendaria. —El suelo volvió a temblar.
—¡Mira! —dijo él—. La tierra se mueve.
Se enderezaron, ignorándose mutuamente, arrancados de la discusión. Un cielo de bronce se extendía sobre castillos de nubes, que mostraban ahora corazones morados y bordes amarillos. El calor aumentó, y se hundieron en un opresivo silencio, mirando, dándose la espalda.
Un reiterado gorgoteo los llevó a mirar la laguna. La superficie estaba alterada por burbujas que se alzaban, estallaban con un olor a huevos podridos y ensuciaban el agua, clara hasta ese momento. Las burbujas se elevaban cada vez más oscuras y abundantes desde los abismos de la tierra. Una densa niebla invadió la hondonada.
De la laguna brotó un chorro oscuro que se elevó en el aire. Unos glóbulos de barro hirviente mancharon el follaje de alrededor. Los dos humanos huyeron, ella envuelta en una túnica del color del cielo estival.
Un minuto después de que se fueran, la laguna era una masa de bullente líquido negro.
Antes de que llegaran a Oldorando, el cielo se abrió y cayó una lluvia gris y helada.
Mientras trepaban a la gran torre oyeron voces arriba; más alta que todas la de Aoz Roon. Acababa de llegar con los amigos de su propia generación, Tanth Ein, Faralin Ferd y Eline Tal, todos vigorosos guerreros y buenos cazadores. Con ellos estaban sus mujeres, felices con las nuevas pieles de miela, y Dol Sakil, sombría, sentada en el antepecho de la ventana, a pesar de la lluvia. También estaba allí Raynil Layan, vestido con pieles perfectamente secas; se tiraba de la barba hendida y miraba de un lado a otro, sin hablar y sin que le hablaran.
Aoz Roon apenas dedicó una mirada a su hija natural antes de decir a Laintal Ay en tono desafiante: —Has faltado otra vez.
—Por un rato. Fui a inspeccionar las defensas. Yo…
Aoz Roon miró a sus compañeros y dijo, después de una risa breve: —Por el aire que tienes, y por el vestido de Oyre, mal abrochado, sé que has estado inspeccionando bastante más que las defensas. No me mientas, gallito de riña.
Los demás hombres rieron. Laintal Ay enrojeció.
—No soy un mentiroso. Fui a inspeccionar nuestras defensas, pero no tenemos defensas. No hay guardias mientras todos beben en los prados. Oldorando caería ante el ataque de un solo borlienés. Estamos tomando la vida con demasiada facilidad, y no das buen ejemplo.
Laintal Ay sintió en el brazo la mano serena de Oyre.
—Por aquí vienes muy poco —dijo Dol, en tono de reproche, pero fue ignorada, pues Aoz Roon se volvió a los otros y dijo: —Ya veis lo que he de tolerar de estos supuestos lugartenientes. Siempre insolencias. Oldorando está ahora oculta y protegida por la vegetación que crece más cada semana. Cuando vuelva el clima guerrero, que volverá, habrá tiempo para la guerra. Estás tratando de crear problemas, Laintal Ay.
—No es así. Trato de evitarlos.
Aoz Roon se adelantó y se detuvo ante él; la enorme figura negra descollaba sobre la del joven.
—Entonces calla. Y no me des lecciones.
Se oyeron gritos afuera, por encima del ruido de la lluvia. Dol miró por la ventana y avisó que alguien estaba en dificultades. Oyre corrió a reunirse con ella.
—Atrás —gritó Aoz Roon, pero las tres mujeres mayores también se acercaron a la ventana. La habitación se hizo aún más oscura.
—Vamos a ver qué ocurre —dijo Tanth Ein. Empezó a bajar las escaleras, casi bloqueando la puerta trampa con los hombros, seguido por Faralin Ferd y Eline Tal. Raynil Layan permaneció en las sombras, mirando cómo salían. Aoz Roon hizo un movimiento, como si quisiera detenerlos. Al fin se quedó indeciso en el centro de la sombría habitación. Sólo Laintal Ay lo miraba.
Laintal Ay se adelantó y le dijo: —Perdí la serenidad; pero no tenías que haberme llamado mentiroso. Aunque esto no implica que olvides mi advertencia. Es nuestra responsabilidad mantener la ciudad defendida como en otro tiempo.
Aoz Roon se mordió el labio, sin escuchar.
—Recibes tus ideas de esa maldita mujer, Shay Tal.
Habló en tono ausente, con un oído alerta a los ruidos exteriores. A los gritos de antes se unían otros masculinos. También las mujeres de la ventana gritaron mientras se abrazaban unas a otras.
—¡Apártate! —gritó Aoz Roon aferrando con rabia a Dol. Cuajo, el gran mastín amarillo, se puso a aullar.
El mundo danzaba con el tambor de la lluvia. Las figuras debajo de la torre estaban grises. Dos de los tres macizos cazadores alzaban un cuerpo del barro, en tanto que el tercero, Faralin Ferd, intentaba llevar a un lugar protegido a dos ancianas empapadas. Las dos mujeres, que no pretendían estar más cómodas, alzaban los rostros llorosos mientras la lluvia les caía en las bocas abiertas. Eran la mujer de Datnil Skar y una viuda, la tía de Faralin Ferd.
Las dos mujeres habían traído el cuerpo desde la puerta norte, cubriéndolo y cubriéndose de barro en el camino. Cuando los cazadores se irguieron con la carga, se pudo ver el cuerpo. Tenía el rostro deformado y cubierto por una máscara de sangre, que la lluvia no lavaba. La cabeza le cayó hacia atrás cuando los cazadores lo levantaron. La sangre le goteaba aún sobre la cara y las ropas. Le habían mordido el cuello, tan limpiamente como puede morder un hombre un gran bocado de manzana.
Dol empezó a chillar. Aoz Roon la empujó, ocupó con los hombros el espacio de la ventana y gritó a los de abajo: —No lo traigáis aquí.
Los hombres prefirieron no escucharlo. Buscaban el abrigo más próximo. De los parapetos que tenían encima caían chorros de agua de lluvia. Resbalaban en el estiércol con la carga enlodada.
Aoz Roon lanzó un juramento y corrió hacia abajo, seguido por Cuajo. Sobrecogido por el drama, Laintal Ay lo siguió, y luego Oyre, Dol y las demás mujeres, apretujándose en los escalones. Raynil Layan descendió al final, con mayor parsimonia.
Los cazadores y las mujeres arrastraron o escoltaron el cuerpo muerto hasta el establo y lo depositaron sobre la paja. Los hombres se apartaron, secándose los rostros con las manos, mientras debajo del cuerpo aparecía una charca sobre la que goteaba la sangre, y en la que flotaban espiras y trocitos de paja girando como botes que buscan un estuario. Las mujeres, como bultos grotescos, lloraban echadas sobre los hombros de las otras en una pila monumental. Aunque el pelo y la sangre cubrían el rostro del muerto, la identidad era obvia. El maestro Datnil Skar yacía muerto ante ellos, y Cuajo lo olisqueaba.
La mujer de Tanth Ein era bonita y se llamaba Farayl Musk. Estalló en una serie de largos gritos quejumbrosos e irreprimibles. Nadie pensaba que la herida mortal del cuello no fuera la mordedura de un phagor. El modo de ejecución corriente en Pannoval había sido transmitido por Yuli el Sacerdote, y utilizado en las escasas ocasiones en que había sido necesario. En alguna parte, afuera, bajo la lluvia, Wutra aguardaba. Wutra, siempre en guerra. Laintal Ay pensó en la alarmante idea de Shay Tal, para quien Wutra era un phagor. La mente le volvió a un momento anterior de ese mismo día, antes de que viera desnuda a Oyre. Había encontrado a Goija Hin, que llevaba a Myk más allá de la puerta norte. No había dudas sobre quién era responsable de esa muerte; pensó que Shay Tal tendría una nueva pena.
Miró los rostros acongojados que lo rodeaban —y el satisfecho de Raynil Layan— y cobró valor. En voz alta dijo: —Aoz Roon, tú has matado a este buen anciano.
Lo señaló, como si alguno de los presentes pudiese no saber a quién se refería.
Todos los ojos se volvieron al señor de Embruddock, erguido, con la cabeza apoyada en las vigas y el rostro pálido.
—No te atrevas a hablar contra mí —respondió ásperamente—. Una palabra más, Laintal Ay, y te derribaré.
Pero no era posible detener a Laintal Ay. Colérico, dijo: —¿Es éste otro de tus crueles golpes contra el conocimiento, contra Shay Tal?
Los demás murmuraron, inquietos, en el espacio confinado. Aoz Roon dijo: —Esto es justicia. He sabido que Datnil Skar permitía a los extraños leer el libro secreto de la corporación. Está prohibido. Y el justo castigo es hoy, como siempre, la muerte.
—¡Justicia! ¿Esto parece justicia? Un golpe a escondidas, un crimen sigiloso. Todos lo habéis visto. Ha sido como el crimen de…
El ataque de Aoz Roon no fue precisamente inesperado, pero su ferocidad abatió la guardia de Laintal Ay. Devolvió el golpe bailando ante Aoz Roon, negro de furia. Oyó gritar a Oyre. Luego un puño lo alcanzó de lleno en el costado de la mandíbula. Como desde lejos, se vio trastabillar, tropezar contra el cadáver de ropas empapadas y caer impotente sobre el suelo del establo.
Tuvo conciencia de gritos, chillidos, botas que pisoteaban el suelo muy cerca. Sintió puntapiés en las costillas. Hubo una confusión mientras lo alzaban como al otro cuerpo que habían traído, y él trataba de protegerse el cráneo para que no chocase contra la pared, y lo sacaban a la lluvia. Oyó un trueno como un latido gigantesco.
Desde los escalones lo arrojaron al barro. La lluvia cayó sobre su rostro. Mientras estaba allí, extendido, pensó que ya no era el lugarteniente de Aoz Roon. A partir de ese momento, la enemistad que los separaba era manifiesta y visible para todos.
La lluvia seguía cayendo. Cadenas de densas nubes rodaban por el centro del continente. En los asuntos de Oldorando prevalecía una atmósfera de estancamiento.
El distante ejército del joven kzahhn Hrr-Brahl Yprt se vio obligado a detenerse entre las sierras quebradas del este. La tropa prefería una especie de estado de brida antes que afrontar las lluvias.
También los phagors sintieron los temblores de tierra, similares a los que sacudían a Oldorando. En el norte, muy lejos, unos violentos temblores sísmicos turbaban las antiguas fallas de la región de Chalce. A medida que la carga de hielo desaparecía, la tierra se estremecía y se elevaba.
En ese período, el océano que rodeaba Heliconia quedó libre de hielo, aun fuera de la amplia zona tropical, que se extendía desde el ecuador hasta los treinta y cinco grados de latitud norte y sur. La circulación hacia el oeste de las aguas oceánicas determinó una serie de maremotos que devastaron las regiones costeras en todo el globo. Con frecuencia las inundaciones se combinaban con el vulcanismo para alterar las zonas continentales.
Todos estos acontecimientos geológicos eran seguidos por los instrumentos de la Estación Observadora Terrestre, que Vry llamaba Kaidaw. Los datos eran enviados a la Tierra distante. Ningún planeta de la galaxia era observado con más atención que Heliconia.
Se advirtió que los rebaños de yelks y biyelks que habitaban al norte en la llanura de Campannlat disminuían con rapidez; los terrenos donde pastaban estaban amenazados. Por otra parte, se multiplicaban los kaidaws, a medida que el pasto crecía en las tierras litorales, áridas hasta entonces.
En el continente tropical había dos tipos de comunidades phagor: grupos establecidos, sin kaidaws, apegados a la tierra, y grupos nómadas o móviles con kaidaws. El kaidaw era un animal trashumante; pero, además, la búsqueda de forraje imponía a quienes lo habían domesticado un continuo movimiento en busca de nuevos territorios. Por ejemplo, el ejército del joven kzahhn reunía a distintos grupos, numerosos y pequeños, que llevaban una vida nómada y con frecuencia guerrera. La cruzada era apenas una parte de una vasta migración desde el este al oeste de todo el continente, que tardaría décadas en completarse.
El terremoto que provocaba avalanchas de tierra en las cercanías del ejército del kzahhn, señalaba el extremo de un levantamiento de la corteza. Un río alimentado por el deshielo del glaciar de Hhryggt, había sido desviado, abriendo un nuevo valle. El río entró en él y a partir de entonces corrió hacia el oeste y no hacia el norte, como antes.
Ese río se abrió paso inconteniblemente y se convirtió en un afluente del río Takissa, cuyo caudal se vaciaba en el Mar de las Águilas. Las aguas fueron negras durante muchos años: arrastraban, cada día, docenas de toneladas métricas de montañas demolidas.
Las inundaciones provocadas por el nuevo río obligaron a un insignificante grupo de phagors nómadas a dispersarse hacia Oldorando en lugar de continuar hacia el este. Ese grupo se encontraría más tarde con Aoz Roon. Aunque el cambio de dirección parecía en ese momento poco importante, aun para las criaturas ancipitales, estaba destinado a alterar la historia social del sector.
En el Avernus había quienes estudiaban la historia social de las culturas de Heliconia; pero la heliógrafo era para muchos la ciencia más valiosa. La luz era lo primero.
La Estrella B, que los nativos llamaban Batalix, era un modesto sol de la clase espectral G4. En términos reales algo más pequeño que el Sol, con un radio de 0.94 del radio solar, y de un tamaño aparente que visto desde Heliconia equivalía al 76 por ciento del Sol visto desde la Tierra. La temperatura de la fotosfera era de 5.600 grados Kelvin, y la luminosidad sólo 0.8 de la del Sol. Tenía unos cinco billones de años.
La estrella más lejana, llamada localmente Freyr, y a cuyo alrededor giraba la Estrella B, era un objeto mucho más importante, tal como se veía desde el Avernus. La Estrella A era una supergigante blanca de gran brillo, de clase espectral A, con un radio sesenta y cinco veces mayor que el solar, y una luminosidad sesenta mil veces mayor. La masa era 14.8 veces la del Sol, y la temperatura superficial de 11.000 K, bastante superior a los 5.780 K del Sol.
Aunque la Estrella B se estudiaba de continuo, la estrella A era más atrayente sobre todo ahora que el Avernus se acercaba a la supergigante, con el resto del sistema de la Estrella B.
Freyr tenía entre diez y once millones de años. Se había desarrollado a partir de la principal secuencia de estrellas, y estaba entrando ya en la ancianidad.
La energía que derramaba era tal que el disco de la Estrella A, visto desde Heliconia, brillaba siempre más que el de la Estrella B, aunque nunca se lo veía tan grande a causa de la distancia. Era un objeto que merecía el temor ancipital, y también la admiración de Vry.
Vry estaba sola en la parte superior de la torre, con el telescopio al lado. Aguardaba. Miraba. Sentía que la historia de las relaciones privadas fluía hacia el mañana como un río cargado de arcillas aluviales; lo que había sido claro aparecía ahora turbio a causa de los sedimentos. Debajo de aquella pasividad había el deseo no formulado de pertenecer a alguna cosa más grande, con perspectivas más puras y más amplias que la defectuosa naturaleza humana.
Volvería a mirar las estrellas cuando cayera la oscuridad, y si la cubierta de nubes se abría.
Oldorando estaba rodeada ahora por una empalizada verde. Día tras día las hojas nuevas se desplegaban y subían a mayor altura, como si la naturaleza tuviese el propósito de sepultar la ciudad en una selva. Algunas de las torres más distantes habían desaparecido ya debajo de la vegetación.
Una gran ave blanca se cernía sobre uno de estos montículos, y Vry la contempló sin particular atención, admirando que pudiera volar sin esfuerzo sobre la tierra.
Los hombres cantaban a lo lejos. Los cazadores habían regresado a Oldorando después de una cacería de mielas, y Aoz Roon celebraba una fiesta. Era en honor de los nuevos lugartenientes, Tanth Ein, Faralin Ferd y Eline Tal. Los amigos de infancia habían suplantado a y a Laintal Ay, quienes volvían a dedicarse a la caza.
Vry trataba de pensar con equidad, pero volvía continuamente al tema emotivo de las esperanzas defraudadas: las de, cuyos deseos no tenía ánimo de alentar, las de Laintal Ay, las de ella misma. Como la noche que tardaba en llegar, así se sentía. Batalix ya se había puesto y el otro centinela lo haría dentro de una hora. Era el momento en que hombres y bestias se revolvían contra el reino de la noche. Era el momento de preparar un cabo de vela para alguna emergencia inesperada, o de decidirse a dormir hasta la luz del día.
Desde la atalaya, Vry veía a la gente común de Oldorando. Regresaban, hubieran realizado o no sus esperanzas. Entre ellas venía la figura delgada y encorvada de Shay Tal.
Shay Tal volvió a la torre con Amin Lim; tenía un aire sombrío y fatigado. Desde el asesinato del maestro Datnil se había vuelto aún más remota. También sobre ella había caído la maldición del silencio. Trataba de seguir una sugestión del maestro muerto, y de penetrar en la pirámide del Rey Denniss, haciendo excavaciones en el terreno de los sacrificios. A pesar de la ayuda de los esclavos, no tenía éxito. La gente acudía a mirar las obras y reía secreta o abiertamente mientras volaban hacia arriba las paletadas de tierra, pues los muros inclinados de la pirámide se hundían en el suelo sin solución de continuidad. Con cada pie de profundidad ganado, la boca de Shay Tal tenía una expresión más amarga.
Movida por la compasión y por su propia soledad, Vry bajó a hablar con Shay Tal. La hechicera parecía tener bien poco de mágico; era casi la única mujer de Oldorando que aún llevaba las viejas e incómodas pieles colgando sin gracia alrededor del cuerpo, lo que le daba un aspecto anticuado. Todos los demás vestían mielas.
Afligida por el aire de infortunio de la mujer mayor, Vry no resistió la tentación de darle un consejo.
—Creas tu propia infelicidad. Enterrados en el suelo están sólo la oscuridad y el pasado. Abandona la excavación.
Con un relámpago de humor, Shay Tal respondió:
—Ni tú ni yo consideramos que la felicidad sea nuestra primera obligación.
—Estás tan abstraída. —Vry señaló la ventana,—Mira esa ave blanca que gira con tanta gracia en el aire. ¿No te levanta el ánimo? Me gustaría ser esa ave, y volar a las estrellas.
Sorprendiendo un poco a Vry, Shay Tal fue a la ventana y miró. Luego se volvió, quitándose el cabello de la frente y dijo con calma: —¿Has observado que se trata de un ave vaquera?
—¿Sí? ¿Qué tiene de particular? —Las sombras se extendían ya por la habitación.
—¿No recuerdas la Laguna del Pez y los otros encuentros? Esas aves son amigas de los phagors.
Hablaba con placidez, en el estilo típicamente remoto de la academia. Vry se espantó al considerar que distraída tenía que haber estado para olvidar un hecho tan elemental. Se llevó la mano a la boca y miró a Shay Tal y luego a Amin Lim, y luego otra vez a Shay Tal.
—¿Otro ataque? ¿Qué haremos?
—En apariencia yo no hablo con el señor de Embruddock, ni él tampoco conmigo. Vry: tienes que ir a avisarle que el enemigo está a las puertas mientras él se divierte. Ya ha de saber que no puede confiar en que yo contenga a las bestias, como hice una vez. Ve inmediatamente.
Mientras Vry caminaba de prisa por el sendero, empezó a llover otra vez. Oyó el canto desde la calle. Aoz Roon y sus amigos estaban en la habitación inferior, en la torre de la corporación de herreros. Tenían los rostros rubicundos a causa de la comida y el bitel. El plato principal era ganso aderezado con raige y escantion, dispuesto en una gran fuente de madera: el aroma hizo agua la boca de la mal alimentada Vry. Entre los presentes se encontraban los tres nuevos lugartenientes y sus mujeres, el nuevo maestro del consejo, Raynil Layan, Dol y Oyre. Sólo ellas dos parecieron alegrarse de verla. Como Vry sabía —Rol Sakil lo había anunciado con orgullo— Dol llevaba en sus entrañas un hijo de Aoz Roon.
Ya había velas en la mesa; los perros pululaban en la sombra. El olor del ganso asado se mezclaba con el de los orines de perro.
Aunque los hombres estaban rojos y brillantes, y a pesar de los conductos del agua caliente, hacía frío en la habitación. La lluvia entraba en ráfagas y corría en arroyuelos entre los adoquines. Era una habitación pequeña y oscura, y las telarañas festoneaban los rincones. Vry lo miró todo mientras daba nerviosamente la noticia a Aoz Roon.
En una época había conocido cada marca de hacha de las vigas. Su madre había sido esclava de los herreros, y ella había vivido en ese cuarto, en un rincón, contemplando la degradación de su madre noche tras noche. Aunque parecía completamente ebrio un momento antes, Aoz Roon reaccionó en seguida. Cuajo empezó a ladrar furiosamente, y Dol le impuso silencio con una patada. Los demás asistentes se miraron unos a otros con aire bastante estúpido, nada dispuestos a digerir las noticias de Vry.
Aoz Roon caminó alrededor de la mesa, golpeando los hombros mientras daba una orden a cada uno.
—Tanth Ein, da la alerta y prepara a los cazadores. Por el eddre de Dios, ¿por qué no tenemos la guardia que corresponde? Pon centinelas en todas las torres y vuelve a informar cuando esté hecho. Faralin Ferd, busca a todas las mujeres y los niños. Enciérralos en la casa de las mujeres. Dol y Oyre, os quedáis aquí, y las otras mujeres también. Eline Tal, tú que tienes la voz más poderosa, sube al terrado de la torre para transmitir los mensajes… Raynil Layan, quedas a cargo de todos los hombres de las corporaciones. Hazlos formar en seguida. Vamos.
Después de esta rápida descarga de órdenes, gritó que se movieran, sin dejar de caminar con furia. Luego se volvió a Vry: —Está bien, mujer. Quiero apreciar por mí mismo la situación. Tu torre es la que está más al norte. Miraré desde allí. A moverse, todo el mundo, y esperemos que sea una falsa alarma.
Fue rápidamente hacia la puerta; el gran mastín saltó adelante. Con una última mirada a los gansos asados, Vry lo siguió. Los gritos resonaban entre los viejos y roídos edificios. La lluvia disminuía. Las flores amarillas de las calles alzaban las cabezas, derechas otra vez.
Oyre corrió tras Aoz Roon y lo alcanzó, sonriendo a pesar de que él la rechazó con un gruñido. Saltó junto a él, con algo parecido a la diversión, en su abrigo de mielas a franjas de color azul oscuro y celeste.
—Pocas veces te veo desprevenido, padre.
El le echó una mirada negra. «En estos últimos tiempos ha envejecido», pensó Vry.
En la torre de Vry, Aoz Roon le indicó que se quedara donde estaba y subió a la carrera. Mientras ascendía los destartalados escalones, Shay Tal emergió en el rellano. Aoz Roon la saludó apenas con un movimiento de cabeza y siguió adelante. Ella lo siguió hasta el terrado, notando el olor de él.
Aoz Roon se detuvo en el parapeto y examinó el paisaje que se oscurecía. Puso las manos a los lados de los ojos, con los codos separados y las piernas abiertas. Freyr estaba muy bajo; la luz se derramaba a través de las hendeduras de las nubes, al oeste. El ave vaquera continuaba girando, no muy lejos. Debajo de las alas, entre los arbustos, no se veía ningún movimiento.
Detrás de las espaldas de Aoz Roon, Shay Tal dijo:
—Sólo hay un ave.
Él no respondió.
—Quizá no haya phagors.
Sin volverse, en la misma postura, él dijo: —Cómo ha cambiado todo desde que éramos niños.
—Sí. A veces echo de menos la blancura.
Cuando se dio vuelta, Aoz Roon tenía una expresión de amargura, y pareció que se la quitaba con esfuerzo.
—Pues bien, es evidente que no hay mucho peligro. Ven a ver, si quieres.
Bajó sin vacilar, como arrepentido de haberla invitado. Cuajo estaba junto a él como siempre. Ella lo siguió hasta donde esperaban los demás.
Apareció Laintal Ay, lanza en mano, atraído por los gritos.
Laintal Ay y Aoz Roon se miraron fijamente, sin hablar. Luego Aoz Roon alzó la espada y todos avanzaron por el sendero hacia el ave vaquera.
Torcieron en un recodo donde crecían jóvenes ciruelos, de troncos no más gruesos que el brazo de un hombre. Había allí una torre en ruinas, reducida a dos plantas y sumergida entre la vegetación. Al lado, junto a las piedras roídas, en un túnel de oscuridad verde, había un phagor montado en un kaidaw.
El ave vaquera, sobre las ramas, graznó una llamada de advertencia. Los seres humanos se detuvieron, las mujeres se agruparon en un movimiento instintivo. Cuajo se agachó, mostrando los dientes.
Con las manos córneas apoyadas y juntas en el pomo de la silla, el phagor estaba sentado en el alto kaidaw. Unas lanzas le colgaban a la espalda. Sacudió una oreja y abrió más los ojos rojizos. Aparte de esto, no hizo ningún movimiento.
La lluvia le había empapado la piel, que colgaba como una informe masa gris. Una gota de agua titilaba en el extremo de un cuerno curvado hacia adelante. También el kaidaw estaba inmóvil, estirando la cabeza de cuernos enroscados, primero hacia abajo, luego hacia arriba. Se le veían las costillas, y estaba cubierto de fango y de heridas con coágulos de sangre amarillenta.
Inesperadamente, Shay Tal quebró ese cuadro irreal. Se adelantó a Aoz Roon y a Laintal Ay, sola por el sendero. Alzó la mano derecha con un ademán imperioso. El phagor no dio ninguna respuesta; ciertamente no se convirtió en hielo.
—Vuelve, señora —le dijo Vry, sabiendo que la magia no operaría.
Como hechizada, Shay Tal avanzó, los ojos clavados en la hostil figura del jinete y su montura. El crepúsculo se hacía más profundo, y la luz se desvanecía, lo que daba ventaja al adversario, capaz de ver en la oscuridad.
Paso tras paso, Shay Tal miraba al phagor buscando algún movimiento. La quietud de la criatura era sobrenatural. Al acercarse vio que era una hembra. Bajo el pelaje mojado se le veían las grandes ubres pardas.
—¡Vuelve, Shay Tal! —Aoz Roon corrió al mismo tiempo que hablaba, pasando junto a ella.
Finalmente, la millota se movió. Alzó un arma de hoja curva y espoleó al kaidaw.
El kaidaw se animó con extraordinaria rapidez. En un momento estaba inmóvil; en e! siguiente cargaba con los cuernos bajos contra los humanos, en el estrecho sendero. Chillando, las mujeres se zambulleron en la húmeda espesura. Cuajo, sin necesidad de una orden, se metió debajo de la prognata mandíbula del kaidaw y le clavó los dientes en el jarrete.
Desnudando encías e incisivos, la gillota se inclinó y atacó a Aoz Roon. Éste se echó atrás y sintió que la media luna le pasaba por delante de la nariz. Algo más lejos, Laintal Ay afirmó el asta de la lanza en el suelo, se arrodilló, y apuntó el arma contra el pecho del kaidaw. Se agachó esperando la carga.
Pero Aoz Roon tendió la mano hacia la cincha de cuero y la alcanzó cuando el animal pasaba como un trueno. Antes de que el phagor pudiera descargarle un segundo golpe, aprovechó el impulso del kaidaw y montó sobre el lomo detrás del jinete.
Por un momento parecía que caería del otro lado. Pero enganchó el brazo en el cuello de la gillota y se mantuvo firme, con la cabeza apartada de los agudos cuernos.
La gillota volvió la cabeza. Tenía un cráneo duro como una piedra. Un golpe habría dejado al hombre sin sentido, pero él lo esquivó y le apretó más el cuello.
El kaidaw se detuvo tan bruscamente como se había puesto en marcha, evitando por centímetros la lanza de Laintal Ay. Hostigado por Cuajo, dio media vuelta tratando furiosamente de atravesar al gran perro con los cuernos. Mientras se inclinaba, Aoz Roon alzó la espada con toda sus fuerzas y la hundió entre las costillas de la gillota, en los intestinos.
La bestia se irguió en los estribos y lanzó un grito áspero, penetrante. Alzó los brazos, y la espada curva voló hacia las ramas próximas. Aterrorizado, el kaidaw se levantó sobre las patas traseras. La hembra phagor cayó, junto con Aoz Roon, quien se hizo a un lado durante la caída. El hombro izquierdo de la gillota golpeó fuertemente el suelo, y ella llevó la peor parte.
El ave vaquera descendió graznando, en círculo, para defender a la guillota. Se lanzó contra el rostro de Aoz Roon. Cuajo saltó y le mordió una pata. Ella lo golpeó con el pico curvo mientras le asestaba unos furiosos aletazos a la cabeza, pero Cuajo apretó más, la arrastró al suelo, y cambiando rápidamente de posición, le mordió la garganta. En un instante, el gran pájaro blanco estaba muerto con las plumas rectoras desplegadas e inmóviles en el fangoso sendero.
También la gillota estaba muerta. Aoz Roon se puso de pie, jadeando.
—Por la roca, estoy demasiado grueso para este tipo de actividad —susurró. Shay Tal, apartada, lloraba. Vry y Oyre inspeccionaban el animal muerto, mirando la boca abierta de donde rezumaba un icor amarillo.
Oyeron a Tanth Ein, que gritaba a lo lejos, y otros gritos de respuesta más cercanos. Aoz Roon pateó el cuerpo de la gillota de modo que quedó de espaldas, mientras una lecha densa le brotaba de la boca. El rostro estaba muy arrugado, y la piel gris, estirada sobre los huesos. Estaba mudando de piel, y en el pelaje se le veían zonas desnudas.
—Quizá tenía alguna enfermedad —dijo Oyre—. Por eso estaba tan débil. Vámonos, Laintal Ay. Los esclavos enterrarán el cuerpo.
Pero Laintal Ay, de rodillas, desenrollaba una cuerda que rodeaba la cintura del cadáver. Alzó la vista y dijo, ceñudo: —Querías que llevara a cabo una verdadera hazaña. Tal vez pueda.
La cuerda era fina y sedosa, más fina que ninguna cuerda de fibras de pinzasaco de las que se hacían en Oldorando. Laintal Ay se la enrolló alrededor del brazo.
Cuajo mantenía a raya al kaidaw. El animal, cuyos hombros superaban la altura de un hombre medio, temblaba con la cabeza en alto, moviendo los ojos en todas direcciones, sin intentar huir. Laintal Ay hizo un nudo corredizo y enlazó el cuello del kaidaw. Apretó y se acercó paso a paso, hasta que pudo acariciarle el flanco. Aoz Roon había recobrado la compostura. Limpió la espada y la envainó. Tanth Ein se acercaba.
—Mantendremos la guardia, pero era un animal solitario, un renegado moribundo. Tenemos motivos para continuar la fiesta, Tanth Ein. Mientras los dos hombres se palmeaban las espaldas, Aoz Roon miró alrededor. Ignorando a Laintal Ay, clavó los ojos en Shay Tal y Vry.
—No hay enemistad entre nosotros, aunque imaginéis lo contrario —les dijo—. Habéis obrado bien al dar la alarma. Venid con Oyre y conmigo a nuestra fiesta; mis lugartenientes os darán la bienvenida.
Shay Tal meneó la cabeza.
—Vry y yo tenemos otras cosas que hacer.
Pero Vry recordaba los gansos asados. Todavía podía evocar el aroma. Incluso valdría la pena soportar esa habitación y saborear aquella odiada carne soberbia. Miró atormentada a Shay Tal, pero el estómago la venció.
—Yo iré —dijo a Aoz Roon, enrojeciendo.
Laintal Ay tenía la mano apoyada en el flanco tembloroso del kaidaw. Oyre estaba junto a él. Se volvió hacia su padre y dijo fríamente: —Yo no. Prefiero quedarme con Laintal Ay.
—Haz lo que quieras… como siempre— respondió él, y echó a andar bajo las ramas que goteaban junto con Tanth Ein, dejando que la humillada Vry los siguiera como pudiese.
El kaidaw movía de arriba abajo la gran cabeza sujeta, mirando de lado a Laintal Ay.
—Te amansaré —dijo él—. Oyre y yo montaremos en ti, y cabalgaremos por llanuras y montañas.
Se abrieron paso a través de la multitud que aumentaba y se apretujaba para ver el cuerpo del enemigo vencido. Juntos retornaron a Embruddock; las torres se erguían como muelas rotas contra los últimos rayos de Freyr. Iban tomados de la mano, todas las diferencias olvidadas en ese momento decisivo, tirando del animal tembloroso.