XII - SEÑOR DE LA ISLA

Eline Tal era un hombre alto, alegre, fiel, carente de imaginación. Era valiente, buen cazador, y montaba con gracia en su miela. Hasta tenía a veces asomos de inteligencia, aunque sospechaba de la academia y no sabía leer. Había conseguido que su mujer y sus hijos no leyeran casi nunca. Era absolutamente leal a Aoz Roon y no tenía otra ambición que servirle tan bien como pudiera.

Pero no era capaz de comprender a Aoz Roon. Eline Tal había desmontado de su animal de brillantes colores y aguardaba pacientemente a cierta distancia del señor de Embruddock. Sólo podía verle la espalda, porque Aoz Roon miraba hacia adelante, con la barbilla sobre el pecho. Aoz Roon vestía las viejas píeles negras malolientes, como siempre, pero se había colocado sobre los hombros un manto de áspera tela amarilla, quizá para honrar, de alguna oscura manera, a la hechicera que se alejaba. El perro, Cuajo, estaba junto a los cascos de Gris.

Eline Tal esperaba con un dedo en la boca, tocándose ociosamente una muela posterior. No hacía nada más y tenía la mente en blanco.

Después de algunas otras maldiciones, pronunciadas en voz alta, Aoz Roon se movió con su miela. Miró una vez por encima del hombro, frunciendo las cejas oscuras, pero no prestó a su fiel lugarteniente más atención que al perro.

Llevó al miela a todo galope hasta el borde de la elevación y lo contuvo con tal violencia que el animal se alzó sobre las patas traseras.

—¡Perra bruja! —gritó Aoz Roon, y sólo el eco le contestó.

Encantado con el sonido de su propia amargura, Aoz Roon mugió con regocijo a los ecos, sin importarle que la yegua lo alejase de Oldorando, o que el perro y el escudero lo siguiesen.

Tiró bruscamente de la brida de Gris, que echó espuma por la boca. Sólo era media mañana. Sin embargo, una sombra había caído sobre el mundo. Miró entre las ramas espinosas y observó con el ceño fruncido que el globo sombrío había subido gradualmente hasta alcanzar a Freyr y darle un mordisco. La oscuridad aumentaba. Cuajo gruñó, atemorizado, y se acercó más a los cascos del miela.

Un búho nocturno salió de un alerce caído, volando junto al suelo. Tenía plumas moteadas y las alas de una envergadura mayor que los brazos abiertos de un hombre. Chillando, se metió entre las patas de Gris y se elevó hacia el cielo pálido.

Gris se irguió sobre las patas traseras y luego se lanzó inconteniblemente a galope tendido. Aoz Roon intentaba no caerse; el miela intentaba quitárselo de encima.

Alarmado por el fenómeno celestial, Eline Tal lo siguió, luchando por dominar a Veloz. Corría como el viento del sur, persiguiendo al otro animal.

Cuando Aoz Roon calmó finalmente al asustado miela, el ánimo tenebroso se le había ido. Rió sin alegría, acariciando a Gris y hablándole con una gentileza que no empleaba con los hombres. Lenta y firmemente, Batalix penetraba más en el disco de Freyr. La mordedura del phagor… las viejas leyendas le volvían a la mente; los centinelas no eran compañeros, sino enemigos condenados a devorarse uno a otro durante toda la eternidad.

Se inclinó hacia adelante y dejó que el animal eligiera el camino. ¿Por qué no? Podía regresar a Oldorando a gobernar como de costumbre. Pero, ¿sería el mismo lugar ahora que ella se había ido, esa perra? Dol era una pobre criatura insípida a quien nada importaba lo que él fuese. En el hogar sólo había peligro y decepción.

Torciendo la cabeza del miela, le obligó a proseguir a través de una maraña de arbustos espinosos y a aceptar de mala gana el azote de las ramas. La dislocación del mundo era demasiado profunda para que Aoz Roon pudiera medirla. Entre las ramas había cañas, hierbas y pajas. Tan abrumado se sentía que ignoró esta prueba de una reciente inundación.

El borde inferior de Batalix, que continuaba devorando a Freyr, ardía con un fuego plateado. Luego también Batalix fue eclipsado por las nubes oscuras que venían del este. La lluvia llegó y castigó con una fuerza creciente la vegetación cenicienta. Aoz Roon, con la cabeza gacha, continuó avanzando. La lluvia silbaba entre el follaje. Wutra mostraba su odio.

Aoz Roon espoleó al miela, salió de la espesura, y se detuvo; la densa hierba gorgoteaba bajo los cascos. Eline Tal se acercó lentamente desde atrás. La lluvia arreciaba y corría por la piel de los animales hasta el suelo. Mirando por debajo de las mojadas cejas, el señor de Embruddock vio que el terreno se elevaba a un costado, y que había árboles sobre un barranco rocoso. En la base habían construido una especie de refugio con piedras partidas. Más allá había una zona cenagosa, atravesada por cursos de agua. La lluvia hacía borrosa la escena; incluso el contorno del refugio era indistinto, aunque Aoz Roon alcanzó a ver las figuras que estaban de pie en la entrada.

Las figuras estaban inmóviles. Miraban. Tenían que haber estado allí desde mucho antes de que él las viera. Cuajo se detuvo, gruñendo.

Sin volverse, Aoz Roon le indicó a Eline Tal que se acercara.

—Malditos peludos —dijo Eline Tal, casi con alegría.

—Odian el agua. Tal vez la lluvia los retenga donde están. No dejes de moverte.

No se volvería ni mostraría miedo. Quizá era imposible atravesar la ciénaga. Lo mejor sería subir la pendiente. Una vez arriba —si los phagors los dejaban llegar— podrían alejarse con rapidez. No llevaba otras armas que una daga en el cinturón.

Los dos hombres avanzaban hombro contra hombro, y el perro gruñía continuamente entre ellos. La cuesta era demasiado abrupta y tenían que subir por un costado. A causa de la oscuridad, era difícil estar seguro de nada; parecía que sólo cinco o seis monstruos se agazapaban en el miserable refugio. Más atrás había dos kaidaws, sacudiendo las cabezas para quitarse las gotas de agua, entrechocando ocasionalmente los cuernos; los retenía un esclavo, humano o protognóstico, que observaba apáticamente a Aoz Roon y Eline Tal.

Sobre el techado de la construcción había dos aves vaqueras apretujadas. Otras dos se disputaban, en el suelo, una pila de excrementos de kaidaw. Una quinta, a cierta distancia, sobre una roca, destrozaba y devoraba un animalito que había capturado.

Los phagors no se movieron.

Los dos grupos estaban a tiro de piedra, y los mielas acomodaban ya el paso a la pendiente cuando Cuajo se apartó de Gris y se lanzó ladrando con furia hacia el refugio.

La reacción de Cuajo precipitó el avance de los phagors. Salieron del refugio e iniciaron el ataque. Como tantas veces, parecía que necesitaban un pinchazo para poder actuar, corno si el sistema nervioso fuera en ellos inerte por debajo de cierto nivel de estímulo. Al verlos adelantarse a la carrera, Aoz Roon gritó una orden, y junto con Eline Tal espolearon las cabalgaduras cuesta arriba.

El camino era traicionero. Los árboles jóvenes no eran más altos que un hombre y el follaje de las copas se abría como sombrillas. Era necesario cabalgar con la cabeza gacha. Las piedras puntiagudas del suelo eran un riesgo permanente para las patas de los mielas. Había que guiar con cuidado si no querían pisar en falso. Atrás se oían ruidos de persecución. Una lanza pasó al lado de los fugitivos, y se hundió en el suelo, pero eso fue todo. Más amenazantes eran el ruido de los kaidaws que se aproximaban y los gritos guturales de los jinetes. En terreno llano, un kaidaw podía superar a un miela. Entre los árboles bajos, el kaidaw estaba en desventaja. Los dos velludos monstruos blancos montados se iban rezagando; ambos alzaban los antebrazos enormes delante de las cabezas, para evitar el azote de las ramas bajas. Llevaban lanzas en la mano libre, contra el flanco de los kaidaws, y dominaban a los animales con las rodillas y los pies córneos. Los phagors de a pie sólo habían llegado a la base de la loma, y no eran aún una amenaza.

—Los peludos nunca abandonan —dijo Aoz Roon—. ¡Vamos, Gris!

Avanzaron a galope tendido, pero los phagors no cejaban.

La lluvia amainó y volvió a arreciar. Los árboles chorreaban. El suelo era llano, pero más pedregoso.

Los dos phagors estaban a tiro de lanza.

Tomando firmemente las riendas, Aoz Roon se irguió sobre los estribos. Podía ver por encima de los árboles. A la izquierda, la densa floresta se interrumpía. Con un grito a Eline Tal, Aoz Roon giró a la izquierda, y durante un rato perdieron de vista a los phagors detrás de unas grandes rocas cuyos contornos parecían temblar bajo el peso del aguacero.

Encontraron una especie de senda, y la siguieron contentos cuesta arriba. Los árboles se hacían más ralos. Al frente, el camino descendía, entre charcas cenagosas.

Mientras los hombres vislumbraban una esperanza y apremiaban a los mielas, los phagors surgieron entre los árboles-sombrilla. Aoz Roon mostró el puño y voló hacia adelante. El gran perro amarillo se mantenía junto a Gris, sin desfallecer.

Ahora iban cuesta abajo. El suelo era de pedruscos. Más adelante se veía un paisaje enteramente melancólico sombreado por rajabarales; las fuertes líneas verticales equilibraban la ancha línea horizontal del agua. Todo era verde claro.

La curva de un río turbulento pasaba por el centro de este paisaje. Las aguas desbordadas se extendían entre los alerces creando una maraña de reflejos. Más allá los árboles se sucedían en oscuras hileras hasta que la cortina de la lluvia oscurecía la visión. Las nubes rodaban por el cielo, ocultando a los dos centinelas entrelazados.

Con un rápido movimiento, Aoz Roon se quitó el sudor y la lluvia de la frente. Vio cuál era el camino más seguro. En el río había una isla, cubierta de rocas y de árboles de oscuro follaje. Si él y Eline Tal conseguían alcanzarla —y la costa más próxima no se alzaba muy lejos— estarían a salvo.

Señaló hacia adelante, gritando ásperamente.

Al mismo tiempo, advirtió que cabalgaba solo. Se volvió, y se detuvo a mirar.

A la izquierda centellearon las franjas brillantes de Veloz. El animal galopaba sin jinete, hacia el río.

Más atrás, en el punto donde terminaban los árboles que parecían sombrillas, Eline Tal yacía en el suelo. Los dos phagors se le acercaban. Uno descendió del kaidaw. Eline Tal le lanzó un puntapié, pero el phagor lo alzó con gran violencia. En el hombro de Eline Tal había una mancha roja; lo habían derribado de la silla con un lanzazo. Se debatió débilmente; el phagor bajó los cuernos y se preparó para dar el golpe mortal. El otro phagor no esperó a ver el golpe de gracia. Hizo girar el kaidaw con un elegante movimiento y se precipitó cuesta abajo contra Aoz Roon, con la lanza en alto. El señor de Embruddock espoleó a Gris. Nada podía hacer ya por el infortunado lugarteniente. Al galope, fue hacia la isla, inclinándose para alentar a Gris, pues sentía que el miela flaqueaba.

El phagor tenía ventaja. El kaidaw era más rápido en campo abierto, por más que corriera el miela.

El manto amarillo de Aoz Roon flameaba al viento mientras volaba hacia el río. Cerca, cerca, cada vez más cerca. Los remolinos, el follaje mojado, el borrón del paisaje distante, el roedor que se escabullía entre la hierba; todo relampagueó ante él. Sabía que era demasiado tarde. Sintió corno si la piel entre los omóplatos se le fundiera en líquidos mientras esperaba la lanzada fatal.

Una rápida mirada atrás. La bestia estaba casi sobre él; se le veían claramente los nervios del cuello en la cabeza estirada, como enredaderas alrededor de un árbol. Ahora la maldita bestia atacaría lanza en ristre, seguro de acertar. Le ardían los ojos.

A pesar de su edad, Aoz Roon era de reacciones más rápidas que cualquier phagor.

Bruscamente tiró de las riendas, echando hacia atrás la cabeza de Gris con fuerza salvaje, hasta casi detenerse delante del phagor. Al mismo tiempo se arrojó de la silla, dio media vuelta en el suelo barroso, ganando impulso, y se lanzó rápidamente contra el kaidaw.

Se arrancó del hombro el manto empapado, y lo hizo girar alrededor y hábilmente hacia arriba, mientras la lanza golpeaba. La tela basta se enrolló en el brazo armado del enemigo. Aoz Roon tiró.

El phagor se deslizó hacia adelante. Con el brazo libre, se aferró a la crin del kaidaw. Aoz Roon recuperó el manto, juntó las puntas y lo arrojó al cuello de la bestia. Un nuevo tirón, y el phagor cayó al suelo, mientras el kaidaw de color herrumbre proseguía su marcha.

Un olor a lecha agria asaltó a Aoz Roon. Se quedó mirando al phagor caído, como si no supiese qué hacer. No muy lejos, los demás phagors venían a la carrera. Gris se alejaba al galope. La situación era tan desesperada como antes.

Llamó a Cuajo, pero el mastín estaba agazapado, temblando, y no quiso moverse.

Cuando el phagor se incorporó, Aoz Roon echó a correr hacia el río, con la lanza en la mano. Podía nadar hasta la isla; ésa era su única esperanza.

Antes de llegar a la costa advirtió el peligro. El agua estaba negra por los lodos que arrastraba, a causa de la inundación, y llevaba también animales muertos y ramas, y contra todo eso tendría que luchar nadando.

Vaciló. Mientras tanto, el phagor cayó sobre él.

Aoz Roon recordó una lucha similar en otro tiempo, antes de aquella vergonzosa fiebre. Había vencido entonces. Pero este otro adversario… no era joven, lo sintió instintivamente, mientras le apretaba un brazo y lo pateaba con la bota. Lo arrojaría al río antes de que los demás se acercaran.

Pero no fue tan fácil. El phagor tenía aún una fuerza enorme. Uno de ellos cedió un poco de terreno, luego el otro. Aoz Roon no consiguió alzar la lanza ni echar mano al cuchillo. Luchaban y gemían, moviéndose a saltos o con pasos rápidos, y el adversario trataba de emplear los cuernos.

Aoz Roon gritó de dolor cuando el phagor le retorció el brazo. Dejó caer la lanza. Mientras gritaba, consiguió liberar un codo. Lo alzó contra el mentón del monstruo, vivamente. Ambos retrocedieron unos pasos, y se metieron hasta las rodillas en el agua. Aoz Roon llamó desesperadamente al perro, pero Cuajo se movía de un lado a otro y ladraba ferozmente para contener a los tres phagors que se aproximaban a pie.

Un gran árbol vino bamboleándose y girando en la corriente. Una rama emergió como un brazo, goteando; golpeó al hombre y al phagor que luchaban entrelazados. Ambos cayeron y fueron arrastrados hacia abajo por una fuerza irresistible en el agua turbulenta. Otra rama emergió a la superficie, y también ella se hundió en remolinos amarillentos.

Durante cuatro horas, Batalix mordisqueó el flanco de Freyr, como un perro ensañado con un hueso. Sólo entonces desapareció del todo la luz más brillante. En las primeras horas de la tarde una sombra de acero cayó sobre la tierra. Nada se movía, ni siquiera un insecto.

Freyr desapareció del mundo durante tres horas, sustraído del cielo diurno. Reapareció, apenas parcialmente, al ocaso. Nadie podía asegurar que volviera a estar entero. Densas nubes cubrían el cielo de horizonte a horizonte. Así murió el día, un día alarmante. Niños o adultos, todos los seres humanos de Oldorando se fueron esa noche a la cama llenos de aprensión.

Luego se levantó el viento, dispersando la lluvia, inquietando aún más a todos.

Había habido tres muertes en la vieja ciudad —una, un suicidio— y algunos edificios se habían incendiado o ardían aún.

La luz de un incendio, avivada por el viento, iluminaba una franja de agua de lluvia junto a la gran torre. Los reflejos se proyectaban en el techo de la habitación donde Oyre estaba echada en cama, sin dormir. El viento silbaba, un postigo golpeteaba, las chispas ascendían en la chimenea de la noche.

Oyre esperaba, hostigada por los mosquitos que acababan de aparecer en Oldorando. Cada semana traía algo que nadie había conocido nunca.

La luz fluctuante del exterior se unió a las manchas del techo para dejar entrever a Oyre la imagen momentánea de un anciano de largo pelo enmarañado, envuelto en una túnica. Ella imaginaba que no podía verle el rostro, pues el hombro le ocultaba la cabeza. Estaba haciendo algo. Las piernas se le movían junto con las ondas que el viento provocaba afuera en la charca. Caminaba en silencio entre las estrellas.

Cansada del juego, Oyre miró hacia afuera preguntándose que habría sido de su padre. Cuando volvió a mirar, descubrió que se había equivocado: el anciano estaba mirándola por encima del hombro. Tenía el rostro manchado y arrugado por la edad. Andaba ahora más rápidamente, y el postigo golpeaba marcando el ritmo de sus pasos. Marchaba a través del mundo hacia ella. Una terrible erupción le cubría el cuerpo.

Oyre se incorporó. Un mosquito zumbó junto a su oído. Se rascó la cabeza y miró a Dol, que respiraba pesadamente.

—¿Cómo estás, muchacha?

—Los dolores vienen más a menudo.

Oyre bajó desnuda de la cama, se puso una túnica larga y se acercó a su amiga, cuyo rostro pálido apenas podía distinguir.

—¿Quieres que llame a Ma Escantion?

—Todavía no. Hablemos. —Dol extendió una mano, y Oyre la tomó.—Eres una buena amiga, Oyre. Aquí, acostada, pienso en esas cosas. Tú y Vry… ya sé qué pensáis de mí. Las dos amables, y sin embargo tan distantes. Vry es tan insegura, y tú tan segura, siempre…

—Eso es exactamente al revés.

—Quizás, nunca entendí bien… La gente abandona terriblemente a los demás, ¿no es cierto? Espero no abandonar al niño, nunca. Yo sé que le fallé a tu padre. Ahora él me falla… Imagínate, no está conmigo, esta noche entre todas las noches…

El postigo volvió a golpear en el piso inferior. Las mujeres se abrazaron. Oyre puso una mano sobre el vientre hinchado de su amiga.

—Estoy segura de que no se ha ido con Shay Tal, si eso es lo que temes.

Dol se acomodó sobre los codos y respondió, apartándose de Oyre: —A veces no puedo soportar mis propios sentimientos… Prefiero este dolor. Sé que no valgo ni la mitad. Pero yo dije sí y ella dijo no; y eso también cuenta. Siempre he dicho sí, y sin embargo, él no está aquí conmigo… No creo que me haya querido nunca…

Se echó a llorar de repente, con tanta fuerza que le saltaron las lágrimas. Brillaron a la luz vacilante y ella se volvió y ocultó la cara en el amplio pecho de Oyre.

El postigo sonó mientras el viento aullaba, hosco.

—Deja que envíe a la esclava en busca de Ma Escantion, cielo —dijo Oyre. Ma Escantion era la encargada de atender los partos desde que la madre de Dol se había vuelto vieja y decrépita.—Todavía no, todavía no. —Poco a poco las lágrimas dejaron de brotar. Dol suspiró profundamente.—Hay bastante tiempo. Tiempo para todo. —Oyre se puso de pie, envolviéndose en la túnica, y bajó descalza para asegurar el postigo. Recibió en la cara una ráfaga del viento del sur; aspiró con gratitud. El ruido inmemorial de Embruddock, las voces de los gansos, llegó hasta ella, mientras las aves se guarecían detrás de una cerca.

—¿Y por qué yo estoy sola? —preguntó a la oscuridad.

Sintió el olor acre del humo mientras corría el cerrojo. Un edificio vecino ardía aún, recordando la locura pública de ese día.

Cuando regresó a la destartalada habitación, Dol estaba sentada, secándose la cara.

—Será mejor que hagas llamar a Ma Escantion, Oyre. El futuro señor de Embruddock está a punto de nacer. Oyre la besó en la mejilla. Las dos mujeres estaban pálidas y con los ojos muy abiertos.

—Volverá pronto. Los hombres son tan… poco dignos de confianza…

Salió rápidamente a llamar a una esclava.

El viento que había golpeado el postigo en casa de Oyre venía de muy lejos, y sólo se extinguiría entre los dientes de caliza de los Quzints. Había nacido en las insondables extensiones del mar que los futuros navegantes llamarían Ardiente. Se movió luego a lo largo del ecuador, hacia el oeste, ganando velocidad y haciéndose más húmedo, hasta que tropezó con la gran barrera del Escudo Oriental de Campannlat, el Nktryhk, donde se dividió en dos vientos.

La corriente aérea del norte rugió en el golfo de Chalce y se agotó al fundir las heladas primaverales de Sibornal. La corriente sur giró en las alturas de Vallgos, primero sobre el mar de Cimitarra y luego sobre la parte norte del mar de las Águilas; sopló, con olor a pescado sobre las tierras bajas entre Keevasien y Ottasol. Aulló sobre un desierto que un día sería el gran país de Borlien, suspiró en Oldorando, moviendo el postigo de Oyre, y siguió adelante, sin detenerse a escuchar los primeros gritos del hijo de Aoz Roon.

Esta cálida corriente de aire traía consigo aves, insectos, esporas, polen y microorganismos. Pasó en unas pocas horas, y fue olvidada casi enseguida; sin embargo, contribuyó a alterar las cosas que habían sido.

Mientras soplaba, llevó algún consuelo a un hombre incómodamente sentado en las ramas de un árbol. El árbol crecía en una isla, en el centro de un torrente que se convertía con rapidez en un afluente del río Takissa. El hombre tenía una pierna lastimada y había tratado de ponerse a salvo trepando trabajosamente al árbol.

Debajo del árbol había un gran phagor macho. Quizás aguardaba para atacar. Al menos permanecía inmóvil, aunque a veces sacudía una oreja. El ave vaquera estaba posada en una rama del árbol, lejos del hombre herido.

El hombre y el phagor habían sido arrojados por el torrente a la costa de la isla. El primero había trepado al único punto seguro que había podido encontrar, herido como estaba. Cuando sopló el viento, se aferró al tronco.

El viento era demasiado caliente para el phagor. Al fin se alejó sin mirar atrás, abriéndose paso entre las rocas que cubrían la mayor parte de la estrecha isla. Después de seguirlo con la mirada, inclinando la cabeza, el ave vaquera abrió las alas y se lanzó en pos de su dueño.

El hombre se dijo a sí mismo: si pudiera cazar y matar esa ave, sería por lo menos una victoria, y valdría la pena comérsela.

Pero Aoz Roon tenía que derrotar al phagor. A través de las hojas del árbol, podía ver la costa, allí donde lo había arrastrado el agua. Sobre el terreno cenagoso había cuatro phagors, cada uno con un ave vaquera posada en el hombro o revoloteando ociosamente alrededor; uno retenía la crin de un kaidaw. Habían estado allí durante horas, casi inmóviles, mirando la isla.

A lo largo de la orilla, a prudente distancia, se movía Cuajo. El mastín gruñía con inquietud, iba de un lado a otro, estudiaba los oscuros remolinos del agua. Dolorido, mordiéndose el barbado labio inferior, Aoz Roon trató de deslizarse a lo largo de la rama y observar la retirada del adversario más próximo. Como no parecía haber lugar adonde ir en la isla, imaginó que el monstruo simplemente describiría un círculo y regresaría; si él hubiese estado en mejores condiciones, habría pensado en prepararle alguna sorpresa desagradable.

Miró el cielo. Freyr estaba desprendiéndose de una barrera de árboles, aparentemente intacto después de la experiencia del día anterior. Batalix navegaba entre las nubes. Aoz Roon tenía ganas de dormir pero no se atrevía. Probablemente al phagor le ocurría lo mismo. No se veía ni oía al monstruo. Sólo el perpetuo gorgoteo del agua que avanzaba hacia el sur. Estaba helada; Aoz Roon lo recordaba perfectamente. La inmersión tendría que haber afectado al enemigo.

Era probable que el phagor le tendiera alguna emboscada. A pesar del dolor, quería bajar del árbol e investigar. Al fin se decidió y esperó unos minutos para recuperarse del todo. Se rascó.

Era difícil moverse. Los miembros se le habían endurecido. Las pieles empapadas le pesaban. El principal problema era la pierna izquierda: hinchada, rígida, dolorida. No obstante, consiguió cambiar de posición y deslizarse por el árbol, hasta que cayó al suelo cuan largo era. Allí quedó tendido, jadeando, incapaz de incorporarse, esperando a que en cualquier momento el phagor saltara sobre él.

Los phagors de la costa lo habían visto y llamaban al otro; pero sus voces, que no tenían la potencia de la voz de los hombres, apenas se oían sobre el ruido del agua. También Cuajo aulló.

Aoz Roon se puso de pie. Junto al espumoso borde del agua, encontró una rama descortezada, que le sirvió de muleta. El miedo, el frío, el malestar, se le arremolinaron dentro como las aguas de una inundación, y casi lo hicieron caer. Sentía el cuerpo a la vez helado e inflamado. Miró desesperado alrededor, rascándose, con la boca abierta, aguardando el ataque. No veía al phagor.—Te las verás conmigo, basura, aunque sea lo último que haga… Todavía soy el señor de Embruddock…

Se movió paso a paso, ocultándose de los phagors que montaban guardia detrás de las rocas amontonadas en el centro de la isla. A la derecha, piedras, hierbas, desechos eran arrastrados por la corriente lisa y traicionera que se encaminaba a una costa distante. La niebla se aliaba con el agua, retorciéndose sobre la superficie marmórea.

Arbustos y árboles más viejos compartían este naufragio, algunos arrancados de raíz por los pedruscos que arrastraba la corriente. Esta zona de desastre natural no medía más de doce metros en la parte más ancha, pero se alargaba como el espinazo de una gran criatura sumergida, y dividía el curso de agua hasta perderse de vista a lo lejos.

Como un oso herido, Aoz Roon se adelantó cojeando y examinó los alrededores ansiosamente, cuidando de mantenerse junto al borde del agua y de dejar todo el espacio posible entre él y un eventual ataque.

Un ciervo, con la cabeza erguida y los ojos llameantes, surgió bruscamente de unos helechos. Aoz Roon se detuvo, sorprendido, mientras el animal se hundía en el agua hasta que sólo le asomó la cabeza rojiza con cuernos de tres puntas. Dio un quejumbroso mugido, entregó el poderoso cuerpo al poder superior de la corriente, y se alejó describiendo un amplio arco. Pareció que no podía llegar a la costa y aún nadaba con bravura cuando desapareció en un banco de niebla.

Más tarde Aoz Roon vio otra vez al ave vaquera, y tropezó con un árbol caído.

El ave lo miraba con unos lapidarios ojos de reptil desde el techo de piedra y turba de una cabaña. Los muros de la cabaña eran de piedra; y helechos, piedrecillas amontonadas, arbustos caídos le daban un aspecto de cosa natural. Aoz Roon dio un rodeo abriéndose paso hasta el frente del refugio, pensando que el phagor tenía que estar dentro.

El terreno se hundía y el agua se arremolinaba a unos pocos pasos de la puerta. La isla estaba cortada. Continuaba unos metros más adelante, como una pequeña barca que transportase una insensata carga de rocas. Las dos partes estaban separadas por una corriente poco profunda. El hombre-oso podía vadearla y encontrar un sitio más seguro. El phagor, por el odio al agua que caracterizaba a la especie, nunca lo seguiría.

El frío de la corriente le mordió los huesos como dientes de cocodrilo. Gimiendo y tropezando, llegó a la otra margen. Cayó. Quedó tendido boca abajo, entre las piedras, torciendo la cabeza para mirar la cabaña. El enemigo tenía que estar dentro, enfermo, herido como él.

Se incorporó y continuó recorriendo la isla, mirando confusamente alrededor; en cierto momento sacó el cuchillo para cortar dos estacas. Las puso bajo el brazo y volvió a cruzar la corriente cruel, con ayuda de la muleta. Tenía la mirada clavada en la puerta de la cabaña.

Mientras se acercaba, hubo un movimiento por encima de él. El ave vaquera se precipitó desde el aire y le desgarró la sien con el pico puntiagudo. Aoz Roon dejó caer las estacas y la muleta, y preparó el cuchillo. Cuando el ave arremetió por segunda vez, se lo clavó en el pecho. El animal aterrizó torpemente en un tronco, perdiendo unas plumas manchadas de sangre roja.

Aoz Roon avanzó trastabillando y acomodó las dos estacas, una debajo del cerrojo, otra bajo el gozne superior de la puerta. Casi enseguida la puerta empezó a sacudirse. Martillando, aullando, el phagor intentaba salir. Las estacas no cedieron.

Aoz Roon recogió la muleta. Mientras se disponía a retirarse del islote, vio al ave. Saltaba de un pie a otro y tenía sangre en el pecho. Alzó la muleta y la descargó sobre el ave.

Sosteniendo la muleta debajo del brazo, cojeó vadeando el agua helada por tercera vez.

En la margen opuesta se sentó para frotarse las piernas entumecidas. Maldijo el dolor que sentía en los huesos. El martilleo continuaba en la puerta de la cabaña. Tarde o temprano, una de las estacas dejaría de apuntalar la puerta; por el momento el phagor estaba fuera de combate y el señor de Embruddock había triunfado.

Arrastrando el ave vaquera, Aoz Roon reptó hacia dos troncos que se inclinaban uno contra otro. Juntó unas piedras alrededor para protegerse. La debilidad lo invadía en oleadas. Se durmió con la cara apoyada sobre las plumas aún calientes del ave.

El frío y el entumecimiento lo despertaron. Freyr estaba muy bajo en el cielo del oeste, hundiéndose en una niebla dorada. Aoz Roon salió del nicho y observó la costa del río: los phagors aún estaban allí. Detrás de ellos el terreno se elevaba: reconoció el sitio donde había caído Eline Tal. Más atrás se veía, borrosamente, el centinela mayor. No había señales de Cuajo.

La pierna le dolía menos. Retrocedió y salió del agujero, arrastrando el pájaro muerto, y se puso de pie.

El phagor estaba a pocos metros, del otro lado del torrente. La cabaña tenía la puerta intacta. El techo estaba roto, y las piedras habían rodado a los lados. Por ahí había escapado la bestia.

Resoplando, el phagor volvió la cabeza a un lado y luego al otro, y por un instante, en un movimiento enigmático, los cuernos reflejaron la luz del sol. Era un triste ejemplar, con la piel apelmazada por la reciente inmersión en el río.

Arrojó una tosca lanza cuando Aoz Roon se le apareció delante. Aoz Roon estaba demasiado rígido y sorprendido para agacharse, pero el proyectil llegó muy desviado. Vio que era una de las estacas que había apoyado contra la puerta. El pésimo disparo significaba quizás que el phagor tenía el brazo herido.

Aoz Roon mostró el puño. Pronto sería de noche, sólo durante un rato. Algún instinto lo empujó a encender un fuego. Se puso a trabajar, dando gracias a Wutra pues se encontraba mejor, aunque también, a la vez, se sentía misteriosamente enfermo. Quizás fuera hambre, se dijo; pero podría comer una vez que encendiese una hoguera. Después de reunir unas ramitas y madera podrida, y de ponerlas en un sitio abrigado entre piedras, empezó a trabajar como un buen cazador, haciendo girar un palito entre las manos. La hierba seca ardió. Sucedió el milagro, y brotó una llama. Las duras líneas del rostro de Aoz Roon se distendieron levemente mientras contemplaba el fulgor que crecía entre sus manos. El phagor lo miraba desde lejos, inmóvil.

—Te calientaz, Hijo de Freyr —dijo.

Aoz Roon alzó la vista y vio sólo el contorno de su adversario, recortado contra el oro del cielo occidental.

—Me caliento, y además asaré y me comeré tu ave vaquera, peludo.

—Dame una parte de mi ave vaquera.

—Las aguas bajarán dentro de uno o dos días. Entonces los dos podremos irnos a casa. Por ahora, quédate donde estás.

La voz del phagor era ronca. Dijo algo que Aoz Roon no logró comprender. En cuclillas junto al fuego, miró a través del agua oscura. La silueta del phagor se fundía ahora con los árboles y colinas, negros contra el ocaso. Aoz Roon se rascó por debajo de las pieles, moviéndose de un lado a otro.

—Hijo de Freyr, estáz enfermo y moriráz durante la noche. —El phagor tenía dificultades para pronunciar las sibilantes, que emitía como pesadas zetas.

—¿Enfermo? Zi, estoy enfermo, pero todavía soy el señor de Embruddock, basura.

Aoz Roon llamó a Cuajo, pero no hubo respuesta. La noche era demasiado oscura y no se podía ver si el grupo de phagors continuaba vigilando junto al agua. El mundo entero se hundía en la noche, convirtiéndose en unos pocos reflejos sombríos.

Temeroso, sintiéndose débil, creyó ver que el phagor se agachaba, como si intentara saltar al torrente.

—Te quedas en tu mundo —dijo—. Y yo en el mío.

El mero hecho de articular las palabras lo fatigó. Sostuvo las manos ante los ojos, jadeando como hacía Cuajo al cabo de un día de caza. El phagor no respondió durante largo rato, como si tratara de asimilar la observación del hombre y finalmente decidiera descartarla. Lo hizo sin un gesto, diciendo: —Vivimoz y morimoz en el mizmo, el mizmo mundo. Por ezo debemoz pelear.

Las palabras llegaron a Aoz Roon por encima del agua. No pudo entenderlas. Sólo recordó que había gritado a Shay Tal que sólo sobrevivían gracias a la unión. Ahora estaba confuso. Era típico de ella no estar cerca cuando él la necesitaba.

Volviéndose hacia el fuego, cayó de rodillas, amontonó nuevas ramas, e inició la sangrienta tarea de cortar el ave. Le retorció una pata, la arrancó con los nervios colgando, y la atravesó con una rama fina. Se disponía a ponerla sobre el fuego cuando advirtió que la agonía de la erupción de la piel se le repetía en los huesos; el esqueleto le ardía en llamas. Sintió que desfallecía. La idea de comer le repugnaba ahora.

Se puso de pie, tambaleándose, pisó el fuego, avanzó hacia el agua, gritando en círculos, sosteniendo en alto el ensangrentado muslo de ave. El ruido del agua era violento. Le pareció que el río se detenía, que la isla era una barca bogando velozmente sobre la superficie de un lago; él no podía dominarla, y el lago desapareció para siempre en una gran caverna oscura.

La boca de la caverna se cerró y lo devoró.

—Tienez la fiebre de los huezoz —dijo el phagor. Se llamaba Yhamm-Whrrmar. No era un guerrero. El y sus compañeros habitaban en el bosque y se alimentaban de hongos. Los kaidaws que llevaban eran robados. Cuando aparecieron los dos Hijos de Freyr, se limitaron a hacer lo que se esperaba de ellos, con el resultado de que ahora Yhamm-Whrrmar estaba en dificultades.

Los comedores de hongos habían sido empujados hacia el oeste por una combinación de factores. Intentaban ir en la dirección opuesta, siguiendo las octavas de aire favorables, cuando encontraron a otros phagors del bosque, humildes como ellos, que les hablaron de una gran cruzada que avanzaba y lo destruía todo. Aunque alarmados, los comedores de hongos continuaron buscando terrenos más fríos, pero los desvió un largo valle donde las octavas de aire se confundían. Llegaron las inundaciones. Tuvieron que retroceder. Sentían en el eddre el agobio de la crueldad y la confusión.

Yhamm-Whrrmar estaba inmóvil junto a la corriente de agua, esperando la muerte de ese maligno ser seminal, Freyr. Cuando Freyr desaparecía en la oscuridad, él se sentía aliviado. La noche era bienvenida. El phagor se quitó el hielo y empezó a frotarse el brazo herido.

A cierta distancia, el enemigo estaba caído de bruces entre las piedras. No habría más problemas por ese lado. Después de todo, aunque eran unos aborrecibles parásitos, había que compadecer a los Hijos de Freyr. Todos terminaban por ponerse enfermos en presencia de la raza ancipital. Era lo justo. Yhamm-Whrrmar permaneció inmóvil, dejando pasar las horas.

—Eztaz enfermo y moriraz —dijo. Pero también él se sentía mal. Se rascó el cuello con la mano del brazo sano y examinó la gran zona oscura donde estaban. La negrura se desvanecía. Ya en algún punto del este se insinuaba Batalix, el buen soldado, Batalix, el padre de la raza de dos filos. Yhamm-Whrrmar se retiró a la cabaña sin techo y se echó; cerró los ojos magenta; durmió tranquilo y sin sueños.

Un brillo que venía del este apareció sobre las vastas zonas inundadas, como una promesa del alba de Batalix. Batalix saldría muchas veces antes de que la inundación se retirara, porque la alimentaban los enormes caudales de agua del remoto Nktryhk. Con el tiempo las aguas se labrarían un curso regular. Más tarde los desplazamientos del suelo desviarían el río. En ese período —para el que faltaban muchos siglos— Freyr alcanzaría su máxima gloria, y esa zona abrasada sería parte del Desierto de Madura, ocupado por naciones que aún eran parte de un invisible futuro. Mientras el hombre y el phagor dormían, ninguno de ellos podía saber que la corriente de agua pasaría junto a esa isla minúscula durante muchas generaciones. La inundación era temporal, sí; pero duraría otros doscientos años de Batalix.