PRELUDIO - YULI
Así fue como Yuli, hijo de Alehaw, llegó a un lugar denominado Oldorando, donde sus descendientes medrarían en los días mejores por venir.
Yuli, virtualmente un adulto, tenía siete años cuando se agazapaba junto a su padre bajo una tienda de piel y miraba allá abajo la aridez de unas tierras conocidas ya entonces como Campannlat. Había despertado de un ligero sueño con el codo del padre en las costillas y la voz áspera diciendo: —Se acaba la tormenta.
El vendaval había soplado desde el oeste durante tres días, trayendo nieve y partículas de hielo de las Barreras. Llenaba el mundo de aullante energía; lo transformaba en una oscuridad blanco—grisácea, como un vozarrón que ningún hombre podía resistir. El saliente en que habían instalado la tienda apenas la protegía contra lo peor de la tormenta; padre e hijo sólo podían quedarse donde estaban, bajo la piel, dormitando, masticando de vez en cuando un trozo de pescado ahumado, mientras la tormenta golpeaba alejándose por encima de ellos.
Cuando el viento cesó, la nieve llegó en rachas, retorciéndose en torbellinos plumosos que se estremecían sobre el paisaje gris. Aunque Freyr estaba alto en el cielo —pues los cazadores se encontraban en el trópico—parecía colgar como un sol congelado. Arriba las luces ondulaban en sucesivos chales de oro cuyos flecos parecían tocar el suelo y cuyos pliegues se alzaban hasta desvanecerse en el cenit plomizo. Las luces eran débiles y no daban ningún calor.
Tanto el padre como el hijo se irguieron instintivamente, se desperezaron y patearon el suelo con fuerza y agitaron violentamente los brazos contra los macizos toneles de los cuerpos. Ninguno habló. No había nada que decir. La tempestad había amainado. Aún tenían que esperar. Pronto, lo sabían, los yelks estarían allí. No tendrían que vigilar mucho tiempo.
Aunque el suelo estaba roto, el hielo y la nieve cubrían todos los accidentes. Detrás de los dos hombres había terrenos más altos, también cubiertos por la alfombra blanca. Sólo en el norte había una fea oscuridad grisácea, allí donde el cielo bajaba como un brazo lastimado para encontrarse con el mar. Sin embargo, los ojos de los hombres estaban continuamente fijos en el este. Después de un rato de darse palmadas y golpear el suelo con los pies, cuando en el aire de alrededor flotó el nebuloso vapor del aliento de ambos, volvieron a esperar acomodándose bajo las pieles.
Alehaw apoyó en la roca el codo velludo, y hundió el pulgar en el hueco de la mejilla izquierda, sosteniendo el peso del cráneo sobre el hueso zigomático y cubriéndose los ojos con cuatro dedos enguantados en pelo crespo.
El hijo esperaba con menos paciencia. Se revolvía debajo de las pieles cosidas entre sí. Ni él ni su padre eran novatos en este tipo de cacería. Cazar osos en las Barreras era parte de la vida cotidiana, corno antes lo había sido para los padres de ellos. Pero el frío que venía de las huracanadas bocas de las Barreras los había empujado, juntamente con la enferma Onesa, hacia las temperaturas más suaves de las llanuras. Yuli se sentía, pues, inquieto y excitado.
La madre enferma y la hermana, junto con la familia de la madre, se encontraban a algunas millas; los tíos se aventuraban esperanzados hasta el mar de hielo, llevando el trineo y las lanzas de marfil. Yuli se preguntaba cómo habrían capeado esa tempestad de días, si ahora estarían de banquete, cociendo pescado o trozos de carne de foca en la olla de bronce de la madre. Soñó el aroma de la carne en la boca, la áspera sensación mientras la grasa se le mezclaba con la saliva y él tragaba, el sabor… Algo le estalló en el vientre al pensarlo.
—Allí, mira. —El codo del padre le golpeó el bíceps.
Un alto frente nuboso, color de hierro, se elevó rápidamente en el cielo, oscureciendo a Freyr y derramando sombras sobre el paisaje. Todo era un borrón blanco e indefinido. Por debajo del farallón donde se encontraban, se extendía un gran río helado: el Vark, como había oído Yuli que lo llamaban. Estaba tan cubierto de nieve que nadie podía saber que era un río, si no caminaba sobre él. Hundidos hasta las rodillas en la escarcha, habían oído debajo un suave rumor. Alehaw se había detenido, introduciendo en el hielo el extremo afilado de la espada, y poniéndose el pomo en el oído, escuchando cómo el agua fluía oscura en algún lugar, más abajo. La costa opuesta del Vark estaba indicada vagamente por unos terraplenes, interrumpidos aquí y allá por marcas negras, con árboles caídos que la nieve cubría a medias. Más allá, sólo la tediosa llanura continuaba y continuaba, hasta una línea distinta de color castaño, bajo los hoscos chales del remoto cielo oriental.
Entornando los ojos, Yuli miró y miró la línea. Por supuesto, su padre tenía razón. Su padre lo sabía todo. Sintió que el orgullo le henchía el corazón al pensar que era Yuli, el hijo de Alehaw. Los yelks se acercaban.
Unos minutos más tarde aparecieron los animales de la primera línea, que avanzaban juntos en un frente amplio, precedidos por la ola que se levantaba cuando los cascos elegantes golpeaban la nieve. Avanzaban cabizbajos, y detrás venían más, y más, y más. A Yuli le pareció que los habían visto, a su padre y a él, y que se acercaban. Miró ansiosamente a Alehaw, que indicó cautela con un dedo.
—Espera.
Yuli tembló dentro de las pieles de oso. La comida se aproximaba, suficiente para alimentar a todas las criaturas y tribus a quienes Freyr y Batalix hubieran iluminado (o Wutra hubiera sonreído) alguna vez.
Cuando los animales estuvieron más cerca, aproximándose firmemente a paso de hombre con prisa, trató de imaginar qué enorme era el rebaño. La mitad del paisaje estaba cubierta de animales en marcha, de pieles blancas y costadas, mientras las bestias continuaban asomando en el horizonte oriental. ¿Quién sabía qué había allí, qué misterios, qué terrores? Sin embargo, nada podía ser peor que el frío lacerante de las Barreras, y esa gran boca roja que Yuli había vislumbrado una vez entre las fugaces nubes desgarradas, eructando lava sobre la ladera humeante…
Ahora era posible ver que aquella masa viviente de animales no era sólo un rebaño de yelks. En medio de ellos había unas bestias de mayor tamaño, que se erguían como rocas de cima redonda en una llanura móvil. El animal mayor parecía un yelk: el mismo cráneo largo con elegantes cuernos protectores, enroscados a cada lado, la misma greñuda crin sobre la piel gruesa y apelmazada, la misma giba en el lomo, cerca de la grupa. Pero se alzaban con una estatura una vez y media mayor que los yelks de alrededor. Eran los gigantescos biyelks, seres formidables capaces de llevar sobre el lomo a dos hombres a la vez, como le había dicho a Yuli uno de sus tíos.
Un tercer animal los acompañaba. Eran los gunnadus; y Yuli les veía los cuellos que se alzaban en todas partes a los lados del rebaño. Mientras la masa de yelks se adelantaba con indiferencia, los gunnadus corrían excitados de aquí para allá, sacudiendo las pequeñas cabezas en el extremo de los largos cuellos. La característica más notable, un par de orejas enormes, se volvía hacia uno y otro lado, atendiendo a inesperadas alarmas. Era el primer animal bípedo que veía Yuli, dos enormes patas como pistones que impulsaban un cuerpo cubierto de pelo largo. El gunnadu era dos veces más rápido que el yelk o el biyelk; sin embargo, cada animal mantenía su puesto dentro del rebaño.
Un trueno sordo, pesado y continuo señalaba la aproximación del rebaño. Desde donde estaban Yuli y el padre sólo era posible distinguir las tres especies si se sabía adonde mirar. Se fundían unas con otras bajo la melancólica luz veteada. El negro frente nuboso había avanzado más rápidamente que el rebaño, y ahora cubría por completo a Batalix: el bravo centinela no reaparecería durante varios días. Una arrugada alfombra de animales se extendía por el paisaje, y los movimientos de los individuos no eran más visibles que las distintas corrientes de un río turbulento.
Una niebla cubría el rebaño, haciéndolo aún más indistinto. Era una niebla de calor, sudor, y pequeños insectos alados y voraces que sólo podían procrear al calor de los cuerpos de cascos nudosos.
Respirando más rápido, Yuli miró de nuevo: Oh, las criaturas que iban delante estaban ya ante las costas del helado Vark. Se acercaban más y más; el mundo era un solo animal multitudinario e ineludible. Volvió la cabeza y echó a su padre una mirada inquisitiva. Alehaw advirtió el movimiento, pero continuó mirando al frente con los dientes apretados, entornando los ojos bajo las acusadas protuberancias de las cejas. —Silencio —ordenó.
La marea viva alcanzó la ribera, fluyó por encima, se lanzó como una catarata al hielo escondido. Algunas criaturas, adultos torpes y pesados o jóvenes saltarines, tropezaron contra los troncos caídos, pateando furiosamente con las patas delgadas antes de ser atropellados por la presión del rebaño.
Ahora se podían distinguir animales aislados. Tenían las cabezas gachas. Los ojos, orlados de blanco, miraban fijamente. Unos hilos de saliva verde y espesa colgaban de muchas bocas. El frío helaba el vapor de los ollares, esparciendo partículas de hielo sobre la piel del cráneo. La mayoría de las bestias se movía penosamente, con la piel cubierta de harto, sangre, excrementos, o colgando en tiras allí donde la habían desgarrado los cuernos de algún animal vecino.
Los biyelks en particular, rodeados por las criaturas más pequeñas, alzando los enormes hombros de gruesa piel gris, caminaban con una especie de parsimoniosa incomodidad; revolvían los ojos cuando escuchaban los chillidos de los animales que caían, y comprendían que allá adelante los esperaba alguna especie de peligro amenazador, hacia el que era inevitable avanzar.
La masa de animales cruzaba el río helado, salpicando nieve. El ruido llegaba claramente a los dos observadores; no sólo el rumor de los cascos sino también las respiraciones roncas, y el continuo coro de gruñidos y resoplidos, el roce de los cuernos contra los cuernos, y el chasquido de las orejas que se sacudían para ahuyentar las moscas persistentes.
Tres biyelks pisaron a la vez el río helado. El hielo se rompió crujiendo como si chillara. Trozos de casi un metro de espesor afloraron a la superficie mientras los pesados animales caían hacia adelante. E1 pánico dominó a los yelks. Los que estaban sobre el hielo intentaron huir en todas direcciones. Muchos tropezaron y quedaron sepultados debajo de los demás. La grieta se alargó. E1 agua gris y embravecida se elevó en el aire. El río, rápido y frío, fluía, chocaba y se deshacía en espumas, como feliz de sentirse libre, y las bestias caían en él mugiendo, con las bocas abiertas.
Nada podía detener a los animales. Eran una fuerza natural, como el río mismo. Continuaban avanzando, borrando del todo a los compañeros que caían, cerrando las filosas heridas abiertas en el Vark, tendiendo un puente de cuerpos amontonados, hasta alcanzar la orilla más próxima.
Yuli se puso de rodillas y alzó la lanza de marfil, con los ojos brillantes. El padre lo retuvo tomándolo por el brazo.
—Mira, tonto: phagors —dijo, echando a Yuli una mirada colérica y desdeñosa, mientras señalaba el peligro con la lanza.
Yuli volvió a acomodarse en el suelo, agitado, tan asustado por la cólera del padre como por la idea de los phagors.
El rebaño de yelks se apretujaba contra la saliente rocosa bramando a ambos lados. La nube de moscas y bichos, con aguijones que zumbaban encima de los animales, rodeaba ahora a Yuli y Alehaw. Y Yuli miró a través de este velo, intentando ver a los phagors. Al principio no vio a ninguno.
Nada podía distinguirse sino la avalancha de seres vivos desgreñados, movidos por una compulsión que ningún hombre era capaz de comprender. Cubrían el río helado, las costas, el mundo gris hasta el remoto horizonte donde se ocultaba bajo las nubes pardas como una manta debajo de una almohada. Había cientos de miles de animales, y los mosquitos se cernían sobre ellos en una continua exhalación oscura.
Alehaw retuvo a su hijo contra el suelo y le indicó con una ceja peluda un lugar a la izquierda. Ocultándose detrás de la piel que les servía de vivaque, Yuli miró. Dos gigantescos biyelks se movían hacia ellos. Los anchos hombros cubiertos de piel blanca estaban casi a la altura del saliente. Cuando Yuli apartó los mosquitos que tenía ante los ojos, la piel blanca se resolvió en phagors. Eran cuatro, dos en cada biyelk, aferrados a las crines de las monturas.
Se preguntó cómo no los había visto antes. Aunque se confundían con las gigantescas monturas, mostraban la arrogancia de toda criatura que anda montada entre otras a pie. Se apretaban sobre los hombros de los biyelks, con las fantásticas cabezas vueltas hacia el terreno más alto, donde el rebaño se detendría a pastar. Los ojos les brillaban debajo de los cuernos curvados hacia arriba. De vez en cuando echaban un chorro de lecha blanca por la ranura de los poderosos ollares, para quitarse de encima los insectos molestos.
Las cabezas torpes giraban sobre los cuerpos macizos, cubiertos de arriba abajo de largos pelos blancos. Las criaturas eran enteramente blancas, excepto los ojos, de un rosado rojizo. Montaban como si fueran parte de los biyelks. Detrás de ellos, un rústico bolso de piel, con palos y armas, se bamboleaba de un lado a otro. Ahora que Yuli había advertido la naturaleza del peligro, vio otros phagors. Sólo los privilegiados montaban. El individuo común iba a pie, a paso acompasado con el de los animales. Mientras miraba, tan tenso que ni siquiera se atrevía a apartar las moscas, Yuli vio un grupo de cuatro phagors que pasaban a pocos metros. No habría tenido dificultad en clavar la lanza entre los omóplatos del jefe, si Alehaw se lo hubiera ordenado.
Yuli examinó con particular interés los cuernos. Aunque parecían lisos a la luz escasa, eran de bordes afilados, por dentro y por fuera, desde la base hasta la punta.
Yuli deseaba tener uno de esos cuernos. Los cuernos de phagor eran utilizados como armas en las zonas más salvajes de las Barreras. Era por esos cuernos que los hombres educados de las ciudades distantes, al abrigo de la tempestad en sus guaridas, llamaban a los phagors la raza de dos filos.
El primer ser de dos filos avanzaba intrépidamente. Le faltaba la articulación de la rodilla y caminaba de un modo poco natural, mecánicamente; y así venía recorriendo millas y millas. La distancia no era un obstáculo.
El largo cráneo, profundamente enclavado entre los hombros, se inclinaba hacia adelante. En los brazos llevaba unas tiras de cuero que sostenían unos cuernos con puntas de metal, para alejar a los animales que se acercaran demasiado. No tenía encima más armas; pero en el bulto que transportaba un yelk próximo había lanzas y un arpón. Algunos animales también cargaban equipaje de los phagors del grupo.
Detrás del jefe había otros dos machos (eso le pareció a Yuli) seguidos por una hembra phagor. Era de constitución más delicada y traía una especie de bolso sujeto a la cintura. Las ubres rosadas se balanceaban entre el largo pelaje blanco. Un niño phagor iba montado a hombros, incómodamente aferrado al cuello, y con la cabeza apoyada en la de la madre. Tenía los ojos cerrados. La hembra caminaba automáticamente, corno deslumbrada. No se podía saber cuántos días había estado andando con los demás, o desde qué distancia.
Y había más phagors, en los flancos de la tropa. Los animales no reparaban en ellos: los aceptaban, como aceptaban a los insectos, porque no había alternativa.
El tamborileo de los cascos era punteado por la respiración fatigosa, las toses, el viento. Otro sonido se elevó. La lengua del phagor que encabezaba el grupo vibró emitiendo una especie de zumbido o gruñido, un áspero ruido de tono variable, quizá destinado a alentar a los tres que lo seguían. El ruido aterrorizó a Yuli. Luego se desvaneció, como los phagors mismos. Pasaron más animales, y también otros phagors, sin que ningún obstáculo los detuviera. Yuli y su padre se quedaron donde estaban, escupiendo insectos de vez en cuando, esperando el momento de atacar y conseguir la carne que tanto necesitaban.
Antes del ocaso, el viento se alzó otra vez, soplando como antes desde los helados picos de las Barreras, sobre los rostros del ejército migratorio. Los phagors avanzaban con las cabezas bajas, los ojos entornados. Unos largos hilos de saliva les brotaban de las comisuras de los labios y se les congelaban sobre los hombros como se congela la grasa arrojada al hielo.
La atmósfera era de hierro. Wutra, el dios de los cielos, había retirado los chales de luz, envolviendo en nubes sus dominios. Quizás había perdido otra batalla.
Por debajo de esta oscura cortina, Freyr alcanzó el horizonte y al fin se hizo visible. Las nubes se desgarraron y revelaron al centinela, que fulguró en un escenario de cenizas doradas. Brillaba animosamente sobre la desierta inmensidad, pequeño y ardiente, con un disco que era apenas la tercera parte del disco de la estrella compañera, Batalix. Sin embargo, Freyr daba más luz.
Se hundió en el eddre del suelo y desapareció.
Era el tiempo de la media luz, que predominaba en el verano y en el otoño, y quizás lo único que diferenciaba esas estaciones de otras aún más crueles. La media luz difundía una borrosa penumbra en el cielo nocturno. Sólo durante el Año Nuevo, Batalix y Freyr salían y se ponían juntos. Por el momento llevaban vidas solitarias, y se ocultaban frecuentemente detrás de las nubes, el humo fluctuante de las guerras de Wutra.
Observando cómo el día se convertía en media luz, Yuli previo que pronto llegarían las fuertes neviscas. Recordó una canción en antiguo olonets, la lengua de la magia, las cosas pasadas y las ruinas rojas; la lengua de las catástrofes, las bellas mujeres, los gigantes y los manjares; la lengua del ayer inaccesible. La canción se cantaba ahora en las estrechas cavernas de las Barreras:
Entristecido, Wutra echa a Freyr a rodar y a nosotros al mar,
Como en respuesta al cambio de luz, un estremecimiento general sacudió la masa de los yelks, que se detuvieron. Gruñendo, se acomodaron sobre el suelo pisoteado, metiendo las patas debajo del cuerpo. Para los enormes biyelks esta maniobra era imposible. Se durmieron donde estaban, con las orejas volcadas sobre los ojos. Algunos phagors se agruparon, buscando compañía, y otros se echaron con indiferencia al suelo y durmieron donde caían, con la espalda apoyada en el flanco de los yelks.
Todo dormía. Las dos figuras tendidas en el saliente de roca se echaron las pieles sobre las cabezas, y soñaron hambrientos, escondiendo el rostro entre los brazos replegados. Sólo velaba la neblina de insectos que picaban y chupaban.
Los seres que eran capaces de soñar se debatían en los enmarañados espejismos de la media luz.
En general, el panorama falto de sombras y de un nivel constante de sufrimiento, podía parecerle a cualquiera que lo observara por primera vez no tanto un mundo como un sitio que aún no había sido formalmente creado.
En ese momento de quietud hubo en el cielo un movimiento apenas más enérgico que el despliegue de la aurora poco antes suspendida sobre la escena. Un childrim solitario vino desde el mar, atravesando el aire a pocos metros por encima de la masa postrada. Parecía ser sólo una gran ala, roja corno las brasas de un fuego agonizante, moviéndose con ritmo letárgico. Cuando pasó por encima de los yelks, las bestias se agitaron y jadearon. Sobrevoló la roca donde estaban los dos humanos, y Yuli y su padre se agitaron y jadearon, como los yelks, viendo extrañas visiones en sueños. Luego la aparición se desvaneció, volando hacia las montañas del sur, dejando una estela de chispas rojas que morían en la atmósfera como reflejos de ellas mismas.
Un rato más tarde, los animales despertaron y se levantaron. Sacudiendo las orejas, que sangraban por las atenciones de los insectos, reiniciaron la marcha. Iban con ellos los biyelks y los gunnadus, dispersos aquí y allá. Y los phagors. Los dos humanos se incorporaron y vieron cómo se alejaban.
El gran avance continuó todo el día siguiente. Unas ráfagas furiosas cubrían de nieve los animales. Hacia la noche, cuando el viento impulsaba las desgarradas nubes por el cielo y en el frío había un filo sibilante, Alehaw avistó la retaguardia del rebaño.
No era tan compacta corno la vanguardia. Los animales rezagados se extendían a lo largo de varias millas; algunos cojeaban, otros tosían penosamente. A un lado se arrastraban unos largos seres peludos, con el vientre pegado al suelo, que esperaban la oportunidad de morder una pata y derribar una víctima.
Los últimos phagors pasaron junto al saliente. Iban montados, ya fuera porque temían a los escurridizos carnívoros o porque la marcha era difícil sobre el suelo cubierto de desechos. Alehaw se levantó entonces, indicando a su hijo que lo imitara. Se pusieron de pie, echando mano a las armas, y se deslizaron hacia el nivel inferior.
—Muy bien —dijo Alehaw.
La nieve estaba sembrada de animales muertos, sobre todo junto a las costas del Vark. Unos cuerpos ahogados taponaban la grieta del hielo. Las criaturas que habían tenido que echarse allí se habían congelado mientras descansaban y eran el núcleo rojo e irreconocible de unos grandes trozos de hielo.
Feliz de poder moverse, Yuli corrió, saltó y gritó. Lanzándose al río helado, se deslizó peligrosamente pisando el hielo roto, riendo y moviendo los brazos. El padre le ordenó vivamente que volviera.
Alehaw señaló algo entre los trozos de hielo. Unas sombras negras se movían, borrosamente visibles, definidas en parte por estelas de burbujas. Se abrían paso a través de la capa de hielo hasta el festín preparado para ellas, enrojeciendo el líquido turbio en que nadaban.
Otros depredadores venían por el aire: unas grandes aves se acercaban desde el este y el norte sombrío. Descendían aleteando pesadamente, y los ornados picos atravesaban el hielo hasta la carne sepultada. Mientras devoraban, clavaban en el cazador y en su hijo unos fríos ojos de ave.
Alehaw no perdió tiempo con ellas. Ordenándole a Yuli que lo siguiese, fue hacia el punto donde el rebaño había tropezado con los árboles caídos, gritando y blandiendo la lanza para asustar a las aves de presa. Allí los animales muertos eran fácilmente accesibles. Aunque habían sido pisoteados, una parte de la anatomía —el cráneo—estaba intacta. Sólo de ella se ocupaba Alehaw. Abría las mandíbulas muertas con la hoja del cuchillo, y cortaba diestramente las lenguas gruesas. La sangre le fluía por las muñecas hasta la nieve.
Mientras tanto, Yuli trepaba a los árboles y arrancaba las ramas rotas. Junto a un tronco caído limpió de nieve el suelo con los pies preparando un lugar protegido donde encender un pequeño fuego. Envolvió una rama aguzada en la cuerda del arco, y la hizo girar. La rama empezó a echar humo. Yuli sopló suavemente hasta que brotó una llamita como las que había visto muchas veces bajo el mágico aliento de Onesa. Cuando el fuego creció, puso encima la olla de bronce; la llenó de nieve y agregó sal de un bolso de cuero que traía entre las pieles. Todo estaba listo cuando apareció su padre con siete lenguas viscosas entre las manos y las dejó caer en la olla.
Cuatro para Alehaw, tres para Yuli. Comieron con gruñidos de satisfacción. Yuli esperaba que su padre lo mirase para sonreírle y mostrarle qué contento estaba, pero Alehaw comía con el ceño fruncido y los ojos fijos en el suelo pisoteado.
Aún había trabajo pendiente. Antes de terminar de comer, Alehaw se puso de pie y dispersó las brasas rojas a puntapiés. Las aves merodeadoras se elevaron un momento, y luego continuaron con su festín. Yuli vació la olla de bronce y la sujetó al cinturón.
Subieron casi hasta el punto donde el gran rebaño migratorio había alcanzado el límite occidental. En las tierras altas, los animales buscarían los líquenes debajo de la nieve, y pastarían los musgos verdes y altos en los lindes del bosque de alerces. En una meseta baja algunos animales terminarían la gestación y procrearían.
A la grisácea luz diurna, Alehaw y su hijo llegaron a una milla de esta meseta. Vieron a la distancia grupos de tres o más cazadores que se encaminaban hacia el mismo sitio; cada grupo ignoraba deliberadamente a los demás. Sólo ellos no eran más que dos, observó Yuli. Así pagaban la desgracia de no provenir de la llanura sino de las Barreras. Para ellos todo era más difícil.
Caminaban, inclinados, cuesta arriba. El camino estaba sembrado de rocas, allí donde un antiguo mar se había retirado ante la invasión del frío; pero ellos nada sabían de ese asunto, ni les importaba. A Alehaw y a su hijo sólo les importaba el presente.
Se quedaron al borde de la meseta, mirando hacia adelante, protegiéndose los ojos contra el aire helado. La mayor parte del rebaño había desaparecido. Los grupos aún en marcha sólo habían dejado atrás un olor acre, y a los animales que se reproducían.
Entre estos predestinados individuos no sólo había yelks, sino delicados gunnadus y macizos biyelks. Tendidos en el suelo, cubrían una extensa zona, muertos o moribundos, a veces con los flancos estremecidos. Otro grupo de cazadores se acercaba entre los animales agonizantes. Gruñendo, Alehaw señaló a un lado, y marchó con su hijo hasta un monte de pinos, donde había unos pocos yelks. Yuli observó cómo Alehaw mataba a la bestia inerme, que ya se abría paso hacia el mundo gris de la eternidad.
Como su monstruoso primo, el biyelk, y como el gunnadu, el yelk era un necrógeno, que sólo se reproducía al morir. Los animales eran hermafroditas, y a veces machos, y a veces hembras, demasiado toscos para contener los sistemas propios de los mamíferos, como el ovario o 1a matriz. Luego de la fecundación, el esperma se desarrollaba en el cálido interior en pequeñas formas larvales que crecían mientras devoraban el vientre materno.
En cierto momento, las larvas yelk llegaban a una arteria mayor. Entonces se esparcían como semillas al viento, y el animal huésped no tardaba en morir. Esto ocurría invariablemente cuando los grandes rebaños llegaban a la meseta, el límite occidental de la tierra de los yelks. Así había ocurrido durante edades incontables.
Mientras Alehaw y Yuli estaban junto a la bestia, el estómago se desinfló como un bolso viejo. El animal movió la cabeza y murió. Alehaw clavó la lanza al modo ceremonial. Los dos hombres se dejaron caer de rodillas en la nieve y abrieron con los cuchillos el vientre del yelk.
Dentro estaban las larvas, no mayores que la uña de un dedo, a veces tan diminutas que era difícil verlas, pero de sabor delicioso, y además muy nutritivas. Ayudarían a que Onesa se recuperase. Morían en contacto con el aire helado. Libradas a sí mismas, las larvas se desarrollaban bajo la piel del animal huésped. Dentro de ese pequeño universo oscuro, no vacilaban en devorarse unas a otras, y eran muchos los combates que se libraban en la aorta y en las arterias del mesenterio. Las sobrevivientes pasaban por sucesivas metamorfosis, creciendo en tamaño y disminuyendo en número. Finalmente, dos, o quizá tres yelks de rápidos movimientos emergían por la garganta o el ano y se enfrentaban al famélico mundo exterior. Esto ocurría justo a tiempo de evitar que los rebaños los pisotearan hasta la muerte mientras se reunían en la meseta para la migración de regreso, hacia la lejana Chalce, en el noreste.
Unos gruesos pilares de piedra salpicaban la meseta, entre los animales que morían y procreaban a la vez. Habían sido levantados por una raza anterior de hombres. En cada pilar había un sencillo dibujo labrado: un círculo, o una rueda, con un círculo menor en el centro. Desde el círculo menor partían hacia afuera dos radios curvos y opuestos. Ninguno de los presentes en aquella meseta labrada por el océano, cazador o animal, prestaba la menor atención a esos pilares decorados.
Yuli estaba embelesado con la presa. Cortó tiras de piel y las entretejió haciendo un saco rústico en el que metió las larvas de yelk. Mientras tanto, el padre disecaba el cuerpo: todos los trozos eran útiles. Construiría un trineo con los huesos más largos, sujetándolos con tiras de cuero. Un par de cuernos haría las veces de patines y los ayudaría a empujar el pesado trineo de vuelta hasta la casa. Porque el pequeño vehículo iría cargado con apretados trozos de carne del lomo y las costillas de la bestia, cubierto todo con el resto de la piel.
Ambos trabajaban juntos, gruñendo por el esfuerzo, con las manos rojas y el aliento elevándose sobre ellos en una nubecilla, donde se reunían los mosquitos.
De repente, Alehaw lanzó un grito terrible, cayó hacia atrás e intentó echar a correr.
Yuli miró en torno, aterrorizado. Tres grandes phagors blancos habían salido de entre los pinos y estaban sobre ellos. Dos atacaron a Alehaw mientras se incorporaba y lo derribaron a palos sobre la nieve. El otro se precipitó contra Yuli, que gritó y rodó a un lado, eludiendo el golpe.
Habían olvidado por completo el riesgo de los phagors, y se habían descuidado. Mientras giraba, saltaba y evitaba el garrote, Yuli vio a los cazadores vecinos: se atareaban tranquilamente con un yelk moribundo, como él y su padre un momento antes. Tan decididos estaban en concluir su tarea, construir sus trineos y partir —tan próximos estaban a morir de inanición—, que siguieron trabajando, de vez en cuando volviéndose apenas hacia la pelea. La historia habría sido distinta si hubieran sido parientes de Alehaw y Yuli. Pero eran hombres de la llanura, extraños y hostiles. Yuli les gritó pidiendo ayuda, sin resultado. Uno de ellos arrojó a los phagors un hueso sanguinolento. Eso fue todo.
Esquivando los golpes, Yuli echó a correr, resbaló y cayó. El phagor aulló. Yuli quedó en una posición instintivamente defensiva, apoyado en una pierna. Cuando el phagor saltó sobre él, Yuli alzó el cuchillo por debajo del brazo y lo hundió en el ancho vientre del atacante. Vio con disgusto y asombro cómo el brazo desaparecía entre el duro pelaje hirsuto, que se cubría inmediatamente de sangre espesa y dorada. Luego el cuerpo cayó y Yuli rodó por el suelo; rodó alejándose del peligro, en busca de cualquier protección posible, hasta llegar jadeando al costillar del yelk muerto; desde allí miró el mundo que de pronto era un mundo inamistoso.
El phagor había caído al suelo. Ahora se incorporaba, con las enormes manos córneas apretadas contra la mancha dorada del vientre, dando unos pasos vacilantes, gritando: —Aoh, aoh, aohhh, aohhh—. Cayó de cabeza y no volvió a moverse.
Más allá, Alehaw yacía tendido en la nieve; pero los dos phagors lo recogieron y uno de ellos lo cargó sobre los hombros. La pareja miró alrededor; vieron al compañero caído, cambiaron una mirada, gruñeron, volvieron la espalda a Yuli, y empezaron a alejarse.
Yuli se incorporó. Descubrió que las piernas le temblaban dentro de los pantalones de cuero. No sabía qué hacer. Aturdido, esquivó el cuerpo del phagor que él había matado —cómo se jactaría ante la madre y los tíos— y corrió hasta el lugar de la pelea. Recogió la lanza, titubeó, y recogió también la lanza de su padre. Luego se puso a seguir a los phagors.
Avanzaban trabajosamente cuesta arriba, inclinados bajo la pesada carga. Pronto advirtieron que el muchacho los seguía, y se dieron vuelta una y otra vez, sin demasiado Interés, tratando de ahuyentarlo con amenazas y gestos. Era evidente que no les parecía digno de que gastaran en él una lanza.
Cuando Alehaw recobró el sentido, los dos phagors se detuvieron, lo pusieron de pie y a golpes lo obligaron a caminar entre ellos. Emitiendo una serie de silbidos, Yuli hizo saber a su padre que estaba cerca; pero cada vez que el hombre más viejo intentaba mirar por encima del hombro, uno de los phagors le asestaba un golpe que lo hacía tambalear.
Los phagors alcanzaron poco a poco a un grupo de su propia especie: una hembra y dos machos. Uno de los machos era viejo y caminaba con un palo tan alto como él, sobre el que se apoyaba pesadamente mientras ascendía. De vez en cuando, resbalaba en las pilas de excrementos de los yelks.
Al fin los excrementos desaparecieron y también el hedor. El rebaño migratorio no había pasado por allí. El viento había amainado; en la ladera crecían abetos. Varios grupos de phagors subían trepando. Muchos se doblaban bajo los cuerpos muertos de los yelks. Y detrás de ellos, un ser humano de siete años, con el corazón amedrentado, trataba de no perder de vista a su padre.
El aire se tornó pesado y denso, como por un hechizo. Los árboles se apretaban, el paso era más lento y los phagors se veían obligados a agruparse. Las lenguas córneas emitían un sonido áspero y el canto resonaba con fuerza; era un zumbido que en ocasiones ascendía en un ardiente crescendo y luego descendía. Yuli, aterrorizado, se retrasó un poco más, corriendo de un árbol a otro.
No podía comprender por qué Alehaw no se libraba de sus captores y corría ladera abajo; entonces podría recuperar su lanza, y los dos juntos, espalda contra espalda, matarían a todos los phagors. Pero el padre seguía cautivo, y ahora era una figura delgada que se perdía entre las figuras apretadas en la penumbra, bajo los árboles.
El canto zumbante se elevó ásperamente y murió. Una luz verdosa y ahumada brillaba enfrente, anunciando una nueva crisis. Yuli se deslizó agazapado hasta el próximo árbol. Delante había una construcción de algún tipo, con una puerta doble entreabierta. Se veía luz. Los phagors gritaban y la puerta se abrió más. Se vio que la luz venía de una antorcha que alguien sostenía.
—¡Padre, padre! —gritó Yuli—. ¡Corre, padre! ¡Estoy
aquí!
No hubo respuesta. En la confusión acrecentada por la luz, era imposible ver si Alehaw había sido empujado puertas adentro. Uno o dos phagors se volvieron con indiferencia hacia Yuli y lo amenazaron sin animosidad.
—Ve a gritar al viento —dijo uno en olonets. Sólo querían
esclavos adultos.
La última robusta figura entró en la vivienda. Con nuevos gritos, las puertas se cerraron. Yuli corrió hasta ellas y golpeó los burdos maderos, dando voces, hasta que oyó dentro un cerrojo que caía. Se quedó allí largo rato, con la frente apoyada en la puerta, incapaz de aceptar lo que había ocurrido.
Las puertas estaban instaladas en una fortificación de grandes bloques de piedra sencillamente apilados unos sobre otros y cubiertos de largos colgajos de musgo. La construcción era sólo la entrada de una de las cavernas subterráneas donde, como Yuli sabía, habitaban los phagors. Eran criaturas indolentes, y preferían que los humanos trabajaran para ellos.
Durante un rato merodeó ante las puertas y luego subió la empinada ladera hasta que encontró lo que esperaba encontrar. Era una chimenea, tres veces más alta que él, y de considerable circunferencia. Pudo trepar fácilmente pues la chimenea se iba adelgazando hacia la cima y entre los bloques de piedra, toscamente superpuestos, había huecos que permitían apoyar el pie. Las piedras no estaban tan frías como Yuli hubiera esperado, ni cubiertas de escarcha.
En la parte superior se asomó imprudentemente al borde, y en el acto se echó atrás de modo que perdió pie y cayó. Aterrizó sobre el hombro izquierdo y rodó en la nieve.
Había recibido una bocanada de aire caliente y fétido, mezclado con humo de leña y exhalaciones rancias. La chimenea era el tubo de ventilación de los cubiles de los phagors, debajo del suelo. No podía entrar por esa vía. Estaba encerrado fuera, y había perdido a su padre para siempre.
Se sentó miserablemente en la nieve. Tenía los pies cubiertos de pieles atadas a lo largo de las piernas. Llevaba un par de pantalones y una túnica forrada de piel de oso, cosida por su madre. Y como abrigo adicional tenía una parka con capucha. Onesa, en un momento en que se sentía mejor, había decorado la parka con tres franjas de piel blanca, de conejo de las nieves, en cada hombro, y unas cuantas rojas y azules en el cuello. A pesar de esto, Yuli tenía un aspecto deplorable, con las ropas manchadas de grasa y barro, que olían fuertemente a Yuli. El rostro, de piel trigueña cuando estaba limpio, tenía marcas oscuras de suciedad, y el pelo le caía desgreñado sobre las sienes y el cuello. Tenía una nariz achatada, que empezó a frotar, y una boca ancha y sensual, que empezó a fruncir, revelando un diente delantero roto mientras se echaba a llorar y golpeaba la nieve.
Un rato más tarde se puso de pie y caminó entre los solitarios alerces, arrastrando la lanza del padre. La alternativa era volver sobre sus pasos y tratar de regresar al lado de la madre enferma, si lograba encontrar el camino a través del desierto helado.
Recordó además que estaba hambriento.
Sintiéndose desesperadamente abandonado, hizo un gran alboroto ante las puertas cerradas. No hubo ninguna respuesta. Empezó a nevar, lenta pero incesantemente. Se quedó un instante con los puños alzados por encima de la cabeza. Escupió contra los maderos. Eso para su padre. Lo odiaba por ser tan débil. Recordó todos los golpes que había recibido de su mano. ¿Por qué no había golpeado a los phagors?
Por último se volvió y echó a caminar entre la nieve que caía, cuesta abajo.
Arrojó la lanza del padre contra un arbusto.
Combatiendo contra la fatiga, el hambre lo llevó hasta el Vark. Las esperanzas se le disiparon en pocos segundos. No quedaba un yelk muerto sin devorar. Los depredadores habían venido de todas direcciones, y cada uno se había llevado su ración de carne. Sólo quedaban pieles y huesos desnudos junto al río. Aulló de furia y decepción.
La superficie del río estaba escarchada, y había nieve sobre el hielo sólido. La apartó con el pie y miró hacia abajo. Los cuerpos de algunos animales estaban aún dentro del hielo. Vio una cabeza de yelk que se movía inerte en la oscura corriente inferior. Unos peces grandes le devoraban los ojos.
Trabajando arduamente con la lanza y un cuerno afilado, Yuli perforó un agujero en el hielo, lo agrandó y aguardó, con la lanza preparada. Unas aletas resplandecieron en el agua. Arrojó el arma. Un pez brillante, con manchas azules, boqueaba sorprendido en la punta de la lanza. Era tan largo como las dos manos abiertas de Yuli, puestas pulgar contra pulgar. Lo asó sobre un fuego pequeño, y tenía buen sabor. Yuli eructó y durmió una hora, apoyado en un tronco. Luego inició el viaje al sur, por el sendero que la migración casi había borrado.
Freyr y Batalix cambiaron de guardia en el cielo, como correspondía, y Yuli seguía caminando: única figura que se movía en el desierto.
—Madre —gritó a su esposa el viejo Hasele, antes de llegar
a la cabaña—. Mira, madre, lo que he encontrado en los Tres
Arlequines.
Su arrugada y vieja mujer, Lorel, coja de nacimiento, renqueó
hasta la puerta, sacó la nariz al aire glacial y
respondió: —No importa qué hayas encontrado. Hay gente de
Pannoval que te espera para negociar.
—¿Pannoval, eh? Aguarda a que vean lo que he encontrado en los Tres Arlequines. Necesito ayuda, madre. Ven, no hace demasiado frío. Malgastas tu vida, siempre metida en casa.
La casa era sumamente rústica: pilas de rocas, algunas más altas que un hombre, entremezcladas con tablas y maderos, y techo de pieles sobre el que crecía la hierba. Los intersticios habían sido rellenados con líquenes y barro, para evitar que el viento se colara en el interior, y las paredes estaban apuntaladas en distintos lugares con palos y troncos, de modo que el conjunto se parecía mucho a un puercoespín muerto. A la estructura original se habían agregado habitaciones adicionales, con el mismo espíritu de improvisación. Unas chimeneas de bronce se erguían contra el cielo agrio, humeando suavemente. En algunas habitaciones se secaban las pieles y los cueros que en otras se vendían. Hasele era trampero y comerciante, y había logrado ganarse la vida con suficiente eficacia para tener ahora, en sus últimos años, una esposa y un trineo tirado por tres perros.
La casa de Hasele estaba encaramada en una estribación baja que se curvaba hacia el este a lo largo de varias millas. En esa estribación había muchas rocas, algunas hendidas, otras apiladas, que daban abrigo a pequeños animales, y era por lo tanto un excelente terreno de caza para el viejo trampero, menos dispuesto que en su juventud a alejarse demasiado. Había puesto nombre a algunas de las acumulaciones de rocas más monumentales, como los Tres Arlequines. Allí excavaba en los depósitos de sal, extrayendo la que necesitaba para curar las pieles.
Piedras menores cubrían la ladera, y sobre ellas, en el lado este, se alzaban unos conos de nieve, cuyo tamaño variaba según la naturaleza de las rocas, y que señalaban con precisión la dirección del viento, que venía de las lejanas Barreras en el oeste. Una vez, en días más favorables, allí se habían extendido unas playas desaparecidas mucho tiempo atrás, la costa norte del continente de Campannlat.
Al este de los Tres Arlequines crecía un pequeño macizo de arbustos espinosos, que aprovechaban la protección del granito para echar de vez en cuando alguna hoja verde. El viejo Hasele apreciaba mucho estas hojas, que utilizaba en la olla, y había colocado trampas en torno de los arbustos, para alejar a los animales. Allí había encontrado al joven, inconsciente, enredado en las ramas espinosas, y a quien arrastraba ahora, con la ayuda de Lorel, al santuario ahumado de la cabaña.
—No es ningún salvaje —comentó Lorel con admiración—. Mira esta parka, adornada con cuentas rojas y azules. Son bonitas, ¿verdad?
—Eso no importa ahora. Haz que tome un poco de sopa, madre.
Así lo hizo ella, dando golpecitos en la garganta del muchacho hasta que él tragó, tosió, se incorporó y pidió más, susurrando. Lorel siguió alimentándolo mientras le miraba compungida las mejillas, los ojos y oídos hinchados por incontables picaduras de insectos, y la sangre que había goteado y se había apelmazado en el cuello. El muchacho tomó más sopa, gimió y volvió a caer en la inconsciencia. Ella lo sostuvo, pasándole un brazo por debajo de la axila, meciéndolo y recordando una antigua felicidad a la que ya no podía dar nombre.
Cuando buscó culpablemente a Hasele con la mirada, advirtió que él había salido de la habitación, a ocuparse de sus negocios con los hombres de Pannoval.
Suspirando, soltó la cabeza oscura del muchacho y siguió a su marido. Estaba bebiendo licor con los dos comerciantes, hombres de gran talla. Las parkas humeaban en el calor. Lorel tiró de la manga de Hasele.
—Quizá estos dos caballeros quieran llevar al joven enfermo que has encontrado hasta Pannoval. Nosotros no podemos darle de comer. Ya pasamos hambre solos. Pannoval es rica.
—Déjanos, madre. Estamos haciendo negocios —dijo Hasele, en tono señorial.
Lorel salió cojeando por la puerta trasera y miró cómo el phagor cautivo, arrastrando sus cadenas, metía a los perros en las perreras. Miró por encima de la espalda encorvada el pétreo paisaje gris que se extendía millas y millas y se confundía con el cielo desolado. El joven había venido desde algún punto de ese desierto. Quizá una o dos veces por año una o dos personas llegaban tambaleándose del desierto de hielo. Lorel jamás había tenido una impresión clara acerca del sitio de donde venían, ya que del otro lado del desierto había unas montañas aún más heladas. Uno de esos fugitivos había hablado balbuceando de un mar helado que era posible cruzar. Lorel trazó el círculo sagrado sobre sus pechos secos.
En su juventud le había molestado no tener una imagen clara del mundo. En una ocasión se había abrigado y había salido a mirar hacia el norte desde lo alto de las colinas. Los childrims volaban sacudiendo las alas solitarias, y ella había caído de rodillas con la deslumbrante imagen de una sagrada multitud que remaba impulsando la gran rueda chata del mundo, hacia un sitio donde no siempre soplaba el viento ni siempre caía la nieve. Y luego había regresado a la casa llorando, con odio, por la esperanza que los childrims le habían traído.
Aunque el viejo Hasele había alejado a su mujer con un ademán señorial, había tomado buena cuenta, como siempre, de lo que ella había dicho. Cuando el trato con los dos hombres de Pannoval se cerró al fin, y una pila de objetos preciosos —hierbas, especias, fibras de lana y harina—equilibró el peso de las pieles que los hombres cargarían en el trineo, Hasele preguntó si llevarían consigo al joven enfermo de vuelta a la civilización. Mencionó que tenía una buena parka con adornos, y que por tanto —sólo era una posibilidad—quizás fuera una persona de importancia, o por lo menos el hijo de alguien importante.
Hasele se sorprendió cuando le respondieron que de buena gana llevarían al joven. Necesitarían una piel de yelk más, para cubrirlo y compensar los mayores gastos. Hasele murmuró un rato, y luego accedió satisfecho. No podría alimentarlo, si el joven vivía; y si moría… No le gustaba alimentar a los perros con restos humanos, ni la costumbre nativa de la momificación de los muertos en la intemperie helada.
—Trato hecho —dijo, y fue en busca de la peor piel que pudiera encontrar.
Ahora el joven estaba despierto. Había aceptado un poco más de sopa y una pata de conejo de las nieves. Cuando oyó entrar a los hombres, se echó atrás con los ojos cerrados y una mano oculta en la parka.
Ellos lo miraron distraídamente, y se volvieron. Se proponían cargar el trineo con sus nuevas propiedades, hacerse atender unas horas por Hasele y la mujer, emborracharse, dormir la borrachera, y emprender el difícil viaje a Pannoval, en el sur.
Así se hizo. El licor de Hasele se consumió ruidosamente. E incluso los ronquidos fueron ruidosos cuando los hombres se durmieron sobre un montón de pieles. Y Lorel atendió secretamente a Yuli, lo alimentó, le lavó la cara, le alisó los espesos cabellos, lo abrazó.
Al comienzo de la media luz, cuando Batalix estaba en el horizonte, se llevaron a Yuli y él fingió que todavía estaba inconsciente mientras los hombres lo subían al trineo y hacían restallar los látigos, frunciendo el ceño para sacar fuerzas del frío atenazador, y partían de prisa.
Esos dos hombres, que llevaban una vida dura, robaban a Hasele y a cualquier otro trampero que visitaran, tanto como los tramperos consentían en dejarse robar, sabiendo que a su vez serían robados y estafados cuando revendiesen las pieles. El engaño era sólo una técnica de supervivencia, como la de abrigarse con cuidado. El sencillo plan de estos hombres consistía en degollar al recién adquirido inválido apenas estuvieran fuera de la vista de la destartalada casa de Hasele, tirar el cuerpo al ventisquero más próximo, y ocuparse de que sólo la parka, tan bien adornada, y quizá la túnica y los pantalones, llegaran al mercado de Pannoval.
Detuvieron los perros y frenaron el trineo. Uno de ellos preparó una brillante daga de metal y se volvió hacia la figura postrada.
En ese momento, la figura postrada se levantó con un grito, arrojó sobre la cabeza del hombre la piel que lo cubría, le dio una feroz patada en el estómago y corrió furiosamente en zigzag para evitar una posible lanza.
Cuando consideró que estaba suficientemente lejos, se volvió, al amparo de una roca gris, para ver si lo seguían. El trineo ya había desaparecido a la escasa luz. No había rastros de los hombres. No se oía ningún sonido, excepto el silbido del viento del oeste. Estaba solo en ese yermo glacial, unas horas antes de la salida de Freyr.
El horror se apoderó de Yuli. Después de que los phagors llevaran a su padre a los cubiles subterráneos, había errado en el desierto durante días incontables, enceguecido por la falta de sueño y el frío, y hostigado por los insectos. Se había extraviado por completo, y sentía la muerte cerca cuando cayó entre los espinos.
Un poco de comida y descanso le habían devuelto rápidamente la salud. Había permitido que los dos hombres lo cargaran en el trineo no tanto porque confiara en ellos —de ningún modo era así—sino porque ya no podía soportar a esa vieja que insistía en tocarlo de un modo que le disgustaba.
Y ahora, después de ese breve interludio, estaba nuevamente en el desierto, con un viento bajo cero que le pellizcaba las orejas. Pensó una vez más en su madre, Onesa, y en lo enferma que estaba. Cuando la vio por última vez ella tosía, y tenía en los labios una espuma sanguinolenta. Le había echado una mirada espectral mientras él partía con Alehaw. Yuli sólo ahora comprendía qué significaba espectral: ella no esperaba volver a verlo. Y si era ya un cadáver, de nada valía que él intentase volver.
Entonces, ¿qué?
Sólo había una posibilidad de sobrevivir.
Se puso de pie, y con un trote sostenido siguió las huellas del trineo.
Siete grandes perros con cuernos de los llamados asokins tiraban del trineo. La perra que mandaba en el grupo se llamaba Garrona. Colectivamente se los conocía como «el tiro de Garrona». Descansaban diez minutos cada hora; cada dos períodos de descanso recibían el pescado seco y maloliente que se guardaba en un saco. Luego este saco era colocado junto al trineo, y los dos hombres se echaban en él.
Yuli comprendió pronto esta rutina. Se mantuvo prudentemente alejado. Incluso cuando el trineo no estaba a la vista, si no había viento, alcanzaba a percibir el olor de los hombres y los perros. A veces se acercaba para ver cómo se hacían las cosas. Quería saber cómo manejar por sí mismo un tiro de perros.
Después de tres días de marcha continua, en que se concedieron a los asokins descansos más largos, llegaron a casa de otro trampero: una pequeña fortificación de madera, decorada con cornamentas de animales salvajes. Había hileras de pieles secándose al aire. Los hombres permanecieron allí mientras Freyr se hundía en el cielo, y también el pálido Batalix, y el brillante centinela reaparecía en el horizonte. Los hombres gritaban, borrachos, con el trampero, o dormían. Yuli robó unas galletas del trineo y durmió cómodamente envuelto en pieles.
Luego continuaron avanzando.
Hubo otras dos paradas, y varios días de marcha. El tiro de Garrona se encaminaba aproximadamente hacia el sur. Los vientos eran menos fríos.
Por fin fue evidente que se estaban acercando a Pannoval. Las nieblas que parecían alzarse adelante no eran tales, sino rocas macizas.
De la llanura brotaron montañas, con los flancos cubiertos de nieve profunda. La llanura misma se elevó y pronto estuvieron entre las primeras sierras; los dos hombres tenían que caminar junto al trineo, o empujarlo. Y luego aparecieron unas torres de piedra, y unos centinelas, que los detuvieron. También detuvieron a Yuli.
—Estoy siguiendo a mi padre y mi tío —dijo.
—Te has quedado atrás. Te alcanzarán los childrims.
—Lo sé, lo sé. Mi padre quiere reunirse de prisa con mi madre. También yo.
Le indicaron que siguiese adelante, sonriendo porque era tan joven. Por fin, los hombres se detuvieron. Dieron pescado seco a los perros, y los ataron. Buscaron un hueco protegido en la ladera, se cubrieron de pieles, bebieron alcohol y se durmieron.
Apenas oyó que roncaban, Yuli se acercó.
Era necesario matar a los dos hombres casi a la vez. Cualquiera de ellos podía derrotarlo fácilmente en una lucha, de modo que tenía que sorprenderlos. Consideró la posibilidad de apuñalarlos, o romperles la cabeza con una piedra: los dos métodos era arriesgados.
Miró alrededor para cerciorarse de que no lo veían. Sacó una correa del trineo, se acercó a los hombres y la ató al tobillo derecho de uno y al izquierdo del otro, de modo que trabara los movimientos de cualquiera que saltase primero. Los dos roncaban.
Al buscar la correa había visto varias lanzas en el trineo. Quizá habían querido venderlas y no habían podido. No se sorprendió. Alzó una de ellas, la balanceó, y le pareció que no estaba bien equilibrada como arma arrojadiza. Pero tenía una punta bien afilada.
Regresó junto a los hombres; empujó a uno con el pie hasta que se dio media vuelta, gruñendo, y quedó boca arriba. Blandiendo la lanza como para clavarla en un pez, Yuli le atravesó la parka, las costillas y el corazón. El hombre tuvo un terrible sobresalto convulsivo. Con una expresión espantosa, los ojos muy abiertos, se sentó, se apoyó en el asta de la lanza, se dobló sobre ella, y luego cayó hacia atrás con un largo suspiro que terminó en un estertor. Un vómito sanguinolento le brotó de la boca. El otro apenas se movió, murmurando.
Yuli advirtió que había clavado la lanza con tanta fuerza que la punta estaba hundida en el suelo. Volvió al trineo en busca de una segunda lanza, y se deshizo también del otro hombre, de modo parecido. El trineo era suyo. Y los perros.
Una vena le latió en la sien. Lamentaba que esos hombres no hubiesen sido phagors.
Puso los arneses a los perros, que ladraron, y se alejó del lugar.
Unas apagadas franjas luminosas irrumpieron en el cielo, y una montaña alta las eclipsó. Ahora había un sendero definido, que se ensanchaba a cada milla. Subió hasta alcanzar una elevada cresta rocosa. Llegó al otro lado de la cresta y vio una meseta alta y protegida, defendida por un formidable castillo.
Ese castillo estaba en parte excavado en la roca, en parte construido de piedra. Los aleros eran anchos, para que la nieve cayera sobre el camino. Un grupo de cuatro hombres montaba guardia detrás de una barrera de maderos interpuesta en el paso.
Yuli se detuvo cuando un guardia se acercó. Llevaba un traje de pieles adornado con piezas de bronce.
—¿Quién eres, muchacho?
—Estoy con mis dos amigos. Hemos salido a comprar pieles, como puedes ver. Vienen más atrás, con el otro trineo.
—No los veo. —El acento del hombre era extraño. No hablaba el olonets que Yuli había oído en las Barreras.
—Se habrán rezagado. ¿No conoces el tiro de Garrona? —Hizo restallar el látigo sobre los animales.
—Así es. Por supuesto. Lo conozco bien. No son gente que uno olvide con facilidad. —Se hizo a un lado, alzando el fuerte brazo derecho. —Arriba —llamó. La barrera se elevó, el látigo cayó, Yuli gritó y pasó.
Era la primera vez que veía Pannoval. Respiró profundamente.
Tenía al frente un risco enorme, tan liso que la nieve no se le adhería. En la pared del risco habían labrado una gigantesca imagen de Akha el Grande. Akha estaba en cuclillas, en la actitud tradicional, con las rodillas cerca de los hombros y los brazos alrededor de las rodillas, las manos juntas con las palmas hacia arriba y la llama sagrada de la vida en las palmas. La gran cabeza culminaba en un nudo de pelo. La cara a medias humana era terrorífica. Incluso las mejillas dejaban sin aliento al espectador. Sin embargo, los ojos almendrados eran bondadosos, y en la boca y las cejas se leía serenidad tanto como ferocidad.
Junto al pie izquierdo había una abertura en la roca, empequeñecida por la imagen. Cuando el trineo estuvo más cerca, Yuli comprobó que era también muy grande, posiblemente tres veces más alta que un hombre. En el interior vio luces, guardias con extrañas vestiduras y acentos, y pensamientos extraños en sus mentes.
Cuadró los jóvenes hombros y se adelantó con paso firme.
Así fue como Yuli llegó a Pannoval.
Nunca olvidaría la entrada en Pannoval, ese momento en que abandonó el mundo bajo el cielo. Deslumbrado, condujo el trineo más allá de los guardias y de un bosquecillo de árboles escuálidos, y se detuvo bajo la bóveda donde tanta gente se pasaba la vida. Mas allá de la puerta la niebla se combinaba con la oscuridad y creaba todo un mundo de esbozos, de formas desdibujadas. Era de noche: las pocas personas que se veían estaban envueltas en gruesas vestiduras, envueltas a su vez en un halo de niebla, que flotaba sobre ellas y las seguía lentamente, como un manto deshilachado. En todas partes había piedras, muros de piedra, mojones, casas, corrales, establos y escaleras de piedra: porque esa gran caverna misteriosa penetraba en el interior de la montaña, y había sido cortada a lo largo de los siglos en cubos iguales, separados unos de otros por paredes y escalones.
Con obligada economía, una sola antorcha fluctuaba en lo alto de cada escalinata, y la llama inclinada por la leve corriente de aire, iluminaba no sólo el entorno sino también la atmósfera brumosa que el humo hacía todavía más opaca.
El incesante trabajo del agua, durante eones y eones, había abierto en la roca una serie de cavernas conectadas entre sí, de distintos tamaños y a distintos niveles. Algunas de estas cavernas estaban habitadas, y ya eran parte del orden humano. Tenían nombre y todo lo necesario para sostener una vida humana rudimentaria.
El salvaje se detuvo; no podía seguir internándose en esa gran oscuridad mientras no encontrara un acompañante. Los pocos forasteros que, como Yuli, visitaban Pannoval, se reunían en una de las cavernas más grandes, que los habitantes conocían como Mercado. Allí se llevaban a cabo muchas de las tareas necesarias para la comunidad, pues se requería poca o ninguna iluminación artificial una vez que los ojos se acostumbraban a la penumbra. Durante el día resonaban allí las voces, y el golpeteo irregular de los martillos. En el Mercado, Yuli pudo cambiar los asokins y algunas mercancías del trineo por las cosas que necesitaba para su nueva vida. Tenía que quedarse allí. No había otro lugar adonde ir. Gradualmente se acostumbró a la oscuridad, al humo, a la mirada maliciosa y la tos de los pobladores. Los aceptó, junto con la segundad.
Tuvo bastante suerte, pues encontró a un comerciante honesto y paternal llamado Kyale, que ayudado por su mujer atendía una tienda en una callejuela de Mercado. Kyale era un hombre triste, con la boca curvada hacia abajo y oculta en parte por un oscuro bigote. Lo trató amistosamente por motivos que Yuli no podía comprender, y lo protegió de los embaucadores. Y además se tomó el trabajo de introducir a Yuli en este nuevo mundo.
Parte de los bulliciosos ecos del Mercado se podían atribuir a un río, el Vakk, que corría por una profunda garganta en la parte posterior. Era el primer río que Yuli veía fluir en libertad, y fue siempre para él una de las maravillas del sitio. Se quedaba arrobado escuchando el murmullo del agua; el alma animista de Yuli hacía del Vakk una cosa casi viviente.
El Vakk tenía un puente que permitía el acceso al final del Mercado donde el creciente declive del suelo necesitaba de muchos escalones, que culminaban en un amplio balcón. Allí había una gran estatua de Akha labrada en la roca. La figura se podía ver, con los hombros alzándose en medio de la oscuridad, aun desde el extremo opuesto del Mercado. Akha sostenía en las manos abiertas un verdadero fuego, que un sacerdote alimentaba a intervalos regulares, saliendo de una puerta en el estómago de Akha. Los fieles se presentaban regularmente ante los pies de Akha y le traían toda clase de regalos que eran aceptados por los sacerdotes, vestidos a rayas blancas y negras. Los suplicantes se postraban y un novicio barría el suelo con un plumero antes de que se atrevieran a mirar con esperanza los negros ojos de piedra situados arriba, envueltos en tinieblas, y se retiraran luego a lugares más profanos.
Estas ceremonias eran un misterio para Yuli. Le preguntó a Kyale. La respuesta fue una conferencia que lo dejó aún más confuso que antes. Ningún hombre puede explicarle su religión a un extranjero. Sin embargo, Yuli tuvo la clara impresión de que este antiguo ser, representado en la roca, luchaba contra las potencias desatadas en el mundo exterior, y particularmente contra Wutra, que gobernaba los cielos y todos los males relacionados con los cielos. A Akha no le interesaban mucho los humanos: eran demasiado pequeños para él. Lo que deseaba eran aquellas ofrendas regulares que lo mantenían fuerte y preparado para combatir a Wutra. Una poderosa corporación eclesiástica que velaba por que esos deseos se cumpliesen, y evitar así que el desastre cayera sobre la comunidad.
Los sacerdotes, aliados con la milicia, gobernaban Pannoval. No había un jefe superior, a menos que se pensara en el mismo Akha, quien, según se suponía, merodeaba por las montañas con un garrote celestial, como un gusano al acecho de Wutra y sus terribles cómplices.
Esto era sorprendente para Yuli. Conocía a Wutra. Wutra era el gran espíritu a quien sus padres, Alehaw y Onesa, ofrecían plegarias en momentos de peligro. Hablaban de Wutra como de un ser benévolo, que dispensaba la luz. Y por lo que recordaba, jamás habían mencionado a Akha.
Varios corredores, tan laberínticos como las leyes creadas por los sacerdotes, conducían a diferentes cámaras, cerca del Mercado. Algunas eran accesibles; en otras estaba prohibida la entrada a las gentes comunes. Nadie parecía dispuesto a hablar de las zonas prohibidas. Pero Yuli observó pronto que los malhechores eran arrastrados hacia ellas, con las manos atadas a la espalda; desapareciendo escaleras arriba en las sombras, algunos destinados al Santuario, y otros a la granja de castigo detrás del Mercado, llamada Guiño.
En cierta oportunidad, Yuli entró en un estrecho pasaje interrumpido por unas escaleras que llevaban a un gran salón regular llamado Reck. En Reck había también una enorme estatua de Akha, dedicada a los juegos, representado allí junto con un animal sujeto a una cadena que colgaba del cuello del dios; en Reck se celebraban falsas batallas, exhibiciones, competencias atléticas y combates de gladiadores. Las paredes estaban pintadas de rojo con dibujos abigarrados. Gran parte del tiempo no había casi nadie allí, y las voces resonaban en el espacio vacío. Los ciudadanos con una inclinación especial a la santidad iban entonces a gemir bajo la oscura bóveda. Pero en las ocasiones especiales en que había juegos, se oía música y las gentes se apretaban en el salón.
Otras importantes cavernas se abrían al Mercado. En el lado este, una red de pequeñas plazas o grandes entresuelos, subía entre escaleras de pesadas balaustradas hacia una caverna residencial llamada Vakk, en honor del río que allí nacía, profundamente enclavado en una hondonada sonora. Sobre el gran arco cíe entrada había unas elaboradas esculturas de cuerpos globulares entrelazados con olas y estrellas, aunque muchas habían sido destruidas en algún olvidado derrumbamiento.
Vakk era la caverna más antigua, con excepción del Mercado, y había en ella numerosas «viviendas», como se las llamaba, de muchos siglos de antigüedad. Para una persona que llegara al umbral de Vakk desde el mundo exterior, y contemplara —o mejor, imaginara— las terrazas escalonadas y borrosas que retrocedían en la oscuridad, Vakk tenía que parecer un sueño inquietante en el que no se podía distinguir la sustancia de la sombra. El hijo de las Barreras sintió que se le encogía el corazón. ¡Se necesitaba una fuerza como Akha para salvar al que anduviese por esa atestada necrópolis!
Pero se adaptó con la flexibilidad de la juventud. Llegó a pensar que Vakk era un barrio muy interesante. Con los aprendices de las corporaciones, jóvenes como él, recorrió aquel laberinto de viviendas dispuestas en muchas plantas y con frecuencia comunicadas entre sí. En estos innumerables cubículos superpuestos el mobiliario era fijo, labrado en la roca, como los suelos y los muros. Los derechos de ocupación y uso de la vivienda, de difícil dilucidación, se derivaban del sistema de corporaciones de Vakk, y en caso de disputa había que recurrir al juicio de un sacerdote.
Entre esas viviendas, Tusca, la bondadosa mujer de Kyale, encontró una habitación para Yuli, a sólo tres puertas de la casa de ellos. No tenía tejado, y las paredes eran curvas: Yuli se sentía como si lo hubieran puesto en una flor de piedra. Vakk tenía un pronunciado declive, y estaba apenas iluminada por la luz natural, aún menos que el Mercado. El hollín de las lámparas de aceite ensuciaba el aire pero como los sacerdotes cobraban un impuesto por las lámparas —cada una con un número en la base de arcilla— se usaban pocas veces. La misteriosa niebla que pesaba sobre el Mercado era menos densa que en Vakk.
Desde allí, una galería conducía directamente a Reck. En la zona inferior había también unos arcos irregulares que daban acceso a una caverna de gran altura llamada Groyne, de aire limpio y sano, aunque los habitantes de Vakk consideraban bárbaros a los de Groyne, sobre todo porque eran miembros de las corporaciones menos caracterizadas, como las de matarifes, curtidores y mineros de arcilla y madera fósil.
En la roca agujereada como un panal de abejas, entre Groyne y Reck, había otra caverna repleta de habitaciones y ganado. Era Prayn, y muchos la evitaban. La corporación de zapadores la estaba ampliando esforzadamente en la época en que llegó Yuli. Prayn recogía todos los desechos de los demás suburbios, que luego servían para alimentar en parte a los cerdos y en parte a noctíferos ávidos de calor. Algunos granjeros de Prayn criaban además una especie de pájaros llamada preet, con ojos luminosos y manchas luminiscentes en las alas. Los preets eran populares como pájaros enjaulados: añadían cierta luz a las viviendas de Vakk y Groyne, aunque también estaban sujetos a los impuestos de los sacerdotes de Akha.
«Los de Groyne son gente irascible, los de Prayn son gente temible» decía un refrán local. Pero a Yuli le parecían gente poco animada salvo cuando se excitaban con los juegos. Las raras excepciones eran los escasos comerciantes y tramperos que vivían en Mercado, en las terrazas de las corporaciones, y a quienes de vez en cuando se les presentaba la ocasión de que Akha los bendijera y enviara al mundo exterior por negocios, como había ocurrido con los dos hombres que él había conocido.
De todas las cavernas grandes, y de algunas pequeñas, salían túneles y corredores que se internaban en la roca, ascendiendo o descendiendo. En Pannoval abundaban las leyendas acerca de bestias mágicas que surgían de la oscuridad primordial de la roca, y de personas misteriosamente sacadas de sus viviendas y arrastradas a la montaña. Lo mejor era no moverse de Pannoval, donde Akha cuidaba a los suyos, vigilando con ojos ciegos. Mejor era Pannoval, y sus impuestos, que la fría claridad del exterior.
Las leyendas se mantenían vivas merced a la corporación de los narradores, que aguardaban en las escalinatas o en las terrazas, dispuestos a tejer fantásticos relatos. En ese mundo oscuro y nebuloso, las palabras eran como luces.
No le estaba permitido a Yuli entrar en otra parte de Pannoval —el Santuario— que aparecía frecuentemente en las conversaciones susurradas. Se podía llegar por las galerías y las escaleras desde el Mercado; pero había allí guardias de la milicia, y tenían mala reputación. Nadie se aventuraba voluntariamente por los recodos de ese camino. En el Santuario residían la milicia, que velaba día y noche por las leyes de Pannoval, y los sacerdotes, que velaban día y noche por las almas de los ciudadanos.
Todas estas estructuras eran tan maravillosas para Yuli que no podía ver los defectos obvios.
Le llevó poco tiempo, sin embargo, descubrir que la gente era vigilada muy de cerca. Nadie parecía sorprenderse ante ese sistema en que había nacido; pero Yuli, habituado a los espacios abiertos y a la ley de la supervivencia, tan fácil de comprender, se asombraba de que todo movimiento estuviese allí circunscrito. Sin embargo, los habitantes de Pannoval se consideraban sumamente privilegiados.
Yuli planeaba abrir una tienda junto a la de Kyale, con su provisión de pieles legítimamente adquirida. Pero descubrió que muchas reglamentaciones prohibían algo tan simple. No podía comerciar sin poseer una tienda, a menos que contara con una licencia especial, y para eso era menester haber nacido miembro de la corporación de buhoneros. Necesitaba una corporación, un aprendizaje, y ciertas calificaciones —una especie de examen— que sólo los sacerdotes conferían. También era imprescindible tener un certificado de la milicia, con referencias. Y no podía trabajar si no tenía una vivienda. Ni ocupar la habitación que Tusca había alquilado para él mientras no estuviera acreditado ante la milicia. Carecía de las calificaciones más elementales: la creencia en Akha y la prueba de haber hecho sacrificios regulares al dios.
—Es fácil. Como eres un salvaje, lo primero que has de hacer es visitar a un sacerdote. —Éste fue el dictamen del capitán de milicias, de expresión dura, a quien Yuli se presentó. Estaban en una pequeña habitación de piedra, con un balcón que se alzaba aproximadamente a un metro por encima de una terraza del Mercado, y desde donde se veía la animación del lugar.
El capitán vestía un manto, largo hasta el suelo, blanco y negro, sobre las pieles habituales. En la cabeza llevaba un yelmo de bronce con el símbolo sagrado de Akha, una especie de rueda con dos radios. Las botas de cuero le llegaban a media pantorrilla. Detrás de él había un phagor con una cinta tejida, blanca y negra, atada a la velluda frente blanca.
—No me escuchas —gruñó el capitán. Pero Yuli sólo tenía ojos para el silencioso phagor. No podía entender cómo estaba allí.
La bestia ancipital tenía un aire sereno y taciturno. La fea cabeza estaba estirada hacia adelante. Los cuernos habían sido aserrados, y los filos limados. Yuli alcanzó a verle, a medias oculto por el pelaje blanco, un collar de cuero en la garganta, en señal de sumisión al dominio humano. Sin embargo, los phagors eran una amenaza para los ciudadanos de Pannoval. Los oficiales solían llevar consigo un phagor domesticado; pues estos animales tenían la capacidad de ver en la oscuridad de las cavernas. Las personas corrientes temían a esos seres de andar bamboleante que hablaban olonets básico. ¿Cómo era posible —se preguntaba Yuli— que los hombres se aliaran a las mismas bestias que habían apresado al padre de él, y que las gentes de las tierras salvajes odiaban desde el principio de los tiempos?
La entrevista con el capitán fue desalentadora, y todavía no había comenzado lo peor. No podía vivir sin obedecer los reglamentos, que parecían interminables. Kyale lo había convencido de que sólo podía hacer una cosa: conformarse. Para ser un ciudadano de Pannoval había que pensar y sentir como ellos.
Le indicaron que visitara al sacerdote de la calle donde estaba su habitación. Así se inició una larga serie de sesiones en que le enseñaron la historia sagrada de Pannoval, «nacida a la sombra del Gran Akha entre las nieves eternas», y numerosas escrituras que había que aprender de memoria. Tenía que hacer todo lo que Sataal, el sacerdote, le ordenaba; incluso muchos recados aburridos, porque Sataal era perezoso. Para Yuli no fue un consuelo enterarse de que los niños de Pannoval pasaban por esos mismos cursos de instrucción a edad temprana.
Sataal era un hombre de constitución robusta, rostro pálido, orejas menudas, manos grandes. Llevaba la cabeza afeitada y la barba trenzada (como muchos sacerdotes de la orden), con lazos blancos en las trenzas. Vestía una túnica blanca y negra hasta las rodillas. Yuli tardó en comprender que, a pesar del pelo blanco, Sataal estaba aún en la mediana edad y aún no había cumplido veinte años. Sin embargo, caminaba de un modo que sugería a la vez vejez y piedad.
Cuando se dirigía a Yuli, Sataal hablaba siempre con amabilidad y distancia, abriendo un abismo entre ellos. Esa actitud era tranquilizadora para Yuli, como si le dijera: "Éstas son nuestras tareas, la tuya y la mía; pero no complicaré las cosas tratando de conocer tus sentimientos íntimos. "Yuli callaba, y se aplicaba a aprender todos los versos fustianos necesarios.
—Pero, ¿qué quieren decir? —preguntó, asombrado, en cierto momento. Sataal se levantó lentamente y se volvió en la pequeña habitación hasta que los hombros se le alzaron como una silueta negra en una lejana fuente luminosa, y el resto de él desapareció en la penumbra. Una luz le brilló en la coronilla cuando inclinó la cabeza y respondió, en tono admonitorio: —Primero aprender, joven; después interpretar. Cuando se sabe, la interpretación es lo más fácil. Aprende todo de memoria. No es verdaderamente necesario que comprendas. Akha no te exige comprensión: sólo obediencia.
—Me has dicho que Akha no se preocupa por nadie en Pannoval.
—Lo que importa, Yuli, es que Pannoval se preocupe por Akha. Ahora repite una vez más:
El que lame la ponzoña de Freyr como un pez muerde el cebo maléfico: ah, cuando al fin haya crecido, quemará nuestros débiles huesos.
—¿Pero qué quiere decir? —insistió Yuli—. ¿Cómo puedo aprender si no comprendo?
—Repite, hijo —dijo severamente Sataal—: «El que lame la ponzoña… »
Yuli vivía encerrado en la ciudad oscura. Aquellas redes de sombra parecían querer arrebatarle el alma, como las redes de los hombres que había visto en el mundo exterior y que capturaban peces bajo el hielo. La madre lo visitaba en sueños, con los labios cubiertos de sangre. Despertaba entonces, y tendido en el estrecho catre, miraba hacia arriba, muy arriba, más allá de la habitación en forma de flor, hacia la bóveda de Vakk. En ocasiones, cuando la atmósfera estaba clara, llegaba a distinguir detalles lejanos, murciélagos que pendían, estalactitas, rocas brillantes por el roce de líquidos que habían dejado de ser líquidos. Deseaba entonces escapar de la trampa en que se encontraba. Pero no había lugar adonde ir.
Una vez, en la desesperación de la medianoche, se había arrastrado en busca de consuelo hasta la casa de. Kyale. A Kyale le molestó que lo despertara, y le dijo que se marchase; pero Tusca le habló con cariño, como si fuera su hijo. Le acarició el brazo y le tomó la mano.
Después de un rato ella se echó a llorar suavemente, y le dijo que tenía un hijo, un joven de buen natural y de la edad de Yuli; se llamaba Usilk. La policía se había llevado a Usilk por un crimen que no había cometido, ella lo sabía. Todas las noches, acostada, despierta, pensaba en Usilk encerrado en las espantosas mazmorras del Santuario, custodiadas por phagors, y se preguntaba si volvería a verlo.
—La milicia y los sacerdotes son aquí tan injustos —susurró Yuli—. Mi pueblo, en el desierto, apenas tiene con qué vivir. Pero todos, unos y otros, son iguales ante el frío.
Después de una pausa, Tusca respondió: —Hay personas en Pannoval, hombres y mujeres, que no aprenden las escrituras y se proponen derribar a los gobernantes. Pero sin nuestros gobernantes seríamos destruidos por Akha.
Yuli miró el contorno de la cara de ella en la oscuridad.
—¿Y crees que se llevaron a Usilk… porque deseaba derribar a los gobernantes?
Apretándole la mano, ella contestó en voz baja: —No preguntes esas cosas, o tendrás dificultades. Sí, Usilk fue siempre rebelde, o tal vez conoció a mala gente…
—Deja de charlar —dijo Kyale—. Vuelve a la cama, mujer. Y tú a tu casa, Yuli.
Yuli conservaba todo esto en la cabeza mientras proseguían las lecciones de Sataal. Exteriormente se mostraba dócil.
—No eres un tonto, aunque sí un salvaje. Pero eso se puede cambiar —dijo Sataal—. Pronto llegarás a la próxima etapa. Porque Akha es el dios de la tierra y sus abismos, y sabrás algo más de cómo vive la tierra, y de cómo vivíamos nosotros en las venas de la tierra. Estas venas se llaman octavas de tierra, y ningún hombre puede ser feliz o estar sano si no vive en las octavas de tierra que le corresponden. Lentamente puedes alcanzar las revelaciones, Yuli. Quizás, si eres bueno, podrás convertirte tú mismo en sacerdote y servir mejor a Akha.
Yuli mantuvo la boca cerrada. No podía decirle al sacerdote que no necesitaba la atención particular de Akha: todo aquel nuevo modo de vida era para él una verdadera revelación.
Los días se sucedían pacíficamente. A Yuli le impresionaba la invariable paciencia de Sataal, y empezó a sentir menos disgusto por las lecciones. Incluso cuando no estaba con el sacerdote pensaba en sus enseñanzas. Todo era nuevo y curiosamente excitante. Sataal le había dicho que ciertos sacerdotes eran capaces de comunicarse con los muertos mientras ayunaban, y aun con ciertos personajes históricos. Yuli no había oído nunca nada parecido, pero no estaba seguro de que fuese un disparate.
Se acostumbró a vagar a solas por los suburbios de la ciudad, hasta que las densas sombras tuvieron para él colores familiares. Escuchaba a la gente, que con frecuencia hablaba de religión, y a los narradores, que solían combinar la ficciones con la religión.
La religión era la historia de las tinieblas, como el terror era la historia de las Barreras, donde los tambores tribales ahuyentaban a los demonios. Poco a poco, Yuli empezaba a vislumbrar en las charlas sobre religión un núcleo de verdad, y no un vacío: era necesario explicar cómo la gente vivía y moría. Sólo los salvajes podían prescindir de toda explicación. Haberse dado cuenta era para Yuli como haber encontrado la huella de un animal en la nieve.
En una ocasión estuvo en una parte maloliente de Prayn, donde los desechos humanos eran arrojados a las largas zanjas en las que crecían los noctíferos.
La gente parecía realmente temible, como decía el proverbio. Un hombre de pelo suelto y corto, que por lo tanto no era un sacerdote, corrió y saltó a una carretilla.
—Amigos —dijo—, escuchad un momento, ¿queréis? Abandonad vuestras tareas y oíd lo que os diré. No hablo en mi nombre, sino en el de Akha; animado por el espíritu de Akha, he de hacerlo; aunque ponga así mi vida en peligro, ya que los sacerdotes deforman las palabras de Akha para sus propios fines.
La gente se detuvo a escuchar. Dos intentaron burlarse del joven, pero los demás mostraron un sumiso interés, como el mismo Yuli.
—Amigos: los sacerdotes dicen que basta hacer sacrificios para que Akha nos resguarde en el corazón de la montaña. Yo digo que esto es mentira. Los sacerdotes están satisfechos y no les preocupa el sufrimiento de la gente común como nosotros. Akha os dice por mi boca que deberíamos hacer más. Deberíamos ser mejores. Nuestras vidas son demasiado fáciles; cuando hemos hecho sacrificios y pagado los impuestos, ya no nos importa nada más. Sólo queremos divertirnos, o concurrir a los juegos. Nos repiten que Akha no se ocupa de nosotros, sino solamente de su combate con Wutra. Hemos de hacer que se ocupe, hemos de merecer que nos cuide. Tenemos que reformarnos. Sí, reformarnos. Y también han de reformarse los sacerdotes, que viven tan cómodamente.
Alguien avisó que la milicia se acercaba.
El joven hizo una pausa.
—Mi nombre es Naab. Recordad lo que he dicho. También nosotros tenemos un papel en la gran lucha entre el cielo y la tierra. Volveré a hablar si puedo, a propagar mi mensaje por todo Pannoval. Reformaos, reformaos, antes de que sea demasiado tarde.
Mientras bajaba de la carretilla, hubo un movimiento entre la muchedumbre que se había reunido. Un gran phagor sujeto a una correa saltó hacia adelante. Tras él venía un soldado. Las poderosas manos con cuernos del phagor aferraron el brazo de Naab. Naab lanzó un grito de dolor, pero un velludo brazo blanco le rodeó el cuello y fue arrastrado hacia Mercado y el Santuario.
—No tendría que haber dicho esas cosas —murmuró un hombre gris, mientras la multitud se dispersaba.
Yuli siguió rápidamente al hombre, y lo tomó por la manga.
—Ese hombre, Naab, no ha dicho nada contra Akha. ¿Por qué se lo lleva la milicia?
El hombre miró furtivamente alrededor.
—Te reconozco. Eres un salvaje. De lo contrario no preguntarías algo tan estúpido.
Como respuesta, Yuli alzó el puño.
—No soy estúpido. Si lo fuera no te haría preguntas.
—Entonces tendrás que callarte. ¿Quién crees que manda aquí? Los sacerdotes, por supuesto. Y si hablas contra ellos…
—Es Akha quien manda…
El hombre gris desapareció en la oscuridad. Y en esa oscuridad siempre vigilante se podía sentir la presencia de algo monstruoso. ¿Akha?
Un día tenía que celebrarse en Reck una gran fiesta deportiva. En esa oportunidad, las emociones de Yuli, ya aclimatado en Pannoval, cristalizaron del todo. Fue a ver los juegos con Kyale y Tusca. Lámparas de aceite ardían en los nichos, iluminando el camino de Vakk a Reck, y la muchedumbre ascendía por los estrechos corredores de piedra y se apretaba en las gastadas escaleras, llamándose unos a otros mientras llegaban a la arena de juegos.
Arrastrado por esa ola humana, Yuli se encontró de pronto ante la gran cámara de Reck, con luces que parpadeaban en las paredes curvas. Al principio sólo vio un sector de la cámara, atrapado entre los muros del corredor por donde la gente tenía que pasar. Cuando él se movió, Akha también se movió a lo lejos, muy alto, encima de las cabezas de la gente.
Yuli dejó de escuchar lo que decía Kyale. Akha lo miraba; la monstruosa presencia de la oscuridad se había hecho realmente visible.
En Reck sonaba la música, alta y estimulante. Música en honor de Akha. Y allí estaba Akha, de frente ancha y horrible, y enormes ojos pétreos y ciegos, pero que lo veían todo, iluminados desde abajo por las lámparas. De los labios dejaba caer una mueca de desdén.
En el desierto no había nada comparable. A Yuli le temblaban las rodillas. Una poderosa voz, que apenas podía reconocer como la suya propia, exclamó dentro de él: —Oh, Akha, al fin creo en ti. Tuyo es el poder. Perdóname, y acéptame como siervo.
Y junto a esa voz de alguien que deseaba esclavizarse, otra hablaba al mismo tiempo, más calculadora. —La gente de Pannoval ha de comprender una gran verdad —decía— y para alcanzarla convendría seguir a Akha.
Le asombró su propia confusión, que no disminuyó mientras entraba en Reck y veía una parte mayor del dios de piedra. Naab había dicho que los humanos tenían reservado un papel en la batalla entre el cielo y la tierra. Yuli sentía esa lucha dentro de sí.
Los juegos eran muy excitantes. A las carreras y el lanzamiento de jabalinas, siguieron las luchas entre humanos y phagors de cuernos aserrados. Luego vino el tiro al murciélago; Yuli emergió de su piadosa confusión y miró el excitado bullicio. Tenía miedo de los murciélagos. La bóveda de Reck estaba atestada de esas criaturas peludas, que colgaban allá arriba con alas membranosas. Los arqueros se adelantaban por turno y disparaban unas flechas que llevaban hebras de seda. Los murciélagos heridos caían revoloteando, y eran inmediatamente remitidos a la olla.
La vencedora fue una muchacha de cabellos negros y largos. Llevaba un vestido rojo vivo ajustado al cuello y que le llegaba a los pies; tendía el arco y disparaba con más precisión que cualquier hombre. Se llamaba Iskador, y la multitud la aplaudió con entusiasmo, y nadie más que Yuli.
Luego hubo combates de gladiadores, hombres contra hombres y hombres contra phagors, y la sangre y la muerte cubrieron la arena. Pero todo el tiempo, incluso cuando Iskador tendía el arco y el hermoso torso, Yuli sentía con gran alegría que había encontrado una fe sorprendente. Y pensaba que la confusión interior se le aclararía con un mayor conocimiento.
Recordó las leyendas que había oído junto al fuego, al lado de su padre. Los mayores hablaban de los dos centinelas del cielo. Contaban que los hombres de la tierra habían ofendido en cierta ocasión al dios de los cielos, cuyo nombre era Wutra. Entonces Wutra había despojado a la tierra de su calor. Y ahora los centinelas esperaban la hora del retorno, cuando Wutra volvería a mirar con afecto a la tierra, y á ver si los hombres se conducían mejor. En ese caso, suprimiría el hielo.
Yuli se veía obligado a reconocer que su pueblo era salvaje, como decía Sataal. De otro modo, ¿cómo habría permitido su padre que lo capturaran los phagors? Pero con todo, tenía que haber alguna verdad en esas leyendas. En Pannoval se conocía una versión más razonada de la misma historia. Según ella, Wutra era sólo una deidad menor; pero vengativa, y estaba perdida en el cielo. El peligro que los amenazaba procedía del cielo. Akha era el gran dios de la tierra: gobernaba las profundidades, donde se sentía seguro. Los dos centinelas no eran benignos; por encontrarse en el cielo, pertenecían a Wutra, y podían volverse contra la humanidad.
Los versos que había aprendido de memoria empezaban a cobrar sentido. De ellos brotaba la luz, y Yuli murmuraba con placer lo aprendido con dolor, mirando al mismo tiempo el rostro de Akha:
El cielo derrama excesos, el cielo no da esperanzas; la tierra de Akha protege contra estas asechanzas.
Al día siguiente, se presentó humildemente ante Sataal y le dijo que se había convertido.
El sacerdote lo miró con su cara grave y pálida, tamborileando con los dedos sobre las rodillas.
—¿Cómo te has convertido? En estos días la mentira flota sobre las viviendas.
—Miré el rostro de Akha. Por primera vez, vi claramente. Ahora mi corazón está abierto.
—Hace unos días detuvieron a otro falso profeta.
Yuli se golpeó el pecho.
—Lo que siento dentro de mí no es falso, padre.
—No es tan fácil —respondió el sacerdote.
—Sí, es fácil, es fácil. Ahora todo será fácil. —Cayó a los pies del sacerdote, llorando de júbilo.
—Nada es fácil.
—Te debo todo, padre. Ayúdame. Quiero ser un sacerdote, como tú.
Durante los días siguientes, recorrió las calles y las viviendas, observando cosas nuevas. Ya no se sentía incrustado en las tinieblas ni sepultado bajo tierra. Se encontraba en una región favorecida, y protegida de los crueles elementos que habían hecho de él un salvaje. Sabía qué beneficiosa era esa escasa luz.
Veía ahora también qué hermosas eran las grutas de Pannoval. En el curso de los años, las cavernas habían sido decoradas por artistas. Había muros enteros cubiertos de pinturas y bajorrelieves, y muchos de ellos ilustraban la vida de Akha o las grandes batallas que había librado, así como las que libraría más tarde, cuando los humanos confiaran otra vez en él. Allí donde el tiempo había borrado las pinturas, se habían pintado otras nuevas. Y había siempre artistas en actividad, con frecuencia encaramados en andamios que se elevaban como esqueletos de animales míticos de largo cuello.
—¿Qué te ocurre, Yuli? —preguntó Kyale—. Pareces distraído.
—He tornado una decisión. Seré sacerdote.
—No te lo permitirán. Has venido de fuera.
—Mi sacerdote hablará con las autoridades.
Kyale se pellizcó la melancólica nariz, y bajó lentamente la mano hasta que la operación se desplazó a un extremo del bigote, mientras miraba a Yuli. Los ojos de Yuli se habían habituado tanto a la oscuridad que alcanzaba a distinguir todos los cambios de expresión en el rostro de su amigo. Cuando Kyale se alejó sin decir palabra hasta el fondo de la tienda, Yuli lo siguió.
Retorciéndose de nuevo el bigote, Kyale apoyó la otra mano en el hombro de Yuli.
—Eres un buen muchacho. Me recuerdas a Usilk, pero no hablaremos de eso… Escúchame: Pannoval no es hoy como cuando yo era niño y corría descalzo por los bazares. No sé qué ha ocurrido, pero ya no hay paz. Todo esto que se dice acerca de cambios… es un disparate, a mi juicio. Los sacerdotes mismos hablan. Y hay exaltados que predican la reforma. Pienso que lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Sabes qué quiero decir?
—Sí, sé qué quieres decir.
—Está bien. Quizá creas que el sacerdocio es tarea sencilla. Puede ser. Pero en estos tiempos no me parece recomendable. No es tan… seguro como antes, si me crees. Están inquietos. He oído decir que han ejecutado a sacerdotes heréticos en el Santuario. Harías mejor en quedarte a mi lado, trabajando aquí. ¿Comprendes? Te lo digo por tu propio bien.
Yuli miraba el suelo desgastado.
—No puedo explicar cómo me siento, Kyale. Quizás esperanzado… Creo que las cosas tendrían que cambiar. Yo mismo querría cambiar, aunque no sé cómo.
Suspirando, Kyale retiró la mano.
—Si ésa es la decisión que quieres tomar, muchacho… No digas que no te he advertido.
A pesar del carácter gruñón de Kyale, a Yuli le conmovía que se preocupara por él. Kyale habló con su mujer de las intenciones de Yuli. Cuando por la noche él volvió a su pequeña habitación circular, Tusca apareció en la puerta.
—Los sacerdotes pueden ir adonde quieran. Si te conviertes en un iniciado, podrás entrar en el Santuario.
—Supongo que sí.
—Entonces podrás averiguar qué le ha ocurrido a Usilk. Hazlo por mí. Dile que sigo pensando en él. Y si tienes alguna noticia, ven a contármela.
La mujer le puso la mano en el brazo. Yuli sonrió.
—Eres buena, Tusca. ¿Los rebeldes que desean derribar al gobierno de Pannoval no tienen noticias de tu hijo?
Tusca estaba asustada.
—Yuli, cambiarás por completo cuando seas sacerdote. No diré más, para no atraer males al resto de mi familia.
Yuli bajó la vista.
—Que Akha me hiera si alguna vez te hago daño.
Cuando volvió a ver al sacerdote, también estaba presente un soldado, de pie detrás de Sataal, junto a un phagor sujeto por una correa. El sacerdote preguntó a Yuli si lo daría todo por seguir el camino de Akha. Yuli respondió que sí.
—Así será, entonces. —Sataal dio una palmada y el soldado se marchó. Yuli comprendió que había perdido lo poco que tenía; todo, menos las ropas que llevaba y el cuchillo que su madre le había dado, quedaría en manos de la milicia. Sin decir otra palabra, Sataal se volvió, le hizo una seña con un dedo, y echó a andar hacia la parte posterior del Mercado. Yuli no podía hacer otra cosa que seguirlo, con el corazón latiendo rápidamente.
Cuando llegaron al puente de madera que atravesaba el abismo donde el Vakk corría y saltaba, Yuli miró hacia atrás, más allá de la atareada compra y venta, más allá del lejano arco de la entrada, y alcanzó a ver la nieve.
Por alguna razón pensó en Iskador, la muchacha de largos cabellos negros. Luego apresuró el paso para alcanzar al sacerdote.
Subieron a las terrazas de la zona reservada al culto, donde la gente pugnaba por depositar sus sacrificios a los pies de la imagen de Akha. Del otro lado había unas mamparas con intrincados dibujos. Sataal pasó más allá y lo condujo hacia un pasaje con escalones bajos. La luz empezó a disminuir así que dieron la vuelta en un recodo. Sonó una campanilla. Aturdido, Yuli trastabilló. Había llegado al Santuario antes de lo que pensaba.
Por una vez, en la atestada Pannoval, no había nadie cerca. Los pasos de Yuli y el sacerdote resonaban en el pasaje. Yuli no veía nada: el sacerdote que lo precedía era una impresión, una sombra dentro de la sombra. No se atrevía a detenerse ni a llamar. Lo que se le pedía era obediencia ciega, y todo lo que ocurriese era una prueba por la que tenía que pasar. Si Akha amaba la oscuridad ctónica, él también debía amarla. Pero sin embargo se sentía atacado por la faltade todo, el vacío que sus sentidos registraban sólo como un susurro.
Caminaron una eternidad penetrando en la tierra. Al menos, eso parecía.
Suave y bruscamente, llegó la luz. Brotó como una columna que atravesaba un inerte lago de tinieblas, creando en la superficie un círculo brillante hacia el que avanzaban dos criaturas acuáticas. La pesada figura del sacerdote, con un hábito blanco y negro que se le arremolinaba alrededor, se recortó contra la luz. Yuli creyó saber entonces dónde estaba.
No había paredes.
Era más aterrador que la oscuridad total. Se había acostumbrado tanto a los límites de la ciudad, a estar siempre cerca de un muro de roca, un tabique, la espalda de un compañero, el hombro de una mujer, que de pronto tuvo un ataque de agorafobia. Cayó al pavimento, jadeando, y con los miembros extendidos.
El sacerdote no se volvió. Llegó al punto iluminado sin detenerse. Yuli oyó el clac clac de las pisadas y vio que la figura se desvanecía detrás del nebuloso haz de luz.
Angustiado por ese abandono, el joven se incorporó y corrió hacia adelante. Cuando se sumergió en la luz, alzó los ojos. Allá en lo alto había un agujero por donde entraba la luz del día. Allá en lo alto estaban las cosas que había conocido siempre, a las que renunciaba ahora por un dios de las tinieblas.
Vio unas rocas ásperas. Comprendió que se encontraba en una caverna más grande y más alta que el resto de Pannoval. A una señal, quizá la campanilla que había oído, alguien había abierto en alguna parte una alta claraboya al mundo exterior. ¿Advertencia? ¿Tentación? ¿Sólo una broma dramática?
Tal vez las tres cosas, pensó, puesto que son tanto más inteligentes que yo. Siguió de prisa tras la figura del sacerdote. Un instante más tarde, sintió, más que vio, que la luz de detrás se desvanecía. La claraboya se había cerrado. Estaba nuevamente en una completa oscuridad.
Por fin llegaron al extremo opuesto de la grieta gigantesca, Yuli oyó que el sacerdote acortaba el paso. Sin vacilar, Sataal fue hacia una puerta y golpeó con los dedos. Luego de una pausa, la puerta se abrió. Una lámpara de aceite flotó en el aire, sobre la cabeza de una mujer anciana que olisqueaba constantemente. Los hizo pasar a un corredor de piedra antes de cerrar la puerta detrás de ellos.
Había alfombras en el suelo, y varias puertas. En ambas paredes, a la altura de la cintura, se extendía una estrecha franja en bajorrelieve que Yuli hubiese querido mirar más de cerca. Pero no se atrevía. No había otra decoración. La mujer que olisqueaba golpeó una de las puertas. Cuando alguien respondió dentro, Sataal abrió y le indicó a Yuli que entrara. Inclinándose, Yuli pasó junto al brazo estirado de su mentor, y entró en la habitación. La puerta se cerró. Fue la última vez que vio a Sataal.
La habitación estaba amueblada con piezas sueltas de piedra, cubiertas de tapices de colores, e iluminada por una lámpara doble de brazo de hierro. Había dos hombres sentados ante una mesa de piedra con unos documentos; sin sonreír, alzaron la vista. Uno era un capitán de milicias; tenía en la mesa el yelmo con la insignia de la rueda, junto al codo. El otro era un sacerdote ceniciento y delgado, de expresión más bien amistosa, que parpadeó como si la mera visión de Yuli lo sorprendiera.
—¿Yuli del Exterior? Si has llegado hasta aquí, has dado un paso en el camino que lleva a ser sacerdote del Gran Akha —dijo el sacerdote en voz aflautada—. Soy el padre Sifans, y en primer término he de preguntarte si tienes algún pecado que perturbe la paz de tu mente y que desees confesar.
A Yuli le había desconcertado que Sataal lo hubiese abandonado tan bruscamente, sin susurrar siquiera una despedida, aunque comprendía que debía olvidar ahora las cosas mundanas como el amor y la amistad.
—Nada que confesar —respondió hoscamente, sin mirar al sacerdote delgado.
—Mírame, joven. Soy el capitán Ebron, de la Guardia Norte. Tú has entrado en Pannoval con un trineo tirado por asokins. El tiro de asokins era el tiro de Garrona. Había sido robado a dos conocidos comerciantes de esta ciudad, llamados Atrimb y Prast, de Vakk. Los cuerpos se encontraron a pocas millas de aquí, atravesados por lanzas, como si les hubiesen dado muerte mientras dormían. ¿Qué dices de ese crimen?
Yuli miró el suelo.
—No sé nada.
—Pensamos que lo sabes todo. Si el crimen se hubiese cometido dentro del territorio de Pannoval, la pena sería de muerte. ¿Qué dices?
—No tengo nada que decir.
—Está bien. No puedes ser sacerdote mientras tengas esa culpa en la conciencia. Has de confesar tu crimen. Te encerrarán hasta que hables.
El capitán Ebron dio una palmada. Entraron dos soldados que se echaron encima de Yuli. Este se debatió un momento, probando fuerzas; le torcieron dolorosamente los brazos y salió sin resistirse más.
El Santuario, pensó, repleto de soldados y de sacerdotes… Pues sí que estoy en apuros. Qué necio he sido. Una víctima. Oh, padre, me has abandonado…
Jamás había sido capaz de olvidar a aquellos dos hombres. El doble asesinato le pesaba en el corazón, aunque siempre trataba de recordar que habían intentado matarlo. Muchas noches, acostado, en Vakk, miraba la bóveda distante y volvía a ver los ojos del hombre que se incorporaba e intentaba arrancarse la lanza.
La celda era pequeña, húmeda y oscura.
Cuando se recobró de la sorpresa de encontrarse solo, examinó cautelosamente el lugar. La prisión no tenía otras comodidades que un canalón maloliente y un banco largo y bajo para dormir. Yuli se sentó en él y hundió la cara en las manos.
Tenía mucho tiempo para pensar. Los pensamientos, en la impenetrable oscuridad, parecían tener vida propia, como si fueran imágenes de un delirio. Imágenes de gente que había conocido, y de otros a quienes no había visto nunca, le iban y venían por la mente, ocupadas en misteriosas actividades.
—Madre —exclamó. Allí estaba Onesa, como había sido antes de la enfermedad, delgada y activa, con una larga cara seria que delante de su hijo se transformaba a menudo en una sonrisa, aunque era una sonrisa contenida, con los labios apenas entreabiertos. Traía al hombro un montón de ramas secas, y una pequeña piara de cerdos negros corría delante. El cielo era de un azul refulgente. Batalix y Freyr estaban a la vista. Onesa y Yuli salían del bosque de alerces por el sendero y la luz los deslumbraba. Nunca había visto un azul semejante: parecía teñir la nieve e inundar el mundo.
Al frente había un edificio ruinoso. Aunque sólidamente construido mucho antes, la intemperie lo había partido como si fuera un hongo seco. Tenía unos escalones bajos, en ruinas. Onesa dejó caer el hato y subió con tal rapidez los escalones que estuvo a punto de resbalar. Tenía las manos enguantadas, y tarareaba una canción en el aire vibrante.
Yuli rara vez la había visto de tan buen humor. ¿Por qué estaba ahora así? ¿Por qué no se sentía tan bien con mayor frecuencia? No se atrevía a hacer directamente estas preguntas, pero deseaba una respuesta personal y preguntó: -¿Quién ha construido esto, madre?
—No lo sé. Probablemente la familia de mi padre, hace mucho. Eran gente rica, con depósitos de grano.
Conocía la leyenda de la rica familia de su madre y los depósitos de grano. Subió los escalones y empujó una puerta que no se quería abrir. Lo recibió un torbellino de nieve. Allí estaba el cereal dorado, en montones, suficiente para todos ellos. De pronto el cereal empezó a correr hacia él como un río, cayendo en cascada escaleras abajo. Y en el grano asomaron con dificultad dos cuerpos muertos como intentando emerger a la luz.
Yuli se puso de pie con un grito, y fue hacia la puerta de la celda. No podía comprender de dónde venían esas alarmantes visiones; no parecían ser parte de él.
Pensó para sus adentros: Los sueños no son cosa para ti; eres duro y sabes escabullirte. Recuerdas ahora a tu madre, pero nunca le demostrabas afecto. Temías demasiado el puño de tu padre… Creo realmente que odiaba a mi padre. Creo que me alegré cuando los phagors se lo llevaron. ¿No es así?
No, no… Ha sido la experiencia lo que me ha endurecido… Eres duro y te escabulles; duro y cruel. Has matado a. esos dos hombres. ¿Qué quieres hacer de ti? Mejor será que confieses y veas lo que ocurre. Queredme, queredme…
Sé tan poco. Es así. El mundo… Quieres saber la verdad. Akha tiene que saber. Esos ojos lo ven todo. Pero yo… Eres tan pequeño… La vida no es más que una de esas ideas raras que nacen cuando hay un childrim en lo alto.
Se asombró de sus propios pensamientos. Por último llamó a los guardias, para que abrieran la puerta, y supo que había estado tres días en la celda.
Durante un año y un día, Yuli sirvió en el Santuario como novicio. No se le permitía abandonar la zona. Vivía en un entorno monástico y nocturno, sin saber si Freyr y Batalix atravesaban el cielo solos o separados. El deseo de correr por el desierto blanco lo abandonó poco a poco, borrado por la majestuosa penumbra del Santuario.
Había confesado el crimen a los dos hombres. No hubo castigo.
El sacerdote delgado y ceniciento, de ojos parpadeantes, el padre Sifans, estaba a cargo de Yuli y los demás novicios.
Unió las manos y dijo: —El infortunado incidente del crimen está sellado ahora, detrás del muro del pasado. Pero no lo olvides nunca; no llegues a creer que nunca ha ocurrido. Como los suburbios de Pannoval, todas las cosas están entrelazadas. Tu pecado y tu deseo de servir a Akha son una misma cosa. ¿Creías que era la santidad lo que lleva a los hombres a servir a Akha? No es así. El pecado es un motor más poderoso. Abraza las tinieblas: a través del pecado comprenderás tus propios defectos.
Pecado era una palabra que en esa época estaba con frecuencia en los labios del padre Sifans. Yuli lo miraba con el interés y la atención de un verdadero discípulo. A solas imitaba el movimiento de los labios de Sifans, repitiendo lo que tenía que aprender de memoria.
El padre tenía su propio apartamento privado, adonde se retiraba después de la instrucción; pero Yuli dormía con otros novicios en un dormitorio que parecía un nido de oscuridad dentro de la oscuridad. No se les permitía ningún placer; tenían prohibidas las canciones, la bebida, las mujeres, las distracciones, y la comida era frugal, escogida entre las ofrendas que los suplicantes llevaban diariamente a Akha.
—No me puedo concentrar. Tengo hambre —dijo un día a su instructor.
—El hambre es universal. No podemos esperar que Akha nos lo dé todo. Nos ha defendido contra las hostiles fuerzas exteriores, generación tras generación.
—¿Qué es más importante, el individuo o la supervivencia?
—Un individuo es importante a sus propios ojos; pero las generaciones tienen prioridad.
Yuli estaba aprendiendo a discutir como el sacerdote, paso a paso.
—Pero las generaciones están hechas de individuos.
—Las generaciones no son sólo la suma de los individuos. Tienen también aspiraciones, planes, historias, leyes propias. Y por encima de todo tienen una cierta continuidad. Encierran el pasado tanto como el futuro. Akha se niega a ocuparse de los individuos, de modo que éstos han de ser sometidos, y sofocados si es preciso.
Astutamente, el padre enseñaba a Yuli a discutir. Por una parte, tener una fe ciega; por otra, no olvidar la razón. Para aquel largo viaje a través de los años, la comunidad sepultada necesitaba de todas las defensas, la plegaria y el raciocinio. Los versos sagrados afirmaban que en algún momento del futuro el combate solitario de Akha podía terminar en derrota. Entonces un fuego caería del cielo sobre el mundo. Era preciso ahogar al individuo para evitar esas llamas.
Yuli recorría las bóvedas mientras se le ocurrían estas ideas. Habían trastocado la comprensión que él tenía del mundo; y por esto mismo le parecían tan atrayentes, puesto que cada nueva y revolucionaria perspectiva acentuaba aún más el anterior estado de ignorancia.
Entre tantas privaciones, algunos deleites sensoriales conseguían sosegarlo. Los sacerdotes se orientaban en el oscuro laberinto leyendo las paredes, un misterio en el que Yuli fue iniciado pronto. Y había otra guía, destinada a dar placer. La música. Al principio, Yuli, en su inocencia, creyó que oía a los espíritus. No podía saber qué era esa tintineante melodía tañida en un vrach de una sola cuerda. Jamás había visto un vrach. Si no era un espíritu, ¿era acaso el gemido del viento en alguna fisura de la roca?
Sentía una alegría tan secreta que a nadie hizo preguntas sobre ese sonido, ni siquiera a sus compañeros, hasta que un día, inesperadamente, Sifans lo llevó a un servicio religioso. Los coros eran imponentes, y también las monodias, en que una sola voz se levantaba contra los abismos de la oscuridad; pero lo que más gustaba a Yuli era la intervención de las voces inhumanas, los instrumentos de Pannoval.
Jamás se había oído algo similar en las Barreras. La única música que las tribus conocían era un prolongado golpeteo en tambores de piel, el sonido de unos huesos de animales que se entrechocaban, y las palmadas de las manos humanas, acompañando a un canto monótono. La lujuriosa complejidad de la nueva música convenció a Yuli de que había despertado realmente a la vida espiritual. Había, en particular, una melodía que lo fascinaba irresistiblemente. Se llamaba «Oldorando» y tenía una parte instrumental que se elevaba sobre todas las demás, se hundía luego entre ellas, y por último se retiraba a un melódico refugio propio.
La música se convirtió para Yuli casi en una alternativa de la luz. Cuando hablaba con los demás novicios descubría que apenas compartían esa exaltación. Sin embargo, llegó a pensar que ellos tenían con Akha un compromiso mucho mayor que el suyo. La mayoría de los novicios amaba u odiaba a Akha desde el nacimiento; Akha era para ellos más, real que para Yuli.
Cuando debatía estas cuestiones durante las escasas horas dedicadas al sueño, Yuli se sentía culpable por no ser como los otros novicios. Amaba la música de Akha. Era un nuevo lenguaje. Pero, ¿no era acaso la música una creación del hombre y no de… ?
Apenas sofocó esa duda, apareció otra. ¿Y el lenguaje de la religión? ¿No era también una invención de los hombres, y quizá de hombres agradables y poco prácticos, como el padre Sifans?
«La fe no es paz sino tormento; sólo la Gran Guerra es paz. » Al menos, esa parte del credo era cierta.
Yuli se atenía, sin embargo, a su propio criterio, y no buscaba la compañía de los otros novicios.
Se reunían para las lecciones en un salón bajo, húmedo y neblinoso llamado Grieta, a veces en la oscuridad total, a veces a la luz de unas mechas que llevaban los padres. Cada lección terminaba con un rito peculiar, que hacía reír a los novicios más tarde en el dormitorio: el sacerdote apretaba la mano contra la frente de los novicios, y les señalaba el cerebro. Los dedos de los sacerdotes eran ásperos de tanto palpar las paredes mientras se movían rápidamente por los laberintos del Santuario, incluso en la más negra tiniebla.
Cada novicio se sentaba en un curioso banco de ladrillos de arcilla, frente al instructor. Cada banco estaba decorado con un bajorrelieve distinto, para poder identificarlos en la oscuridad. El instructor se sentaba a horcajadas en una montura de arcilla, a mayor altura.
Cuando sólo habían pasado unas semanas desde el comienzo de las clases, el padre Sifans anunció el tema de la herejía. Hablaba en voz baja, tosiendo. Peor que no creer era creer erróneamente. Yuli se inclinó hacia adelante. Ni él ni Sifans tenían luz; pero la llamita fluctuante del instructor de la clase próxima ponía un nimbo anaranjado en torno de la cabeza de Sifans y le echaba una sombra sobre la cara. La túnica blanca y negra le desintegraba por completo el contorno de la figura, y lo confundía con la oscuridad. La niebla giraba alrededor, y seguía a quienes caminaban con lentitud, practicando la lectura de paredes. Toses y murmullos llenaban la caverna. El agua goteaba incesantemente, como una campanilla.
—Un sacrificio humano, padre, ¿has dicho un sacrificio humano?
—El cuerpo es precioso, el espíritu prescindible. Este hombre ha hablado contra los sacerdotes, diciendo que tenían que ser más frugales… Ya habéis avanzado bastante en los estudios para asistir a la ejecución… Un ritual de tiempos bárbaros…
Los ojos nerviosos, dos puntitos anaranjados, brillaron en la oscuridad como una señal lejana.
Cuando llegó la hora, Yuli atravesó las lúgubres galerías tratando nerviosamente de leer las paredes con los dedos. Entraron en la caverna mayor, llamada Estado. Allí las luces estaban prohibidas. Se oyeron unos susurros mientras los sacerdotes se congregaban. Yuli se aferró subrepticiamente al ruedo de la túnica del padre Sifans, para no perderlo. Luego la voz de un sacerdote declamó la historia de la larga guerra entre Akha y Wutra. La noche era de Akha, y los sacerdotes protegían a la grey durante la batalla de la larga noche. Quienes se oponían a los guardianes, debían morir.
—Traed al prisionero.
Se hablaba mucho de prisioneros en el Santuario, pero éste era especial. Se oyó el ruido de las pesadas sandalias de la milicia, y de algo que era arrastrado por el suelo. Después, la luz.
Una ardiente columna de luz. Los novicios quedaron boquiabiertos. Yuli reconoció la vasta sala por donde había pasado con Sataal, mucho antes. La fuente de la luz, como entonces, estaba muy alta. Era enceguecedora.
En la base de la columna luminosa había una figura humana, atada a un marco de madera, con los brazos y las piernas abiertos. Estaba de pie, y desnuda.
Cuando el prisionero gritó, Yuli reconoció esa cara apasionada, cuadrada, enmarcada en pelo corto. Era el joven a quien había oído hablar una vez en Prayn: Naab.
También la voz y el mensaje eran reconocibles: —Sacerdotes, no soy vuestro enemigo, aunque me tratéis como tal, sino vuestro amigo. De generación en generación habéis caído poco a poco en la inercia. Sois menos, y Pannoval muere. No nos contentemos con adorar a Akha. ¡No! Tenemos que luchar a su lado. Tenemos que sufrir. Tenernos que desempeñar nuestro papel en la gran guerra entre el cielo y la tierra. Tenemos que reformarnos y purificarnos.
Detrás de la figura atada había hombres de la milicia, con yelmos que resplandecían a la luz. Llegaron otros con teas humeantes, y acompañados por phagors. Se detuvieron. Alzaron las teas y el humo se elevó en serenas volutas. Un rígido cardenal se adelantó, vestido con la túnica blanca y negra y tocado con una mitra muy adornada. Golpeó tres veces el suelo con una vara dorada, chillando en olonets sacerdotal: —Que se cumpla, que se cumpla, que se cumpla… Oh, Gran Akha, dios guerrero, ¡ven! —sonó una campana.
Una segunda columna de brillante luz blanca solidificó la noche circundante. Detrás del prisionero, los phagors y los soldados apareció Akha, subiendo junto con la luz. Akha. Un murmullo de expectación corrió por la muchedumbre. Era una escena espectral. La milicia y las grandes bestias blancas parecían casi transparentes; Akha marmóreo en el pilar de luz; todo como incrustado en obsidiana. En esa representación, la cabeza semihumana del dios estaba inclinada hacia adelante, la boca abierta, los ojos tan ciegos como siempre.
—Toma esta vida insatisfactoria, oh gran Akha, y úsala para tu propia satisfacción.
Los funcionarios se adelantaron. Uno hizo girar una manivela a un lado del marco que sostenía al prisionero. El marco crujió. El prisionero gimió una vez, mientras el cuerpo se le doblaba hacia atrás.
Dos capitanes se acercaron, trayendo un phagor. Los grandes cuernos aserrados de la bestia estaban recubiertos de plata y se elevaban casi hasta las cejas de los hombres. El phagor se sostenía en la postura típica, habitual, con la cabeza echada hacia adelante; y el largo pelaje blanco se le estremecía en la corriente de aire que pasaba por el Estado.
Nuevamente sonaron gongs, tambores y vrachs, ahogando la voz de Naab, y el prolongado canto de un cuerno se alzó sobre los demás instrumentos. Luego todo se interrumpió.
El cuerpo estaba doblado, con los pies y las piernas ocultos, y la cabeza hacia atrás, exponiendo el cuello y el tórax, pálidos y brillantes al pie de la columna de luz.
—Toma, oh gran Akha, toma lo que ya es tuyo. ¡Llévatelo!
Al grito del sacerdote, el phagor dio un paso y se inclinó. Abrió la boca y puso los dientes a los lados de la garganta de Naab. Mordió. Se irguió sosteniendo en la boca un gran trozo de carne, y regresó a su puesto entre los dos soldados, masticando tranquilamente. El pelaje del pecho se le había manchado de rojo. La columna de luz se apagó. Akha desapareció y retornó a su nutritiva oscuridad. Muchos novicios se desvanecieron.
Mientras salían del Estado, Yuli preguntó: -¿Por qué utilizan esos seres diabólicos? Los phagors son enemigos de los hombres. Habría que matarlos a todos.
—Son criaturas de Wutra, como su color indica. Los mantenemos para no olvidar al enemigo —le replicó el sacerdote.
—¿Y qué ocurrirá con el… el cuerpo de Naab?
—Se aprovechará. Todas las partes son utilizables. Los huesos se usarán como combustible, quizá en los hornos de los alfareros. Realmente no lo sé. Prefiero mantenerme alejado de los aspectos administrativos.
Yuli no se atrevió a decir nada más al padre Sifans, al advertir que el sacerdote hablaba con tono disgustado. Pero se dijo varias veces, para sus adentros: «Esas bestias malignas… Akha no tendría que utilizarlas. » Pero en el Santuario había phagors en todas partes: seguían pacientemente a la milicia, mirando aquí y allá con ojos que brillaban en la oscuridad debajo de la frente protuberante.
Un día Yuli le contó a Sifans cómo su padre había muerto en las tierras salvajes a manos de los phagors.
—Pero no sabes si lo han matado. Los phagors no siempre son completamente perversos. A veces Akha consigue dominarlos.
—Estoy seguro de que ha muerto. Pero no hay modo de saberlo con certeza, ¿verdad?
Yuli oyó que el padre Sifans se mordía los labios, titubeando. Luego el viejo sacerdote se acercó a Yuli en la oscuridad.
—Hay una forma de saberlo, hijo mío.
—Oh, sí: montar una gran expedición hacia el norte de Pannoval…
—No, no. Hay modos diferentes… más sutiles. Un día comprenderás mejor las complejidades de Pannoval. O quizá no. Porque hay órdenes sacerdotales muy distintas, que no conoces, como los guerreros místicos. Quizá sea mejor que no continúe.
Yuli insistió. La voz del sacerdote bajó todavía más, hasta casi perderse bajo el rumor del agua que goteaba cerca.
—Sí, guerreros místicos, que abandonan los placeres de la carne y obtienen en cambio misteriosos poderes…
—Eso es lo que pedía Naab, y por eso lo han matado.
—Ejecutado después de juicio. Las órdenes superiores prefieren que nosotros, las órdenes administrativas, nos quedemos como estamos. Pero ellos… ellos se comunican con los muertos… Si fueras uno de ellos, podrías hablar con tu padre después de muerto.
En la oscuridad, Yuli tartamudeó sorprendido.
—Hay muchas capacidades humanas y divinas que se pueden aprender, hijo mío. Yo mismo, cuando mi padre murió, caí en el ayuno por la pena, y después de muchos días lo vi claramente, suspendido en la tierra de Akha como si fuera otro elemento, con las manos sobre los oídos, como si oyera un sonido que le disgustaba. La muerte no es un fin, sino nuestra extensión en Akha… Sin duda recuerdas la lección, hijo mío.
—Todavía estoy enojado con mi padre. Quizá sea ésa la causa de mi dificultad. En definitiva, él fue débil. Yo deseo ser fuerte. ¿Qué son… esos guerreros místicos de que hablas, padre?
—Si no crees en mis palabras, como parece, es inútil que te diga nada más. —En la voz había un tono de petulancia cuidadosamente calculado.
—Lo siento, padre. Soy un salvaje, como tú dices… Tú crees que los sacerdotes deberían reformarse, como clamaba Naab, ¿no es cierto?
—Yo sigo un camino del medio. —Sifans se inclinó hacia adelante, tenso, parpadeando como si hubiera algo que agregar, y Yuli oyó el movimiento de los párpados secos. —Muchos cismas dividen el Santuario, Yuli, como verás si te ordenas. Las cosas son más difíciles que cuando yo era niño. A veces pienso…
Las gotas de agua seguían cayendo plaf—plaf—plaf y alguien tosió a la distancia.
—¿Qué, padre?
—Oh… Ya tienes suficientes ideas heréticas, sin que yo te instile otras nuevas. No sé por qué te he hablado. Por hoy hemos terminado las lecciones, hijo.
Hablando no con Sifans, a quien le agradaba discurrir mediante equívocos, sino con los demás novicios, Yuli aprendió gradualmente algunas cosas acerca de las estructuras de poder que mantenían unida a la comunidad de Pannoval. La administración estaba en manos de los sacerdotes, que operaban junto con la milicia, reforzándose mutuamente. No había un juez definitivo, ni un jefe en el sentido de los jefes de las tribus del desierto. Detrás de cada orden había otra, y así hasta la oscuridad metafísica, en confusas jerarquías, sin que ninguna al fin tuviera poder sobre todas las demás.
Algunas órdenes, decían los rumores, vivían en la cadena montañosa, pero en cavernas distantes. En el Santuario las costumbres eran relajadas. Los sacerdotes podían servir como soldados y viceversa. Las mujeres entraban y salían libremente entre ellos. Más allá de las plegarias y de las lecciones había confusión. Akha estaba en otra parte. En alguna otra parte había más fe.
En algún punto de la larga cadena del poder, pensaba Yuli, moraba la orden de guerreros místicos que podían comunicarse con los muertos y llevar a cabo otras sorprendentes hazañas. Los rumores, casi tan imperceptibles como el sonido del agua que gotea por la superficie de un muro, hablaban de una orden que estaba en todas partes y por encima de los habitantes del Santuario, y cuyos miembros se llamaban —si se los mencionaba alguna vez—los Guardianes.
Los Guardianes, según el rumor, eran una secta de hombres cuidadosamente elegidos. Combinaban las funciones de soldados y sacerdotes. Lo que guardaban era el conocimiento. Sabían cosas ignoradas incluso en el Santuario, y eso les daba poder. Al conservar el pasado, aspiraban a ser dueños del futuro.
—¿Quiénes son los Guardianes? ¿Podemos verlos y tocarlos?-preguntó Yuli. El misterio lo excitaba, y apenas oyó hablar de ellos, deseó fervientemente pertenecer a aquella misteriosa secta.
Estaba hablando con el padre Sifans, casi al término del curso. El paso del tiempo lo había madurado. Ya no lloraba la muerte de sus padres; el Santuario le mantenía la mente ocupada. Había descubierto recientemente en su maestro una profunda afición a la charla. Los ojos del padre Sifans parpadeaban más rápidamente, los labios le temblaban, las palabras le brotaban con facilidad. Todos los días, mientras trabajaban juntos, el padre Sifans se permitía administrarle una pequeña dosis de revelación.
—Los Guardianes están entre nosotros. No sabemos quiénes son. Exteriormente no son diferentes. Yo podría ser un Guardián y tú no te darías cuenta.
Al día siguiente, después de las plegarias, Sifans llamó a Yuli con su mano enguantada y le dijo: —Ven. Como tu noviciado casi está terminado, te mostraré una cosa. ¿Recuerdas de qué hablamos ayer?
—Por supuesto.
El padre Sifans frunció los labios, bizqueó, alzó la nariz fina como de hurón, y asintió varias veces. Luego echó a andar con un paso rígido y afectado, esperando que Yuli lo siguiera.
Las luces eran raras en esa parte del Santuario, y en algunos sitios estaban totalmente prohibidas. Los dos hombres se movían con seguridad en las tinieblas. Yuli mantenía extendidos los dedos de la mano derecha, rozando la franja labrada en la pared del corredor. Estaban en Warrborw, y Yuli ya sabía leer los muros.
Al frente había unos escalones. Dos preets de ojos luminosos, encerrados en jaulas de mimbre, indicaban el punto de unión del corredor principal con un pasadizo lateral y las escaleras. Yuli y el anciano maestro subieron a paso firme, clac, clac, y fueron por galerías de más escalones, evitando por la fuerza del hábito a los otros que también marchaban en la oscuridad.
Estaban ahora en Espiga Salvaje. Eso decía el dibujo de la roca, bajo los dedos de Yuli. En un diseño que jamás se repetía, de ramas entrelazadas, se movían pequeños animales, invenciones, según Yuli, de algún artista muerto mucho antes: animales que saltaban, nadaban, trepaban y se revolvían. Por alguna razón, Yuli los imaginaba de colores vivos. La franja labrada se extendía en todas direcciones; nunca era mayor que el ancho de una mano. Éste era uno de los secretos del Santuario. Nadie podía perderse en esa oscuridad laberíntica si recordaba los diseños que identificaban cada sector y las señales que anunciaban un recodo, unos escalones, o una bifurcación.
Entraron en una galería baja. La resonancia parecía indicar que no había nadie más. El relieve mostraba unos hombres extraños, entre cabañas de madera, con las manos abiertas. Tenían que vivir en alguna parte, en el exterior, pensó Yuli, disfrutando del paisaje que las manos le revelaban.
Sifans se detuvo, y Yuli chocó contra él. Mientras se disculpaba, el anciano se apoyó contra el muro.
—Calla, y permíteme el placer de un buen jadeo —le dijo.
Un instante después, lamentando la severidad con que había hablado, agregó: —Me estoy volviendo viejo. Pronto cumpliré veinticinco años. Pero la muerte de un individuo no es nada para Akha.
Yuli sintió temor por él.
El sacerdote tocó la pared. El agua corría por la roca empapándolo todo.
—Sí, es aquí.
El maestro abrió un pequeño postigo, y la luz los inundó. Yuli tuvo que cubrirse los ojos un momento. Luego se acercó al padre Sifans y miró.
Sofocó un grito, asombrado.
Abajo se veía un pequeño pueblo construido sobre una colina. Tortuosas callejas iban de un lugar a otro; flanqueadas a veces por grandes casas, o atravesadas por senderos que delimitaban una tumultuosa edificación. A un lado, un río corría en una profunda hondonada. Algunas casas se alzaban peligrosamente sobre el abismo. Las personas, pequeñas como hormigas, se movían por las calles y en el interior de las habitaciones sin techo. El ruido llegaba levemente hasta el sitio desde donde miraban los dos hombres.
—¿Dónde estamos?
Sifans señaló con un ademán.
—Eso es Vakk. Lo habías olvidado, ¿verdad?
Observó con cierta diversión a Yuli que miraba boquiabierto.
Qué tonto era, pensó. Tendría que haber reconocido Vakk sin preguntar como un salvaje. Podía ver a la distancia el arco que conducía a Reck, frágil como el hielo. Más cerca reconoció la calle donde había vivido, y el hogar de Kyale y Tusca. Los recordó, y también a la hermosa Iskador, de pelo negro, con nostalgia; pero de nada valía lamentar un mundo perdido. Kyale y Tusca lo habrían olvidado, como él a ellos. Lo que más le sorprendió fue ver qué brillante parecía Vakk, un lugar que él recordaba como profundamente sombrío y sin color. La diferencia mostraba cuánto habían mejorado sus ojos desde que estaba en el Santuario.
—Me preguntabas quiénes eran los Guardianes, ¿recuerdas? —dijo el padre Sifans—. Preguntabas si los veíamos. He aquí mi respuesta. —Señaló el mundo, abajo. —La gente no nos ve. Aun mirando hacia arriba no pueden vemos. Somos superiores. Y así también son superiores los Guardianes a los sacerdotes corrientes. Dentro de nuestra fortaleza hay una fortaleza secreta.
—Ayúdame, padre Sifans. Esa fortaleza secreta… ¿es amistosa? El secreto es a veces hostil.
El padre Sifans parpadeó.
—La pregunta correcta sería: «Esa fortaleza secreta, ¿es necesaria para nuestra supervivencia?» Y la respuesta es sí, por alto que sea el costo. Quizá te parezca raro que yo lo diga. Yo sigo en todo, menos en esto, el camino del medio. Pero se necesitan extremos para afrontar los riesgos extremos de la vida, contra los que Akha intenta ampararnos.
"Los Guardianes guardan la Verdad. Según las escrituras, nuestro mundo ha sido liberado del fuego de Wutra. Hace muchas generaciones, los habitantes de Pannoval osaron desafiar al gran Akha y se marcharon a vivir fuera de la montaña sagrada. Las ciudades como esa que ves abajo eran construidas bajo el cielo desnudo. Y entonces el fuego derramado por Wutra y sus cohortes cayó sobre nosotros, castigándonos. Unos pocos sobrevivientes lograron regresar aquí, a nuestro hogar natural.
"No son meras escrituras, Yuli. Olvida la blasfemia implícita en ese «meras». Tendría que decir que son verdaderas escrituras. Es nuestra historia. Los Guardianes, en su fortaleza secreta, conservan esa historia y otras cosas que han sobrevivido a la época de cielos abiertos. Creo que ven con claridad lo que nosotros vemos oscuramente.
—¿Por qué no se nos considera dignos de saber esas cosas?
—Basta que las conozcamos como escrituras, como parábolas. Yo creo que nos privan del conocimiento, primero, porque quien tiene el poder siempre escatima el conocimiento, puesto que el conocimiento es poder; y segundo, porque temen que armados con ese conocimiento, intentemos regresar otra vez al mundo de cielos abiertos cuando el gran Akha despeje las nieves.
Yuli pensaba con rapidez. La franqueza del padre Sifans le sorprendía. Si el conocimiento era poder, ¿en qué se apoyaba la fe? Pensó que quizá lo estaba poniendo a prueba, y advirtió que el sacerdote aguardaba con gran interés a que él hablase. Y optó por lo más seguro, mencionando de nuevo el nombre de Akha.
—Sin duda, si Akha despeja las nieves, querrá que regresemos al mundo del cielo. No es natural que los hombres y las mujeres vivan y mueran en la oscuridad.
El padre Sifans suspiró.
—Lo dices tú, que has nacido bajo el cielo abierto.
—Y también allí espero morir —dijo Yuli, con un fervor que a él mismo le sorprendió. Temió que esa respuesta no premeditada provocara la ira del maestro; pero el anciano le puso una mano enguantada en el hombro.
—Todos tenemos deseos contradictorios… —Parecía que Sifans luchaba consigo mismo, sin saber si hablar o callar; al fin dijo serenamente: —Ven, regresaremos. Tú guiarás. Estás leyendo muy bien los muros.
Cerró el postigo. Se miraron mientras la noche se apresuraba a volver. Y luego echaron a andar por la oscura galería.
La iniciación de Yuli como sacerdote fue un gran acontecimiento. Ayunó durante cuatro días y se presentó, algo aturdido, ante el cardenal de Lathorn. Estaba acompañado por otros tres jóvenes, que también hacían los votos, y que como él tenían que cantar durante dos horas, de pie, vestidos con las rígidas túnicas ceremoniales, y sin acompañamiento musical, las liturgias memorizadas para la ocasión.
Las voces se elevaron ligeramente en la gran iglesia sombría, hueca como una cisterna.
La oscuridad será nuestro vestido siempre; y al pecador obligaremos a cantar. Somos ahora sacerdotes, sacerdotes supremos, dorados ante la vieja mirada de Akha, armados con antiguos derechos.
Había una vela solitaria entre la figura del cardenal sentado y los jóvenes. El anciano permaneció inmóvil durante toda la ceremonia; quizá dormía. La brisa inclinaba hacia él la llama. En el fondo estaban los tres maestros que habían instruido a los jóvenes en el camino al sacerdocio. Yuli veía apenas a Sifans, que alzaba la nariz como un roedor satisfecho, asintiendo ante el canto. No había milicianos ni phagors.
Al final de la ceremonia, la vieja figura vestida de blanco y negro y adornada con cadenas de oro se incorporó, puso las manos encima de la cabeza de Yuli y entonó una plegaria por los iniciados:
—… y haz que penetremos cada vez más profundamente, oh antiguo Akha, en las cavernas de tu pensamiento, hasta que descubramos dentro de nosotros mismos los secretos de ese océano sin límites ni dimensiones que el mundo llama vida, pero que según sabemos unos pocos privilegiados, es todo lo que hay más allá de la vida y de la muerte…
Se oyó entonces el corno, y la música inundó Lathorn y el corazón de Yuli.
Al día siguiente le encomendaron el primer trabajo: instalarse entre los prisioneros de Pannoval, y escuchar sus problemas. Con los sacerdotes recientemente ordenados se seguía un procedimiento establecido. Primero en Castigo, y luego en Seguridad, antes de que se les permitiera trabajar entre la gente común. Durante este proceso de endurecimiento, se les fortificaba alejándolos de la gente que había contribuido a que se ordenasen.
Castigo estaba llena de calor, ruido y teas ardientes. Había además guardias de la milicia, con sus phagors. La caverna era particularmente húmeda. La mayor parte del tiempo caía una fina llovizna. Cualquiera que levantara la vista podía ver las gotitas cayendo en una trayectoria torcida, movidas por el viento que soplaba de las estalactitas en lo alto.
Los guardias usaban botas de pesadas suelas que resonaban sobre el pavimento. Los blancos phagors no llevaban ninguna indumentaria, confiando en su protección natural.
La tarea del hermano Yuli consistía en compartir las horas de servicio con uno de los tres tenientes de la guardia, un hombre rudo llamado Dravog, que caminaba corno si estuviera aplastando escarabajos, y hablaba como si los estuviera masticando. Constantemente se golpeaba las polainas con la vara, en un irritante tamborileo. Todo lo que se hacía con los prisioneros era a golpes. Unos gongs regulaban los movimientos, y cualquier tardanza se castigaba con la vara. El estrépito era continuo. Los prisioneros se apiñaban corno un sombrío rebaño. Yuli tenía que admitir la violencia y en ocasiones remendar a las víctimas.
Pronto empezó a rechazar la descuidada brutalidad de Dravog; la permanente hostilidad de los prisioneros le atacaba los nervios. Los días pasados con el padre Sifans habían sido felices, aunque no siempre lo había apreciado. En este nuevo y duro ambiente echaba de menos la densa oscuridad; el silencio, la piedad, e incluso al mismo Sifans, a la vez amistoso y prudente. La amistad no era cosa que Dravog pudiera reconocer.
En un sector de Castigo había una caverna llamada Guiño. Allí unos grupos de prisioneros se ocupaban en demoler la pared posterior para ampliar el espacio. La tarea era infinita.
—Son esclavos, y tienes que golpearlos para que trabajen —decía Dravog. Durante un momento Yuli tuvo una visión poco grata de la historia: seguramente, gran parte de Pannoval había sido creada de ese modo.
Los escombros de la excavación eran transportados en unas burdas carretillas de madera, que necesitaban, para moverse, el esfuerzo de dos hombres, y que se llevaban a un lugar del Santuario donde el Vakk corría muy por debajo del suelo y donde había una fosa profunda.
En Guiño había una granja atendida por los prisioneros. Se cultivaba allí centeno noctífero para hacer el pan, y un torrente que manaba de la roca alimentaba un vivero de peces. Todos los días se sacaba cierta cantidad de peces grandes. Los peces enfermos se arrojaban a un lugar de la costa donde crecían enormes hongos comestibles. Un olor acre asaltaba a todo aquel que entrara en Guiño.
En otras cavernas había más granjas y minas de pedernal. Pero los movimientos de Yuli estaban casi tan circunscritos como los de los prisioneros. Guiño era un área cerrada. Se sorprendió cuando Dravog, hablando con otro guardia, dijo que un pasaje lateral conducía al Mercado. ¡Mercado! El nombre evocaba el bullicioso lugar que había dejado atrás en una vida diferente, y pensó con nostalgia en Kyale y en su mujer. «Nunca serás un buen sacerdote», se dijo.
Sonaron los gongs, los guardias gritaron, los prisioneros se movieron de mala gana. Los phagors iban y venían torpemente y de vez en cuando cambiaban alguna palabra gutural. Yuli los aborrecía. Estaba mirando cómo cuatro prisioneros pescaban en la piscina bajo la mirada de uno de los guardias de Dravog. Para hacerlo, los hombres tenían que meterse en el agua helada hasta la cintura. Cuando la red estaba llena, se les permitía salir del agua y arrastrar la red a la costa.
Los peces —gotas, de nombre— eran blancuzcos, con ojos ciegos y azules, y se debatían desesperadamente fuera del agua.
Pasó entonces una carretilla de escombros, empujada por dos prisioneros. Una rueda tropezó con una piedra. El prisionero que estaba del mismo lado vaciló y cayó. Al caer, golpeó a uno de los pescadores, un joven que se había inclinado para alcanzar un extremo de la red, y que se precipitó de cabeza al agua.
El guardia gritó y lo golpeó con la vara. El phagor próximo se adelantó y alzó al prisionero que había caído al suelo. Dravog y otro guardia se acercaron a la carrera, a tiempo para golpear en la cabeza al prisionero joven que intentaba salir de la piscina.
Yuli aferró el brazo de Dravog.
—Déjalo en paz. Fue un accidente. Ayúdalo a salir.
—No está permitido que nadie entre en la piscina por su cuenta —respondió neciamente Dravog, apartando a Yuli y volviendo a descargar la vara.
El prisionero emergió con la cabeza chorreando agua y sangre. Otro guardia apareció sacudiendo la vara, que zumbaba en la lluvia. Un phagor venía detrás, con los ojos brillando en la sombra. El guardia se quejó por haber llegado tarde a la diversión. Junto con Dravog y los demás guardias llevó a puntapiés al sofocado prisionero, de vuelta a la celda de la caverna próxima.
Cuando cesó la conmoción y la multitud se dispersó, Yuli se acercó con cautela a la celda, a tiempo para oír al prisionero que llamaba desde la celda vecina: —Usilk, ¿estás bien?
Yuli fue al despacho de Dravog y tomó la llave maestra. Sacó también una lámpara de aceite de un nicho, abrió la puerta de la celda, y entró.
El prisionero yacía en el suelo, en una charca de agua. Se sostenía el torso con las manos, de modo que el contorno de los omóplatos se le marcaba claramente en la camisa. La cabeza y una mejilla le sangraban.
Miró con hosquedad a Yuli, y luego, sin cambiar de expresión, dejó caer nuevamente la cabeza.
Yuli examinó la cabeza mojada y golpeada. Preocupado, se agachó junto al hombre, colocando la lámpara en el suelo sucio.
—Fuera, monje —gruñó el hombre.
—Te ayudaré si puedo.
—No puedes. ¡Fuera!
Durante un momento estuvieron sin moverse ni hablar mientras el agua y la sangre se combinaban en la charca.
—Te llamas Usilk, ¿verdad?
No hubo respuesta. El rostro delgado miraba el suelo.
—¿Tu padre se llama Kyale? ¿Y vive en Vakk?
—Déjame en paz.
—Lo conozco. Lo he conocido bien. Y a tu madre. Ella me cuidó.
—Ya me has oído. —Con brusca energía, el prisionero se arrojó contra Yuli, golpeándolo débilmente. Yuli se desprendió de él, rodó y se puso en pie de un salto, como un asokin. Estaba a punto de atacar, pero se contuvo. Trató de dominarse y retrocedió. Sin una palabra, recogió la lámpara y salió de la celda.
—Ése es peligroso —le dijo Dravog, permitiéndose una sonrisa a expensas de Yuli al advertir lo agitado que estaba. Yuli fue a la capilla de los hermanos, y rezó a Akha, en la oscuridad, una plegaria que no obtuvo respuesta.
En Mercado, Yuli había oído una historia que los sacerdotes del Santuario no desconocían, acerca de cierto gusano.
Ese gusano había sido enviado por Wutra, el malvado dios de los cielos. Wutra había puesto el gusano en el laberinto de galerías de la montaña sagrada de Akha. El gusano era grande y largo, casi del diámetro de las galerías. Era viscoso y se deslizaba en silencio en la oscuridad, y la gente sólo oía el siseo del aliento entre los labios blandos. Comía seres humanos. En un momento, estaban seguros; en el siguiente, oían el maligno jadeo, y el susurro de los largos bigotes que se rozaban entre sí, y eran devorados.
Un equivalente espiritual del gusano de Wutra se movía de un lado a otro por los laberintos de la mente de Yuli. Yuli no podía dejar de ver, en los hombres escuálidos y en la sangre del prisionero, el abismo que había entre la predicación y la práctica del culto de Akha. No era que la predicación fuese demasiado mística, pues insistía sobre todo en el servicio, ni que la vida fuese tan mala; lo que le inquietaba era la contradicción.
Recordó algo que le había dicho el padre Sifans: «No es la santidad lo que conduce al hombre al servicio de Akha. Más frecuentemente es un pecado como el tuyo.» Eso implicaba que muchos sacerdotes eran asesinos y criminales, poco mejores que los prisioneros. Sin embargo, mandaban sobre los prisioneros. Tenían poder.
Yuli cumplía sus tareas de mala gana, sonreía menos que antes. Nunca se sentía feliz trabajando como sacerdote, y pasaba las noches rezando y los días meditando. Y trataba, en lo posible, de establecer algún tipo de contacto con Usilk.
Usilk lo rechazaba.
Finalmente, concluyó el período de Yuli en Castigo. Entró en un tiempo de meditación antes de empezar a trabajar en la Policía de Seguridad. Había observado a los miembros de esa rama de la milicia mientras visitaba las celdas, y había descubierto dentro de sí mismo el fantasma de una idea peligrosa.
Después de unos pocos días en Segundad, el gusano de Wutra se hizo aún más activo en la mente de Yuli. El trabajo consistía en ver cómo golpeaban e interrogaban a los prisioneros, y en administrar la bendición final cuando morían. Yuli tenía un aspecto cada vez más sombrío, y por fin sus superiores lo elogiaron y le permitieron atender personalmente algunos casos.
Los interrogatorios eran simples, porque había pocas formas de crimen. La gente robaba, estafaba o blasfemaba. O se metía en las zonas prohibidas o conspiraba. Este último había sido el crimen de Usilk. Algunos incluso intentaban huir al reino de Wutra, bajo el cielo. Yuli comprendió entonces que el mundo subterráneo padecía una especie de enfermedad: toda la gente con poder temía una revolución. Esa enfermedad crecía en la sombra, y explicaba las pequeñas y minuciosas leyes que gobernaban la vida en Pannoval. La población, incluyendo a los sacerdotes, era de seis millares y tres cuartos, y todos pertenecían obligatoriamente a una corporación o a una orden. Todas las viviendas, corporaciones, órdenes, dormitorios, estaban infiltrados por espías, que a su vez eran vigilados por otros espías infiltrados. La oscuridad engendraba desconfianza, y algunas de las víctimas desfilaban, abyectas, ante el hermano Yuli.
Aunque despreciándose a sí mismo, Yuli descubrió que hacía bien el trabajo. Tenía suficiente simpatía como para conseguir que la víctima bajase la guardia, y suficiente furia destructiva para arrancarle la verdad. Con el tiempo desarrolló cierto interés profesional por esas tareas. Y sólo cuando se sintió seguro pidió que le trajeran a Usilk.
Al concluir la tarea de cada día, se celebraba un servicio en la caverna llamada Lathorn. La asistencia era obligatoria para los sacerdotes y optativa para los miembros de la milicia. La acústica de Lathorn era excelente: el coro y los músicos inundaban el aire oscuro con hinchadas olas de sonido. Yuli tocaba desde hacía poco un instrumento.
Era cada día más diestro con el corno, instrumento de bronce no mayor que una mano, que al comienzo había despreciado al ver a los demás músicos con sus enormes vrachs, gaitas, baranboims y dobles clows. Pero el diminuto corno podía transformarle el aliento en unas notas que volaban tan alto como el childrim, hacia la nublada bóveda de Lathorn, por encima de la melodía de las conspiraciones. Con ellas volaba también el espíritu de Yuli, al son tradicional de «Enjaezado», «En la penumbra de Akha», y del hermoso contrapunto de «Oldorarido», el tema favorito de Yuli.
Una noche, después del servicio, Yuli salió de Lathorn con un sacerdote llamado Bervin, y juntos recorrieron las sepulcrales avenidas del Santuario, pasando los dedos sobre los nuevos bajorrelieves en que trabajaban los tres hermanos Kilandar. Ocurrió que se encontraron con el padre Sifans, que también se paseaba nervioso, recitando en voz baja una letanía. Se saludaron cordialmente. Luego Bervin se alejó con una excusa cortés, y Yuli y el padre Sifans pudieron hablar a solas.
—No me siento contento después del trabajo, padre. La oración no me ha hecho bien.
Como de costumbre, Sifans respondió oblicuamente.
—He oído magníficos informes sobre tu labor, hermano Yuli. Tienes que intentar nuevos adelantos. Entonces te ayudaré.
—Eres bondadoso. Recuerdo lo que me has dicho —Yuli bajó la voz— acerca de los Guardianes. Una organización a la que puedes ofrecerte como voluntario, ¿verdad?
—No. Dije que hay que ser elegido.
—¿Y cómo podría proponer mi nombre?
—Akha te ayudará cuando sea necesario —rió Sifans—. Y ahora que eres uno de los nuestros, me pregunto si… ¿No has oído hablar de una orden que está por encima de los Guardianes?
—No, padre. Sabes que no escucho habladurías.
—Tendrías que hacerlo. Las habladurías son la vista para un ciego. Pero si eres tan virtuoso, nada te diré de los Apropiadores.
—¿Los Apropiadores? ¿Quiénes son?
—No, no, no temas, no te diré una palabra. ¿Por qué habría de llenarte la cabeza con organizaciones secretas, o con cuentos de lagos secretos, libres de hielo? Todas esas cosas pueden ser mentiras, al fin y al cabo. Leyendas, como el gusano de Wutra.
Yuli rió.
—Está bien, padre. Ya me has puesto sobre ascuas. Cuéntame.
Sifans chasqueó los labios finos. Detuvo el paso y entró en una celda.
—Puesto que me obligas… Es lamentable… Pero quizá recuerdas cómo vive la gente en Vakk, en esas viviendas amontonadas sin orden, unas sobre otras. Imagina que toda la cordillera donde está Pannoval es como Vakk… O mejor, como un cuerpo con varias partes interconectadas, los pulmones, las entrañas, el corazón. Imagina que hay cavernas tan grandes como la nuestra, encima y debajo de nosotros. No es posible, ¿verdad?
—No.
—Sí es posible. Es una hipótesis. Digamos que en alguna parte, más allá de Guiño, hay una catarata que cae de una caverna situada muy arriba. Y que cae a un nivel inferior. El agua llega a todas partes. Digamos que cae y forma un lago, de aguas puras y calientes, que nunca se hielan. Imagina ahora que en ese lugar seguro y deseable residen los más favorecidos, los más poderosos, los Apropiadores. Se han apropiado de lo mejor, el conocimiento y el poder, y allí lo guardan para nosotros, hasta el día de la victoria de Akha…
—Y nos lo quitan a nosotros…
—¿Cómo dices? Hermano, no te entiendo. Pues bien, sólo te he contado una historia divertida.
—¿Y también tienen que elegirte para ser Apropiador?
El padre Sifans chasqueó la lengua.
—¿Quién podría alcanzar esos privilegios, si existieran? No, muchacho: para eso hay que nacer. Hay que ser miembro de alguna familia poderosa, que disponga de hermosas mujeres, y de caminos secretos para ir y venir, incluso más allá de los dominios de Akha… No, se necesitaría… una auténtica revolución para llegar a ese lugar hipotético.
Elevó la nariz y rió.
—Padre, te burlas de los pobres sacerdotes simples.
El viejo sacerdote ladeó pensativamente la cabeza.
—Eres pobre, mi joven amigo, y es probable que siempre lo seas. Pero no simple. Y por eso siempre serás un deplorable sacerdote. Y por eso te quiero.
Se separaron. La declaración del sacerdote había perturbado a Yuli. Sí, era un deplorable sacerdote, como decía Sifans. Un amante de la música, apenas.
Se lavó la cara con agua helada; los pensamientos le ardían en la cabeza. Esas jerarquías de sacerdotes, si las había, sólo conducían al poder. No a Akha. La fe nunca tenía explicaciones precisas —de una precisión verbal comparable a la precisión de la música— sobre cómo la devoción podía mover una efigie de piedra; las palabras de la fe sólo llevaban a una nebulosa oscuridad llamada santidad. Entenderlo fue para él tan áspero como la toalla con que se secó las mejillas.
Acostado en el dormitorio, muy lejos del sueño, vio cómo le habían quitado al anciano Sifans toda vida propia, y verdaderos amores, dejándolo sólo con unos molestos fantasmas de afecto. No le importaba si los que estaban a su cargo tenían fe o no. Quizá había dejado de preocuparse mucho antes. Las palabras y los enigmas de Sifans revelaban una profunda insatisfacción.
Bruscamente atemorizado, Yuli se dijo que era mejor morir en el desierto que llevar una vida mediocre en la sombría seguridad de Pannoval. Aun si eso significaba abandonar el corno y las notas de «Oldorando». El miedo lo obligó a incorporarse, apartando la manta. Oscuros vientos, los infatigables habitantes del dormitorio, soplaban por encima de él. Se estremeció.
Con un regocijo similar al que había sentido al entrar en Reck, mucho antes, dijo en voz baja:
—No creo; no creo en nada.
Creía en el poder sobre los demás. Lo veía todos los días. Pero eso era puramente humano. Quizás había dejado de creer en todo menos en la opresión durante aquel ritual, cuando unos hombres habían permitido que un odiado phagor arrancara a mordiscos las palabras de la garganta de Naab. Quizá las palabras de Naab todavía podían triunfar; quizá los sacerdotes se reformaran hasta que sus vidas tuvieran sentido. Las palabras, los sacerdotes, eran reales. Pero Akha no era nada.
En la inquieta oscuridad susurró:
—Akha, no eres nada.
No murió, y el viento le susurraba aún en los cabellos.
Saltó de la cama y echó a correr. Con los dedos rozando los bajorrelieves de los muros, corrió y corrió hasta que sintió el cuerpo exhausto y los dedos desollados. Regresó, sin aliento. Quería el poder y no la sumisión.
La guerra de su mente se había calmado. Volvió a la cama. Mañana actuaría. No más sacerdotes.
Mientras dormitaba, volvió a soñar. Estaba en una ladera helada. Su padre, capturado por los phagors, lo había abandonado. El había arrojado la lanza hacia un arbusto, con furia. Lo recordaba, recordaba el movimiento del brazo, la vibración de la lanza al clavarse entre las ramas andrajosas, el aire que le penetraba en los pulmones, agudo como un cuchillo.
¿Por qué de pronto recordaba esas insignificancias? Como no era capaz de observarse a sí mismo, la pregunta quedó sin respuesta mientras él se deslizaba hacia el sueño.
El día siguiente fue el último del interrogatorio de Usilk. Los interrogatorios sólo estaban permitidos durante seis días consecutivos; después, la víctima podía descansar. Las reglas en este sentido eran estrictas, y la milicia vigilaba suspicazmente a los sacerdotes en todos estos asuntos.
Usilk no había dicho nada útil. No respondía a los golpes ni a la adulación.
Estaba de pie ante Yuli, sentado en una adornada silla de inquisidor, labrada en una sola pieza de madera, y que subrayaba la diferencia entre las situaciones de ambos hombres. Yuli aparentemente cómodo, Usilk medio muerto de hambre, vestido de harapos, los hombros caídos, el rostro desvaído y sin expresión.
—Sabemos que te han visitado personas que amenazan la seguridad de Pannoval. Sólo deseamos saber sus nombres: luego serás libre, y podrás retornar a Vakk.
—Jamás los conocí. Eran una voz en la multitud.
Tanto las preguntas como las respuestas se habían tornado convencionales.
Yuli se levantó de la silla y caminó alrededor del prisionero, ocultando sus emociones.
—Oye, Usilk. No siento odio hacia ti. Respeto a tus padres, como te he dicho. Ésta es nuestra última entrevista. No volveremos a encontrarnos. Y ciertamente morirás en este lugar miserable, sin razón.
—Tengo mis razones, sacerdote.
Yuli se sorprendió. No esperaba una respuesta. Bajó la voz.
—Todos tenemos razones… Pondré mi vida en tus manos. No soy digno de ser sacerdote, Usilk. Nací en el desierto helado, bajo el cielo, muy lejos al norte de Pannoval. Y allí deseo volver. Te llevaré conmigo, te ayudaré a escapar. Ésta es la verdad.
Usilk alzó la mirada hacia la de Yuli.
—Vete, monje. Tus tretas no servirán conmigo.
—Te he dicho la verdad. ¿Cómo puedo probarlo? ¿Deseas que blasfeme contra el dios a quien he hecho mis votos? ¿Crees que puedo decir esas cosas ligeramente? Pannoval me ha conformado; pero algo en mi naturaleza interior me obliga a rebelarme contra la ciudad y sus instituciones. Dan abrigo y satisfacción a la multitud, pero no a mí, ni siquiera por mis privilegios como sacerdote. No sé por qué. Sólo porque estoy hecho así…
Contuvo el torrente de palabras.
—Haré algo práctico. Te conseguiré ropas de sacerdote. Más tarde, cuando salgamos de esta celda, te ayudaré a deslizarte al Santuario y escaparemos juntos.
—Basta de trucos.
Yuli se enfureció. No tenía otro remedio si quería contenerse y no atacar y golpear al hombre. Se lanzó violentamente hacia los instrumentos que colgaban de la pared y azotó la silla con un látigo. Alzó la gran lámpara que había sobre la mesa y la colocó exactamente debajo de los ojos de Usilk. Se golpeó el pecho.
—¿Por qué había de mentirte y traicionarme? ¿Qué sabes tú, al fin y al cabo? Nada que valga la pena. Eres simplemente una cosa recogida en Vakk; tu vida no tiene significado ni importancia. Morirás en tormento porque ése es tu destino. Muy bien, sigue así, goza sintiendo que pierdes fuerzas día a día. Ése es el precio que pagarás por tu orgullo y por ser un cretino. Haz lo que deseas, muere mil veces. Yo ya he tenido bastante. No puedo soportar el tormento. Me marcho. Piensa en mí mientras te revuelves en tus propias heces. Yo estaré afuera y libre, Ubre bajo el cielo, allí donde no llega el poder de Akha.
Había gritado, sin preocuparle que lo oyeran, ante la golpeada palidez del rostro de Usilk.
—Vete, monje. —La misma frase sombría que Usilk había repetido toda la semana.
Retrocediendo un paso, Yuli alzó el látigo y golpeó con el mango la mejilla lastimada de Usilk, con furia y fuerza. A la luz incierta de la lámpara vio exactamente dónde, sobre la mejilla, debajo del ojo, a través del puente de la nariz, había caído el golpe. Permaneció con el látigo levantado mientras las manos de Usilk se alzaban hacia la herida, y las rodillas se le doblaban. Vaciló y cayó al suelo sobre los codos y las rodillas.
Todavía aferrando el látigo, Yuli pasó por encima del cuerpo y salió de la celda.
Apenas advirtió, dada su propia confusión, lo que pasaba alrededor. Guardias y milicianos corrían de un lado a otro de modo inusitado. El paso normal en las oscuras venas del Santuario era lento y fúnebre.
Se acercó vivamente un capitán, con una tea ardiente en la mano y vociferando órdenes.
—¿Eres uno de los sacerdotes interrogadores? —preguntó a Yuli.
—¿Por qué?
—Quiero que saquéis de aquí a todos los prisioneros. Llevadlos a las celdas. Aquí pondremos a los heridos. Pronto.
—¿Heridos? ¿Qué heridos?
El capitán, fastidiado, rugió: -¿Estás sordo, hermano? ¿Qué crees que eran esos gritos, toda esta última hora? Se han derrumbado los nuevos túneles de Guiño, y muchos hombres útiles han quedado sepultados. Aquello parece un campo de batalla. Muévete ahora, y lleva a tu prisionero a la celda, de prisa. Quiero este corredor despejado en dos minutos.
Se alejó, gritando y maldiciendo. Disfrutaba con su propia excitación.
Yuli se volvió. Usilk estaba todavía encogido en el suelo de la celda. Inclinándose, Yuli lo tomó por debajo de los brazos y lo enderezó. Usilk, gimiendo, apenas consciente, fue obligado a caminar como pudiera con un brazo por encima de los hombros de Yuli. En el corredor, donde el capitán seguía gritando, otros interrogadores trasladaban a sus víctimas, moviéndose con excitación. Nadie parecía exactamente disgustado por esa interrupción de la rutina.
Se alejaron como sombras hacia la oscuridad. Era el momento de desaparecer, entre la confusión. Pero, ¿y Usilk?
La ira se apagaba y la culpa volvía. Supo que deseaba demostrar a Usilk que el ofrecimiento de ayuda había sido sincero.
En lugar de encaminarse a las celdas de la prisión, fue hacia sus propias habitaciones. Primero tenía que reanimar a Usilk y prepararlo para la huida. Era inútil llevarlo al dormitorio de los monjes, donde serían descubiertos. Había un lugar más seguro.
Leyendo las paredes, dio media vuelta antes de los dormitorios, y empujó a Usilk por una escalera espiral a la que daban las celdas de algunos sacerdotes, ordenadas como en una conejera. La franja grabada le decía bajo la mano el lugar dónde estaba, aunque la oscuridad era ahora tan cerrada que unos rojos fantasmales parecían flotar como plantas sumergidas. Golpeó a la puerta del padre Sifans y entró.
Como había pensado, no hubo respuesta. A esta hora del día, Sifans estaba ocupado en alguna otra parte. Metió a Usilk en el cuarto.
Muchas veces había estado esperando afuera, pero nunca había entrado. Se sentía perdido. Ayudó a Usilk a sentarse en cuclillas, con la espalda apoyada contra la pared, y buscó a tientas una lámpara.
Después de chocar con algunos muebles, encontró la ruedecilla de pedernal unida al soporte y la hizo girar. Brotó una chispa, apareció una lengua de luz, y Yuli alzó la lámpara y miró alrededor. Allí estaban todos los escasos bienes terrenales del padre Sifans. En un rincón había un pequeño altar con una grasienta estatua de Akha. Había también un sitio para abluciones, y un estante con una o dos cosas y un instrumento musical, y una alfombrilla en el suelo. Nada más. Ni una mesa ni sillas. Perdida en la sombra, había una alcoba; Yuli supo sin mirar que sólo contenía un catre donde dormía el anciano.
Se puso en movimiento. Con el agua que salía de la roca llenó la palangana y lavó la cara de Usilk y trató de reanimarlo. El hombre bebió un poco de agua, con un gesto de dolor. En el estante, sobre un platillo de estaño había un correoso pan de centeno. Yuli ofreció un trozo a Usilk y comió otro él mismo.
Movió con suavidad el hombro de Usilk.
—Tienes que perdonar mi furia. Tú la has provocado.
En el fondo, soy sólo un salvaje indigno de ejercer el sacerdocio. Pero ya ves que te he dicho la verdad. Escaparemos de aquí. No será difícil, con el derrumbamiento de Guiño.
Usilk se limitó a gemir.
—No estás tan mal como crees. Tendrás que moverte por ti mismo.
Usilk miró a Yuli con los ojos entornados.
—No me engañarás, monje.
Yuli se sentó en cuclillas. Usilk se apartó.
—Ya es tarde para volverse atrás. Trata de comprender. No te pido nada, Usilk. Simplemente, intentaré sacarte de aquí. Tiene que haber alguna forma de escapar por la puerta norte, si los dos nos vestimos de sacerdotes. A no muchos días de viaje vive la mujer de un trampero, llamada Lorel. Nos albergará hasta que nos acostumbremos al frío.
—No me moveré de aquí.
Golpeándose la frente, Yuli dijo: —Tendrás que hacerlo. Estamos escondidos en el cuarto de un padre. No podemos seguir aquí. No es un mal viejo, pero sin duda nos denunciará si nos descubre.
—No es así, hermano Yuli. El viejo que no es malo guarda los secretos como una tumba.
Yuli se volvió de un salto y vio al padre Sifans, que acababa de emerger de la alcoba. Adelantaba una mano frágil como si temiera un ataque.
—Padre…
El padre Sifans parpadeó en la luz incierta.
—Descansaba un poco. Estaba en Guiño cuando se derrumbó la bóveda. Qué desastre. Por fortuna, no corría peligro, pero una piedra me golpeó en la pierna. No puedes escapar por la puerta norte. La guardia la ha cerrado, declarando el estado de emergencia, por si nuestros ciudadanos tienen algún mal pensamiento.
—¿Nos denunciarás, padre? —Desde los días remotos de la adolescencia guardaba una posesión: el cuchillo de hueso que su madre había tallado para él cuando estaba sana. Metió la mano debajo de las vestiduras y aferró el cuchillo mientras hacía la pregunta.
Sifans olisqueó el aire.
—Como tú, haré algo poco inteligente. Te indicaré la mejor ruta para salir de la ciudad. Y también te diré que no lleves contigo a este hombre. Déjalo aquí. Yo me ocuparé de él. Morirá pronto.
—No, padre, es fuerte. Se recuperará con rapidez cuando la idea de la libertad crezca de veras en él. Lo ha pasado muy mal. ¿No es cierto, Usilk?
El prisionero los miró por encima de una mejilla amoratada e hinchada que casi le ocultaba un ojo.
—También es verdad que es tu enemigo, y que no dejará de serlo. Cuídate de él. Déjalo conmigo.
—Si es mi enemigo es por mi culpa. Haré las paces, y me perdonará cuando estemos a salvo.
—Algunos hombres nunca perdonan —dijo el padre Sifans.
Mientras los otros dos se miraban, Usilk logró erguirse con torpeza y apoyó la frente contra el muro.
—Creo que no puedo pedírtelo, padre —dijo Yuli—. Por lo que sé, eres un Guardián. ¿Vendrás con nosotros al mundo exterior?
Los ojos parpadearon rápidamente.
—Antes de mi iniciación, sentí que no podía servir a Akha e intenté escapar de Pannoval. Pero me sorprendieron, porque he sido siempre dócil, y no un salvaje como tú.
—Jamás has olvidado mis orígenes.
—Yo envidiaba el salvajismo. Todavía lo envidio. Pero fracasé. Mi naturaleza se opuso a mis deseos. Cayeron sobre mí, y acerca de cómo me trataron… sólo te diré que tampoco yo puedo perdonar. Eso fue hace mucho. Desde entonces ascendí en la jerarquía.
—Ven con nosotros.
—Me quedaré aquí, cuidando mi pierna lastimada. Siempre tengo excusas, Yuli.
Recogiendo una piedra del suelo, el padre Sifans dibujó en la pared el camino de la huida.
—Es un largo viaje. Tendrás que pasar por debajo de las Montañas de Quzint. No irás hacia el norte, sino hacia el sur, de temperatura más clemente. Buena suerte, y éxito. —Escupiendo en la mano, borró las marcas de la pared y arrojó la piedra a un rincón.
Yuli no encontró nada que decir; se acercó y rodeó con los brazos al anciano, apretándole los codos delgados contra el cuerpo.
—Nos marchamos ahora mismo. Adiós.
Usilk dijo, hablando con dificultad: —Tienes que matar a este hombre, sin demora. De lo contrario, dará la alarma apenas hayamos salido.
—Lo conozco y confío en él.
—Es una trampa.
—Tú y tus malditas trampas, Usilk. No tocarás al padre Sifans. —Yuli dijo esto con cierta agitación, extendiendo un brazo para retener a Usilk que se había adelantado hacia el viejo sacerdote. Usilk intentó empujarlo y lucharon un instante, hasta que Yuli lo apartó con toda la suavidad posible.
—Vamos, Usilk; si puedes pelear, puedes andar. En marcha.
—Espera. Ya veo que tendré que confiar en ti, monje. Prueba tu sinceridad liberando a mi camarada. Lo llaman el Marcado, trabajaba conmigo en el vivero de peces. Está en la celda 65. Y buscarás también a una persona de Vakk.
Frotándose el mentón, Yuli respondió: —No estás en posición de dar órdenes. —Toda demora implicaba peligro. Sin embargo, comprendía que tenía que aplacar a Usilk, si algún acuerdo era posible. El plano de Sifans hacía evidente que los esperaba un osado viaje.
—Está bien. El Marcado. Lo recuerdo. ¿Era tu enlace revolucionario?
—¿Todavía quieres interrogarme?
—Está bien. Padre, ¿puede quedarse aquí Usilk mientras busco al Marcado? Gracias. ¿Y quién es el hombre de Vakk?
Una especie de sonrisa atravesó brevemente la cara partida de Usilk.
—No es un hombre, es una mujer. Mi mujer, monje. Se llama Iskador, y es la reina de la arquería. Vive en el Arco en la última calle.
—Iskador… Sí, la conozco. La he visto una vez.
—Tráela. Ella y el Marcado son valientes. Ya veremos luego si tú lo eres, monje.
El padre Sifans aferró la manga de Yuli y le dijo suavemente, poniéndole la nariz casi dentro de la oreja: —Perdóname, pero he cambiado de idea. No me atrevo a quedarme solo con este hombre resentido y estúpido. Por favor, llévalo contigo… Te aseguro muy de veras que no saldré de mi habitación. —Oprimió con fuerza el brazo de Yuli.
Yuli juntó las manos.
—Está bien. Iremos juntos, Usilk. Te mostraré dónde puedes encontrar un hábito. Te lo pondrás e irás en busca del Marcado. Yo iré a Vakk y traeré a Iskador. Nos reuniremos en la esquina de Guiño. Hay dos corredores, de modo que podremos escapar en caso de apuro. Si no estáis allí, sabré que habéis sido capturados y partiré sin vosotros. ¿Está claro? Usilk gruñó.
—¿Está claro?
—Sí, adelante.
Se marcharon. Dejaron el abrigo de la pequeña habitación de Sifans y se lanzaron a la densa noche de los pasillos. Con los dedos en la franja grabada del muro, Yuli guiaba a Usilk, Tan excitado estaba que hasta olvidó despedirse de su viejo mentor.
En esa época, la gente de Pannoval no tenía gran cosa en la cabeza. Ningún gran pensamiento; sólo la comida les interesaba. Sin embargo, les gustaban los relatos, que los narradores contaban en ciertas ocasiones.
En la gran entrada, junto a las casas de la guardia, y antes de que el visitante de Pannoval llegara a las terrazas del Mercado, crecían unos árboles. Aunque pequeños de tamaño y escasos en número, eran claramente árboles verdes.
Se los apreciaba debidamente por su rareza, y por su costumbre de producir de vez en cuando unas nueces arrugadas llamadas tejeras. Ningún árbol lograba dar fruto una vez por año; pero todos los años uno u otro árbol mostraba unas pocas tejeras de color herrumbre bailoteando en el extremo de las ramas. La mayoría tenían gusanos; pero las mujeres y los niños de Vakk, Groyne y Prayn comían los gusanos junto con los frutos.
A veces los gusanos morían cuando se partía la nuez. Decía una historia que el gusano moría de sorpresa. Creía que el interior de la nuez era todo el mundo, y que la corteza arrugada era el cielo, pero un día el mundo se partía en dos. Veía con horror que más allá del mundo había un mundo gigantesco, más importante y brillante en todos los sentidos. Esto era demasiado para los gusanos, que morían ante la revelación.
Yuli pensaba en los gusanos de las nueces mientras salía de las tinieblas por vez primera en más de un año, y retornaba, deslumbrado, al atareado mundo de la vida ordinaria. Al principio, el ruido, la luz y el tumulto de tantas personas lo desconcertó.
Todo el desafío y las tentaciones de ese mundo se resumían en Iskador, Iskador la hermosa. La recordaba como si la hubiese visto ayer. Al verla ahora, le pareció aún más hermosa, y apenas alcanzó a tartamudear.
La vivienda tenía varias habitaciones y era parte de una pequeña fábrica, de arcos. El padre de Iskador era el gran maestre de la corporación de constructores de arcos. Con cierta altanería, Iskador invitó a entrar al sacerdote. Yuli se sentó en el suelo y bebió un vaso de agua, mientras explicaba lentamente la situación.
Iskador era una muchacha robusta y directa, de tez blanca como la leche y pelo negro y ojos de color avellana. Tenía una cara ancha de altos pómulos, y una boca grande y fresca. Sus movimientos eran enérgicos. Cruzó los brazos sobre el pecho con aire circunspecto mientras escuchaba lo que Yuli le decía.
—¿Y por qué no viene Usilk a contarme él mismo ese disparate?
—Tenía que buscar a otro amigo. Y no podía venir a Vakk. Tiene la cara lastimada, y llamaría la atención.
El pelo negro colgaba a ambos lados del rostro, enmarcándolo como unas alas negras. Esas alas fueron apartadas impacientemente con un movimiento de cabeza, e Iskador dijo: —Dentro de seis días hay un torneo de arco, que quiero ganar. No deseo irme de Pannoval. Soy feliz aquí. Era Usilk el que se quejaba todo el tiempo. Y además, hace siglos que no lo veo. Tengo otro amigo.
Yuli se puso en pie, enrojeciendo levemente.
—Está bien, entonces. No hables de lo que he dicho. Me iré y le daré tu respuesta a Usilk. —Se sentía nervioso ante ella y más brusco de lo que él deseaba.
—Espera —respondió ella, acercándose con un brazo extendido, con una nerviosa mano tendida hacia él—. No he dicho que puedes irte, monje. Lo que me has contado es muy interesante. Y además has de defender la causa de Usilk, y tratar de persuadirme a que vaya con vosotros.
—Sólo dos cosas, Iskador. Mi nombre es Yuli, y no «monje». ¿Y por qué habría de defender a Usilk? No es mi amigo, y además…
La voz se le apagó. La miró con rabia, con las mejillas encendidas.
—Y además, ¿qué? —Había una risa oculta debajo de la pregunta.
—Oh, Iskador, además eres hermosa; eso es lo que hay además; y además yo mismo te admiro.
La actitud de ella cambió. Alzó la mano, cubriéndose a medias los labios pálidos.
—Dos «además», y los dos importantes. Eso cambia todo, Yuli. Ahora que te miro, no eres nada desagradable. ¿Por qué te has hecho sacerdote?
Sintiendo cómo cambiaba la marea, Yuli vaciló y dijo luego osadamente: —Maté a dos hombres.
Iskador lo miró por debajo de las tupidas pestañas durante un tiempo que pareció muy largo.
—Espérame mientras busco un bolso y un arco —dijo finalmente.
El derrumbamiento de la bóveda había provocado una ansiosa excitación en todo Pannoval. Había ocurrido el acontecimiento que más temía la fantasía de la gente. Las reacciones eran algo confusas. Junto al temor había alivio, porque sólo habían perecido prisioneros, guardianes, y unos cuantos phagors. Probablemente merecían el destino que les había deparado el gran Akha.
En la parte posterior de Mercado se habían instalado unas barreras, y la milicia mantenía el orden. Equipos de rescate, hombres y mujeres de la corporación de médicos, y numerosos trabajadores se movían en el escenario del desastre. Contra las barreras se apretujaba la multitud, en parte silenciosa y tensa, en parte alegre, alrededor de un acróbata y un grupo de músicos que contribuían a esa alegría. Yuli se abrió paso entre la multitud, seguido por la muchacha. La gente, por la larga costumbre, se retiraba ante el sacerdote.
Guiño, donde había ocurrido el derrumbe, tenía un aspecto extraño. Allí no había espectadores. Una brillante hilera de luces de emergencia favorecía las tareas de rescate. Los prisioneros echaban un polvo especial a la llama para que diera más luz.
Era una escena de sombríos trabajos. Los prisioneros cavaban, descansaban un rato, y las filas posteriores continuaban la tarea. Los phagors arrastraban los carros de escombros. De vez en cuando se oía un grito: la remoción de escombros se hacía más febril, y un cuerpo emergía y era entregado a los médicos.
La escala del desastre era imponente. Al derrumbarse un nuevo túnel, parte de la bóveda principal había caído en varios puntos. La mayor parte del suelo estaba cubierta de rocas, y los viveros de peces y hongos habían quedado sepultados. La causa del derrumbe era un torrente subterráneo, que ahora afloraba con violencia, y añadía la inundación a las demás dificultades.
Las piedras caídas casi ocultaban los pasillos posteriores. Iskador y Yuli tuvieron que trepar sobre una pila de escombros. Por fortuna un montón de escombros todavía mayor los ocultaba de cualquier mirada inquisitiva. Pasaron sin que los detuvieran. Usilk y su camarada el Marcado aguardaban en las sombras.
—Te queda bien la ropa blanca y negra, Usilk —comentó sarcásticamente Yuli, refiriéndose al atuendo sacerdotal que vestían ambos prisioneros. Porque Usilk se había acercado vivamente a abrazar a Iskador. Ella, quizá disgustada por su rostro lastimado, lo mantuvo a distancia y le tomó afectuosamente las manos.
Aun disfrazado, el Marcado parecía un prisionero. Era alto y delgado, e inclinaba los hombros como una persona que ha pasado demasiado tiempo en una celda pequeña. Tenía las grandes manos cubiertas de cicatrices. Los ojos, al menos durante ese encuentro, eran huidizos; apartándose de la mirada de Yuli, le echaba una rápida ojeada cuando Yuli parecía distraído. Yuli le preguntó si estaba preparado para un difícil viaje, y el hombre asintió, gruñó y se ajustó la bolsa que llevaba al hombro.
No era un buen comienzo para la aventura, y por un instante Yuli lamentó la decisión que había tornado. Era mucho lo que dejaba para unirse a dos tipos corno Usilk y el Marcado. Entendió que era necesario que afirmase en seguida su autoridad, o habría problemas.
Evidentemente, Usilk tenía la misma idea.
Se adelantó con su carga y dijo: —Llegas tarde, monje. Pensábamos que te habías arrepentido. Y que todo era una trampa.
—¿Crees que tú y tu compañero podréis soportar un duro viaje? Pareces enfermo.
—Será mejor que nos movamos, en lugar de hablar—respondió Usilk, cuadrando los hombros y metiéndose entre Iskador y Yuli.
—Yo mando, vosotros ayudáis —dijo Yuli—. Si esto queda claro, todos nos llevaremos bien.
—¿Qué te hace pensar que mandarás tú, monje? —dijo Usilk desdeñosamente, mientras miraba a sus amigos, pidiéndoles apoyo. Con un ojo semicerrado, parecía a la vez taimado y amenazante. Volvía a mostrarse terco ahora que quizá era posible escapar.
—Ésta es la respuesta —dijo Yuli, moviendo el puño derecho en una dura curva que se hundió en el estómago de Usilk.
Usilk se dobló, gruñendo y jurando.
—Maldito eddre…
—Enderézate, Usilk, y vámonos antes que descubran nuestra ausencia.
No hubo más discusión. Lo siguieron obedientemente. Las débiles luces de Guiño desaparecieron tras ellos. Pero las puntas de los dedos de Yuli corrían por el relieve mural que le servía de vista: complicadas series de abalorios y cadenas de conchas diminutas, que se sucedían como una melodía tocada en el corno, mientras ellos entraban en el silencio enorme de la montaña.
Los otros no compartían el secreto sacerdotal de Yuli, y necesitaban luz para avanzar. Le pidieron que anduviera más lentamente, o que les permitiera encender una lámpara; Yuli se negó a ambas cosas. Aprovechó la oportunidad para tomar la mano de Iskador, lo que ella aceptó de buena gana, y avanzó disfrutando del contacto de la piel de ella. Los otros dos se contentaron con ir agarrados al vestido de Iskador.
Después de un tiempo, el corredor se bifurcó, los muros se hicieron más ásperos, y la trama repetida del mural desapareció. Habían llegado a los límites de Pannoval, y estaban solos. Descansaron. Mientras los demás hablaban, Yuli pensó en el plano que el padre Sifans había dibujado. Lamentaba no haber abrazado al anciano ni haberle deseado buena suerte.
Creo, padre, que me comprendías, a pesar de tus extrañas maneras. Sabes qué clase de arcilla soy. Sabes que aspiro al bien, pero que no puedo elevarme de mi propia y oscura naturaleza. Sin embargo, no me has traicionado. Y yo tampoco te clavé el cuchillo, ¿verdad?… Has de tratar de mejorarte, Yuli, eres un sacerdote, al fin y al cabo… ¿Lo soy? Quizá, cuando salgamos de aquí, si salimos. Y además, esta muchacha maravillosa… No, no soy un sacerdote, padre; bendito seas, nunca lo seré, pero lo intenté y tú me ayudaste. Que la suerte te acompañe… siempre…
—Arriba —dijo, poniéndose de pie y ayudando a la muchacha a incorporarse. Iskador le apoyó suavemente una mano en el hombro, en la oscuridad. Y no se quejó por la fatiga, como hicieron Usilk y el Marcado.
Más tarde durmieron, apretujados al pie de una cuesta pedregosa, Iskador entre Yuli y Usilk. Los miedos de la noche llegaron a ellos: imaginaban en la oscuridad que el gusano de Wutra se acercaba con las mandíbulas abiertas entre los viscosos bigotes.
—Dormiremos con una luz encendida —dijo Yuli. Hacía frío y se abrazó a Iskador, y se durmió con la mejilla apoyada contra la túnica de cuero.
Cuando despertaron, comieron frugalmente los alimentos que llevaban. El camino se hizo mucho más difícil. Hubo un deslizamiento y cayeron por un barranco. Durante horas se arrastraron sobre el vientre, llamándose a gritos para no perder contacto en la profunda noche subterránea. Un viento glacial soplaba en el estrecho túnel por donde iban, y les cubría de nieve los cabellos.
—Volvamos atrás —dijo el Marcado, cuando por fin pudieron ponerse de pie, agazapados y sin aliento—. Prefiero la prisión. —Nadie le respondió, y él no volvió a repetirlo. No podían regresar. Siguieron adelante en silencio, abrumados por la gran presencia de la montaña.
Yuli se había perdido. El deslizamiento había trastocado sus planes. No sabía dónde estaba, de acuerdo con el mapa del viejo sacerdote, y sin las franjas murales se sentía tan desarmado como los demás. Un ruido susurrante empezó a crecer. Colores malignos imposibles de identificar le flotaban ante los ojos, parecía que estuviese atravesando un muro de roca sólida. Respiraba entrecortadamente. Decidieron descansar.
Habían ido hacia abajo durante horas. Reemprendieron la marcha; Yuli extendía una mano hacia un costado y llevaba la otra sobre la frente, para no golpearse contra la roca, como le había ocurrido en varias ocasiones. Iskador venía detrás aferrada al hábito. Yuli se sentía tan fatigado que el contacto era sólo una molestia.
Aturdido, empezó a creer que los enfermizos colores que veía cambiaban junto con la respiración de él. Y sin embargo, eso no podía ser del todo cierto, porque una luminosidad crecía firmemente. Continuó el avance, siempre hacia abajo, apretando y aflojando los párpados. Sin duda estaba volviéndose ciego: apenas distinguía una luz lechosa. Al volverse, vio el rostro de Iskador como en un sueño, o mejor como en una pesadilla, porque los ojos miraban ávidamente, y la boca estaba entreabierta en el disco espectral de la cara.
Cuando él la miró, parecía que ella despertaba de pronto. Se detuvo, agarrándose a él para sostenerse, y Usilk y Marcado tropezaron contra ellos.
—Hay luz adelante —dijo Yuli.
— ¡Luz!¡Puedo ver otra vez! —Usilk tomó a Yuli por los hombros. —Nos has sacado de la montaña, sucio monje. ¡Estamos a salvo, somos libres!
Rió con fuerza y corrió hacia adelante, con los brazos abiertos como para abrazar la fuente de la luz. Felices, los demás lo siguieron, tropezando por el suelo desigual, envueltos en una luz que nunca había existido antes, excepto en algunos desconocidos mares del sur donde los témpanos flotaban y chocaban entre sí.
El suelo se niveló y el techo desapareció. Había charcas de agua en el camino, que se elevaba y se estrechaba. Avanzaron chapoteando. La luz no aumentó, pero ahora todo temblaba alrededor con un terrible estruendo.
Depronto se encontraron al final del camino, en un saliente, rodeados de ruido y luz.
—Los ojos de Akha —murmuró Marcado, mordiéndose el puño.
Un abismo se abría allí, como una garganta que llevaba al vientre de la tierra. Las fauces estaban algo más arriba. De ellas se despeñaba un río que se hundía en la garganta. El agua caía con violencia justo debajo del saliente. Y era la causa del estruendo. El agua, blanca aun donde no había espuma, volaba entre los sombríos verdes y azules de la pared. Aunque de allí provenía la escasa luz que tanto los había alegrado, las rocas de más atrás parecían también iluminadas, envueltas en espesos remolinos blancos, rojos y amarillos.
Mucho antes de que terminaran de contemplar este espectáculo, y de mirar sus propias imágenes blancuzcas, el agua los había empapado.
—Ésta no es la salida —dijo Iskador—. Es una vía muerta. ¿Qué hacemos, Yuli?
Yuli señaló con serenidad el extremo opuesto del saliente de roca.
—Pasaremos por ese puente —dijo.
Fueron con cautela hasta el puente. Cubrían el suelo unas algas verdes y resbaladizas. El puente parecía gris y antiguo. Estaba hecho de trozos de piedra arrancados de las rocas vecinas. Un arco ascendía y se interrumpía. La estructura se había derrumbado. A través de la luz lechosa, se podía ver el muñón del otro extremo. Había habido un puente, tiempo atrás.
Durante un rato observaron el abismo, sin mirarse entre sí. Iskador fue la primera que se movió. Se inclinó, puso la bolsa en el suelo, preparó el arco. Sacó un dardo, como los que Yuli había visto en el torneo, y le ató un hilo. Sin una palabra, Iskador avanzó hasta el saliente de roca, afirmó un pie en el borde, y alzó el arco; echó al mismo tiempo los brazos hacia atrás, tendiéndolo casi sin esfuerzo, y soltó la flecha.
La flecha atravesó la luz cargada de espuma. Llegó al cenit por encima de un peñasco, rebotó contra la pared, y cayó a los pies de Iskador.-Brillante —dijo Usilk, palmeándole el hombro—. Y ahora ¿qué hacemos?.
Por toda respuesta, Iskador ató una cuerda al extremo del hilo y volvió a disparar el dardo. Pronto la cuerda corrió sobre el saliente y la punta llegó a los pies de ella. En otra cuerda hizo un nudo corredizo, y también la envió por encima del saliente. Entonces pasó el extremo de la cuerda por el nudo, y la estiró.
—¿Quieres ir primero, ya que eres el jefe? —le preguntó a Yuli, ofreciéndole la cuerda.
El miró los ojos hundidos de ella, asombrado ante la sutileza de la artimaña y la economía de esa sutileza. No sólo le había dicho a Usilk que él no era el jefe, sino que además le decía a Yuli que demostrase que lo era. Yuli reflexionó, lo consideró acertado, tomó la soga, y se dispuso a aceptar el desafío.
Era alarmante, pero no demasiado peligroso, pensó. Podía atravesar el abismo con un movimiento de péndulo, y luego, apoyando los pies en la roca vertical, trepar hasta la altura del saliente de donde caía la cascada. Por lo que podía ver, había suficiente espacio para trepar sin que el agua lo arrastrase. Qué harían luego, sólo podría saberlo cuando estuviese arriba. Ciertamente no mostraría miedo ante los dos prisioneros ni ante Iskador.
Se dejó caer con demasiada prisa a través del abismo, con la mente distraída en parte por la muchacha. Golpeó torpemente contra la pared opuesta, el pie izquierdo le resbaló en las viscosas algas verdes, dio con el hombro contra la roca, giró entre la espuma, y soltó la cuerda. Al instante siguiente caía al abismo.
Entre el rugido del agua llegó el grito único de los demás. Era la primera vez que habían hecho algo verdaderamente juntos.
Yuli tocó una roca y se aferró a ella desesperado. Dobló las rodillas y afirmó los dedos de los pies.
Había caído sólo unos dos metros, sobre un saliente rocoso de la pared, aunque el golpe lo había sacudido de pies a cabeza. El lugar era mínimo, pero suficiente. Jadeando, se acurrucó en una incómoda postura, con el mentón casi a la altura de las botas, tratando de no moverse.
Miró hacia abajo con ansiedad y vio una piedra azul, preguntándose si iba a morir. La imagen de la piedra no se hizo más nítida. Tuvo la impresión de que si se inclinaba sobre el abismo podría recogerla. Pero de repente entendió la verdad: no estaba viendo una piedra cercana, sino un objeto azul, muy abajo. El vértigo se apoderó de él y lo paralizó. Hijo de las llanuras, no tenía defensas, contra una experiencia semejante.
Cerró los ojos, y permaneció aferrado a la roca. Sólo los gritos de Usilk, que parecían muy lejanos, le obligaron a mirar de nuevo.
Muy lejos, abajo, había otro mundo. La fisura entre las rocas lo mostraba como una especie de telescopio. Yuli creía ver una escena pequeña y extrañamente iluminada dentro de una caverna enorme. Lo que había tomado por una piedra azul era un lago, o quizás un mar, porque sólo veía un fragmento de algo cuyo verdadero tamaño no podía conocer. En la costa del lago, había unos granos de arena, que quizá eran edificios de alguna especie. Se quedó ensimismado, mirando insensatamente hacia abajo.
Algo lo rozó. No podía moverse. Alguien le hablaba, y le apretaba los brazos. Se incorporó sin fuerzas y se sentó apoyando la espalda contra las rocas, y se abrazó a los hombros de su salvador. Una cara contusa, con la nariz y una mejilla lastimadas y un ojo cerrado negro y verde, apareció ante él.
—Sostente con fuerza. Subimos.
Se apretó contra Usilk, que subió lentamente y por fin consiguió izarlo por encima del saliente rocoso de donde caía la cascada. Usilk se echó en el suelo cuan largo era, jadeando y gimiendo. Yuli miró hacia abajo: Marcado e Iskador apenas se veían del otro lado del abismo, con las caras vueltas hacia arriba. Examinó otra vez la fisura entre las rocas, pero la visión de aquel otro mundo había desaparecido, eclipsada por la espuma. Le temblaban los miembros. Logró dominarse y ayudar a los demás a subir.
En silencio, se estrecharon unos a otros, agradecidos.
En silencio, emprendieron la marcha entre las grandes rocas que rodeaban el torrente.
En silencio continuaron. Yuli no habló de ese otro mundo que había creído ver. Pero pensó nuevamente en el padre Sifans. ¿No podía ser una fortaleza secreta de los Apropiadores que se había aparecido un momento entre las rocas? Fuera lo que fuera, no dijo nada.
La cavidad de la montaña parecía infinita. Sin luz, los cuatro se adelantaban temiendo tropezar en las fisuras del suelo. Cuando les parecía que era de noche, buscaban un nicho adecuado para dormir, y se apretujaban buscando calor y compañía.
En cierta ocasión, después de trepar durante horas por el lecho sembrado de cantos rodados de un río desaparecido mucho antes, encontraron un nicho alto casi como ellos donde pudieron descansar del viento helado que había soplado durante toda la jornada.
Yuli se durmió inmediatamente. Fue despertado por Iskador que lo sacudía. Los otros dos hombres estaban sentados y murmuraban, temerosos.
—¿Oyes? —preguntó Iskador.
—¿Oyes? —preguntaron Usilk y Marcado.
Yuli escuchó el viento que suspiraba en el cauce seco y un goteo distante y luego oyó lo que les atemorizaba. Un ruido de algo que raspaba o que se deslizaba rápidamente contra los muros rocosos.
—¡El gusano de Wutra! —dijo Iskador.
Yuli la asió con firmeza.
—Es sólo una historia que se cuenta —dijo. Pero sintió un frío terrible y echó mano a la daga.
—Aquí estamos seguros —dijo Marcado—si no hacemos ruido.
Solo les cabía esperar que tuviera razón. Era evidente que algo se aproximaba. Acurrucados, miraban con nerviosidad el túnel. Marcado y Usilk esgrimían los bastones que habían robado a los guardianes de Castigo; Iskador tenía su arco.
El ruido crecía, y parecía llegar junto con el viento. Ahora se oía también un rumor de rocas arrojadas con violencia a los lados. El viento se apagó, bloqueado quizás. Un olor los asaltó.
Era un olor pesado, a peces podridos, a excrementos, a queso rancio. Una niebla verdosa invadía el túnel. La leyenda decía que los gusanos de Wutra eran silenciosos, pero esto, fuera lo que fuese, se acercaba ahora estrepitosamente.
Movido más bien por el terror que por el valor, Yuli se asomó a mirar.
Allí estaba, aproximándose con rapidez. Apenas se le veían las facciones, detrás de la nebulosa verde que empujaba hacia adelante. Cuatro ojos, dos arriba y dos abajo, y bigotes y colmillos gigantescos. Yuli echó atrás la cabeza, con horror y náuseas. El gusano se acercaba, inexorable.
En el momento siguiente, los cuatro pudieron verle la cara de perfil. Los ojos brillaban enloquecidos. Las rígidas púas del bigote rozaron los abrigos de pieles. Luego un cuerpo hediondo, de escamas azules, pasó ondulando, cubriéndolos de polvo.
Había millas de cuerpo. Al fin, apretados unos contra otros, miraron, asomándose. Al comienzo del túnel del río seco había una caverna algo mayor, por donde ellos habían pasado. Allí ocurría en ese momento una conmoción: la gran luminiscencia ondulaba, visible aún.
El gusano los había descubierto. Pesadamente, se daba la vuelta para arremeter contra ellos. Iskador sofocó un grito cuando comprendió lo que ocurría.
—Piedras, pronto —dijo Yuli. Había allí unas piedras sueltas que podían tirar. Se volvió hacia el fondo del nicho, alargó la mano contra el gusano y tocó algo velludo. Retrocedió. Golpeó la ruedecilla del pedernal. Una chispa brotó y se apagó, pero todos alcanzaron a ver íos restos enmohecidos de un hombre, del que sólo quedaban los huesos y las pieles en que se había envuelto. Y una especie de arma. Yuli encendió una segunda chispa.
—¡Un peludo muerto! —exclamó Usilk, en la jerga de los prisioneros.
Usilk tenía razón. El cráneo largo y los cuernos eran inconfundibles. Junto al cuerpo del phagor había un bastón que terminaba en una punta metálica curva. Akha había acudido a ayudar a los amenazados por Wutra. Tanto Usilk como Yuli tendieron k mano al astil del arma.
—Para mí. Yo he usado estas cosas —dijo Yuli, quedándose con el arma. De pronto regresaba a la vida de antes. Recordó cómo había enfrentado en el desierto a un yelk que cargaba contra él.
El gusano de Wutra retornaba. Otra vez el estrépito. Más luz verde pálida. Yuli y Usilk se aventuraron a asomarse rápidamente. Pero el monstruo no se movió. Podían verle el borrón de la cabeza. Se había vuelto y miraba hacia ellos, pero no avanzaba.
Aguardaba.
Miraron nuevamente, pero en la otra dirección.
Un segundo gusano se acercaba por donde había venido el primero. Dos gusanos… De pronto, en la imaginación de Yuli, en todo el sistema de cavernas bullían los gusanos.
Aterrorizados, se aferraron unos a otros, mientras la luz se hacía más clara y el ruido más cercano. Pero las monstruosas criaturas sólo se preocupaban por el congénere que tenían delante.
Detrás de una ola de aire fétido apareció la cabeza del monstruo, con cuatro ojos brillantes. Apoyando el cabo de la lanza recientemente adquirida contra el costado del nicho, Yuli sostuvo el asta con ambas manos.
La lanza cortó el costado del gusano mientras cargaba hacia adelante. De la larga abertura le rezumó una sustancia densa como mermelada. Empezó a correr más lentamente antes de que la cola peluda llegara donde estaban los cuatro humanos.
Nunca llegaron a saber si los dos gusanos intentaban luchar o aparearse. El segundo no alcanzó la meta. El movimiento se detuvo. Olas de dolor crudamente telegrafiado hicieron que el cuerpo se agitara y la cola azotara el suelo. Luego quedó inmóvil.
Lentamente la luminiscencia murió. Todo estaba en silencio, excepto el viento que susurraba entre las rocas.
No se atrevían a moverse. Apenas cambiaban de posición. El primer gusano esperaba todavía en la oscuridad: un leve brillo verde apenas discernible, más allá del cuerpo del monstruo muerto. Más tarde estuvieron de acuerdo en que ése fue el peor momento de la ordalía. Todos creían que el primer gusano sabía dónde estaban, que el gusano muerto era la pareja del sobreviviente, que sólo esperaba a que echaran a correr para lanzarse contra ellos y vengarse.
Por fin el gusano se movió. Oyeron cómo frotaba las cerdas contra las rocas. Se adelantó con cuidado, como si temiera una trampa, elevó la cabeza por encima del cuerpo del otro, y se puso a comer.
Los cuatro humanos no podían quedarse donde estaban. Los ruidos eran demasiado terroríficos. Saltaron por encima del líquido espeso que el dragón había derramado, y huyeron precipitadamente en la oscuridad.
Continuaron por dentro de la montaña. Ahora se detenían con frecuencia a escuchar los ruidos de la oscuridad, y cuando tenían necesidad de hablar lo hacían en voz baja y trémula.
De vez en cuando encontraban agua para beber. Pero los alimentos se terminaron pronto. Iskador derribó algunos murciélagos, que nadie quiso comer. Iban de un lado a otro por el laberinto de piedra, cada vez más débiles. El tiempo pasaba y habían olvidado la seguridad de Pannoval. Lo único que quedaba era una infinita oscuridad que tenía que ser atravesada.
Empezaron a encontrar huesos de animales. En una ocasión, encendieron el pedernal y descubrieron dos esqueletos humanos en el suelo. Uno rodeaba al otro con el brazo. El tiempo había robado al ademán toda la gentileza que pudiera haber tenido; ahora sólo había huesos que se rozaban unos con otros y una horrible mueca que respondía a la boca abierta del cráneo.
Luego, en un lugar donde soplaba un aire fresco, oyeron movimientos y vieron dos animales de piel velluda y rojiza, que mataron. Cerca había un cachorro, que maullaba y alzaba el hocico romo hacia ellos. Lo mataron, lo descuartizaron y devoraron la carne caliente, y luego, en una especie de furioso paroxismo de hambre recién despertada, devoraron también a los animales mayores.
En las paredes se movían unos organismos luminiscentes. Había signos de que había estado habitada por hombres: los restos de una cabaña y algo que podía ser una barca cubierta de hongos. En una chimenea, en el techo de la caverna se había alojado una pequeña bandada de preets. El arco infalible de Iskador derribó seis aves, que cocinaron en una olla sobre el fuego, con sal y hongos para mejorar el sabor. Esa noche, mientras dormían amontonados, fueron visitados por sueños desagradablemente vividos que atribuyeron a los hongos. Pero cuando a la mañana siguiente reiniciaron la marcha encontraron, en sólo dos horas, una caverna baja y amplia en la que se filtraba una luz verdosa.
En un rincón ardía un fuego. En un corral burdo había tres cabras de ojos brillantes y en una pila de cueros estaban sentadas tres mujeres, una anciana de pelo blanco y dos jóvenes. Las últimas corrieron chillando cuando aparecieron Yuli, Usilk, Iskador y Marcado.
Marcado corrió y saltó al corral. Utilizando un antiguo recipiente que había allí cerca, una especie de olla, ordeñó las cabras a pesar de los incomprensibles gritos de la anciana. Los animales no dieron mucha leche. Pero Marcado y los otros compartieron la que había y partieron antes de que regresaran los hombres de la tribu.
Después entraron en un corredor que doblaba bruscamente y terminaba en una cerca. Más allá estaba la boca de la caverna y más allá el campo abierto, valles y montanas y la brillante luz del reino gobernado por Wutra, dios de los cielos.
Estaban muy juntos, apretados, sintiendo los lazos de la unidad y la amistad, y contemplaban la hermosa perspectiva.
Cuando se miraron entre sí con caras esperanzadas y alegres, no pudieron dejar de reír y gritar. Se abrazaron. Cuando los ojos se les acostumbraron a la luz, pudieron mirar, protegiéndose con las manos, el disco naranja claro de Batalix entre unas nubes tenues.
La época del año tenía que ser aproximadamente el equinoccio de primavera, y la hora, el mediodía, por dos razones: Batalix estaba en el cenit y Freyr, más abajo, bogaba hacia el este. Freyr era varias veces más brillante y derramaba luz sobre las sierras cubiertas de nieve. Batalix, más débil, era siempre el más rápido de los centinelas, y pronto se pondría mientras Freyr continuaba en el cielo.
¡Qué hermoso era el espectáculo de los centinelas! La trama de las estaciones tejida por esa danza en los cielos regresaba claramente a la mente de Yuli, abriéndole el corazón y los sentidos. Se apoyó en la lanza, cuidadosamente labrada, con que había matado al gusano, y dejó que su cuerpo absorbiera la luz del día.
Pero Usilk detuvo a Marcado, y ambos permanecieron en la boca de la caverna, mirando con aprensión.
—¿No sería mejor que nos quedáramos en la caverna? ¿Cómo podremos vivir allí, bajo ese cielo?
Sin apartar los ojos del paisaje, Yuli supo que Iskador estaba a mitad de camino entre los hombres y él. Y sin darse vuelta, respondió: -¿Recuerdas lo que cuentan en Vakk sobre las larvas de las nueces tejeras? Las larvas creen que la nuez podrida es todo el mundo, y cuando la cáscara se parte mueren de sorpresa. ¿Quieres ser corno esas larvas, Usilk?
Usilk no respondió. Pero Iskador sí. Se acercó a Yuli y le deslizó la mano por el brazo. Él sonrió, y se le alegró el corazón, pero no dejó de mirar hacia adelante. Podía ver que las montañas que habían atravesado guardaban las tierras del sur. Había algunos pocos árboles, no más altos que un hombre. Pero crecían rectos, lo que indicaba que los helados vientos de las Barreras no tenían poder aquí. El no había olvidado las habilidades que en otro tiempo había aprendido de Alehaw. Habría caza en las colinas, y podrían vivir bajo el cielo, como los dioses tenían previsto.
Sintió que él mismo se alzaba y crecía hasta que tuvo que abrir los brazos.
—Viviremos allí —dijo Yuli—. Los cuatro nos mantendremos unidos, pase lo que pase. —De un pliegue nevado de la ladera, que se confundía a lo lejos con el cielo, subía humo. Señaló. —Allí vive gente. Los obligaremos a que nos acepten. Éste será nuestro lugar. Los gobernaremos, y les enseñaremos nuestras costumbres. De ahora en adelante, nos guiaremos por nuestras propias leyes, y no las de otros.
Cuadrando los hombros, empezó a bajar por la ladera, entre unos árboles, seguido primero por Iskador, que caminaba orgullosamente, y luego por los demás.
Algunas de las intenciones de Yuli se cumplieron y otras no.
Después de varias vicisitudes fueron aceptados en una pequeña colonia, asentada en un pliegue de la montaña. Eran gente que vivía en un nivel muy primitivo; gracias a su osadía y a su conocimiento superior, Yuli y sus amigos lograron subyugar a la comunidad, gobernarla, y hacer que la gente cumpliera las leyes que ellos imponían.
Sin embargo, nunca llegaron a sentirse cómodos, porque las caras de los colonos parecían diferentes y el olonets que hablaban tenía un acento raro. Y descubrieron que esa colonia, a causa de las ventajas de su emplazamiento, temía permanentemente las incursiones de una colonia mayor situada no muy lejos, sobre las costas de un lago helado. Esas incursiones se repitieron en varias ocasiones en los años siguientes, con grandes sufrimientos y pérdida de vidas.
Sin embargo, Usilk y Yuli ganaron en astucia y así se mantuvieron, siempre como extraños, y construyeron unas formidables defensas contra los invasores de Dorzin, como se llamaba la colonia mayor. E Iskador enseñó a todas las jóvenes a construir arcos y a disparar con ellos, hasta que mostraron gran destreza. La próxima vez en que los invasores atacaron desde el sur, muchos murieron con flechas clavadas en el pecho, y ya no hubo más ataques desde allí.
Sin embargo, las temperaturas eran inclementes, y avalanchas de nieve caían de las montañas. Las tormentas no tenían fin. Sólo en las bocas de las cavernas podían cultivar algunos granos agusanados o mantener unos pocos animales que les daban leche y carne, y que nunca crecían en número. Permanentemente sentían hambre o sufrían enfermedades que sólo se podían atribuir a los dioses malignos (Yuli no permitía que Akha fuera mencionado).
Sin embargo, Yuli tomó corno mujer a la hermosa Iskador, y la amó, y durante todos los días de su vida miró con agrado la cara ancha y fuerte. Tuvieron un hijo, un varón llamado Si, en memoria del viejo sacerdote de Pannoval, que sobrevivió a todos los sufrimientos y peligros de la infancia, y creció fuerte. También Usilk y Marcado se casaron; Usilk con una mujer pequeña y oscura llamada Isik, cuyo nombre se parecía curiosamente al de él. Isik, a pesar de su pequeña estatura, podía correr como un gamo y era amable e inteligente. Marcado eligió a una chica llamada Justa: cantaba maravillosamente y le dio una vida de perros, y una hija que murió un año más tarde. Sin embargo, Yuli y Usilk nunca estuvieron de acuerdo. Aunque se unían frente a los riesgos comunes! a veces Usilk se mostraba hostil a Yuli o a sus planes, o lo engañaba cuando podía. Como había dicho el viejo sacerdote, hay hombres que nunca perdonan. Sin embargo, llegó una embajada de Dorzin, la colonia mayor, que había tenido graves pérdidas a causa de una peste. Habiendo oído hablar de la reputación de Yuli, le pidieron que gobernara Dorzin en reemplazo del líder muerto. Yuli aceptó, para alejarse de los problemas con Usilk, y él, Iskador y el niño vivieron junto al lago helado, donde abundaba la caza, y administraron firmemente las leyes.
Sin embargo, en Dorzin casi no había artes que aliviaran la monotonía de la dura existencia. Aunque la gente bailaba los días de fiesta, no tenían otros instrumentos musicales que raspadores y campanillas. Y no había religión, excepto el temor constante a los malos espíritus y la estoica aceptación del frío, la enfermedad y la muerte. De modo que Yuli se convirtió por fin en un verdadero sacerdote y trató de inspirar en la gente su propia vitalidad espiritual. La mayoría de los hombres rechazaba lo que él decía, porque, aunque lo habían aceptado, venía de tierras extrañas, y ellos eran demasiado perezosos para aprender cosas nuevas. Pero Yuli les enseñó a amar todos los aspectos del cielo.
Sin embargo, la vida era vigorosa dentro de él y de Iskador y de Si, y nunca dejaron morir la esperanza de que estaban al comienzo de tiempos mejores. Yuli conservaba la visión que se le había concedido en las montañas: era posible un modo de vida más jubiloso que el inmediato, más seguro, menos sometido a las acechanzas de los elementos.
Sin embargo, Yuli y la hermosa Iskador envejecieron, y sintieron más frío a medida que pasaban los años.
Sin embargo, amaban el lugar junto al lago, donde vivían, y en memoria de otra vida y de otras expectativas, le dieron el nombre de Oldorando.
Hasta aquí puede llegar la historia de Yuli, hijo de Alehaw y de Onesa.
La historia de sus descendientes, y de lo que les ocurrió, es mucho más larga. Sin que ellos lo supieran, Freyr se acercaba al mundo helado; porque había una verdad oculta en las misteriosas escrituras que Yuli rechazaba, y el cielo glacial se convertiría con el tiempo en un cielo de fuego. Tan sólo cincuenta años heliconianos después del nacimiento de su hijo, una primavera de verdad visitaría el mundo inclemente que habían conocido Yuli y la hermosa Iskador.
Un mundo nuevo estaba ya a punto de nacer.
Y dijo Shay Tal:
Pensáis que vivimos en el centro del universo. Yo digo que vivimos en el centro de una granja. Nuestra posición es tan confusa que no podéis comprender hasta qué punto es confusa.
Esto os digo a todos. En el pasado, en el largo pasado, ocurrió cierto desastre. Fue tan completo que nadie puede saber ahora en qué consistió ni cómo se produjo. Sólo sabemos que trajo un frío y una oscuridad que duraron mucho tiempo.
Tratáis de vivir lo mejor posible. Está bien, está bien; vivid bien, amaos los unos a los otros, sed amables. Pero no pretendáis que ese desastre no tiene ninguna relación con vosotros. Puede haber ocurrido hace largo tiempo; pero infecta cada día de nuestras vidas. Nos envejece, nos desgasta, nos devora, arranca de nosotros a nuestros hijos. No sólo nos hace ignorantes; consigue que amemos nuestra ignorancia. Estamos enfermos de ignorancia.
Voy a proponeros una cacería del tesoro, una búsqueda, si queréis. Una búsqueda en que todos vosotros podéis participar. Quiero que tengáis conciencia de nuestra caída y que estéis constantemente al acecho de todo aquello que pueda revelarnos la naturaleza de esa caída. Tenemos que reunir los fragmentos de lo que ha ocurrido y nos ha relegado a esta granja helada; luego quizá podamos mejorar nuestra suerte y evitar que el desastre vuelva a caer sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Este es el tesoro que os ofrezco. El conocimiento. La verdad. Los teméis, sí. Pero tenéis que buscarlos. Tenéis que crecer y amarlos.