VII - UNA FRÍA RECEPCIÓN PARA LOS PHAGORS

—Señor o no, tendrá que venir a verme —dijo Shay Tal a Vry, orgullosamente, en la serena media luz. Ninguna de las dos podía dormir.

Pero también el nuevo señor de Embruddock era hombre orgulloso, y no fue.

Su gobierno, como se comprobó, no mejoraba ni empeoraba el anterior. Disputaba con el consejo por una razón y con sus jóvenes tenientes por otra.

El consejo y el señor alcanzaban, a veces, una convivencia pacífica: un asunto en que se entendían sin inconvenientes era el de la molesta academia. No había que permitir que cundiera el descontento. Como ambos poderes necesitaban que las mujeres trabajaran comunalmente, no podían prohibir que se reunieran, y por eso la prohibición resultaba inútil. Pero no la revocaron, y eso ofendió a las mujeres.

Shay Tal y Vry se encontraron en privado con Laintal Ay y con Dathka.

—Vosotros comprendéis lo que estamos tratando de hacer —dijo Shay Tal—. Hay que persuadir a ese hombre obstinado a que cambie de idea. Tenéis con él una intimidad que yo no puedo pretender.

El único resultado de ese encuentro fue que Dathka empezó a mirar amorosamente a la reticente Vry. Y Shay Tal se volvió algo menos altanera.

Laintal Ay regresó tarde de una de sus expediciones solitarias y buscó a Shay Tal. Cubierto de barro, aguardó en cuclillas en el exterior de la casa de las mujeres, hasta que ella salió de la panadería.

Cuando apareció, la seguían sus dos esclavas con bandejas de panes frescos. Vry caminaba dócilmente detrás de las esclavas. Una vez más, el pan de Oldorando estaba recién hecho, y Vry lista para supervisar su distribución; aunque no antes de que Shay Tal tomara uno para Laintal Ay. Se lo dio, sonriendo, al tiempo que se echaba atrás los cabellos rebeldes.

El comió, agradecido, mientras pisaba con fuerza para calentarse los pies.

La temperatura más clemente —como el nuevo señor— parecía una eventual convulsión antes que un firme progreso. Hacía frío de nuevo, y la humedad que perlaba las oscuras pestañas de Shay Tal se convirtió en escarcha. Alrededor se extendía una blanca quietud. El río fluía aún, ancho y oscuro, pero los carámbanos dentaban las costas.

—¿Cómo está mi joven teniente? Ahora te veo poco, Laintal Ay.

Él tragó el último bocado de pan, el primer alimento que probaba en tres días.

—La cacería ha sido difícil. Tuvimos que ir hasta muy lejos. Ahora que ha vuelto el frío, tal vez los ciervos se acerquen más.

Laintal Ay la observaba con atención mientras ella permanecía ante él, ajustándose las pieles. Ese sereno recogimiento tenía una cualidad que llevaba a la gente a admirarla y a la vez a mantenerse lejos de ella. Antes de que Shay Tal hablara, él advirtió que no había aceptado la excusa.

—Pienso mucho en ti, Laintal Ay, así como pensaba en tu madre. Recuerda la sabiduría de tu madre. Recuerda su ejemplo, y no te volverás contra la academia, como algunos de tus amigos.

—Sabes que Aoz Roon te admira —dijo él precipitadamente.

—Sé de qué manera lo demuestra.

Al verlo desconcertado, ella se mostró más amable: lo tomó del brazo, caminó con él y le preguntó dónde había estado. Él le miraba una y otra vez el perfil afilado mientras hablaba de un pueblo en ruinas que había visitado en el desierto. Estaba medio oculto entre las rocas, y las calles abandonadas parecían lechos de torrentes secos, bordeados por casas sin tejados. Todas las partes de madera habían sido arrancadas o se habían podrido. Las escaleras de piedra ascendían hacia pisos desaparecidos hacía mucho, las ventanas se abrían sobre las rocas amontonadas. En los escalones crecían hongos venenosos, la nieve se acumulaba en los hogares, los pájaros anidaban en las alcobas cubiertas de escombros.

—Es parte del desastre —dijo Shay Tal.

—Es lo que hay —respondió él, con inocencia, y habló luego de la pequeña partida de phagors que había encontrado de repente; no militares sino humildes recolectores de hongos, que se habían asustado tanto de él como él de ellos.

—Arriesgas tu vida tan sin motivo…

—Tengo necesidad de… de alejarme.

—Jamás me he alejado de Oldorando. Tengo que hacerlo. Quiero ir lejos, como tú. Estoy prisionera. Pero me digo que todos somos prisioneros.

—No lo veo así, Shay Tal.

—Lo verás. Primero, el destino modela nuestro carácter; después, el carácter modela nuestro destino. Pero basta de esto; eres demasiado joven.

—No soy demasiado joven para ayudarte. Tú sabes por qué tienen miedo de la academia. Puede trastornar la tranquila marcha de la vida. Pero tú dices que el conocimiento ayudará al bienestar general, ¿verdad?

Laintal Ay la miraba entre sonriente y burlón, y ella pensó, mientras le devolvía la mirada: «Sí, comprendo qué siente Oyre por ti». Asintió con una inclinación de cabeza, también sonriendo.

—Entonces has de probar lo que dices. Ella alzó una fina ceja y esperó. Él levantó la mano y abrió los dedos sucios. En la palma había varias espigas de dos clases: en una las semillas parecían ordenarse en delicadas campanillas; la otra tenía la forma de un huso minúsculo.

—Y bien, señora, ¿puede la academia pronunciarse sobre estas espigas, y decir cómo se llaman?

Después de un momento de vacilación, ella respondió:

—Trigo y centeno, ¿no es verdad? —Buscó en su depósito mental de conocimientos populares.— Antes eran cultivadas por los… agricultores.

—Las recogí junto al pueblo en ruinas. Allí crecen, silvestres. Tiene que haber habido campos sembrados antes… Antes de tu catástrofe… Y hay otras plantas raras que trepan entre las ruinas en los lugares protegidos. Se puede hacer buen pan con estos granos. A los ciervos les gustan. Cuando abundan, las hembras comen el trigo y dejan el centeno.

Laintal Ay puso en las manos de Shay Tal las verdes espigas, y ella sintió el roce de las barbas del centeno contra la piel.

—¿Y por qué me las traes?

—Haz mejor pan. Ya lo haces bien. Pues entonces mejóralo. Demuestra a todos que el conocimiento contribuye al bien general. Así se levantará la prohibición de la academia.

—Eres una persona reflexiva —dijo ella—, distinta.

El elogio lo confundió.

—Sí, en el desierto crecen muchas plantas que podrían ser útiles.

Mientras él se disponía a alejarse, ella le dijo: —Oyre está rara estos días. ¿Qué le ocurre?

—Eres inteligente. Pensé que lo sabrías.

Apretando las verdes espigas, ella ajustó las pieles que vestía y dijo cálidamente: —Ven a hablar conmigo con más frecuencia. No olvides mi cariño por ti.

Sonriendo, embarazado, él se alejó. Era incapaz de decirle a Shay Tal o a nadie hasta qué punto el asesinato de Nahkri le había oscurecido la existencia. Aunque necios, Nahkri y Klils eran tíos de él y gozaban de la vida. El horror no se disipaba, aunque habían pasado dos años. Y suponía también que las dificultades que tenía con Oyre eran parte del mismo asunto. En verdad, los sentimientos de Oyre hacia Aoz Roon eran por completo ambivalentes. El crimen había alejado al poderoso Aoz Roon aun de su propia hija.

El silencio de Oyre lo hacía cómplice de Aoz Roon. Se había vuelto casi tan silencioso como Dathka. Antes se lanzaba a aquellas solitarias expediciones por vivacidad y deseo de aventura; ahora lo impulsaban la pena y el desasosiego.

—¡Laintal Ay! —llamó Shay Tal. Laintal Ay se volvió y la miró—. Ven y quédate conmigo un momento hasta que Vry regrese.

La petición lo alegró y lo avergonzó. Fue rápidamente con ella hasta la vieja vivienda, encima de los cerdos, esperando que ninguno de los demás cazadores lo viera. Después del frío exterior, el calor le daba sueño. La anciana madre de Shay Tal estaba sentada en un rincón junto a la alacena; desde allí se arrojaban directamente los desperdicios a los animales. El Silbador de Horas dio la hora; la oscuridad ya empezaba a condensarse en la habitación.

Laintal Ay saludó a la anciana y se sentó sobre las pieles al lado de Shay Tal.

—Recogeremos más semillas y plantaremos trigo y centeno —dijo ella. Laintal Ay supo, por el tono de la voz, que ella estaba contenta.

Un rato más tarde regresó Vry con otra mujer, Amin Lim, una joven gordezuela y maternal que se había designado a sí misma primera seguidora de Shay Tal. Amin Lim fue directamente a la pared del fondo de la habitación, y se instaló con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra las piedras. No deseaba otra cosa que escuchar y ver a Shay Tal.

También Vry parecía reservada. Tenía el cuerpo relativamente más delgado. Debajo de las pieles grises, los pechos apenas le abultaban más que un par de cebollas. La cara era estrecha, aunque tenía los ojos profundamente enclavados en la piel blanca, y muy brillantes. Laintal Ay pensó —no era la primera vez—que Vry se parecía un poco a Dathka; quizás esto explicaba la atracción del joven.

El rasgo verdaderamente distintivo de Vry era el pelo, abundante y oscuro. Visto a la luz del sol, parecía castaño, y no negro azulado como era común entre los oldorandinos. Sólo el pelo revelaba el origen mixto de Vry; la madre, del sur de Borlien, de pelo y tez claros, había muerto al caer en cautividad.

Demasiado niña para tener algún resentimiento contra sus captores, a Vry todo le había fascinado en Oldorando. Las torres de piedra y los conductos de agua caliente habían excitado en particular su admiración infantil. Había hecho muchísimas preguntas y se había entregado de todo corazón a Shay Tal, que había respondido a ambas cosas. Shay Tal apreciaba la mente vivaz de Vry, y se ocupó de ella mientras crecía.

Bajo el tutorazgo de Shay Tal, Vry aprendió a leer y a escribir. Era una de las más ardientes defensoras de la academia. En los últimos años habían nacido más niños, y Vry enseñaba ahora a varios de ellos las letras del alfabeto olonets.

Vry y Shay Tal relataron a Laintal Ay cómo habían descubierto un sistema de pasajes subterráneos debajo de la aldea. Era una red que corría de norte a sur y de este a oeste y conectaba las torres, o lo había hecho antes; algunos pasajes habían sido bloqueados por las inundaciones, los derrumbamientos y otros desastres naturales. Shay Tal esperaba llegar a la pirámide junto al terreno de los sacrificios, porque creía que esa construcción albergaba variados tesoros, pero el barro había invadido los pasajes que ascendían a la parte superior.

—Hay, entre las cosas, muchas relaciones que no comprendemos, Laintal Ay —dijo—. Vivimos en la superficie de la tierra; pero he oído decir que los habitantes de Pannoval viven cómodamente debajo, y también los de Ottassol, en el sur, según los mercaderes. Tal vez los pasajes lleguen hasta el mundo inferior, donde viven los coruscos y los fessupos. Si encontráramos un camino que lleve hasta ellos, en la carne y no sólo en espíritu, poseeríamos muchos conocimientos enterrados. Eso agradaría a Aoz Roon.

Dominado por el calor, Laintal Ay se limitó a asentir perezosamente.

—El conocimiento no sólo es una cosa enterrada como un brassimipo —dijo Vry—. Se puede obtener mediante la observación. Yo creo que en el aire hay también caminos semejantes a los subterráneos. Miro las estrellas por la noche cuando aparecen y atraviesan el cielo. Algunas siguen caminos diferentes…

—Están demasiado alejadas para influir sobre nosotros —dijo Shay Tal.

—No. Todas son de Wutra. Lo que él hace nos afecta.

—En los pasajes subterráneos estabas asustada —dijo Shay Tal.

—Y creo que a ti te asustan las estrellas, señora —replicó rápidamente Vry.

Laintal Ay se sorprendió al oír que la tímida muchacha abandonaba el tono habitualmente deferente y hablaba de ese modo a Shay Tal; había cambiado tanto como el clima. A Shay Tal no parecía molestarle.

—¿Para qué sirven los pasajes subterráneos? —preguntó él—. ¿Qué significan?

—Son sólo reliquias de un pasado olvidado —respondió Vry—. El futuro está en el aire.

Pero Shay Tal dijo con firmeza: —Demuestran lo que niega Aoz Roon; que esta granja donde vivimos fue en un tiempo una gran ciudad, con artes y ciencias, y numerosos habitantes mejores que nosotros. Había más gente, mucha más, ahora toda convertida en fessupos, hermosamente vestida, como solía vestirse Loil Bry. Y tenían muchos pensamientos como aves resplandecientes en sus cabezas. Y de todo eso lo único que queda somos nosotros, con barro en las cabezas.

Durante la conversación, Shay Tal se refirió una y otra vez a Aoz Roon, mirando el rincón oscuro del cuarto.

El frío desapareció, y llegaron las lluvias, y luego hubo nuevamente frío, como si el clima de esa época hubiese sido preparado para castigar a la gente de Embruddock. Las mujeres trabajaban y soñaban con otros lugares.

La llanura estaba atravesada por pliegues que corrían aproximadamente en dirección este-oeste. Había aún nieve atrapada en los sinclinales del lado norte de las crestas; dispersos remanentes del desierto de nieve que había cubierto todo el territorio. Ahora unos tallos verdes brotaban de la nieve, y cada uno creaba a su alrededor un valle propio, redondo y en miniatura.

Sobre la nieve había charcas gigantescas; eran la característica más notable del nuevo paisaje: lagunas alargadas, paralelas, de forma de pez, que reflejaban cada una un fragmento del cielo nublado.

Esta zona había tenido en otros tiempos caza abundante. Los animales se habían ido con la nieve, buscando zonas más secas en la montaña. En vez de ellos había bandadas de aves negras, que recorrían flemáticamente las márgenes de aquellas lagunas transitorias.

Dathka y Laintal Ay estaban echados sobre un risco, mirando unas figuras que se movían. Los dos jóvenes cazadores estaban empapados y de mal humor. La larga cara de Dathka tenía el ceño fruncido y no se le veían los ojos. Cuando apretaban el suelo con los dedos, aparecía una media luna de agua. Alrededor se oían los gorgoteos de la tierra hidrópica. Un poco más atrás, seis cazadores decepcionados estaban sentados en cuclillas, escondidos detrás de las piedras. Mientras aguardaban con indiferencia una orden de los jefes, seguían con la mirada a los pájaros que aleteaban en lo alto, y se soplaban lentamente los pulgares húmedos. Las figuras observadas caminaban hacia el este en una sola fila, sobre la cumbre de otra elevación, con las cabezas gachas, bajo una fina llovizna. Detrás de la fila se veía la ancha curva del Voral. Amarradas a la costa había tres barcas, que habían traído a esos cazadores que ahora invadían los terrenos de caza tradicionales de Oldorando.

Los invasores llevaban pesadas botas de cuero y sombreros de ala ahuecada.

—Son de Borlien —dijo Laintal Ay—. Han ahuyentado toda la caza que podía haber. Tenemos que expulsarlos.

—¿Cómo? Son demasiados. —Dathka hablaba con la vista vuelta hacia las figuras que se movían a lo lejos.— Ésta es nuestra tierra; pero ellos son más que los dedos de cuatro manos…

—Algo podríamos hacer: quemarles las barcas. Los necios han dejado sólo dos hombres para que las cuiden. No será difícil.

Sin caza animal a la vista, bien podían dedicarse a cazar borlieneses.

Por un sureño capturado hacía poco, sabían que en Borlien había gran inquietud. Allí la gente vivía en edificios de tierra, generalmente de dos plantas; los animales abajo y las personas arriba. Las lluvias sin precedentes habían destruido las casas y había mucha gente sin techo.

Mientras la partida de Laintal Ay se encaminaba hacia el Voral ocultándose de la vista de las barcas, la lluvia se hizo más violenta. Venía del sur. Los días lluviosos recomenzaban. La lluvia caía en ráfagas caprichosas; a veces, sólo los salpicaba; otras, se precipitaba con fuerza, tamborileando sobre las espaldas de los hombres y golpeándoles las caras. Resoplaban para quitarse las gotas de las chatas narices. La lluvia era algo que ninguno de ellos había conocido hasta poco antes; todos los miembros del grupo añoraban los secos días de la infancia, la nieve bajo los pies y los ciervos en el horizonte. Ahora, el horizonte estaba escondido detrás de una sucia cortina gris, y el suelo era un lodazal. La oscuridad los favoreció cuando llegaron a la costa del río. A pesar de las heladas recientes, habían crecido allí unas hierbas verdes y altas, que se inclinaban bajo la lluvia. Mientras avanzaban con rapidez, sólo veían la hierba ondulante, las nubes sobrecargadas, el agua fangosa del color del cielo. Un pez saltó del río como si visitara una prolongación de su propio universo, y volvió a caer pesadamente en el agua.

Los dos guardias de Borlien, acurrucados al abrigo de una barca, murieron sin lucha; quizá preferían morir y no seguir empapándose. Los cuerpos fueron arrojados al agua. Flotaban golpeando los botes, y la sangre manchaba el agua alrededor de los cadáveres, mientras un miembro de la partida intentaba en vano encender una hoguera. El agua tenía escasa profundidad en ese punto, y los cuerpos no se hundían, ni siquiera a golpes de remo. El aire aprisionado en las pieles los mantenía a la deriva bajo la superficie salpicada por la lluvia.

—Está bien, está bien —dijo Dathka, impaciente—. No tratéis de hacer fuego. Romped las barcas, hombres.

—Podemos usarlas —sugirió Laintal Ay—. ¿Por qué no las llevamos a remo hasta Oldorando?

Los demás miraron impasibles mientras los dos jóvenes decidían.

—¿Qué dirá Aoz Roon si volvemos a casa sin carne?

—Le mostraremos las barcas.

—Ni siquiera Aoz Roon puede comer barcas. —La observación fue recibida con risas.

Subieron a las embarcaciones, y tomaron los remos. Los muertos quedaron atrás. Lograron remar lentamente hasta Oldorando, mientras la lluvia les azotaba las caras.

Aoz Roon los recibió sombríamente. Miró a Laintal Ay y a los demás cazadores en un silencio que para ellos fue más duro que los reproches, puesto que no les daba la posibilidad de responder. Por fin se apartó de ellos y miró la lluvia por la ventana abierta.

—Podemos aguantar el hambre. Ya hemos pasado hambre. Pero hay otros problemas. La partida de Faralin Ferd ha regresado del norte. Avistaron a la distancia un grupo de phagors. Montaban en kaidaws y venían en esta dirección. Dijeron que parecía una tropa de guerra.

Los cazadores se miraron.

—¿Cuántos peludos?

Aoz Roon se encogió de hombros.

—¿Venían todos desde el lago Dorzin? —le preguntó Laintal Ay.

Aoz Roon se limitó a alzar otra vez los hombros, como si la pregunta le pareciera irrelevante.

Dio media vuelta y enfrentó a los cazadores, clavando en ellos una mirada dura.

—¿Cuál os parece la mejor estrategia en estas condiciones?

Como no hubo respuesta, contestó él mismo: —No somos cobardes. Tenemos que atacar antes que lleguen e intenten quemar Oldorando o cualquier otra cosa.

—No atacarán con este tiempo —replicó entonces un viejo cazador—. Los peludos odian el agua. Sólo una situación extrema puede llevarlos a mojarse. Les estropea la piel.

—Vivimos una época extrema —dijo Aoz Roon, caminando sin descanso—. El mundo se ahogará con esta lluvia. ¿Cuándo volverá la nieve maldita?

Los despidió, y chapoteó en el barro de las calles y fue a visitar a Shay Tal. Vry y otra amiga, Amin Lim, estaban con ella, copiando un dibujo. Aoz Roon las mandó a paseo.

Él y Shay Tal se miraron cautelosamente; ella le observó el rostro mojado, el aire de querer decir más de lo que podía decir: él le miró las finas arrugas que ella tenía debajo de los ojos y las primeras canas que le brillaban en los rizos negros.

—¿Cuándo terminará la lluvia?

—El tiempo vuelve a empeorar. Quiero sembrar trigo y centeno,

—Se supone que sois tan inteligentes, tú y tus mujeres… Dime qué va a ocurrir.

—No sé. El invierno ha comenzado. Quizás haga más frío.

—¿Y nevará? ¡Cómo querría que volviera la condenada nieve, y que acabaran las lluvias! —Alzó los puños furioso, y volvió a bajarlos.

—Si hace más frío, el agua se hará nieve.

—Mierda de Wutra, ¡qué respuesta de hembra! ¿No tienes ninguna certeza para mí, Shay Tal? ¿No hay ninguna certeza en este maldito mundo inseguro?

—No más de la que tú puedes darme.

Aoz Roon se volvió para irse y se detuvo en la puerta.

—Si tus mujeres no trabajan, no comerán. No podemos tener gente ociosa, ¿comprendes?

Se marchó sin decir más. Ella lo siguió hasta la puerta y permaneció allí con el ceño fruncido. Le irritaba que él no le hubiese dado la oportunidad de decirle otra vez que no; eso la habría alentado a persistir. Pero Shay Tal advertía que la mente de Aoz Roon no se había ocupado de ella, sino de asuntos más importantes.

Se acomodó las burdas vestiduras y se sentó en la cama. Cuando Vry regresó, estaba aún en esa actitud, pero se levantó de un salto al ver entrar a su joven amiga.

—Siempre hemos de ser positivas —explicó—. Si yo fuera una hechicera, traería de vuelta la nieve, para Aoz Roon.

—Eres una hechicera —dijo lealmente Vry.

La noticia de los phagors corrió con rapidez. Quienes recordaban la última incursión a la ciudad no hablaban de otra cosa. Lo contaban cuando el rathel los derrumbaba sobre los lechos; lo contaban al alba, cuando molían el grano a la luz de las velas.

—Podemos contribuir con algo más que palabras —dijo Shay Tal a las mujeres—. Tenemos corazones valientes así como lenguas rápidas. Demostraremos a Aoz Roon de qué somos capaces. Quiero que escuchéis lo que he pensado.

Decidieron que la academia, que siempre tenía que justificarse a sí misma a los ojos de los hombres, presentaría un plan de ataque capaz de salvar a Oldorando. Las mujeres elegirían un lugar adecuado y se mostrarían allí, seguras, para que los phagors las vieran. Cuando los phagors se acercaran, caerían en una emboscada: los cazadores estarían escondidos a los flancos para lanzarse sobre ellos. Las mujeres gritaron pidiendo sangre mientras discutían la idea.

Una vez estudiado el plan, eligieron a una de las muchachas más bonitas de la academia como emisaria que visitaría a Aoz Roon. La elegida, casi de la misma edad de Vry, fue Dol Sakil, hija de la anciana partera Rol Sakil. Oyre escoltó a Dol hasta la torre de su padre; la muchacha tenía que saludar a Aoz Roon y pedirle que concurriera a la casa de las mujeres, donde se le presentaría la propuesta defensiva.

—¿Crees que me escuchará? —preguntó Dol. Oyre sonrió y la empujó al interior de la torre.

Esperó mientras caía la lluvia.

Oyre retornó a la casa de las mujeres a media mañana. Estaba sola y parecía furiosa. Finalmente estalló y contó lo ocurrido. Aoz Roon había rechazado la invitación de las mujeres, pero se había quedado con Dol Sakil. La consideraba un presente de la academia. Viviría con ella de ahora en adelante.

Ante la noticia, Shay Tal tuvo un ataque de cólera. Se arrojó al suelo. Gritó y se arrancó los cabellos. Bailó de indignación. Gesticuló y juró vengarse de todos los estúpidos hombres. Profetizó que serían comidos vivos por los phagors, mientras el presunto jefe yacía en cama copulando con una niña boba. Dijo muchas otras cosas terribles. Las compañeras no pudieron calmarla y Vry y Oyre se alejaron asustadas.

—Es vergonzoso —dijo Rol Sakil—; pero será bueno para Dol.

Shay Tal se arrebujó en sus ropas y se lanzó corno un huracán a la calle y a la gran torre donde vivía Aoz Roon.

La lluvia le caía sobre el rostro mientras reprochaba a gritos la conducta escandalosa de Aoz Roon, desafiándolo a que saliera.

Tal era el griterío, que los hombres de las corporaciones y algunos cazadores corrieron a ver qué ocurría. Se quedaron al amparo de los ruinosos edificios, sonriendo, de brazos cruzados, mientras la lluvia inclinaba casi hasta el suelo los penachos de vapor de los géiseres y el barro burbujeaba entre las botas de los hombres.

Aoz Roon se asomó a la ventana de la torre. Miró hacia abajo y gritó a Shay Tal que se marchara. Ella le mostró el puño. Dijo que era un hombre abominable y que por causa de él todo Embruddock sufriría un desastre.

En este punto, llegó Laintal Ay y tomó del brazo a Shay Tal, hablándole con dulzura. Ella dejó de gritar. Laintal Ay le dijo que no desesperase. Los cazadores sabían cómo atacar a los phagors. También Aoz Roon. Saldrían a combatir cuando mejorara la temperatura.

—Cuando mejore. Si mejora. ¿Quién eres tú para poner esas condiciones, Laintal Ay? ¡Los hombres son tan débiles! —Alzó los puños hacia las nubes.—Seguiréis mi plan, o el desastre caerá sobre todos nosotros. Y sobre ti, Aoz Roon, ¿me oyes? Lo veo claramente con mi mirada interior.

—Sí, sí. —Laintal Ay intentaba acallarla.

—No me toques. ¡Limítate a seguir el plan! Y si ese necio de jefe o supuesto jefe quiere conservar su puesto, que saque de la cama a Dol Sakil. ¡El plan o la muerte! ¡Violador de niñas! ¡Condenación!

Esas profecías fueron pronunciadas con mucha seguridad. Shay Tal continuó la arenga, maldiciendo de paso a todos los hombres ignorantes y brutales. La gente quedó impresionada. La lluvia arreció. El agua chorreaba' de las torres. Los cazadores se sonreían unos a otros sin alegría. Llegaron nuevos espectadores, ávidos de drama.

Laintal Ay dijo a Aoz Roon que estaba convencido de la verdad de esas palabras. Aconsejó respetar las profecías. El plan de las mujeres le parecía bueno.

Aoz Roon, asomado a la ventana, tenía el rostro tan negro como sus pieles. A pesar de la ira, parecía sereno. Estaba de acuerdo en seguir el plan de las mujeres cuando la temperatura subiera. No antes. Ciertamente, no antes. Y se quedaría con Dol Sakil. Ella estaba enamorada de él y necesitaba protección.

—Bárbaro, bárbaro ignorante. Sois todos unos bárbaros, sólo dignos de esta maloliente granja. La perversidad y la ignorancia nos han hecho caer muy bajo.

Shay Tal recorría de un lado a otro la calle enlodada, chillando. El principal de los bárbaros era el indigno violador cuyo nombre se negaba a pronunciar. Vivían en una granja, en una charca de lodo, y habían olvidado la antigua grandeza de Embruddock. Todas las ruinas habían sido hermosas torres revestidas de oro; lo que ahora era barro y suciedad había estado pavimentado de lujosos mármoles. La ciudad había tenido cuatro veces el tamaño actual y todo había sido hermoso, limpio y hermoso. Y entonces se respetaba la santidad de las mujeres. Shay Tal se recogía las pieles mojadas y sollozaba.

No viviría más en ese lugar inmundo. Se marcharía lejos, más allá de las empalizadas. Si de noche llegaban los phagors, o si la capturaban los astutos habitantes de Borlien, ¿qué importaba? ¿Para qué había de vivir? Todos ellos eran hijos del desastre.

—Calma, calma, mujer —le decía Laintal Ay, chapoteando junto a ella.

Shay Tal lo rechazó irritada. Ella era sólo una mujer que estaba envejeciendo y a quien nadie quería. Sólo ella veía la verdad. Lo lamentarían cuando se fuera.

Luego, Shay Tal, como había amenazado, empezó a trasladar sus escasos bienes a una de las ruinosas torres situadas entre los rajabarales, en el noreste, más allá de las empalizadas. Vry y otras la ayudaron, caminando de un lado a otro bajo la lluvia, transportando aquellas pobres posesiones.

Al día siguiente escampó. Ocurrieron dos hechos notables. Una bandada de aves pequeñas de una especie desconocida voló sobre Oldorando, y giró por encima de las torres. El aire estaba lleno de trinos. La bandada no se posó en la aldea misma, sino en las torres más alejadas,

y particularmente en las ruinas donde se había exiliado Shay Tal.

Hicieron allí una gran barahúnda. Tenían picos pequeños y cabezas rojas, plumas rojas y blancas en las alas, y volaban como flechas. Algunos cazadores intentaron en vano cazarlas con redes.

Esto fue considerado un presagio.

El segundo hecho era aún más alarmante.

El Voral se desbordó.

Las lluvias habían aumentado el caudal del río. Cuando el Silbador de Horas anunció el mediodía, vino una gran riada desde el distante lago Dorzín. Una anciana, Molas Ferd, estaba en la orilla recogiendo excrementos de ganso cuando la vio. Se incorporó y contempló con asombro el muro de agua que se aproximaba. Los gansos y los patos se asustaron y volaron pesadamente hacia el poblado. Pero la vieja Molas Ferd se quedó donde estaba, con la pala en la mano y la boca abierta. La corriente la envolvió y la arrojó contra la casa de las mujeres.

El agua cubrió la aldea e invadió las casas, dispersando el grano y ahogando a los cerdos. Molas Ferd murió a causa del golpe.

La aldea se convirtió en una ciénaga. Sólo la. torre donde Shay Tal se había instalado se libró del asalto de las aguas fangosas.

Esos momentos señalaron el comienzo de la reputación de hechicera de Shay Tal. Quienes la habían oído vociferar contra Aoz Roon, hablaron ahora en voz baja dentro de sus casas.

Esa noche, cuando primero Batalix y luego Freyr se hundieron en el oeste, convirtiendo en sangre la inundación, la temperatura descendió dramáticamente. La aldea quedó cubierta por una fina y quebradiza capa de hielo.

Freyr se alzaba en el cielo cuando la ciudad fue despertada por los inflamados gritos de Aoz Roon. Las mujeres los oyeron con angustia mientras se ponían las botas

para ir a trabajar, y despertaron a sus hombres. Aoz Roon arrancaba una hoja del libro de Shay Tal.

—¡Afuera todos, malditos! ¡Iréis a luchar hoy contra los phagors, todos, hasta e! último! ¡Mi resolución contra vuestra negligencia! Arriba, arriba todos, a luchar. Si hay phagors, pues lucharéis. Yo he combatido contra ellos con las manos desnudas; bien podéis combatir juntos, desechos humanos. ¡Hoy será un gran día en la historia, ¿me oís?, un gran día, aunque ni uno de vosotros quede vivo!

Mientras las frías nubes de la madrugada se desplazaban rápidamente, en lo alto, la gran figura de Aoz Roon, envuelta en pieles negras, se erguía sobre la torre alzando el puño. Con la otra mano sostenía a Dol Sakil, que se debatía y chillaba, intentando huir del frío del terrado. Más atrás se veía a Eline Tal, sonriendo débilmente.

—Sí, mataremos a los phagors de acuerdo con el plan de las mujeres… ¿Me escucháis, memas ociosas de la academia? Lucharemos según el plan de las mujeres, para bien o para mal, al pie de la letra. ¡Por la roca original, hoy veremos qué ocurre, veremos si Shay Tal habla con sensatez, veremos cuánto valen sus profecías!

Unas pocas figuras aparecieron en la calle, sobre el hielo, mirando a su señor. Algunas se abrazaban, con miedo, pero la vieja Rol Sakil, madre de Dol, cloqueó y dijo: —Ha de estar bien formado, como ha dicho mi Dol, si puede gritar así. ¡Brama como un toro!

Él se acercó al borde del parapeto y las miró, arrastrando consigo a Dol y gritando todavía.

—Sí, ya veremos qué valen esas palabras. Probaremos a Shay Tal en la batalla, ya que todos pensáis tan bien de ella. Hoy ganaremos o perderemos, y correrá la sangre, la roja o la amarilla.

Escupió y se retiró. La puerta trampa del terrado se cerró con violencia mientras bajaba de vuelta al interior de la torre.

Después de comer un poco de pan moreno, todos se pusieron en marcha, apremiados por los cazadores. Estaban tranquilos, incluso Aoz Roon. La tempestad de palabras había cedido, agotada. Se encaminaron hacia el sudeste. La temperatura se mantenía bajo cero, Era un día apacible, y los soles se ocultaban entre las nubes. El suelo estaba duro y el hielo se quebraba debajo de los pies.

Shay Tal caminaba con las mujeres; tenía la boca fruncida y el abrigo de pieles le ondulaba alrededor del cuerpo delgado.

El avance era lento, pues las mujeres no estaban acostumbradas a recorrer distancias largas, que nada significaban para los hombres. Por fin llegaron a la quebrada llanura donde la partida de caza de Laintal Ay había sorprendido a los hombres de Borlien, tan sólo dos días antes de la inundación del Voral. Entre las elevaciones paralelas, una serie de lagunas reflejaban la luz como peces embarrancados. Allí se prepararía la emboscada. El frío atraería a los phagors, si estaban cerca. Batalix se había puesto detrás de las nubes.

Junto a la primera charca, las mujeres se detuvieron, mirando a Shay Tal de modo no muy amistoso. Comprendían el peligro que ellas correrían si aparecían los phagors, en particular si venían montados. De nada serviría que mirasen ansiosamente alrededor, pues las elevaciones ocultaban buena parte del escenario.

Estaban expuestas al peligro y a los elementos. La temperatura se mantenía dos o tres grados por debajo del punto de congelación. Reinaba la calma; el aire era glacial. La laguna se extendía silenciosa ante ellos: ocupaba todo el espacio entre las dos elevaciones, unos cuarenta metros, y tenía cien metros de longitud. Las aguas estaban serenas aunque todavía no heladas, y reflejaban tersamente el cielo. La hosca apariencia de estas aguas despertó un cierto temor sobrenatural en las mujeres, mientras los cazadores desaparecían detrás de una de las elevaciones. Incluso la hierba que pisaban, quebradiza por la escarcha, parecía soportar una maldición, y las aves guardaban silencio.

A los hombres les incomodaba la presencia de las mujeres. Se situaron en la depresión vecina, junto a otra laguna, y se quejaron a Aoz Roon.—No hemos visto señales de phagors —dijo Tanth Ein, soplándose las uñas—. Regresemos. ¿Y si destruyeran Oldorando mientras estamos afuera? Sólo eso nos faltaría.

La nube de vapor que les envolvía las cabezas los unió cuando se apoyaron en las lanzas y miraron con reprobación a Aoz Roon. Este último iba de un lado a otro, apartado de ellos, con expresión sombría.

—¿Regresar? Habláis como mujeres. Vinimos a pelear, y pelearemos, aunque entreguemos nuestras vidas a Wutra. Si hay phagors en las inmediaciones, haré que vengan. Quedaos aquí.

Subió corriendo a la cumbre de la elevación, hasta que vio de nuevo a las mujeres, dispuesto a gritar y a despertar todos los ecos de esas tierras desiertas.

Pero el enemigo ya estaba a la vista. Ahora, demasiado tarde, Aoz Roon comprendía por qué no habían visto más borlieneses errantes; habían huido aterrorizados. Como la anciana Molas Ferd cuando viera la inundación, quedó paralizado contemplando al milenario enemigo de los hombres.

Las mujeres se habían agrupado en un extremo de la laguna; las bestias de dos filos en el otro. Las mujeres hacían movimientos indecisos y asustados; las bestias esperaban inmóviles. Aun sorprendidas, las mujeres reaccionaban cada una a su modo; los phagors eran un grupo compacto.

No se podía saber cuántos eran los enemigos. Parecían fundirse con las nieblas vespertinas, y con las cicatrices grises y celestes del paisaje. Uno de ellos soltó una tos áspera y prolongada. Aparte de esto, podrían haber estado muertos.

Las aves blancas se posaban ahora en la elevación próxima primero con cierta vacilación, y luego a intervalos regulares, con las cabezas de costado, como las almas de los que se habían ido.

Por el contorno se podía determinar que tres phagors —presumiblemente los jefes— montaban en kaidaws.

Como de costumbre, estaban inclinados hacia adelante y con las cabezas muy cerca de las cabezas de los kaidaws, como si estuvieran a punto de fundirse con ellas. Los phagors de a pie se arracimaban junto a los flancos de los kaidaws, con los hombros encogidos. Las rocas vecinas no estaban más inmóviles que ellos.

El que había tosido volvió a toser. Aoz Roon dejó de mirar y llamó a los hombres.

Treparon a la cresta de la elevación y consternados contemplaron al enemigo.

En respuesta, los phagors hicieron un movimiento instantáneo. Los miembros peludos, extrañamente articulados, pasaron de la inmovilidad a la acción sin pausa intermedia. La laguna los había detenido. Era bien conocido que evitaban el agua, pero los tiempos estaban cambiando. Y la vista de treinta gillotas humanas accesibles los decidió. Cargaron.

Una de las treinta bestias montadas blandía una espada por encima de su cabeza. Con un áspero grito, espoleó al kaidaw, y jinete y cabalgadura se lanzaron adelante. Los demás siguieron como si fueran sólo uno, montados o a la carrera. Y avanzaron penetrando en las aguas de la laguna.

El pánico dispersó a las mujeres. Ahora que el adversario estaba casi sobre ellas, corrían de un lado a otro entre las dos elevaciones. Algunas trepaban a la izquierda, otras a la derecha, emitiendo ahogados gritos de angustia, como aves espantadas.

Sólo Shay Tal se mantenía inmóvil, frente a la carga de los phagors, mientras Vry y Amin Lim se apretaban contra ella, aterrorizadas, ocultando sus rostros.

—¡Huye, necia! —rugió Aoz Roon, mientras descendía de la elevación a la carrera,

Shay Tal no oyó la voz, que se perdía entre los chillidos y el furioso chapoteo. A pie firme, al borde de la laguna que parecía un pez, alzó los brazos como si conminara a la horda phagor a que se detuviera.

Entonces ocurrió la transformación. Entonces llegó ese momento que pasaría a llamarse, en los anales de Oldorando, el milagro de la Laguna del Pez.

Algunos dijeron más tarde que una nota aguda recorrió el aire glacial; otros que una voz suprema había hablado; otros juraron que Wutra había descargado el golpe.

Todo el grupo invasor, integrado por dieciséis phagors, entró en la laguna, con los tres estalones montados al frente. La furia los lanzó al elemento ajeno, en el que se hundieron hasta las caderas, revolviendo el agua con la violencia del ataque, cuando todo el lago se congeló.

En un momento las aguas eran un líquido absolutamente inmóvil, que por eso se mantenía sin congelarse a tres grados bajo cero. En el momento siguiente, a causa de la turbulencia, la laguna se solidificó. Los kaidaws y los phagors quedaron cercados y encerrados. Un kaidaw cayó para no volver a levantarse. Los demás se congelaron donde estaban, y los jinetes con ellos, rodeados por el hielo. Los phagors que los seguían, con las armas en lo alto, quedaron atrapados y retenidos. Ninguno logró dar ni un paso adelante. Ninguno pudo liberarse y recuperar la seguridad de la costa. Las venas se les congelaron enseguida dentro de los cuerpos, a pesar de la antigua bioquímica que les coloreaba la sangre y los protegía del frío. Las gruesas pieles blancas se les cubrieron de nueva escarcha, y los ojos brillantes de láminas de hielo.

Lo orgánico se unió al gran mundo inorgánico predominante.

Un cuadro perfecto de muerte furiosa, esculpido en hielo.

En lo alto, las aves blancas giraban y descendían, gritando con los picos abiertos; al fin se lanzaron en un vuelo desolado hacia el este.

La mañana siguiente, tres personas emergieron muy temprano de una tienda de pieles. Unos tenues copos de nieve habían caído durante la noche, blanqueando la soledad. Freyr ascendió desde el horizonte, arrojando húmedas sombras moradas. Varios minutos más tarde el segundo fiel centinela se liberó y emergió al reino de Wutra.

En ese momento, Aoz Roon, Laintal Ay y Oyre estaban de pie, pisando con fuerza y golpeándose el cuerpo para reactivar la circulación de la sangre en brazos y piernas. Tosían, pero guardaban silencio. Después de mirarse sin hablar, echaron a andar. Aoz Roon pisó el resonante lago de hielo.

Los tres se acercaron al cuadro congelado. Lo contemplaron con incredulidad. Tenían delante de los ojos una obra de escultura monumental, de minuciosos detalles y loca fantasía. Un kaidaw estaba casi debajo de los cascos de otros dos, la mayor parte del cuerpo sumergido bajo las olas inmóviles, con la aterrorizada cabeza echada hacia atrás y los ollares abiertos. El jinete luchaba tratando de dominarlo, caído a medias del kaidaw, tremendo en su inmovilidad.

Todas las figuras habían sido sorprendidas en plena acción, con las armas en alto y los ojos vueltos a la costa que jamás alcanzarían. Todas estaban cubiertas de escarcha. Eran un monumento a la animalidad.

Por fin Aoz Roon hizo un gesto de asentimiento y habló; su voz era sosegada. —Ha ocurrido. Ahora lo creo. Regresemos. El milagro del año 24 quedó confirmado. Había enviado el resto de la partida de regreso a Oldorando la noche anterior, al mando de Dathka. Sólo después de dormir pudo creer que no había soñado.

Nadie más dijo nada. Habían sido salvados por un milagro. Ese pensamiento les deslumbraba la mente y les paralizaba la lengua. Sin otra palabra, se alejaron de la alarmante escultura.

Una vez en Oldorando, Aoz Roon ordenó que dos cazadores llevaran a uno de los esclavos a la Laguna del Pez, al lugar del milagro. Cuando hubo visto el espectáculo, le ataron las manos a la espalda, lo pusieron cara al sur, y lo alejaron a puntapiés. Cuando estuviera en Borlien, diría a la tribu que una poderosa hechicera velaba sobre Oldorando.