CAPÍTULO LV

Que la niña decida

Desde las ventanas frontales de la Cabaña de Brightwater, en Middlesex, puede verse la apacible y arbolada avenida que desemboca en la carretera. Si uno sigue esa carretera, a pocas millas encontrará el pueblo de Uxbridge.

Por lo que respecta a la parte trasera de la cabaña, hay un hermoso jardín con un alegre arroyo que va a desembocar a un lejano río.

Las pocas habitaciones de que dispone este agradable lugar están bien amuebladas. Incluso podría decirse que demasiado, teniendo en cuenta cuáles son las limitaciones de un edificio que, como su propio nombre indica, no es más que una cabaña. Las paredes del comedor están adornadas con acuarelas realizadas por viejos maestros ingleses. El gabinete es ahora una maravillosa biblioteca. Libros y libros cubren sus cuatro paredes, desde el suelo hasta el techo. Tomos viejos y selectos noblemente encuadernados que en los anaqueles ofrecen un hermoso y colorido espectáculo al espectador más exquisito. Un verdadero banquete para la mirada. Tanto la biblioteca como el resto de las obras de arte que hay en la casa son bienes inmuebles heredados, que han ido pasando de padres a hijos. Si quisiéramos hacer una descripción fehaciente de su actual propietario, diríamos que es uno más entre los centenares de ingleses que se arruinan cada año por su excesiva afición a las apuestas de caballos, una institución auténticamente inglesa y tácitamente permitida o convenientemente tolerada por la audaz hipocresía de un país que no dudó en regocijarse ante la destrucción de Baden, y que sólo con oír el nombre de Mónaco se pone a temblar.

Pues bien, esta víctima de los hipódromos necesitaba con suma urgencia un poco de dinero. Tanto era así que decidió alquilar su preciosa cabaña. Incluso había dejado que la anciana dama le ganara claramente el pulso al establecer el precio, hasta el punto de que la señora Presty le hizo bajar una guinea el alquiler semanal. A él no le quedó otra opción que vengativamente elogiar con ironía a la vieja dama.

—¡Cuánto dinero se ahorraría este país, señora, si la nombraran a usted Ministra de Hacienda!

La señora Presty puso el gesto serio, como queriendo darle a entender al hombre que aceptaba el comentario como un merecido tributo a la gloria de una distinguida dama.

—No le falta a usted razón, señor. No le quepa a usted la menor duda de que yo sería la primera funcionaria de la Historia de Inglaterra que sabría hacerse cargo del dinero público como Dios manda.

Dos días después de abandonar el hotel de Sydenham, Catherine, Kitty y la señora Presty ya estaban totalmente instaladas en la cabaña.

Un día las dos damas estaban sentadas en la biblioteca, leyendo sendos libros elegidos no sin dificultad de entre los interminables y repletos anaqueles. No fueron pocas las ocasiones en que aquella tarde Catherine interrumpió su lectura, quedándose absorta en sus propios pensamientos. La señora Presty, que se había dado cuenta de esta repetida circunstancia, le preguntó por fin qué la tenía tan preocupada.

Catherine le respondió que no podía dejar de pensar en Kitty.

Ya habían pasado varios días (le recordó Catherine a la señora Presty) desde su encuentro con Herbert Linley. En aquella ocasión Herbert había sido indulgente y generoso al referirse a la proposición de matrimonio hecha por el capitán a Catherine (matrimonio que ya no se iba a celebrar). Esa actitud de Herbert despertó la más sincera admiración en Catherine. Ahora pensaba que la mejor forma de demostrarle cuán agradecida estaba por su condescendencia tal vez fuera permitirle ver a su hija, teniendo en cuenta la devoción y el cariño que sentía por ella y todo el tiempo que llevaba sin poder verla. Pero aunque Catherine quería satisfacer ese deseo del padre, a su entender existía todavía un serio obstáculo; la niña continuaba creyendo que su padre estaba muerto. Y así se lo expuso Catherine a su madre.

La señora Presty, después de desaprobar que su hija hubiera utilizado tan elogiosos términos para describir el comportamiento del hombre del que se había divorciado, se limitó a responder:

—Tú eres la madre de la niña. Así que tienes que decidir tú.

Tras lo cual regresó a su lectura. A Catherine le pareció que no se merecía una respuesta tan brusca, y quiso aclarar cierto asunto con su madre.

—¿Quién planeó toda esta farsa? —preguntó—. ¿Quién le mintió a la niña?

La señora Presty no parecía ofendida.

—Comparativamente hablando, hija mía, eres inocente —reconoció la vieja dama, con un aire de satírica indulgencia—. Es cierto que tu único pecado fue consentir que yo llevara adelante mi plan. ¿Pero ahora, qué te impide contar toda la verdad? ¿Tienes miedo?

Catherine reconoció sin rodeos.

—Sí, tengo miedo.

—Y te gustaría que, como siempre, lo resolviese yo.

—Sí.

La señora Presty sonrió con satisfacción mientras cerraba su libro.

—Lo que me extraña es que hayas tardado tanto en pedírmelo. Todos los problemas que nos han ido surgiendo desde tu divorcio (¡y sólo Dios sabe cuántos otros nos aguardan todavía!) los he tenido que resolver yo. En cuanto al problema que nos ocupa ahora debo informarte (y no lo he hecho antes por falsa modestia) que ya está resuelto. Cada problema tiene su solución. Pero si uno no abre bien los ojos, jamás la encontrará.

Dejó sobre la mesa su libro y le dio un empujoncito para que se deslizara hasta el otro extremo, donde estaba Catherine.

—Busca la página doscientos cuarenta —dijo la señora Presty—. Ahí tienes la solución a tu problema.

El título del libro era «Grandes Naufragios de la Historia de la Navegación», y en la mencionada página venía uno de ellos. Se relataba cómo en un principio todos los indicios habían apuntado a que en dicho naufragio no había quedado ni un solo superviviente. Pero un grupo de pasajeros y miembros de la tripulación había sido descubierto posteriormente en una isla desierta, y habían sido rescatados sanos y salvos. Después de haber leído esta historia, Catherine miró a su madre con la esperanza de que se decidiera a darle una explicación.

—¿Es que no lo ves? —preguntó la señora Presty.

—Pues a decir verdad, no.

Haciendo honor a su fama de mujer paciente, la anciana mantuvo la calma.

—Ahora que lo pienso, he cometido un error inexcusable —reconoció la señora Presty—. He olvidado que no has heredado la vívida imaginación de tu madre. Hija mía, a pesar de mi edad, todavía conservo esa facultad. ¡Oh, tu pobre padre solía quedarse asombrado! Siempre se preguntaba cómo era posible que yo no hubiese escrito nunca una novela. En cuanto al señor Presty, debo decir que también él era un ferviente admirador de mi inteligencia, pero se tomaba el asunto de un modo muy diferente a como lo hacía tu padre. «Ten cuidado, mi amor», me decía, «de no echar a perder tu condición de dama distinguida. No olvides que eres una de las mujeres más importantes de Inglaterra, y que todavía puedes presumir de no haber escrito nunca una novela». Discúlpame, hija, me estoy perdiendo por la anecdótica región de lo literario, cuando lo que debería hacer es darte una explicación inmediatamente. Ahora te ruego que me escuches con atención. Lo que voy a hacer a continuación es decirle a Kitty: «Mira, cielo, he encontrado este libro que seguro que te va a gustar». Entonces haré que se fije en ese relato que acabas de leer. Es una niña muy lista (Kitty sí parece dar ciertas muestras de haber heredado mi inteligencia), y seguro que querrá saber si los amigos de los náufragos no se sorprendieron de verles de nuevo después de tanto tiempo. Y yo le responderé: «Muchísimo, claro, porque sus amigos ya les creían muertos». ¡Ah, hija mía, tengo la impresión de que empiezas a entenderlo todo!

En efecto, Catherine vio tan claro aquel plan que quiso ponerlo en práctica inmediatamente. Hizo que fueran a buscar rápidamente a Kitty. La niña apareció con la caña de pescar colgada al hombro.

—Me voy al arroyo —anunció la pequeña—. Creo que hoy almorzaremos pescado fresco.

Catherine hizo el gesto de querer darle a la niña el ejemplar de los «Grandes Naufragios de la Historia de la Navegación», pero la mano atenta de la señora Presty lo evitó a tiempo. Luego, con voz amable, le dijo a su nieta:

—Cuando acabes de pescar, cariño, ven a ver a tu abuela. Tengo un libro muy bonito para ti.

—¡Cómo se te ha ocurrido hacer eso, Catherine! —prosiguió la señora Presty cuando Kitty ya se había marchado—, ¡cómo quieres que la niña se ponga ahora a leer y saque sus propias conclusiones teniendo como tiene la cabeza llena de peces! Dudo que haya algún pez en ese riachuelo, pero si lo hubiera, créeme que no será Kitty quien lo coja. Cuando vuelva decepcionada y nos pregunte: «¿Y ahora qué hago?», entonces habrá llegado la hora de los «Grandes Naufragios de la Historia de la Navegación». Ya sabes que no me gusta hacerme la presumida, pero si de algo entiendo es de cómo hay que tratar a los niños. Por eso me extraña que Dios no haya querido darme una familia numerosa.

En el jardín, y ante la atenta vigilancia de la fiel Susan, Kitty puso el cebo en el anzuelo y comenzó a pescar en la parte del arroyo que quedaba bajo la sombra de los árboles.

En este rincón resguardado del jardín se hallaba una pequeña glorieta con el techo de bálago y las paredes de celosía trabajada en madera, completamente recubiertas por una frondosa enredadera. La niñera se hallaba en el interior del cenador entretenida con las agujas y el hilo. De vez en cuando miraba por la puerta abierta para asegurarse de que Kitty estuviera bien. El aire era fresco y agradable; el suave rumor del río sonaba como música celestial para el oído. Susan había terminado de almorzar poco antes de ir con Kitty al arroyo. La calma de aquel delicioso rincón del jardín fue calando poco a poco en el espíritu de aquella buena muchacha. Sus párpados fueron cerrándose lenta y paulatinamente. Las agujas de punto fueron deslizándose de sus dedos, hasta que cayeron suavemente sobre su falda.

Súbitamente, se puso derecha y cogiendo de nuevo las agujas reanudó sus labores de punto con enorme resolución. Al cabo de poco tiempo, se le acabó el hilo. A su lado tenía preparado otro ovillo. Cuando se inclinó para recoger el rodillo vacío, apoyó suavemente la cabeza sobre la pared de la glorieta y sintió como si estuviera reposando en una verdadera almohada de hojas y flores. Cerró los ojos. ¿Estaba pensando, o dormía? Sea como fuere, Susan parecía ausente. Comenzó a respirar con el mismo ritmo regular que producían las aguas del arroyo a su paso por el jardín.

El arte de pescar, sobre todo el que tiene lugar en las aguas sombrías de un arroyo, nos enseña cierta lección moral. Kitty ponía la caña, y esperaba. Reponía el cebo, y lo volvía a intentar. Todo ello con una paciencia descomunal. Tanto era así que si Susan hubiese sido testigo de ello, sin duda se habría quedado perpleja. Pero la niñera se había dormido.

Todo tiene su final. Y la paciencia de Kitty no podía ser una excepción. Dejó la caña sobre la orilla, pensando que lo mejor era que hilo y anzuelo hicieran solos su trabajo. Y se puso a caminar sin otro rumbo que la simple búsqueda de una nueva diversión.

Fue recogiendo flores de distintas plantas hasta que no pudo continuar su camino a causa de la maleza. Junto a ésta había un banco rústico, que señalaba los límites del jardín. El sendero la había alejado bastante del arroyo, pero todavía podía ver la vieja y desvencijada pasarela de madera que cruzaba el arroyo y que utilizaban tanto la servidumbre como los comerciantes para ir y venir de la cabaña al llano, donde estaba la aldea, a una milla de distancia.

Kitty se sentía cansada y acalorada, y se sentó en el banco. Puso las flores a su lado y las fue juntando para formar un ramillete. Kitty seguía siéndole fiel a Sydney, todavía le tenía un gran cariño, y había planeado llevarle el ramillete de flores a su madre ofreciéndoselo como regalo y como excusa para volver a hablar del eternamente prohibido tema de la institutriz. El propósito final de su plan era preguntarle a su madre cuándo podría volver a ver a Sydney.

Kitty se hallaba inmersa en la tarea de ir probando con las distintas flores para ver cuáles podían formar el mejor conjunto. De repente oyó que la llamaban y se sobresaltó. La voz venía del arroyo.

A lo lejos, vio a un caballero cruzando el arroyo por la pasarela. El hombre le preguntó a voces qué camino debía seguir para llegar a la Cabaña de Brightwater. A Kitty le llamó poderosamente la atención algo en su voz. La niña no habría sabido decir exactamente el qué y, a su edad, tampoco habría sabido preguntarlo. Cruzó velozmente el prado que la separaba del arroyo, afanosa por llegar lo antes posible a dónde estaba el caballero y poder responder a su pregunta.

Kitty se detuvo delante del hombre. Estaba asfixiada y enardecida; sus ojos brillaban, y sus mejillas estaban hermosamente encarnadas. El hombre, al verla, exclamó con alegría:

—¡Mírala!

Luego adoptó de nuevo un gesto grave, y se fue poniendo pálido. Mientras, la niña, de pie delante de él, le miraba con curiosidad e inocencia sobrecogedoras. Kitty se había asustado, pero no porque el hombre pareciera nervioso y disgustado, circunstancia ésta de la que Kitty no se había percatado, sino porque, a pesar de tratarse de un caballero más delgado, más pálido, y más viejo… ¡se parecía tanto a su padre!

—La cabaña es esa de ahí, señor —dijo Kitty, con un lánguido tono de voz.

Él miró a la niña con expresión de dolor. Parecía como si lo hubiera defraudado por alguna causa. La niña se atrevió entonces a preguntar:

—¿Me conoce usted, señor?

Con la voz más triste que Kitty había oído jamás, el hombre dijo:

—Pequeña, ¿qué te hace pensar que te conozco?

La niña, temerosa de ofender al caballero, no supo qué respuesta darle. Sólo acertó a susurrar:

—Es que se parece usted tanto a mi pobre papá.

El hombre se puso a temblar igual que si hubiese visto un fantasma. Se acercó a la niña y le cogió la manita. Hacía un día caluroso en Brightwater, pero la niña tenía los dedos fríos como el vidrio. La acompañó hasta el mismo banco en el que Kitty había confeccionado su ramo.

—Estoy cansado, cielo —dijo el hombre—. ¿Nos sentamos?

Era cierto que estaba muy cansado. Parecía que apenas pudiera caminar. A Kitty el hombre le dio pena.

—Tal vez está usted enfermo —dijo mientras se sentaba a su lado.

—No, no estoy enfermo. Sólo un poco cansado. Y también tengo miedo de asustarte.

El hombre le daba de vez cuando una palmadita en la mano.

—Cielo, hace un momento, cuando hablabas de tu padre ¿por qué has dicho «mi pobre papá»?

—Es que mi padre murió, señor.

El hombre apartó su mirada de la niña y se apretó las manos contra el pecho como si de repente hubiese sentido un fuerte dolor en el corazón. Pero enseguida pareció recuperarse y le dijo a la niña algo ciertamente extraño. Con voz amable le preguntó quién le había contado que su padre estaba muerto.

—Me lo dijo un día mi abuelita.

—¿Recuerdas qué te explicó exactamente tu abuelita?

—Sí. Me dijo que mi papá se había ahogado en el mar.

El hombre repitió entonces para sí mismo:

—¡No ha sido su madre! ¡Gracias a Dios, no ha sido su madre!

¿A qué se estaría refiriendo con aquellas enigmáticas palabras?

Kitty no cesaba de mirar a aquel extraño, cada vez era mayor su curiosidad. Entonces, él puso su brazo sobre el hombro de la pequeña.

—Acércate a mí —dijo—. No tienes que tener miedo, cielo.

Ella se acercó un poco más. Quería demostrarle que no le tenía miedo. Pero el pobre hombre apenas parecía darse cuenta de nada. Su mirada se volvió sombría; suspiraba nerviosamente. Entonces le dijo a la niña:

—Cariño, ¿sabes qué haría tu padre ahora mismo si estuviese vivo? Te daría un beso. Antes me has dicho que me parezco a tu padre. ¿Puedo darte un beso?

Kitty alargó sus bracitos, se cogió suavemente al cuello del hombre y le ofreció su mejilla. Cuando él la besó, la niña lo reconoció inmediatamente. Kitty sintió una inmensa alegría. Su corazón se había llenado de vida y latía con fuerza. De repente, se descolgó del cuello del hombre.

—¡Mi papá siempre me daba besos como éstos! —exclamó—. ¡Eres tú, papá, eres tú! ¡No te has ahogado! ¡No te has ahogado!

Volvió a echarle los brazos al cuello, y esta vez se agarró con todas sus fuerzas, como si de ello hubiese dependido su vida.

—¡Oh, papá, te quiero! ¡Mi pobrecito papá! ¡Creía que te habías ahogado!

Kitty tenía las mejillas llenas de lágrimas. Él rompió a llorar sobre el hombro de la niña.

—¡Oh, niña de mi alma!, ¡mi pequeña y dulce Kitty!

El sentimiento de dolor de Kitty se transformó entonces en perplejidad. ¿Cómo era posible que él estuviera tan triste estando ella tan feliz? Kitty puso la mano en el bolsillo de su delantal y sacó un pañuelito. Se secó las lágrimas, antes de decirle a su padre:

—¿Estás pensando en lo malo que ha sido el mar contigo, papá?

—¡No, hija, en el mar bueno, en el mar amigo, en el mar luminoso y hermoso que os ha traído de nuevo a ti y a tu madre!

¡Entonces Kitty se dio cuenta! ¡Se había olvidado de su madre! La niña se agarró con fuerza a la mano de su padre y tiró de él con toda su pequeña y decidida fuerza, convencida de que podría levantarlo del banco.

—¡Vamos! —exclamó—. ¡Vamos, quiero que mamá te vea! ¡Quiero que ella también se ponga contenta!

Él se mostró vacilante. Kitty dio un salto, se sentó en el regazo de su padre y le acarició suavemente la mejilla. Aquél era un gesto de complicidad con la felicidad del pasado.

—¡Oh, papá, siempre has sido el más bueno del mundo conmigo! ¿Por qué no me quieres ahora?

Herbert ya no pudo reprimir por más tiempo sus sentimientos, y se abrazó a su hija como un niño.

Kitty acompañó a su padre hasta una de las ventanas de la habitación de Catherine. La niña no paraba de reír, de bailar y de cantar alrededor de él. Alguien había cerrado la ventana por dentro. Kitty dio unos golpecitos en el cristal.

Su madre los oyó, se acercó a la ventana, y corrió afuera a reunirse con ellos. ¡Oh, qué lejos quedaba el triste día en que habían tenido que marcharse de Mount Morven, qué distante parecía la prolongada y cruel separación entre el padre y la madre, entre la hija y el padre, ahora que los tres volvían a estar de nuevo juntos!