V - DOBLE OCASO

Nahkri y Klils estaban en una de las habitaciones de la torre de hierba. Se suponía que seleccionaban pieles. Pero en cambio miraban por la ventana, sacudiendo la cabeza.

—No lo puedo creer —dijo Nahkri.

—Tampoco yo —dijo Klils—. Y no lo creo. —Rió hasta que su hermano le dio una palmada en la espalda.

Miraban a una persona alta y anciana que corría alocadamente por la costa del Voral. Las torres vecinas la ocultaron, y luego reapareció, moviendo los flacos brazos y piernas. Se detuvo un momento, recogió un puñado de barro y se cubrió la cara y la cabeza con él, y siguió trotando y tambaleándose.

—Ha perdido el juicio —dijo Nahkri, alisándose con satisfacción las patillas.

—Peor que eso, si me lo preguntas. Está loca, loca de remate.

Detrás de la figura que corría había otra más serena: un muchacho próximo a la edad adulta. Laintal Ay seguía a su abuela para que no le ocurriera nada malo. Ella corría adelante, gritando. Él la seguía, silencioso, preocupado, atento.

Nahkri y Klils movieron un rato las cabezas y luego las juntaron.

—No comprendo por qué Loil Bry se conduce así —dijo Klils—. ¿Recuerdas lo que decía nuestro padre?

—No.

—Decía que Loil Bry sólo pretendía amar a tío Yuli. Pero que no lo amaba en realidad.

—Ah, recuerdo. Entonces, ¿por qué sigue simulando ahora que él ha muerto? No le encuentro sentido.

—Ha de tener algún plan. Con todo lo que sabe… Es una treta.

Nahkri se acercó a la puerta trampa. Las mujeres trabajaban abajo. La cerró de un puntapié y se volvió hacia el hermano menor.

—Lo que haga Loil Bry no tiene importancia. Nadie comprende a las mujeres. Lo que importa es que tío Yuli ha muerto y que ahora tú y yo vamos a gobernar Embruddock.

Klils parecía asustado.

—¿Y Loilanun? ¿Y Laintal Ay?

—Todavía es un chico.

—Por poco tiempo. En dos cuartos más tendrá siete años y será un cazador.

—Durante bastante tiempo. Es nuestra oportunidad. Somos fuertes… Al menos, yo lo soy. La gente nos aceptará. No querrán que un muchacho los gobierne, y desdeñan en secreto al abuelo, que se pasó la vida con esa loca. Tenernos que pensar algo para decírselo a todos, algo que prometer. Los tiempos están cambiando.

—Di eso, Nahkri. Que los tiempos están cambiando.

—Necesitamos el apoyo de los maestros de las corporaciones. Iré ya mismo a hablar con ellos. Es mejor que no vengas… Me consta que para el consejo sólo eres un tonto y un enredador. Y luego hablaremos con algunos de los cazadores principales, como Aoz Roon y otros, y todo saldrá bien.

—Pero, ¿y Laintal Ay?

Nahkri dio un golpecito a su hermano.

—No lo repitas más. Si crea problemas, nos lo quitaremos de encima.

Nahkri convocó una reunión esa tarde, a la hora en que el primer centinela abandonaba el cielo y Freyr avanzaba hacia un ocaso monocromático. La partida de caza y la mayoría de los tramperos ya habían regresado. Ordenó que se cerraran las puertas.

Cuando la gente se reunió en la plaza, Nahkri apareció en la base de la gran torre. Se había puesto sobre las pieles de ciervo un estammel, una gruesa prenda de lana amarilla y roja, sin mangas, para tener aire más digno. Era de estatura mediana y gruesas piernas, rostro chato, orejas grandes. En un gesto característico, echaba hacia adelante la mandíbula inferior, lo que le daba un aspecto grave y amenazador.

Habló seriamente a la muchedumbre; recordó las grandes cualidades del antiguo triunvirato, de Wall Ein, de su padre Dresyl y de su tío Yuli. Ellos combinaban el valor y la sabiduría. Ahora la tribu estaba unida, y la sabiduría y el valor eran cualidades comunes. El seguiría la tradición, pero poniendo nuevo énfasis en la nueva época. Él y su hermano gobernarían, con el consejo, y escucharían siempre lo que cualquier hombre dijese.

Recordó a todos que las incursiones de los phagors eran una amenaza continua, y que los mercaderes de sal del Quzint habían hablado de guerras religiosas en Pannoval. Se necesitaba un mayor esfuerzo. Todo el mundo tenía que trabajar más. Las mujeres tenían que trabajar

más.

Una voz de mujer interrumpió: —¡Baja de esa plataforma y trabaja un poco tú también!

Nahkri se sintió perdido. Miró boquiabierto a la muchedumbre, incapaz de dar una respuesta.

Loilanun hablaba desde la muchedumbre. Laintal Ay estaba junto a ella, mirando el suelo, temblando de miedo y furia.

—No tienes derecho a estar ahí, y el ebrio de tu hermano tampoco —dijo Loilanun—. Soy descendiente de Yuli. Soy su hija. Aquí está mi hijo, Laintal Ay, a quien todos conocéis, que será un hombre dentro de dos cuartos. Tengo tanto conocimiento y sabiduría como un hombre; aprendí de mis padres. Mantened el triunvirato, como vuestro padre, Dresyl, a quien todos respetaban,

deseaba que hicierais. Exijo gobernar con vosotros. Las mujeres han de tener voz. Amo a vuestra familia. Hablad por mí, todos, haced que se reconozcan mis derechos. Y cuando Laintal Ay llegue a la edad adecuada, gobernará en mi lugar. Yo lo prepararé como es debido.

Sintiendo que le ardían las mejillas, Laintal Ay miró sin alzar el rostro. Oyre lo observaba con simpatía y le hizo una señal.

Varias mujeres y unos pocos hombres empezaron a dar gritos, pero Nahkri ya se había recuperado. Gritó más fuerte.

—Nadie será gobernado por una mujer si puedo evitarlo. ¿Quién ha oído hablar de semejante cosa? Loilanun, tienes la cabeza tan floja como tu madre, si dices eso. Todos sabemos que has sido desgraciada por la muerte de tu hombre, y todos lo lamentamos; pero lo que has dicho es un disparate.

La gente se volvió y miró la cara desgastada y arrebatada de Loilanun. Ella también los miró, sin parpadear y dijo: —Los tiempos están cambiando, Nahkri. Tan necesario es el cerebro como los músculos. Y con toda honestidad, muchos de nosotros no confiamos en ti ni en el necio de tu hermano.

Se oyeron unos murmullos en favor de Loilanun, pero un cazador, Faralin Ferd, dijo rudamente: —Sólo es una mujer. A mí no me gobernará. Preferiría soportar a esos dos bribones.

Hubo muchas risas sinceras, y Nahkri triunfó mientras la multitud aplaudía. Loilanun se abrió paso y se fue a llorar en alguna parte. Laintal Ay la siguió de mala gana. La compadecía y la admiraba; y también pensaba que era absurdo que una mujer gobernara Oldorando. Nadie había oído nunca una cosa así, como había dicho Nahkri.

Se detuvo un momento al borde de la muchedumbre, y una mujer llamada Shay Tal se le acercó y le agarró la manga. Era una joven amiga de la madre, de rostro hermoso y mirada penetrante, como de halcón. Él la conocía como una mujer simpática y rara que ocasionalmente visitaba a la abuela y le traía pan.—Iré contigo a consolar a tu madre, si no te molesta — le dijo Shay Tal—. Te ha avergonzado, lo sé; pero cuando la gente habla sinceramente, muchas veces nos confunde. Admiro a tu madre, como admiré siempre a tus abuelos.

—Sí, es valiente. Pero la gente se ha reído.

Shay Tal lo miró inquisitivamente.

—La gente se ha reído, sí. Sin embargo, muchos de los que reían la admiran también. Están asustados. La mayor parte de la gente está siempre asustada. Recuérdalo. Tenemos que ayudarlos a que cambien.

Laintal Ay, bruscamente exaltado, sonrió al severo rostro de Shay Tal, y se alejó con ella.

La suerte favoreció a Nahkri y a Klils. Esa noche, un furioso viento sopló desde el sur, chillando continuamente entre las torres, casi como el Silbador de Horas. Al día siguiente, los pescadores hablaron de enormes cantidades de peces en el río. Las mujeres fueron a recoger la pesca en cestos. Esta abundancia inesperada fue interpretada como una señal. Salaron gran parte del pescado, pero quedó suficiente para que esa noche celebraran una fiesta en que se bebió vino de cebada y se festejó el acceso al gobierno de Nahkri y Klils.

Pero Klils no tenía buen sentido ni Nahkri sabiduría. Y, lo que era peor, ninguno de los dos se preocupaba mucho por los demás. En la caza no eran mejores que el promedio. Solían disputar entre ambos acerca de lo que había que hacer. Y como tenían, aunque de modo oscuro, conciencia de estos defectos, bebían demasiado y disputaban todavía más.

Sin embargo, la suerte no los abandonaba. La temperatura continuó mejorando; los ciervos eran más abundantes, y no hubo enfermedades. Cesaron las incursiones de los phagors, aunque de vez en cuando los monstruos eran vistos a pocos kilómetros de distancia.

Una fructífera monotonía acompañaba la vida de Oldorando.

El gobierno de los hermanos no agradaba a todo el mundo. No agradaba a algunos cazadores ni a algunas mujeres, ni agradaba a Laintal Ay.

Entre los cazadores había un grupo joven y rudo que se mantenía siempre unido y se resistía a Nahkri, que intentaba deshacerse de ellos. El líder era Aoz Roon Den, ahora en la flor de la madurez: un hombre corpulento, de expresión sincera, capaz de correr con sus piernas más que un cerdo con cuatro. La figura era característica: vestía una piel de oso negro, y era fácil reconocerlo a la distancia.

Había luchado contra ese oso, y lo había matado. Orgulloso de la hazaña, había llevado el animal desde las colinas a la aldea sin ayuda, arrojándolo luego ante sus admirados amigos a la entrada de la torre donde vivían. Después de un festejo con rathel, había llamado al maestro Datnil Skar para desollar el animal.

También había habido algo distinto en el modo en que Aoz Roon había llegado a esa torre. Descendía de un tío de Wall Ein que era Señor de los Brassimipos. Los Brassimipos eran a la vez una región, y un vegetal muy importante para la economía local, puesto que lo comían las cerdas, con cuya leche se elaboraba el rathel. Pero Aoz Roon encontró tiránica la vida en familia, se rebeló muy temprano, y se estableció en una torre alejada, junto con otros despiertos jóvenes de su edad: el alegre Eline Tal, el sensual Faralin Ferd, el firme Tanth Ein. Brindaban por la estupidez de Nahkri y de su hermano. Se decía por lo general de estas reuniones que eran «diferentes». Aoz Roon se distinguía también por otras cosas. Era notorio por su valor en una sociedad donde el valor se consideraba moneda corriente. Durante las danzas tribales, podía dar un salto mortal en el aire sin tocar el suelo. Y creía firmemente en la unidad de la tribu.

La hija natural, Oyre, no impedía que las mujeres también lo admiraran. Aoz Roon había sorprendido la mirada de Shay Tal, la amiga de Loilanun, y respondió cálidamente a la peculiar belleza de la joven; pero no quería entregarse a nadie. Preveía que en algún momento Nahkri y Klils tendrían problemas, y que caerían antes de resolverlos. Como creía saber lo que era conveniente para la tribu, deseaba conquistar el liderazgo, y no podía dejar que ninguna mujer gobernara sobre él.

Para ese fin, Aoz Roon cuidaba de sus buenos amigos, y también prestaba atención a Laintal Ay, a quien invitó a cazar cuando el niño llegó a la edad de la caza.

Durante una cacería de ciervos al sudoeste de Oldorando, él y Laintal Ay quedaron separados de los demás por una zona inundada. Tuvieron que dar un rodeo por terrenos difíciles, donde abundaban los grandes cilindros de los rajabarales. Encontraron una partida de mercaderes que dormían en torno de una hoguera de hierba, aletargados por la bebida. Aoz Roon despachó a dos sin que los demás se despertaran. Luego él y Laintal Ay se alejaron y regresaron gritando a la carrera, enmascarados con calaveras de animales. Los otros ocho mercaderes se rindieron, doblegados por un supersticioso temor. La historia se contó en Oldorando como una gran broma durante muchos años.

Los mercaderes comerciaban con armas, pieles, grano y cualquier otra cosa. Venían de Borlien, cuyos habitantes eran cobardes por tradición y habían recorrido desde los mares del sur hasta los Quzints en el norte. Eran, la mayoría, conocidos en Oldorando como estafadores y embaucadores. Aoz Roon y Laintal Ay los llevaron a Oldorando como esclavos y distribuyeron las mercaderías entre la gente. Aoz Roon se reservó como esclavo personal a un joven, apenas mayor que Laintal Ay, llamado Calary.

Este episodio acrecentó el prestigio de Aoz Roon. Pronto estuvo en condiciones de desafiar a Nahkri y a Klils. Pero siguiendo una inclinación natural, en lugar de precipitarse, continuó acompañando a sus amigos.

En las corporaciones había inquietud. Un joven llamado Dathka intentaba abandonar la corporación de los trabajadores del metal, negándose a cumplir el largo término de los aprendices. Fue conducido ante los hermanos, que no consiguieron persuadirlo. Dathka desapareció de todas partes durante dos días. Una mujer informó que estaba atado y tendido en una celda poco utilizada, con el rostro lastimado.

Ante esto, Aoz Roon visitó a Nahkri y le pidió que permitiera a Dathka unirse a los cazadores. —Cazar no es una actividad fácil —dijo—. Todavía abunda la caza, pero con esta extraña temperatura de los últimos años, los territorios de caza han cambiado. Como sabes, se nos exige mucho. Deja entonces que Dathka se una a nosotros, si lo desea. ¿Por qué no? Si no sirve, lo expulsaremos y volveremos a discutirlo. Tiene más o menos la edad de Laintal Ay, y puede trabajar con él.

Había poca luz donde estaba Nahkri, vigilando a los esclavos que ordeñaban las cerdas del rathel. El techo era bajo, y Nahkri estaba algo encorvado. Pareció encorvarse aún más ante el desafío de Aoz Roon.

—Dathka debe obedecer la ley —dijo Nahkri, ofendido también por la innecesaria referencia de Aoz Roon a Laintal Ay.

—Permítele cazar y obedecerá la ley. Se ganará el sustento antes de que se le curen las marcas de tus golpes.

Nahkri escupió.

—No tiene experiencia como cazador. Es un artesano. Hay que conocer el trabajo. —Nahkri temía que se difundiesen los secretos de la corporación; las artesanías de cada corporación eran guardadas celosamente, y reforzaban el poder de los gobernantes.

—Si no quiere trabajar, deja que intente nuestra dura vida y ya veremos —insistió Aoz Roon.

—Es un hombre huraño y silencioso.

—El silencio es una ayuda en las llanuras abiertas.

Finalmente, Nahkri dejó a Dathka en libertad. Dathka empezó a ayudar a Laintal Ay, como había dicho Aoz Roon. Muy pronto fue un buen cazador, y disfrutaba del nuevo trabajo.

A pesar de los largos silencios de Dathka, Laintal Ay lo aceptó corno un hermano. Tenían casi la misma altura, y menos de un año de diferencia de edad. El rostro de Laintal Ay era ancho y alegre; el de Dathka largo, y vuelto siempre hacia el suelo. Se hizo legendaria la eficiencia de esta pareja en la caza.

Como estaban mucho tiempo juntos, las ancianas decían que un día encontrarían el mismo destino, tal como se había dicho de Dresyl y Pequeño Yuli. Y, también como entonces, que tendrían destinos muy diferentes. En los primeros años, daban simplemente la impresión de parecerse; y Dathka llegó a destacarse tanto que el vanidoso Nahkri se enorgulleció de él, lo amparó, y a veces hablaba de su propia clarividencia al sacarlo de la corporación. Dathka guardaba silencio y miraba el suelo cuando pasaba Nahkri, sin olvidar jamás quién lo había golpeado.

Loil Bry no era la misma después de la muerte de su hombre. Antes había permanecido siempre en su habitación perfumada; ahora, vieja y vulnerable, prefería vagar por la verde espesura que brotaba en torno de Oldorando, hablando o cantando a solas. Muchos temían por ella; pero nadie se atrevía a acercársele, excepto Laintal Ay y Shay Tal.

Un día fue atacada por un oso al que las avalanchas habían obligado a bajar de la montaña. Mientras se arrastraba, herida, unos perros salvajes se le echaron encima y la mataron y devoraron a medias. Las mujeres encontraron los restos mutilados del cuerpo, y los llevaron llorando al poblado.

La extravagante Loil Bry fue enterrada del modo tradicional. Muchas mujeres la lloraron; habían respetado el alejamiento de esa mujer, nacida en el tiempo de las nieves, que había conseguido vivir entre ellas y sin embargo totalmente apartada. Había en ese alejamiento una especie de inspiración: era como si ellas, incapaces de sostener por sí mismas esa inspiración, la hubieran vivido por intermedio de Loil Bry.

Todo el mundo reconocía los conocimientos de Loil Bry. Nahkri y Klils acudieron a homenajear a la anciana tía, aunque no se molestaron en ordenar al padre Bondorlonganon que supervisara el entierro. Permanecieron en el borde de la multitud doliente, susurrando. Shay Tal y Laintal Ay fueron a consolar a Loilanun, que no habló ni lloró mientras bajaban a su madre al suelo mojado.

Más tarde, mientras se alejaban, Shay Tal oyó que Klils decía: —Después de todo, hermano, era sólo una mujer más…

Shay Tal enrojeció, trastabilló, y hubiera caído si Laintal Ay no la hubiese tomado por la cintura. Se marchó directamente a la habitación ventilada donde vivía con su madre, y allí se quedó con la frente apoyada en la pared.

Tenía buena figura, pero no lo que se llamaba una figura maternal. Como méritos externos lucía un abundante pelo negro, rasgos delicados y un aire orgulloso. Ese porte atraía a algunos hombres, pero repelía a muchos otros. Shay Tal había rechazado las insinuaciones del vivaz Eline Tal. Eso había ocurrido suficiente tiempo atrás como para que ella advirtiera la carencia de otros posibles festejantes, con excepción de Aoz Roon. Pero tampoco él se doblegaría.

Y mientras estaba en su habitación, apoyada contra la pared húmeda donde crecían las flores esqueléticas de los líquenes grises, decidió que la independencia de Loil Bry sería su ejemplo. No sería sólo una mujer más, dijeran lo que dijeran de ella sobre su tumba.

Todas las mañanas, al alba, las mujeres se reunían en la llamada casa de las mujeres. Era una especie de fábrica. Con la primera luz, figuras embozadas en pieles y algún abrigo adicional emergían de las ruinosas torres y se deslizaban hacía el lugar de trabajo.

La niebla saturaba ese momento, cortada en bloques translúcidos por las torres, atravesada por aves blancas. Las piedras estaban húmedas, y bajo los pies rezumaba el fango. La casa de las mujeres se alzaba en un extremo de la calle principal, cerca de la gran torre. Detrás de ella, a cierta distancia, corría el Voral junto al desgastado muelle de piedra. Cuando las mujeres iban a trabajar, los gansos, las aves de corral de Embruddock, se precipitaban gritando a recibir el alimento que traían las mujeres. Dentro de la casa, una vez que se cerraba la pesada y crujiente puerta, se cumplían las eternas tareas de las mujeres: moler el grano para obtener harina, cocer, asar, coser ropas y botas, y curtir pieles. El curtido era particularmente difícil y lo supervisaba un hombre, Datnil Skar, maestro de la corporación de curtidores. El proceso requería sal, y tradicionalmente los curtidores se ocupaban de todo lo que concernía a la sal. Y también era preciso cubrir las pieles con excremento de ganso, tarea que se consideraba denigrante para los hombres. Los chismes alegraban el trabajo, mientras las madres y las hijas discutían los defectos de los hombres y los vecinos.

Loilanun trabajaba ahora allí con las demás mujeres. Había adelgazado mucho y tenía en la cara un color amarillento. El odio contra Nahkri y Klils le devoraba a tal punto las entrañas que apenas hablaba, incluso con Laintal Ay, quien ahora decidía libremente sobre su propio camino. Loilanum sólo era amiga de Shay Tal. Shay Tal tenía un poco de hada, y un modo de pensar muy ajeno a la torpe sumisión que caracterizaba a las mujeres de Embruddock.

Una fría madrugada, Shay Tal acababa de dejar la cama cuando oyó golpes abajo, en la puerta. La niebla había penetrado en la torre, ocupando la habitación donde dormía con la madre. Estaba poniéndose las botas en esa perlada penumbra cuando llamaron otra vez. Loilanun abrió la puerta, entró en el establo y subió hasta la habitación de Shay Tal. Los cerdos de la familia gruñeron en la oscuridad mientras Loilanun subía a tientas los crujientes escalones, Shay Tal la recibió cuando entró en la habitación, y le tomó la mano helada. Hizo un gesto de silencio, indicando el ángulo más oscuro, donde dormía la madre. El padre había salido con los otros cazadores. En el confinamiento de esa habitación que olía a estiércol no se veía otra cosa que contornos grises, pero Shay Tal advirtió algo extraño en Loilanun y en su figura encorvada. La visita intempestiva anunciaba dificultades.

—¿Estás enferma, Loilanun?

—Fatigada, sólo fatigada. Shay Tal: esta noche he hablado con el corusco de mi madre.

—¡Has hablado con Loil Bry! De modo que ya está allí… ¿Qué te ha dicho?

—Están todos allí, ahora mismo, miles de ellos, debajo de nuestros pies, esperándonos… Me asusta pensar en ellos. —Loilanun se estremeció. Shay Tal rodeó con el brazo a la mujer mayor y la llevó hasta la cama, donde ambas se sentaron juntas. Afuera chillaban los gansos. Las dos mujeres se miraron, buscando consuelo.

—No es la primera vez que estoy en pauk desde que murió —dijo Loilanun—. No pude encontrarla antes: sólo había un vacío donde tenía que estar. Yo sólo podía arañar el vacío… El fessupo de mi abuela gemía pidiendo atención. Es todo tan triste allí…

—¿Dónde está Laintal Ay?

—Oh, ha salido a cazar —dijo, y volvió en seguida a su tema—. Hay tantos, a la deriva, y no parece que se hablen. ¿Por qué se odiarán los muertos, Shay Tal? Nosotras no nos odiamos, ¿verdad?

—Estás muy alterada. Ven, vamos a trabajar y a comer algo.

En la filtrada luz gris, Loilanun se parecía a su madre.

—Quizá no tengan nada que decirse —prosiguió Loilanun—. Pero están tan ansiosos de hablar con los vivos… Así estaba mi pobre madre.

Se echó a llorar. Shay Tal la abrazó, mirando atrás para ver si su madre despertaba.

—Tenemos que salir, Loilanun. Llegaremos tarde.

—Mi madre estaba tan cambiada… Era tan diferente, pobre sombra. Toda aquella dignidad de antes ha desaparecido. Ha comenzado a… encorvarse. Oh, Shay Tal, me da miedo pensar cómo será vivir allí para siempre…

Pronunció la última frase en voz alta. La madre de Shay Tal se volvió y gruñó. Los cerdos, abajo, gruñeron. Sopló el Silbador de Horas. Era tiempo de ir a trabajar. Tomadas del brazo, bajaron las escaleras. Shay Tal llamó suavemente a los cerdos por su nombre, para tranquilizarlos. El aire estaba helado cuando empujaron la puerta y la cerraron, sintiendo que la escarcha de los paneles se quebraba bajo los dedos. A través del lodo y los grises de la mañana otras figuras se encaminaban hacia la casa de las mujeres; las mantas que sostenían sobre los hombros les ocultaban los brazos.

Mientras se movían entre las formas anónimas, Loilanun dijo a su compañera: —El corusco de Loil Bry me habló del largo amor que la unió a mi padre. Dijo muchas cosas acerca de los hombres y las mujeres que no pude comprender. Y dijo cosas crueles acerca de mi hombre.

—¿Nunca has hablado con él?

Loilanun eludió la respuesta.

—Mi madre apenas me dejaba hablar. ¿Por qué los muertos son tan sentimentales? ¿No es terrible? Ella me odia. Lo ha perdido todo, excepto la emoción. Es como una enfermedad. Dijo que un hombre y una mujer juntos son una sola persona. No comprendo. Le dije que no comprendía. Tuve que pedirle que se callara.

—¿Pediste al corusco de tu madre que se callara?

—No te asombre tanto. Y mi hombre solía pegarme. Yo le tenía miedo…

Jadeaba y perdía la voz. Ambas entraron agradecidas en el calor de la casa. El pozo de la curtiduría humeaba. En unos nichos ardían unas gruesas velas de grasa de ganso, con un sonido restallante, como si alguien estuviese depilando un cuero. Había allí unas veinte mujeres que bostezaban y se rascaban.

Shay Tal y Loilanun comieron trozos de pan, y bebieron rathel antes de acercarse a uno de los morteros. La mujer mayor, cuyo rostro se veía mejor ahora, tenía muy mal aspecto: grandes ojeras azules y el pelo enmarañado.

—¿El corusco te dijo algo útil? ¿Algo que pueda ayudar? ¿Habló de Laintal Ay?

—Me dijo que tenemos que acumular conocimientos. Que tenemos que respetar el conocimiento. Se burló de mí. —Con la boca llena de pan, agregó:—Dijo que el conocimiento era más importante que la comida. Que era, en verdad, comida. Probablemente estaba confusa… Poco acostumbrada a estar allí. Es difícil comprender lo que dicen…

Cuando apareció el supervisor, se volvieron a trabajar con el grano.

Shay Tal miró de lado a su amiga: la luz cenicienta de la ventana del este le llenaba los huecos del rostro.

—El conocimiento no puede ser comida. Por más que supiéramos, tendríamos que moler el grano.

—Cuando mi madre vivía, me mostró el dibujo de una máquina que funcionaba con el viento. Molía el grano sin que las mujeres movieran un dedo, me dijo. El viento hacía el trabajo de las mujeres.

—A los hombres no les gustaría —le dijo Shay Tal, riendo.

A pesar de que Shay Tal era una mujer prudente, la resolución que había tomado se hizo más firme: llegó a ser la mujer que más desafiaba lo que otras aceptaban sin reflexión.

Se ocupaba de cocer el pan. Se amasaba la harina con grasa y sal, y luego se cocía al vapor sobre conductos de agua caliente en rápido movimiento. Cuando los panecillos dorados estaban listos, se dejaban enfriar y una muchacha delgada llamada Vry los repartía entre todos los pobladores de Oldorando. Shay Tal era la encargada de este proceso; sus panes tenían fama de saber mejor que los de ninguna otra cocinera.

Pero Shay Tal veía muchas perspectivas misteriosas más allá de los panecillos. La rutina no la atraía y se hizo cada vez más reservada. Cuando Loilanun cayó víctima de una enfermedad consuntiva, Shay Tal la llevó a su casa, junto con Laintal Ay, a pesar de las protestas del padre, y cuidó pacientemente a la mujer mayor. Hablaban durante horas. A veces, Laintal Ay escuchaba; pero muchas otras veces se aburría y salía.

Shay Tal empezó a comunicar sus ideas a las demás mujeres; hablaba en particular con Vry, más maleable por su juventud. Decía que así como el hombre prefiere la verdad a la mentira, así la luz es más necesaria que la oscuridad. Las mujeres escuchaban, y murmuraban incómodas.

No sólo las mujeres. Vestida con pieles oscuras, Shay Tal tenía una majestad que los hombres percibían, Laintal Ay entre otros. Al orgulloso porte unía la orgullosa conversación. Ambas cosas atraían a Aoz Roon. Escuchaba y discutía. Shay Tal mostraba una vena seductora, que respondía al aire autoritario del cazador. Ella había aprobado que él apoyase a Dathka contra Nahkri; pero no le permitía que se tomara libertades. Su propia libertad dependía de esa negativa.

. Las semanas pasaban, y grandes tormentas rugían sobre las torres de Embruddock. La voz de Loilanun era cada vez más débil, y ella murió una tarde. Durante la enfermedad había transmitido parte del conocimiento de Loil Bry a Shay Tal y a otras mujeres que habían ido a visitarla. Hizo real el pasado para ellas, y todo lo que dijo fue filtrado por la oscura imaginación de Shay Tal.

Mientras decaía, Loilanun ayudó a Shay Tal a fundar lo que ambas llamaban la academia. Una academia de mujeres, donde juntas intentarían ser algo más que criadas. Muchas de esas criadas permanecieron gimiendo junto al lecho de muerte de Loilanun hasta que Shay Tal, en un acceso de impaciencia, las expulsó.

—Podemos observar las estrellas —dijo Vry, elevando su cara de chiquillo—. ¿Has visto que se muevan siguiendo caminos regulares? Me gustaría comprenderlas mejor.

—Todo lo que vale la pena está enterrado en el pasado —dijo Shay Tal, contemplando el rostro de la amiga muerta—. Este lugar estafó a Loilanun y nos estafa a nosotros. Los coruscos nos esperan. ¡Nuestras vidas están tan encerradas! Necesitamos hacer mejores gentes, tanto como mejores panecillos.

Se puso de pie, se acercó a la ventana, y abrió los gastados postigos.

La vivaz inteligencia de Shay Tal comprendió en seguida que la academia despertaría la desconfianza de los hombres de Embruddock, y sobre todo las de Nahkri y Klils. Sólo Laintal Ay, todavía inmaduro, la apoyaría, aunque ella esperaba conquistar a Aoz Roon y a Eline Tal. Comprendió que tendría que luchar contra toda oposición a la academia, y que esa lucha era necesaria para renovar el espíritu del grupo. Desafiaría el letargo general; había llegado el tiempo del progreso.

La inspiración la impulsaba. Mientras enterraban a su pobre amiga, Shay Tal, con la mano apoyada en el hombro de Laintal Ay, descubrió la mirada de Aoz Roon. Empezó a hablar. Las palabras de Shay Tal fluyeron audaces y vigorosas entre los géisers.

—Esta mujer estaba obligada a ser independiente. Lo que sabía era una ayuda para ella. Algunos de nosotros no podemos ser tratados como esclavos. Tenemos una visión de cosas mejores. Oíd lo que diré. Las cosas serán diferentes.

Todo el mundo la miró, con asombro; la novedad del estallido les encantaba.

—Pensáis que vivimos en el centro del universo. Pero yo os digo que vivimos en el centro de una granja. Nuestra posición es tan confusa que no podéis comprender hasta qué punto lo es.

"Esto os digo a todos. En el pasado, en el remoto pasado, ocurrió cierto desastre. Fue tan completo que nadie puede entender ahora en qué consistió ni cómo llegó a producirse. Sólo sabemos que trajo un frío y una oscuridad perdurables.

"Tratáis de vivir lo mejor posible. Está bien, está bien; vivid bien, amaos los unos a los otros, sed amables. Pero no pretendáis que ese desastre nada tiene que ver con vosotros. Puede haber ocurrido hace largo tiempo; pero infecta cada día de nuestras vidas. Nos envejece, nos desgasta, nos devora, arranca de nosotros a nuestros hijos. No sólo nos hace ignorantes, sino también enamorados de nuestra ignorancia. Estamos enfermos de ignorancia.

"Voy a proponeros una cacería del tesoro, una búsqueda, si queréis. Una búsqueda en la que todos vosotros podéis participar. Quiero que tengáis conciencia clara de nuestra caída, y que busquéis constantemente cualquier prueba de su naturaleza. Tenemos que juntar fragmentos de lo que ha ocurrido y nos ha relegado a esta granja helada; luego podremos mejorar nuestra suerte y evitar que el desastre vuelva a caer sobre nosotros y sobre nuestros hijos.

"Éste es el tesoro que os ofrezco. El conocimiento. La verdad. Les teméis, sí. Pero tenéis que crecer y amarlos.

"¡Buscad la luz!

De niños, Oyre y Laintal Ay habían ido con frecuencia más allá de las barricadas. Salpicaban el desolado paisaje pilares de piedra, restos de viejos caminos, donde se posaban las grandes aves que custodiaban el lugar. Juntos trepaban a ruinas olvidadas, rotos muros de habitaciones semejantes a cráneos, columnas vertebrales de antiguas murallas, donde la escarcha cubría torres y puertas y el tiempo devoraba todo. Poco preocupaba esto a los niños. Las risas resonaban entre esas anatomías dispersas.

Pero ahora la risa era más contenida y las expediciones más espaciadas. Laintal Ay había llegado a la pubertad; cumplió la ceremonia de beber sangre y se inició en la caza. Oyre había desarrollado una voluntad caprichosa y caminaba con un andar más elástico. Los juegos entre ellos se hicieron cautelosos; las viejas pantomimas eran abandonadas tan casualmente como las estructuras que solían visitar, para no volver a ser representadas.

La tregua de la inocencia concluyó cuando Oyre insistió en que Calary, el esclavo de su padre, los acompañara en una excursión. Ese acontecimiento señaló la última expedición juntos, aunque ellos no lo comprendieron en ese momento, y pretendieron, como siempre, jugar a la búsqueda del tesoro.

Llegaron a un montón de escombros donde habían sacado hasta el último trozo de madera. Las hojas de brassimipo se abrían paso entre los restos de un monumento donde la vieja obra artesanal era una costra margosa. En otro tiempo habían imaginado que estas ruinas eran un castillo, y habían sido allí un ejército que rechazaba una carga tras otra de phagors, mientras imitaban los alegres ruidos imaginarios de la batalla.

Laintal Ay estaba preocupado por el panorama turbador que creía ver ante él. En ese panorama, levemente parecido a una nube, pero también a una declaración de Shay Tal, o quizás a alguna vieja proclama labrada en piedra, él, y Oyre, y su esclavo, y Oldorando, y aun los phagors y las criaturas desconocidas que habitaban las tierras salvajes, eran arrastrados por un enorme proceso… pero en este punto la luz del entendimiento se apagaba y lo dejaba al borde de un precipicio a la vez atractivo y terrible. No sabía qué era lo que no sabía.

Laintal Ay estaba en un punto prominente de las ruinas, mirando, abajo, a Oyre. Ella estaba agachada, investigando algo completamente ajeno a los intereses de su amigo.

—¿Es posible que aquí haya existido una gran ciudad? ¿Podrá alguien reconstruirla en el futuro? ¿Gente como nosotros, con riquezas?

Ella no respondió, y Laintaí Ay se puso de cuclillas sobre el muro, miró la espalda de Oyre e hizo más preguntas: —¿Qué comía la gente? ¿Crees que Shay Tal sabe esas cosas? ¿Está aquí el tesoro de ella?

Vista desde arriba, Oyre, inclinada, vestida con pieles cosidas, parecía más un animal que una muchacha. Miraba un nicho entre las piedras, sin escuchar realmente lo que decía Laintal Ay.

—El sacerdote que viene de Borlien dice que fue una vez un gran país que imperaba en Oldorando, hasta más lejos de lo que puede volar un halcón —dijo ella. Laintal Ay echó una mirada vivaz al paisaje, tenebroso bajo una gruesa capa de nubes.

—Eso es un disparate.

Laintal Ay sabía lo que probablemente Oyre ignoraba; que el territorio de los halcones estaba aún más severamente limitado que el de los hombres. El discurso de Shay Tal le había mostrado otros límites de la vida, que ahora rumiaba infructuosamente mientras miraba a la muchacha, que estaba allí abajo, con el ceño fruncido. Se sentía irritado con Oyre, no sabía por qué, y quería ponerla a prueba de alguna manera, encontrar palabras para lo que había más allá del silencio.

—¡Ven a ver lo que he encontrado, Laintal Ay! —La cara oscura y brillante de Oyre lo miró. Recientemente, las facciones se le habían afinado; estaba haciéndose mujer. Él olvidó su propia frustración y se deslizó por la pared en declive, aterrizando al lado de ella.

Oyre había sacado del nicho una cosa viva, desnuda y pequeña, que se le retorcía en las manos, con un rosado rostro de roedor deformado por la alarma.

El pelo de Laintal Ay rozó el de Oyre cuando miró ese recién llegado al mundo. Ahuecó las manos ásperas sobre las manos de Oyre hasta que ambos entrelazaron los dedos alrededor de un centro que se debatía.

Ella alzó la cara y lo miró de frente, con los labios entreabiertos, en una leve sonrisa. El sintió el olor de ella. La tomó por la cintura.

Pero allí estaba el esclavo; mostrando en la cara que comprendía oscuramente la llama de esa nueva intuición que había estallado entre ambos. Oyre retrocedió un paso, y empujó al pequeño mamífero dentro del agujero. Miró el suelo con e! ceño fruncido.

—Tu maravillosa Shay Tal no lo sabe todo. Mi padre me ha dicho que él la considera rara. Vamos a casa.

Laintal Ay vivió un tiempo en casa de Shay Tal. La muerte de sus padres y abuelos lo había separado de la infancia; pero el y Dathka eran ahora cazadores con todos los derechos. La herencia había ido a parar a manos de sus tíos, pero estaba decidido a mostrar que valía tanto como ellos. Maduró rápidamente, y creció con una expresión de vivacidad. Tenía un mentón firme, y facciones bien definidas. Todos advirtieron en seguida que era fuerte y rápido. Muchas jóvenes le sonreían, pero él sólo tenía ojos para la hija de Aoz Roon.

Aunque era popular, algo en él hacía que la gente se mantuviera a distancia. Había escuchado las valientes palabras de Shay Tal. Algunos opinaban que era demasiado consciente de descender del Gran Yuli. Aun en compañía, permanecía aparte. No tenía otro amigo íntimo que Dathka Den, el hombre de las corporaciones que se había hecho cazador; y Dathka rara vez hablaba ni siquiera con Laintal Ay. Como alguien había dicho, Dathka era lo más parecido a nadie.

Posteriormente, Laintal Ay fue a vivir con algunos de los cazadores en la gran torre, encima de la habitación de Nahkri y Klils. Escuchó allí las viejas historias, y aprendió a cantar las viejas canciones de los cazadores. Pero nada le gustaba tanto como reunir unas pocas provisiones, ponerse unas botas de nieve, y recorrer los alrededores verdeantes. Ya no buscaba, para esas expediciones, la compañía de Oyre.

Nadie más se atrevió a salir solo en ese entonces. Los cazadores cazaban juntos; los pastores de cerdos no se alejaban del poblado; las personas que atendían los brassimipos trabajaban en grupos. El peligro y la muerte eran los compañeros de la soledad, con harta frecuencia. Laintal Ay fue tenido por excéntrico, aunque continuaron respetándolo, ya que no dejaba de acrecentar el número de cráneos de animales que adornaban las estacadas de Oldorando.

Las tempestades aullaban. Laintal Ay viajaba lejos, sin que la inhóspita naturaleza lo turbase. Llegó a valles desconocidos y a ruinas de ciudades cuyos habitantes habían huido mucho tiempo atrás, abandonando sus hogares a los lobos y al frío.

En la época del festival del Doble Ocaso, Laintal Ay llevó a cabo una hazaña que rivalizaba con la de él mismo y Aoz Roon, cuando capturaron a los mercaderes de Borlien. Recorría solo las tierras altas al noreste de Oldorando, y la nieve profunda se abrió de pronto a sus pies. Laintal Ay cayó dentro de un hoyo. En el fondo había un pinzasaco, esperando la próxima comida.

A nada se parece más un pinzasaco que a una choza de madera de techo hundido y recubierto de paja. No tenían muchos enemigos aparte del hombre, y se alimentaban rara vez, pues eran enormemente lentos. Lo único que vio Laintal Ay de ese particular pinzasaco, enroscado en el fondo de la trampa, fue la cabeza asimétrica y cornuda, y unos dientes que parecían estacas de madera. Las mandíbulas se cerraron sobre la pierna de Laintal Ay, quien se desprendió con un puntapié y rodó a un lado.

Luchando contra la nieve que lo cercaba, alzó la lanza y la hundió como una cuña entre las mandíbulas. El pinzasaco se debatió con golpes rítmicos, lentos aunque poderosos. Derribó otra vez a Laintal Ay, pero no consiguió cerrar la boca. Alejándose de los cuernos, el joven trepó de un salto sobre el lomo de la bestia, y se aferró a las rígidas matas de pelo que crecían entre las placas octogonales del caparazón. Sacó el cuchillo del cinto; agarrado a los pelos con una mano atacó los tendones fibrosos que sostenían una placa octogonal.

El pinzasaco chilló de furia. También a él le estorbaba la nieve, y no podía darse vuelta para aplastar al enemigo. Laintal Ay logró arrancar la placa, que parecía una madera con astillas. La metió en la garganta del pinzasaco y empezó a cortar la torpe cabeza.

La cabeza cayó. No corrió sangre; apenas un fluido blancuzco. El pinzasaco tenía cuatro ojos. Había una especie más pequeña de dos ojos. Un par estaba implantado en la parte anterior del cráneo; el otro miraba hacia atrás, desde unas protuberancias córneas en la parte posterior. Ahora los dos pares de ojos parpadeaban, incrédulos todavía, mientras la cabeza rodaba en la nieve.

El cuerpo decapitado empezó a retroceder con rapidez. Laintal Ay lo siguió, debatiéndose entre la nieve que se derrumbaba, hasta que él y la bestia emergieron a la luz.

Era proverbialmente difícil matar un pinzasaco. Este recorrería largo trecho antes de sucumbir.

Laintal Ay gritó jubiloso. Buscó sus pedernales, saltó al cuello de la criatura y encendió el pelaje rígido, que ardió con un furioso ruido sibilante. Un humo maloliente subió al cielo. Quemando uno u otro lado lograba guiar a la criatura, que ahora retrocedía hacia Oldorando.

En las altas torres resonaron los cuernos. Laintal Ay vio la espuma de los géisers. Allí estaba la estacada, con las calaveras pintadas de brillantes colores. Los cazadores y las mujeres salieron a recibirlo.

Sacudió el gorro de piel. Sentado sobre el extremo ardiente de la gran oruga de madera, entró en triunfo por las calles de Embruddock.

Todos reían. Pero pasaron varios días hasta que desapareció el hedor de las casas que bordeaban el camino triunfal.

La parte no quemada del pinzasaco de Laintal Ay fue consumida durante el festival del Doble Ocaso. Incluso los esclavos participaban en el festival: uno de ellos sería ofrecido corno sacrificio a Wutra.

En Oldorando, el Doble Ocaso coincidía con el Día de Año Nuevo. Era el año 21 según el nuevo calendario, y habría celebraciones. A pesar de las amenazas naturales, la vida era buena y convenía protegerla con sacrificios.

Durante semanas Batalix se había adelantado en el cielo al centinela más lento. En mitad del invierno se acercaron y los días y las noches duraban lo mismo, sin media luz.

—¿Por qué se mueven así? —preguntó Vry a Shay Tal.

—Así se han movido siempre —respondió ella.

—Eso no es una respuesta, señora —concluyó Vry.

La perspectiva de un sacrificio y una fiesta posterior añadían excitación a la ceremonia de los ocasos. Antes de comenzar, hubo bailes en la plaza, alrededor de una gran hoguera. La música provenía de un tambor, una flauta y un corno. Algunos afirmaban que este último instrumento había sido inventado personalmente por el Gran Yuli. Se distribuyó rathel entre los danzarines, y luego todos salieron de las empalizadas, transpirando debajo de los trajes de piel.

Al este de la vieja pirámide había una piedra para los sacrificios. Los ciudadanos se reunieron en torno, a distancia respetuosa, como ordenó un maestro de las corporaciones.

Se hizo un sorteo entre los esclavos. El honor de ser la víctima tocó a Calary, el joven esclavo de Borlien que pertenecía a Aoz Roon. Lo trajeron con las manos atadas a la espalda, y la muchedumbre lo siguió, expectante. Una quietud fría colmaba el aire. Había nubes grises en lo alto. En el oeste, los dos centinelas descendían al horizonte.

Todos llevaban antorchas de piel de pinzasaco. Laintal Ay condujo a su silencioso amigo Dathka al encuentro de Aoz Roon, porque la hermosa hija de Aoz Roon estaba también allí.

—Has de lamentar la pérdida de Calary, Aoz Roon —dijo Laintal Ay, con los ojos clavados en Oyre. Aoz Roon le dio una palmada en el hombro. —Mi primer principio en la vida es no tener jamás remordimientos. Los remordimientos son la muerte para un cazador, como lo fueron para Dresyl. El año próximo capturaremos muchos más esclavos. Calary no importa. En algunos momentos, Laintal Ay desconfiaba de la cordialidad de su amigo. Aoz Roon miró a Eline Tal y ambos rieron, exhalando vapores de rathel.

Todo el mundo se apretujaba y reía, excepto Calary. Al amparo de la muchedumbre, Laintal Ay apretó la mano de Oyre. Ella respondió con otro apretón y sonrió sin atreverse a mirarlo de frente. Él se hinchó de júbilo. La vida era verdaderamente maravillosa.

No pudo dejar de sonreír mientras la ceremonia proseguía con mayor seriedad. Freyr y Batalix desaparecían juntos del reino de Wutra, para hundirse en la tierra como coruscos. Si el sacrificio era aceptable, mañana saldrían a la vez, y durante un rato recorrerían el mismo camino. Ambos brillarían de día, cediendo la noche a la oscuridad. En la primavera volverían a separarse, y Batalix inauguraría la media luz.

Todos decían que la temperatura era más suave. Las buenas señales abundaban. Los gansos eran más gordos. Sin embargo, un silencio solemne caía sobre la muchedumbre a medida que se alargaban las sombras. Ambos centinelas abandonaban el reino de la luz, presagiando enfermedades y cosas malas. Era preciso ofrecer una vida para que los centinelas retornasen.

A medida que las dobles sombras se extendían, la multitud se calmaba, aunque frotando los pies contra el suelo, como una gran bestia. El ánimo festivo se evaporó, desapareció entre el humo de las antorchas alzadas. Las sombras se difundieron. Una tonalidad gris que las antorchas no lograban derrotar se extendió por la escena. La gente quedó sumergida en el atardecer y en el eddre de la multitud.

Los ancianos del consejo, grises y encorvados, se acercaron en hilera. Entonaron una plegaria con voz temblorosa. Cuatro esclavos trajeron a Calary. Tenía la cabeza caída hacia adelante, la barbilla cubierta de saliva, y trastabillaba. En lo alto giró una bandada de pájaros; el ruido de las alas era como una lluvia; volaron hacia el oro del oeste.

La víctima fue colocada sobre la piedra del sacrificio con la cabeza metida en un hoyo excavado en la superficie roída, y orientada hacia el oeste. Le aseguraron los pies con un cepo de madera; apuntaban hacia el punto, ahora gris pizarra, donde los centinelas reaparecerían si lograban concluir el peligroso viaje. De ese modo, en su propio cuerpo, con pasajes y aberturas, la víctima representaba la unión mística entre los dos inmensos misterios de la vida humana y cósmica. Así, en la tierra como en el cielo, mediante un esfuerzo de voluntad de la masa. La víctima ya había perdido su individualidad. Aunque movía los ojos, no emitía ningún sonido, como si estuviese aterrado ante la presencia de Wutra.

Cuando los cuatro esclavos dieron un paso atrás, aparecieron Nahkri y Klils. Tenían sobre las píeles unos mantos de estammel teñidos de rojo. Sus mujeres los acompañaron hasta el borde de la multitud; y ellos siguieron avanzando. Por una vez, las descuidadas barbas ratoniles daban cierta solemnidad a las caras. En realidad, estaban tan pálidos como la víctima. Nahkri bajó la vista mientras tomaba el hacha. Alzó la formidable herramienta. Sonó un gong.

Nahkri balanceaba el hacha con ambas manos; la figura más delgada de su hermano estaba justamente detrás de él. Como la pausa se alargaba, un murmullo brotó de la multitud. Había un momento preciso para descargar el golpe; si se perdía, no se sabía qué podía ocurrir a los centinelas. El murmullo expresó la desconfianza tácita con que todos observaron a los gobernantes.

—¡Golpea! —gritó una voz desde la multitud. Sonó el Silbador de Horas.

—No puedo —dijo Nahkri, bajando el hacha—. No lo haré. Podría con un phagor. Pero no con un humano, aunque sea de Borlien. No puedo.

El hermano menor se lanzó adelante y arrebató el arma.

—Cobarde, harás que todos nos vean como unos tontos. Lo haré yo mismo, para avergonzarte. Te mostraré cuál de los dos es más hombre.

Con los dientes descubiertos, alzó el hacha por encima del hombro. La hoja devolvió los rayos del ocaso. Luego descendió y se posó sobre la piedra, mientras Klils se apoyaba en el mango, gimiendo.

—Tendría que haber bebido más rathel…

La multitud respondió con otro gemido. Los discos de los dos centinelas se confundían en el horizonte incierto.

Se oyeron voces; —Son dos payasos…

—Han escuchado demasiado a Loil Bry…

—El padre les llenó la cabeza de conocimientos; tienen los músculos débiles.

—¿No habrás estado demasiado tiempo en el nido, Klils?

La grosera pregunta los hizo reír y el ánimo sombrío se disipó. La multitud se acercó mientras Klils dejaba resbalar el hacha al barro pisoteado.

Aoz Roon se adelantó, separándose de sus amigos, y levantó el hacha. Gruñó como un mastín, y los dos hermanos se apartaron de él, protestando débilmente. Retrocedieron, trastabillando, cuando Aoz Roon alzó el hacha protegiéndose con los brazos.

Los soles descendían; estaban ya gloriosamente sumergidos a medias en un mar de oscuridad. La luz se derramaba como la yema de dos huevos de ganso, de color oro viejo, como si la sangre de los hombres y phagors se hubiera mezclado sobre el desierto. Los murciélagos revoloteaban. Los cazadores alzaron los puños y aclamaron a Aoz Roon.

Los rayos de los soles convergían sobre la pirámide, se dividían en barras de sombra sobre el vértice. Los divididos haces de luz caían exactamente sobre los costados de la desgastada piedra donde yacía la víctima, que estaba a la sombra.

La hoja del instrumento de ejecución brilló a la luz y mordió la sombra.

Luego del seco ruido del tajo se oyó la voz de la multitud, una especie de respiración al unísono, de eco, como si todos los presentes dieran también el último respiro.

La cabeza cortada de la víctima giró de lado, como si besara la piedra. Empezaba a cubrirse de sangre, que manaba y caía goteando. La sangre seguía corriendo mientras el último segmento de los soles se hundía en el horizonte.

La sangre ceremonial era el fluido mágico que combatía la ausencia de vida; la preciosa sangre humana. Continuaría goteando toda la noche, alumbrando a los dos centinelas entre los caminos y canales de la roca original, permitiendo que llegasen a salvo a la mañana siguiente.

La muchedumbre estaba satisfecha. Alzando las antorchas, regresaron a la empalizada y a las antiguas torres, ahora negras contra las nubes, o moteadas de luces fantasmales, mientras las antorchas se acercaban.

Dathka acompañaba a Aoz Roon, a quien la multitud abría respetuosamente paso.

—¿Cómo has podido matar a tu propio esclavo? —preguntó.

El hombre mayor le echó una mirada desdeñosa.

—Hay momentos que exigen decisión.

—Pero Calary —protestó Oyre—… Ha sido terrible.

Aoz Roon descartó la objeción de su hija.

—Las muchachas no pueden entender. Yo había llenado a Calary de rungebel y de rathel antes de la ceremonia. No sintió nada. Probablemente aún cree estar en los brazos de alguna bella borlienesa —dijo, riendo.

Las solemnidades habían terminado. Pocos dudaban de que Freyr y Batalix aparecerían nuevamente por la mañana. Todos fueron a beber con más alegría que de costumbre, porque tenían un escándalo de que hablar, el escándalo de la debilidad de los jefes. No había tema mejor para acompañar el rathel.

Laintal Ay abordó a Oyre en la oscuridad: —¿Te enamoraste de mí cuando me viste a caballo en el pinzasaco que capturé?

Ella le sacó la lengua.

—¡Vanidoso! Pensé que estabas ridículo.

Laintal Ay comprendió que los festejos tendrían un lado más serio.