II - EL PASADO QUE ERA COMO UN SUEÑO

Laintal Ay, dominado por el calor y la fatiga, se durmió mucho antes de que el festejo terminara. Las historias se sucedían por encima de él, así como soplaban los vientos sobre el planeta, con una helada furia posesiva.

Las historias hablaban de las actividades de los hombres, y por encima de todo, de su heroísmo; de cómo los enemigos habían sido derrotados, y en particular esta noche, después del entierro, de cómo el primer Yuli había descendido de las tinieblas en busca de un nuevo modo de vida.

Yuli se apoderaba de la imaginación de los hombres porque había sido sacerdote, y sin embargo, había abandonado la fe en favor de la gente. Había combatido y derrotado dioses que ahora no tenían nombre.

Una cualidad elemental del carácter de Yuli, algo que se encontraba entre la crueldad y la honestidad, despertaba una respuesta en la tribu. La leyenda crecía. Y por eso incluso su bisnieto, otro «Pequeño» Yuli, podía preguntarse en momentos de crisis «¿Qué habría hecho Yuli?». El primer lugar que llamó Oldorando, al que había ido desde las montañas con Iskador, no prosperó. Estaba precariamente situado a orillas de un lago helado, el lago Dorzin, y apenas conseguía sobrevivir, doblegado ante las furias elementales del invierno, ignorando que esas furias estaban a punto de agotarse. De todo esto no hubo la menor señal durante la vida de Yuli y quizá por ese mismo motivo la generación que residía en las torres de piedra de Embruddock se complacía en recordarlo una y otra vez: era el antepasado que había vivido en el profundo invierno. Representaba la supervivencia de todos. Esta leyenda prologaba la posibilidad de un cambio en el clima.

Como las colmenas de ciudades de la vasta cadena montañosa de Quzint, aquella primera Oldorando de madera estaba próxima al ecuador, en el centro del extenso continente tropical de Campannlat. Nadie, en tiempos de Yuli, tenía idea de ese continente: el mundo se limitaba al asentamiento y al territorio de caza. Sólo Yuli había visto las tundras y estepas que se extendían al norte de la cordillera de Quzint; sólo él conocía las estribaciones inferiores de ese enorme accidente natural que formaba el extremo occidental del continente y recibía el nombre de las Barreras. Allí, entre las heladas, los volcanes situados por encima de los cuatro mil metros sobre el nivel de mar añadían su propio tipo de intransigencia a la temperatura, desplegando un manto de lava sobre las antiguas rocas de Heliconia.

El primer Yuli no había conocido los espantosos territorios de Nktryhk.

Al este de Campannlat asomaba la Cordillera Oriental. Oculta a los ojos de Yuli y todos los demás hombres por nubes y tormentas, la tierra se abrazaba a sí misma en una serie de enormes cadenas de montañas que culminaba en un escudo volcánico por el que se abrían paso los glaciares, que descendían de unos riscos de catorce mil metros de altura. Allí los elementos, el fuego, la tierra, el aire, coexistían en estado casi puro, contenidos por una furia helada demasiado grande para permitir que se fundieran en aleaciones menos opuestas. Sin embargo, incluso allí, en una época algo posterior -la de la muerte de Pequeño Yuli- y hasta en las laderas de hielo que ascendían casi a la estratosfera, se podía observar la presencia de phagors, que se aferraban a la vida y disfrutaban de las tempestades. Los phagors conocían el aullante desierto blanco del Escudo Oriental. Lo llamaban Nktryhk; creían que era el trono de un mago blanco que expulsaría del mundo a los Hijos de Freyr, esas odiadas cosas humanas.

Extendiéndose de norte a sur a lo largo de casi seis mil kilómetros, Nktryhk separaba la zona interior del continente de los glaciares mares del este. Aquellos mares rompían contra los farallones verticales de Nktryhk, que se alzaban a mil ochocientos metros de altura sobre el agua. Las olas se convertían en hielo al proyectarse hacia arriba, cubriendo los riscos de carámbanos o volviendo a caer entre las olas como granizo. De esto nada sabían las dispersas tribus humanas.

Las generaciones vivían de la caza. La caza era el tema de la mayoría de las historias. Aunque los cazadores salían en grupos y se ayudaban mutuamente, en última instancia la caza siempre dependía del valor de un solo hombre enfrentando a la bestia salvaje que se volvía contra él. Vivía o moría. Si vivía, los demás, los niños y las mujeres que quedaban atrás, también podían vivir. Si moría, la tribu podía morir.

De modo que la gente de Yuli, el pequeño grupo de la orilla del lago helado, vivía como tenía que hacerlo, tan comprometida con su propia existencia como los animales. A quienes oían la narración les encantaban los cuentos sobre el asentamiento del lago. Las artes que se habían empleado allí al principio se recordaban aún con tanta minucia que los mismos métodos se empleaban ahora en el Voral. Se colocaban cabezas de ciervo en agujeros abiertos en el hielo, junto a la costa, para atraer a las muy apreciadas anguilas, exactamente como había hecho Yuli antes.

La gente de Yuli luchaba también contra gigantescos pinzasacos, mataba ciervos y jabalíes, y se defendía contra las incursiones de phagors. En ciertos períodos se cultivaban rápidas cosechas de centeno y cebada. Se bebía la sangre de los enemigos.

Los hombres y mujeres producían pocos niños. En Oldorando, éstos maduraban hacia los siete años y envejecían a los veinte. Incluso cuando reían y eran felices, el hielo estaba cerca.

El primer Yuli, el lago helado, los phagors, el frío intenso, el pasado que era como un sueño: todos conocían estos vividos elementos de la leyenda. Porque el pequeño rebaño de seres que vivía cobijado en Embruddock tenía límites que ellos ignoraban. En la pubertad, los vestían con pieles de animales; los animales estaban alrededor, en todas partes. Pero los sueños, y ese pasado parecido a un sueño, eran como una nueva dimensión, en la que todos podían vivir.

Estrechamente apretujada en la torre de Nahkri y Klils, después del funeral de Pequeño Yuli, la tribu se complacía una vez más en compartir el pasado que era como un sueño. Para hacer el pasado más vivido -o quizás el presente más borroso- todos bebían rathel, servido por los esclavos de Nahkri. El rathel era, después de la roja sangre, el líquido más precioso de Embruddock.

El funeral de Pequeño Yuli les había dado la oportunidad de romper la invariable rutina, dejando suelta la imaginación. Por eso volvían a contar la gran historia del pasado, de las dos tribus que se habían unido como se unen el hombre y la mujer. El relato pasaba de boca en boca, como la jarra de rathel; un narrador sucedía a otro casi sin pausa.

Los niños de la tribu estaban allí; los ojos les brillaban a la luz del rescoldo mientras probaban sorbos de rathel de las jarras de madera de los padres. La narración que escuchaban se conocía como la Gran Historia. En todas las fiestas, en los entierros, en las iniciaciones, o en el festival del Doble Ocaso, era seguro que alguien exclamaría, cuando la oblicua oscuridad se acercara: -¡Oigamos la Gran Historia!

Era la historia del pasado, y mucho más. Era todo el arte que tenía la tribu. No conocían la música, ni la pintura, ni la literatura, ni casi nada que fuera hermoso. El frío había devorado los primeros brotes. Pero quedaba el pasado que era como un sueño, y que sobrevivía para ser contado.

Nadie escuchaba con más atención este relato que Laintal Ay, cuando lograba mantenerse despierto. Uno de sus temas era la unión de dos partes en conflicto; lo comprendía bien, pues el conflicto escondido en esa unión -para la tribu artículo de fe- era parte de la vida familiar. Sólo más tarde, cuando creció, descubrió que nunca había habido ninguna unión, sólo disensiones encubiertas. Pero los narradores que se habían reunido en esa habitación sofocante, en el Año Diecinueve después de la Unión, conspiraban complacidos contando la Gran Historia como si el tema principal fuera la unidad y el éxito. En eso consistía el arte de narrar.

Los narradores se ponían de pie uno tras otro, declamando su parte con poca o mucha desenvoltura. Los primeros hablaron del Gran Yuli, y de cómo había venido desde los blancos desiertos del norte de Pannoval hasta el lago helado de Dorzin. Pero una generación da paso a otra, incluso en la leyenda, y pronto se alzaba otro narrador para recordar a aquellos, apenas menos poderosos, que habían seguido a Yuli. Quien hablaba ahora era la partera, Rol Sakil, que tenía a su lado a su hombre y a su bonita hija, Dol; ponía cierto énfasis en los aspectos más picantes del relato, cosa que era muy apreciada por la audiencia.

Mientras Laintal Ay dormitaba en el cuarto sofocante, Rol Sakil habló de Si, hijo de Yuli y de Iskador. Si llegó a ser el principal cazador de la tribu, y todos le temían, porque sus ojos miraban en distintas direcciones. Tornó una mujer nacida en el lugar, llamada Cretha o, según el estilo de su propia tribu, Cre Tha Den, que le dio un hijo llamado Orfik y una hija llamada Iyfilka. Orfik e Iyfilka crecieron fuertes y valerosos, en una época en que era raro que los dos hijos de una familia sobrevivieran. Iyfilka iba con Sargotth, o Sar Gotth Den, a pescar myllks -los peces de dos brazos -debajo del hielo, en el lago Dorzin. Iyfilka dio a Sar Gotth un hijo al que llamaron Dresyl Den, un nombre famoso en la leyenda. Dresyl era el padre de los famosos hermanos Nahkri y Klils (risas). Dresyl era el tío abuelo de Laintal Ay.

—Te adoro, niñito mío —solía decir Iyfilka a su hijo, acariciándolo y sonriéndole. Pero en esa época las tribus de phagors recorrían los hielos en trineos tirados por kaidaws, atacando los asentamientos humanos. Tanto la dulce Iyfilka corno Sar Gotth perecieron en una de estas incursiones, mientras corrían por la desierta orilla del lago. Más tarde, hubo quien reprochó a Sar Gotth, por cobarde, o por no haber estado atento.

Llevaron al huérfano, Dresyl, a vivir con el tío Orfik, que tenía ya un hijo llamado Yuli, o Pequeño Yuli, como el bisabuelo. Aunque creció hasta alcanzar gran estatura, se llamó siempre Pequeño Yuli, en homenaje a la grandeza de su antepasado. Dresyl y Pequeño Yuli se hicieron amigos inseparables, y nunca dejaron de serlo a pesar de las pruebas que les tocó soportar. Ambos fueron en la juventud grandes luchadores y hombres sensuales que seducían a las mujeres den y causaban muchos problemas. Se podrían contar muchas cosas de ese tenor, si no estuvieran presentes ciertas personas (risas).

Todos decían que los primos hermanos Dresyl y Yuli eran muy parecidos, con fuertes caras oscuras, narices de halcón, pequeñas barbas rizadas y ojos vivos. Ambos eran despiertos y de buena talla. Ambos llevaban píeles de la misma clase y capuchas con adornos. Algunos enemigos profetizaban que tendrían igual destino, pero no fue así, como la leyenda explicará.

Por cierto, los hombres y mujeres ancianos cuyas hijas estaban en peligro anunciaban que la terrible pareja acabaría mal, y deseaban que ese día llegara cuanto antes. Sólo las hijas, acostadas con las piernas abiertas en la oscuridad y los amantes encima, sabían qué beneficiosos eran los primos hermanos, y qué diferentes uno del otro; sabían que interiormente Dresyl era un hombre duro, y Yuli suave y cosquilleante como una pluma. En este punto de la historia, Laintal Ay despertó. Se preguntó, soñoliento, cómo podía ser que el abuelo, tan encorvado, tan lerdo, hubiese hecho cosquillas alguna vez a las muchachas.

Uno de los hombres de las corporaciones continuó el relato.

Los viejos y el chamán de la tribu del lago se reunieron para decidir cómo castigar la concupiscencia de Dresyl y Yuli. Algunos escupían ira al hablar, porque en el fondo de sus corazones estaban celosos. Otros hablaban virtuosamente porque, a causa de la vejez, no podían seguir otro camino. (El narrador expuso crudamente esta sencilla sabiduría con una voz aflautada que hizo reír a la audiencia.)

La condena fue unánime. Aunque las enfermedades y las incursiones de los phagors diezmaban la tribu y todos los cazadores eran necesarios, los ancianos decidieron que Pequeño Yuli y Dresyl debían ser expulsados del poblado. Por supuesto, no se permitió que ninguna mujer hablase en favor de los amigos.

Se transmitió la decisión. Yuli y Dresyl no podían hacer otra cosa que marcharse. Mientras recogían sus armas y bienes, un trampero llegó medio muerto al campamento. Pertenecía a una tribu de la costa oriental del lago. Dijo que los phagors se acercaban nuevamente, esta vez en mayor número, a través del hielo. Mataban a todos los humanos que encontraban. Esto ocurría en el tiempo del doble ocaso.

Aterrorizados, los hombres del poblado pusieron a buen recaudo mujeres y posesiones e incendiaron las casas. En seguida marcharon hacia el sur. Yuli y Dresyl iban con ellos. Detrás, el fuego se alzaba en mantos negros y rojos, hasta que por último el lago se perdió de vista. Siguieron el río Voral, viajando día y noche, porque Freyr brillaba de noche en esa época. Los cazadores más capaces iban delante y a los lados del cuerpo principal, para alimentarlo y protegerlo. En esa emergencia, los pecados de Yuli y Dresyl fueron provisionalmente olvidados.

El grupo estaba formado por treinta hombres, incluyendo a los cinco ancianos, treinta y seis mujeres, y diez niños de menos de diez años, la edad de la pubertad. Disponían de trineos, tirados por asokins y por perros. Les seguían numerosas aves y varias clases de perros; algunos eran poco más que lobos o chacales, o cruzamientos de ambos. Los cachorros de estos animales se daban a los niños, para que jugaran.

El viaje prosiguió varios días. La temperatura era agradable, aunque la caza escaseaba. Un alba de Freyr, los cazadores Baruin y Skelit, destacados como exploradores, regresaron diciendo que habían alcanzado a ver una extraña ciudad.

—El río se encuentra con un torrente helado, y el agua se eleva con gran ruido. Y hay unas poderosas torres de piedra que se alzan hacia el cielo. —Ese fue el informe de Baruin, y la primera descripción de Embruddock.

Dijo que las torres de piedra estaban dispuestas en hileras, y adornadas con cráneos pintados de brillantes colores, como signo de advertencia a los intrusos.

Se encontraban en un valle rocoso, discutiendo qué hacer. Llegaron otros dos cazadores; arrastraban a un trampero a quien habían capturado mientras volvía a Embruddock. Lo arrojaron al suelo a puntapiés. El hombre dijo que en Embruddock vivía la tribu den, y que eran pacíficos.

Al saber que había más dens, los cinco ancianos dijeron inmediatamente que eludirían la ciudad, dando un rodeo. Fueron acallados a gritos. Los jóvenes dijeron que tenían que atacar en seguida; luego serían aceptados sobre una base de igualdad por esa tribu de distante parentesco. Las mujeres aprobaron a gritos, pensando que sería agradable vivir en edificios de piedra.

La excitación creció. El trampero fue apaleado hasta la muerte. Todos, hombres, mujeres y niños mojaron los dedos en la sangre y bebieron, para poder vencer antes de que terminara el día.

El cuerpo fue arrojado a los perros y los pájaros.

—Dresyl y yo nos adelantaremos para estudiar la situación —dijo Pequeño Yuli, Miró con aire desafiante a los hombres de alrededor; ellos bajaron la vista sin decir nada-. Venceremos. Si es así, seremos los que mandan y no aguantaremos más tonterías de estos ancianos. Si perdemos, arrojad nuestros cuerpos a los animales.

—Y —dijo el siguiente narrador— ante el valeroso discurso de Pequeño Yuli, los compañeros caninos dejaron de comer, alzaron la cabeza, y ladraron mostrándose de acuerdo—. Los presentes sonrieron seriamente, recordando ese detalle del pasado que era como un sueño.

Luego la historia de ese pasado se hacía más tensa. La audiencia bebía menos rathel mientras oía cómo Dresyl y Pequeño Yuli, los primos hermanos, habían planeado tomar la ciudad silenciosa. Con ellos fueron cinco héroes escogidos, cuyos nombres eran recordados por todos: Baruin, Skelit, Maldik, Curwayn y el Gran Afardl, que murió ese mismo día, y a manos de una mujer.

El resto del grupo permaneció donde estaba, para que el ruido de los perros no espantara la presa.

Del otro lado del río helado no había nieve. Crecía la hierba. El agua caliente se proyectaba al aire, en cortinas de vapor.

—Es verdad —dijeron los presentes—. Todavía es así.

Una mujer llevaba unos cerdos peludos y negros por un sendero. Dos niños jugaban desnudos en el agua. Los invasores miraban.

Vieron nuestras torres de piedra, fuertes, ruinosas, dispuestas en calles, Y la vieja muralla de la ciudad reducida a escombros. Se maravillaron.

Dresyl y Yuli rodearon, solos, Embruddock. Vieron nuestras torres tan rectas, con paredes inclinadas hacia adentro, de modo que la habitación más elevada es siempre más pequeña que las inferiores. Vieron cómo guardábamos nuestros animales en el piso bajo, para tener más calor, y la rampa que protege al ganado contra las inundaciones del Voral. Vieron las calaveras de animales, brillantemente pintadas, puestas en la parte de fuera para asustar a los intrusos. Siempre tuvimos una hechicera, ¿no es así, amigos? En este momento, era Loil Bry.

Pues bien: los primos hermanos vieron también a dos ancianos centinelas en la parte superior de la gran torre -esta misma, amigos-, y en un instante subieron y mataron a los barbas grises. Corrió la sangre, he de decir.

—La flor —dijo alguien.

Ah, sí. Las flores son importantes, ¿Recordáis que la gente del lago decía que los primos hermanos encontrarían un mismo destino? Sin embargo, cuando Dresyl sonrió y dijo: «Gobernaremos bien esta ciudad», Yuli estaba mirando las florecillas que crecían a sus pies, unas flores de pétalos claros, probablemente de escantion.

—El clima es bueno —dijo, sorprendido, Yuli; arrancó una flor y se la comió.

Se atemorizaron al oír por vez primera el ruido del Silbador de Horas, pues nada sabían de este famoso geiser, que todos conocemos. Se recuperaron y se prepararon para el momento en que los centinelas del cielo se pusieran y los cazadores de Embruddock retornaran a la ciudad, sin sospechar nada, trayendo los despojos de la caza.

Laintal Ay se despertó del todo. En el pasado que era como un sueño había batallas, y ahora se iba a narrar una de ellas. Pero el nuevo narrador dijo: —Amigos, todos tenemos antepasados que participaron en la batalla que vino después, y que hace mucho se marcharon al mundo de los coruscos, aun si no murieron en aquella temprana ocasión. Bastará decir que todos los presentes lucharon con valentía.

Pero era joven y no pudo pasar tan a la ligera por la parte más interesante, de modo que continuó, con los ojos encendidos.

Aquellos inocentes y heroicos cazadores fueron sorprendidos por la estratagema de Yuli. De pronto brotó el fuego en la torre techada de hierba, y altas flores de llamas se elevaron en el aire de la noche. Los cazadores gritaron, alarmados, abandonaron las armas y corrieron a ver qué podían hacer.

Piedras y lanzas llovieron sobre ellos desde lo alto de la torre vecina. Los invasores armados aparecieron gritando y arrojando lanzas contra los cuerpos desguarnecidos. Los cazadores resbalaban y caían en su propia sangre, pero consiguieron matar a algunos invasores.

Vuestros primos hermanos ignoraban que en la ciudad hubiera tantos hombres armados. Eran los bravos hombres de las corporaciones. Salían de todas partes. Pero los invasores, desesperados, se ocultaron en las casas de que se habían apoderado. Hasta los muchachos tuvieron que pelear entre ellos, algunos que ahora están entre vosotros, ya ancianos.

El fuego se difundió. Las chispas volaban como la paja aventada del grano. La carnicería continuaba en las calles y las zanjas. Nuestras mujeres sacaban las espadas de los muertos para luchar contra los vivos.

Todos combatieron con valor. Pero la osadía y la desesperación triunfaron entonces, así como el hombre que hoy ha descendido al mundo de los coruscos, a reunirse con sus antepasados. Finalmente, los defensores dejaron caer las armas y huyeron desapareciendo en la creciente oscuridad.

Dresyl estaba exaltado. Una furia vengadora le subía a la cabeza. Había visto morir al Gran Afardl, asesinado a traición por una mujer.

—¡Ésa fue mi excelente abuela! —exclamó Aoz Roon, mientras de todas partes brotaban risas y aplausos—. Siempre hubo valientes en nuestra familia. Somos de Embruddock, y no de Oldorando.

A causa de la cólera, casi no se podía reconocer a Dresyl. La cara se le puso negra. Ordenó a los suyos que persiguieran y mataran a todos los hombres sobrevivientes de Embruddock. Ordenó, amigos, que reunieran a las mujeres en el establo de esta misma torre. Qué día terrible fue aquél en nuestros anales…

Pero los triunfadores, encabezados por Yuli, se impusieron a Dresyl y dijeron que no hubiera más matanza. La matanza genera amargura. Desde el día siguiente, todos vivirían en paz organizados en una fuerte tribu, o muy pocos sobrevivirían.

Estas palabras sabias nada significaban para Dresyl. Se debatió hasta que Baruin trajo un cubo de agua fría y se lo arrojó. Entonces Dresyl cayó como desmayado, y durmió el sueño sin sueños que sólo sobreviene después de las batallas.

Baruin le dijo a Yuli: -Y duerme tú también, con Dresyl y los demás. Yo vigilaré, para que no nos sorprenda un contraataque.

Pero Pequeño Yuli no pudo dormir. No le había dicho nada a Baruin, pero estaba herido y mareado. Se sentía próximo a la muerte, y salió fuera tambaleándose, para morir bajo el cielo de Wutra. Allí Freyr estaba ya a punto de ascender, porque era el tercer cuarto. Bajó por la calle principal, donde la hierba crecía densa en el cieno. El alba de Freyr era del color del barro, y Pequeño Yuli vio cómo un perro vagabundo se alejaba, con la panza llena, del cadáver de un cazador. Se apoyó contra una pared en ruinas, respirando profundamente.

Frente a él estaba el templo, tan arruinado entonces como ahora. Contempló, sin comprender, los adornos grabados en la piedra. Recordad que en aquellos días, antes de que Loil Bry lo civilizara, Yuli estaba a punto de convertirse en un bárbaro. Las ratas correteaban en los portales. Yuli se encaminó al templo, oyendo sólo que le rugían los oídos. En la mano tenía una espada arrebatada a un adversario, un arma mejor que todas las que había tenido en su vida, hecha aquí, en nuestras forjas, de buen metal oscuro. La empuñó mientras pateaba la puerta.

Dentro se movían las cabras y las cerdas lecheras, atadas. Allí se guardaban también, en aquel tiempo, los aperos de labranza. Yuli miró alrededor, vio una puerta trampa en el suelo y oyó unos susurros.

Tirando de la anilla de hierro, alzó la puerta. En el lago de oscuridad que se abrió a sus pies, una lámpara ardía y humeaba.

—¿Quién es? —preguntó alguien. Una voz de hombre, y espero que sepáis de quién era.

Se trataba de Wall Ein Den, entonces Señor de Embruddock, bien recordado por todos nosotros. Podéis imaginarlo, alto y erguido, aunque ya había dejado atrás la juventud, largos bigotes negros y sin barba. Todos le observaron los ojos, que podían hacer bajar la vista al más osado, y la hermosa cara salvaje, que en un tiempo hacía llorar a las mujeres. Este fue el histórico encuentro entre el viejo líder y Pequeño Yuli.

Pequeño Yuli bajó lentamente los escalones, casi como si lo hubiera reconocido. Algunos de los maestres de las corporaciones acompañaban al señor Wall Ein, pero no osaron hablar mientras Yuli descendía, muy lentamente, blandiendo la espada.

El señor Wall Ein dijo: —Si eres un hombre incivilizado, entonces tu trabajo es matar, y mejor será que lo hagas de una vez. Te ordeno que me mates en primer término.

—¿Qué otra cosa te mereces, escondido en un sótano?

—Somos viejos, e inútiles para la batalla. Antes era distinto.

Los dos hombres se enfrentaron. Nadie se movió.

Yuli habló con gran esfuerzo; le pareció que su propia voz venía desde muy lejos.

—¿Por qué, anciano, tienes esta gran ciudad tan mal guardada?

El señor Wall Ein respondió con su habitual autoridad: —No siempre ha sido así, y tú y tus hombres podríais haber tenido un recibimiento muy distinto, con esas armas tan rudimentarias. Hace muchos siglos la Tierra de Embruddock era grande y se extendía por el norte hasta los Quzint y por el sur casi hasta el mar. Reinaba entonces el Gran Rey Dennis; pero llegó el frío y destruyó lo que él había creado. Ahora somos menos que nunca, porque el año pasado, en el primer cuarto, fuimos atacados por los phagors blancos que llegan volando como el viento en gigantescas monturas. Muchos de nuestros mejores guerreros, incluso mi hijo, murieron defendiendo Embruddock, y ahora se hunden hacia la roca original. -Suspiró y agregó: -Quizá hayas leído la leyenda labrada en este edificio, si sabes leer. Dice: «Primero los phagors, después los hombres». A causa de esa leyenda, y de otras cosas, hace dos generaciones nuestros sacerdotes fueron perseguidos y muertos. Los hombres han de ser los primeros siempre. Sin embargo, a veces me pregunto si esa profecía no se cumplirá.

Pequeño Yuli oyó el discurso de Wall Ein como en un trance. Cuando intentó responder, las palabras no le vinieron a los labios descoloridos, y se sintió sin fuerzas en el eddre interior.

Uno de los ancianos, mitad compasivo, mitad burlón, comentó: —El joven está herido.

Cuando Yuli trastabilló hacia adelante, ellos retrocedieron. Más allá había un arco bajo y un pasaje apenas iluminado por una reja instalada en la parte superior. Incapaz de detenerse, Yuli continuó andando por el pasaje, arrastrando los pies. Ya conocéis esa sensación, amigos; la tenéis cada vez que estáis borrachos… Como ahora.

El pasaje era húmedo y caliente. Yuli sintió el calor en la mejilla. A un lado había una escalera de piedra. No podía comprender dónde estaba, y perdía los sentidos.

Y una mujer joven apareció en esa escalera, sosteniendo una vela. Era más bella que los cielos. La cara de la joven parecía flotar ante los ojos de Yuli.

—¡Era mi abuela! —chilló Laintal Ay, con orgullo. Había estado escuchando, muy excitado, y se sintió confundido cuando todos se echaron a reír. En ese momento, la mujer no tenía ninguna intención de dar al mundo Laintal Ays. Clavó en Pequeño Yuli unos ojos desorbitados, y le dijo algo que él no entendió.

Pequeño Yuli intentó responder. Las palabras no le llegaron a la garganta. Las rodillas se le doblaron. Empezó a caer, y luego se derrumbó cuan largo era, y todos creyeron que había muerto.

En ese emocionante punto del relato, el narrador cedió el sitio a otro de mayor edad, un cazador, que se tomaba la cosa con menos dramatismo.

Wutra consideró conveniente no apoderarse de la vida de Yuli en esa oportunidad. Dresyl se hizo cargo de la situación mientras su primo hermano se recobraba de la herida. Creo que Dresyl estaba avergonzado de su sed de sangre y procuraba conducirse de manera más civilizada, al encontrarse entre personas civilizadas como nosotros. Quizá recordaba también la gentileza del padre, Sar Gotth, y la dulzura de la madre, Iyfilka, asesinados por el odiado rebaño de los phagors. Se instaló en la torre de Prast, donde acostumbraban guardar la sal, dictando órdenes como un comandante desde la habitación superior, mientras Yuli descansaba más abajo, en cama.

A muchos de nosotros, incluso a mí, no nos agradaba Dresyl entonces, y lo tratábamos como un mero invasor. Odiábamos que nos diera órdenes. Sin embargo, cuando comprendimos lo que se proponía, colaboramos, y apreciamos sus indudables cualidades. En ese momento, nosotros, los de Embruddock, estábamos desmoralizados; Dresyl nos devolvió el ánimo y reconstruyó nuestras defensas.

—Mi padre era un gran hombre, y pelearé contra cualquiera que lo critique —gritó Nahkri, poniéndose en pie de un salto, sacudiendo el puño. Lo sacudió con tal energía que casi cayó de espaldas, y su hermano tuvo que sostenerlo.

Nadie habla contra Dresyl. Desde lo alto de la torre, podía vigilar las tierras de alrededor, los terrenos altos del norte, de donde él había venido, los más llanos del sur con los géisers y las desconocidas fuentes termales. Le sorprendió en particular el Silbador de Horas, nuestro magnífico geiser regular, que surge y silba como un viento diabólico.

Recuerdo que me interrogó acerca de los cilindros gigantescos, como él los llamaba, esparcidos por el paisaje. Nunca había visto un rajabaral. Le parecían torres de magos, de madera extraña, y chatas arriba. Aunque no era tonto, no los reconocía como árboles.

Prefería hacer a mirar. Ordenó con precisión dónde tenía que instalarse la tribu del lago helado, distribuida en diversas torres. Esto demostró una sabiduría que a todos nos convendría, Nahkri. Aunque muchos murmuraban en ese momento, Dresyl hizo que su gente conviviera con la nuestra. No se permitían peleas, y todo era compartido por partes iguales. Ésta ha sido una importante razón de que nos mezcláramos con buenos resultados.

Mientras distribuía su gente, hizo contar a todo el mundo. No sabía escribir, pero nuestra gente de las corporaciones le sacó las cuentas. La vieja tribu constaba de cuarenta y un hombres, cuarenta y cinco mujeres, y once niños menores de siete años. En total, noventa y siete. Y sesenta y un miembros de la tribu del lago helado habían sobrevivido a la batalla, con lo que éramos ciento cincuenta y ocho personas. Una buena cantidad. Mucho me alegró que volviera a haber vida en el lugar. Quiero decir, después de tantas muertes.

Le dije a Dresyl: —Te gustará Embruddock.

—Ahora se llama Oldorando, muchacho —me dijo. Aún recuerdo cómo me miraba.

—Oigamos más acerca de Yuli-pidió alguien, arriesgando provocar la cólera de Nahkri y Klils. El cazador se sentó, resoplando, y un hombre más joven ocupó su lugar. Pequeño Yuli se recobró lentamente de la herida. Cuando pudo caminar un poco, empezó a examinar con su primo hermano el territorio donde se encontraban, para establecer cómo se podían organizar mejor la caza y la defensa.

Por las noches, hablaban con el viejo señor. Él trataba de enseñarles la historia de estas tierras, pero ellos no siempre mostraban interés. Habló de siglos de historia, antes de que el frío descendiese. Dijo que las torres habían sido construidas con arcilla cocida y madera, que los pueblos primitivos utilizaban en los tiempos de calor. Luego se había reemplazado la arcilla por la piedra, pero conservando el viejo plan, y la piedra había durado muchos siglos. Había algunos pasajes subterráneos, y en tiempos mejores había muchos más.

Habló de la penuria de Embruddock, que era sólo una aldea en ese momento. Una vez se había erguido allí una noble ciudad, y e) dominio de sus habitantes se extendía a miles de millas. Dicen los hombres que en esos días no había phagors.

Y Yuli y su primo hermano Dresyl caminaban por la habitación del viejo señor, escuchando, frunciendo el ceño, discutiendo con él, aunque siempre respetuosamente. Preguntaron acerca de los géiseres que no dan calor. Nuestro viejo señor les dijo todo a propósito del Silbador de Horas. Brotaba puntualmente cada hora desde el comienzo del tiempo. Es nuestro reloj, ¿verdad? No necesitamos a los centinelas del cielo.

El Silbador de Horas ayuda a las autoridades a mantener los registros escritos, que los maestres de las corporaciones llevan por obligación. Los primos hermanos se asombraron al saber cómo dividimos la hora en cuarenta minutos y el minuto en cien segundos, así como el día en veinticinco horas y el año en cuatrocientos ochenta días. Aprendemos estas cosas en el regazo de nuestras madres. Y supieron también que ése era el año 18 del calendario señorial; nuestro viejo señor había imperado durante dieciocho años. No se conocían, en el lago helado, estas civilizadas normas.

Atención: no estoy hablando mal de los primos hermanos. Aunque eran bárbaros, pronto entendieron nuestra división de los artesanos en siete corporaciones, cada una de un arte diferente. He de decir que la de los trabajadores del metal es la mejor, y me enorgullece, sin jactancia, pertenecer a ella. Los maestres de cada corporación pertenecían entonces, como ahora, al consejo del señor. Aunque, en mi opinión, tendría que haber dos representantes de la corporación del metal, pues es sin duda la más importante.

Después de bastantes burlas y risas, hubo otra ronda de rathel, y una mujer de mediana edad continuó la leyenda.

Hilaré ahora para vosotros un cuento mucho más interesante que la escritura o el registro del tiempo. Os preguntaréis qué fue de Pequeño Yuli cuando mejoró de la herida. Pues bien, os lo diré en una docena de palabras. Se enamoró, y eso fue mucho peor que la herida, porque el pobre hombre nunca llegó a recuperarse.

Nuestro viejo señor Wall Ein mantuvo sabiamente a su hija, la pobre Loil Bry Den, que hoy ha sufrido tanto, apartada del peligro. Esperó hasta asegurarse de que los invasores no eran mala gente. Loil Bry era entonces muy hermosa, con una figura bien desarrollada, suficiente para que un hombre pudiera echarle mano, y tenía un andar de reina que todos recordaréis. Entonces, nuestro viejo señor la presentó un día a Pequeño Yuli, en la habitación de arriba.

Yuli la había visto ya una vez. Esa terrible noche de la batalla en que casi encontró la muerte, como hemos oído. Sí, ella era la belleza de ojos negros, pómulos de marfil y labios de ala de pájaro que nuestro amigo ha mencionado. Era la más hermosa de su tiempo, porque las mujeres del lago Dorzín no tenían, me parece, mayor interés. Todas las facciones se le dibujaban delicadas y nítidas en la piel aterciopelada, y llevaba los labios pintados de color canela. A decir verdad, yo misma tenía ese aspecto cuando era una jovencita.

Así era Loil Bry cuando Yuli la vio por primera vez. Era la mayor maravilla de la ciudad. Una chica difícil, solitaria; la gente no le daba importancia, pero a mí me gustaba su estilo. Yuli quedó abrumado. Buscaba siempre la ocasión de estar a solas con ella, afuera, o todavía mejor, en la habitación de la Gran Torre, esa habitación de la ventana de porcelana donde aún vive Loil Bry. Era como una especie de fiebre. No podía dominarse. Juraba y se vanagloriaba y se conducía como un tonto. Muchos hombres se ponen así, pero por supuesto no les dura mucho tiempo.

En cuanto a Loil Bry, se sentaba como un perrito, miraba por encima de los altos pómulos, sonreía con las manos en la falda. Lo alentaba, no es preciso decirlo. Llevaba una larga y pesada túnica adornada con cuentas, y no pieles como las demás. He oído decir que usaba ropa interior de piel. Pero esa túnica era extraordinaria, y le llegaba casi al suelo. Me gustaría tener una igual…

Y el modo como ella habla, todavía hoy: una mezcla de poesía y acertijo. Yuli no había oído nada igual en el lago Dorzin. Lo enloquecía. Y se vanagloriaba aún más. Se estaba jactando de qué gran cazador era cuando ella dijo, y ya conocéis la voz musical: —Vivimos nuestras vidas envueltos en tinieblas. ¿Tenemos que ignorarlas, o explorarlas?

El la miró con los ojos muy abiertos; ella estaba hermosa con su túnica. Tenía cuentas cosidas, como he dicho, muy bonitas. Él le preguntó si la habitación de ella estaba a oscuras. Ella se rió de él.

—¿Cuál crees que es el lugar más oscuro del universo, Yuli?

El muy tonto dijo: —He oído decir que la remota Pannoval es oscura. Nuestro gran antepasado, cuyo nombre llevo, vino de Pannoval y dijo que era oscura. Y también que está debajo de una montaña, pero no lo creo. Era sólo una manera de hablar, propia de los antepasados. Loil Bry se miró las puntas de los dedos, acurrucados como ratoncillos rosados en la falda de la preciosa túnica.

—Pienso que el lugar más oscuro del universo es el interior de un cráneo humano.

Yuli estaba perdido. Ella lo volvía realmente tonto.

Pero he de vigilar mi lengua cuando hablo de los muertos, ¿verdad? Con todo, él era un poco… blando…

Ella lo confundía con su parloteo romántico. ¿Sabéis qué le preguntaba?

—¿Has pensado alguna vez que sabemos mucho más de lo que podemos decir?

Es verdad, ¿no os parece?

—Querría tener a alguien —le decía ella—, alguien a quien poder decirle todo, alguien para quien la conversación fuera un mar en donde navegar. Entonces yo izaría mis velas negras…

No sé qué más le decía ella.

Y Yuli soñaba despierto, sujetándose la herida, y quién sabe qué más, pensando en esa mujer mágica, en su belleza y sus turbadoras palabras… «Alguien para quien la conversación sea un mar donde navegar… » Incluso la manera con que ella componía la frase le parecía a Yuli que era de Loil Bry y de nadie más.

Y anhelaba estar en ese mar, navegando junto con ella, dondequiera que fuera.

—Basta ya de tu tontería femenina —exclamó Klils, poniéndose de pie—. Ella lo hechizó, mi padre lo decía. Mi padre nos habló también de las cosas buenas que tío Yuli hizo al principio, antes que ella lo volviera estúpido. —Y continuó el relato.

Pequeño Yuli llegó a conocer cada pulgada de Oldorando mientras se recuperaba. Vio cómo estaba trazada la ciudad con la gran torre en un extremo de la calle principal y el viejo templo en el otro. En el medio, la casa de las mujeres, los hogares de los cazadores a un lado, las torres de los miembros de las corporaciones al otro. Las ruinas más lejos. Vio que todas nuestras torres tienen un sistema de calefacción, con acequias de piedra que llevan hasta ellas el agua caliente de las termas. Hoy no podríamos construir nada tan maravilloso. Ni la mitad.

Cuando vio cómo era, supo también cómo tenía que ser. Con ayuda de mi padre, Yuli planeó la fortificaciones apropiadas para que no hubiera nuevos ataques, de los phagors en particular.

Ya sabéis cómo todo el mundo se dedicó a construir un terraplén, con un zanjón en el exterior y una fuerte empalizada encima. Costó bastantes llagas en las manos, pero fue una buena idea. Se construyeron cuatro puestos de guardia en las cuatro esquinas, tal como están todavía. Esa fue la obra de Yuli y de mi padre. Y a los guardias se les dieron cuernos para dar la alarma si había un ataque, los mismos cuernos que se usan hoy.

Y así como buenos puestos de guardia, hubo buenas cacerías. Antes de la unión de las tribus, la gente casi estaba muerta de hambre. Una vez fortificada la ciudad, Dresyl, mi padre, hizo que los cazadores criaran un buen perro de caza. Los demás perros eran alejados. Los perros de caza podían correr más que nosotros. Eso no fue un gran éxito, pero podríamos intentarlo otra vez.

¿Qué más? Las corporaciones crecieron. La de fabricantes de colores alistó algunos niños recién llegados. Se hicieron nuevas tazas y platos para todos con una veta especial de arcilla. Se forjaron más espadas. Todos trabajaban para el bien común. Nadie pasaba hambre. Mi padre trabajó hasta casi morirse de agotamiento. Tendríais que recordar a Dresyl, hato de borrachos, y no a su hermano. Era bastante mejor que él. Lo era, lo era.

El pobre Klils se echó a llorar. También otros empezaron a llorar, a reír, o a pelear. Aoz Roon, que se tambaleaba levemente por e! rathel que había bebido, reunió a Laintal Ay y a Oyre y los envió a la seguridad de la cama. Miró las caras pasivas de los niños algo borrosas, tratando de pensar. De algún modo, mientras se contaba la leyenda del pasado que era como un sueño, el futuro del gobierno de Oldorando había sido decidido.