3. LAS CONCLUSIONES DEL ABOGADO

«Si vas a incluirme en este asunto ridículo y deplorable» (parece como si pudiese oír a mí mujer), «creo que por lo menos deberías explicarme el final de la historia: ¿qué fue de la pequeña Kitty?, ¿recibió la señorita Westerfield su justo merecido? Aunque quien sabe, tal vez te has propuesto contarme esa parte personalmente».

No. También en este caso prefiero hacerlo por escrito, a una distancia prudente de nuestro hogar, en Lincoln Inn Field’s.

Kitty, por supuesto, acompañó a su padre y a su madre al Continente.

Pero antes quiso despedirse de su institutriz y amiga del alma, a la que todavía sigue queriendo tanto. Randal y yo nos ofrecimos a acompañarla (obviamente, con el permiso de su madre). Y ahora no te enfades.

Cuando llegamos al Hogar, encontramos al capitán Bennydeck y a su preciosa secretaria disfrutando de un momento de merecido descanso después de una larga mañana de trabajo. Se estaban preparando un refrigerio. El capitán estaba cortando el pollo y, a su lado, Sydney se cuidaba de la ensalada. El gato ocupaba la tercera silla, y no apartaba la mirada de los movimientos del cuchillo y el tenedor. Por un momento pensé en las penas del pasado. En cualquier caso, sentí que estaba ante una hermosa escena familiar. El sueño de todo varón. La llegada de Kitty trajo la felicidad que faltaba para completar el cuadro.

Nuestra visita no podía prolongarse mucho tiempo porque al día siguiente toda la familia tenía que embarcarse a primera hora de la mañana. Al despedirse de Sydney, Kitty le hizo prometer que se volverían a ver, ya que le resultaba insoportable la idea de no ver más a su querida institutriz. Como todas las niñas, Kitty tiene la costumbre de hacer preguntas extravagantes. Una vez en la calle, le dijo a su tío:

—¿Crees que mi capitán se casará con Syd?

No había pasado demasiado tiempo desde que Bennydeck sufriera el que habría de ser el disgusto más amargo de su vida. Aquella tarde, Randal había observado en la expresión de su mirada signos de que aquella decepción amorosa todavía no estaba olvidada. De no haber sido la pobrecita Kitty quien hubiera formulado inocentemente tan absurda pregunta, Randal le habría dado una respuesta cuando menos desapacible. Pero tratándose de su sobrinita, Randal se limitó a contestar:

—Hija mía, eso no es asunto nuestro.

Kitty, por supuesto, no quedó satisfecha con esa respuesta y siendo una niña que no se rinde jamás, se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Y a usted qué le parece, Samuel? ¿Se casarán?

Siguiendo el ejemplo de Randal, respondí:

—¡Cómo quieres que lo sepa, pequeña!

La niña miró entonces a Randal; y luego a mí, y nos dijo:

—¿Os digo lo que pienso? Que sois los dos unos embusteros.