CAPÍTULO VI
Sydney empieza a dar clases
Cuando la señora Presty describió a la consentida de su nieta como «una niña que no ha tenido que esperar nunca a nadie, desde el mismo día en que nació», no estaba exagerando mucho.
Cualquier institutriz que hubiese querido causarle a Kitty una impresión favorable, y al mismo tiempo ejercer sobre ella la autoridad imprescindible, desde luego no habría tenido una tarea fácil. Los hijos malcriados, por más que los moralistas se empeñen en decir lo contrario, son casi siempre sociables y cariñosos. Eso es así, siempre y cuando la persona encargada de proporcionarles los primeros conocimientos útiles sea la adecuada. El señor y la señora Linley eran conscientes de que habían cuidado a su única hija con demasiada devoción como para ahora someterla de golpe a cualquier tipo de disciplina, y no podían dejar de sentirse culpables. Por todo ello, no tenían grandes deseos de presenciar el momento en que la señorita Westerfield iba a impartir la primera lección a Kitty. Sin embargo, y para su sorpresa y alivio, al final se vio que no había motivo alguno de preocupación. Sin necesidad de hacer valer su autoridad, la nueva institutriz logró algo que otras institutrices más viejas y más sabias, no habían logrado nunca.
El secreto de este triunfo en contra de circunstancias adversas se hallaba oculto en la propia Sydney.
En la rutina diaria de Mount Morven, todo era causa de regocijo y asombro para la desafortunada criatura que durante seis años había sufrido tantas crueldades, insultos, y privaciones en el colegio de su tía. Allá donde miraba veía caras agradables y oía palabras amables. A la hora de las comidas, aparecían sobre la mesa maravillosos logros del arte culinario. Muchos platos no los había probado antes, por no decir que ni siquiera había oído hablar de ellos.
Cuando salía a pasear con su pequeña alumna, las dos eran libres de ir adonde les apeteciera, sin otra restricción que la de regresar a la hora de la comida. Respirar aire puro, contemplar el glorioso paisaje, eran placeres tan exquisitos y vigorizantes que, según había confesado la propia Sydney, incluso se mareaba un poco de tanto placer. Hacía carreras con Kitty, y nadie se lo reprochó. Exhausta, se tumbaba a descansar sobre la hierba, mientras la niña, más fuerte que ella, continuaba corriendo. No había ninguna voz desalmada que le gritara: «¡Déjate de gandulerías! ¡Venga, despabila, que no hay tiempo que perder!». Podía coger flores silvestres que no había visto nunca antes sin el temor de estar cometiendo algún pecado. Aprendió de Kitty los nombres de las flores y de los insectos de verano que revoloteaban y zumbaban en la brisa de la ladera. Tan contenta estuvo un día la pequeña de poder enseñarle todas esas cosas a su institutriz, que su excesivo ánimo hizo que de repente se pusiera a cantar.
—Ahora te toca a ti —exclamó feliz la niña cuando se quedó sin respiración—. ¡Canta, Sydney, canta! ¡Ánimo, Sydney!
Sydney no había vuelto a cantar desde aquellos días felices de su infancia en que su padre le contaba cuentos de hadas y le enseñaba canciones. Pero ya las había olvidado todas.
—No sé cantar, Kitty; no sé cantar —cuando Kitty oyó esta triste confesión, se convirtió una vez más en institutriz.
—Tú primero recita la letra de la canción y luego repite la tonada después de mí.
Se rieron mucho con la lección de canto. Hasta tal punto que el eco de las colinas se puso a imitar sus risas.
Un día, la señora Linley entró en el aula para ver como iban las lecciones, y pudo comprobar que la institutriz no había dejado a un lado la importante tarea de la enseñanza. Las lecciones avanzaban sin prisa pero sin pausa. Con un beso y una sonrisa, la amiga y compañera de juegos de Kitty conseguía que el aprendizaje resultara una tarea agradable. Y la pequeña se sentía incapaz de defraudar a su maestra. En la vida de estas dos criaturas tan sencillas la balanza de la autoridad estaba perfectamente equilibrada. En el aula, la institutriz era la maestra de la niña. Fuera de la clase, era la niña quien le enseñaba cosas a la institutriz. La división del trabajo era el principio que ponía un orden perfecto a las fuerzas productivas, ¡y nadie lo sospechaba!
Sin embargo, al cabo de unas semanas, toda la familia se percató de que estaba sucediendo algo digno de interés. La melancólica Sydney Westerfield de la que todos se habían compadecido, se había convertido en una bella mujer. No era un simple cambio, sino una transformación total. Kitty cogió el espejo de mano de la habitación de su madre, y le pidió una y otra vez a su institutriz que lo cogiera y se mirase en él.
—Papá dice que estás rellenita como una perdiz; y mamá, que estás fresca como una rosa; y el tío Randal hace así con la cabeza y dice que él ya lo veía venir. Ayer, cuando ellos se creían que yo estaba jugando con mi muñeca, oí que lo decían. Para mí tú eres la más guapa del mundo, pero me gustaría saber qué piensas tú de ti misma.
—Creo, cariño, que ahora deberíamos continuar con nuestras lecciones.
—Espera un poco, Syd. Quiero decirte otra cosa.
—¿Qué?
—Es sobre papá. ¿Te has fijado que ahora sale a pasear con nosotras muchas veces?
—Sí, claro.
—Antes de que vinieras tú, él no venía a pasear nunca conmigo. He estado pensando sobre esto, y estoy segura de que tú le gustas a mi papá. ¿Qué buscas en el cajón?
—Tus libros, cariño.
—Ya, pero es que todavía no he acabado. Papá habla mucho de ti, y tú nunca hablas de papá. ¿No te gusta mi papá?
—¡Kitty!
—¿Te gusta o no te gusta?
—¡Cómo no va a gustarme! Le debo toda mi felicidad.
—¿Te gusta más que mi mamá?
—Sería muy desagradecida si no sintiese el mayor de los afectos por tu madre.
Kitty se quedó un poco pensativa, y meneó la cabeza.
—Eso no lo entiendo —dijo categóricamente—. ¿Qué quieres decir?
Sydney limpió la pizarra, puso una suma, y no dijo nada.
Kitty llevó a cabo su propia interpretación del repentino silencio de su institutriz.
—A lo mejor es que no te gusta que yo sepa tantas cosas —insinuó—. O a lo mejor es que me quieres confundir.
Sydney suspiró, y respondió:
—Yo sí que estoy confundida.