CAPÍTULO XXVIII

El señor Randal Linley

Pasó el invierno. Pasó casi toda la primavera. Londres padecía todavía la estricta regularidad de los vientos del este. A pesar de que faltaba menos de una semana para el comienzo del verano, cuando por la mañana el señor Sarrazín entró en su despacho para abrir la correspondencia del día se alegró de encontrarlo caliente gracias al fuego de la chimenea.

En general, la correspondencia estaba exclusivamente relacionada con procedimientos judiciales. Solamente había dos cartas que suponían una excepción a la regla. La primera llevaba la dirección escrita a mano con la letra de la señora Linley, y su matasellos pertenecía a la ciudad de Hannover. La madre de Kitty no sólo había conseguido alcanzar la orilla segura del lago, sino que ella y su hija habían logrado igualmente cruzar el mar hasta Alemania. Su carta estaba bien escrita. Y a pesar de que su autora era una mujer, su levedad permitía leerla en menos de un minuto.

Querido señor Sarrazín,

Le escribo con el tiempo justo para la recogida del correo de la noche. Nuestro excelente mensajero se ha asegurado bien de que el peligro de ser descubiertas ya ha pasado. Los miserables se han llevado un desengaño tan grande que ya están de vuelta a Inglaterra, para tumbarse a esperarnos en Folkestone y Dover. Mañana por la mañana nos vamos de este encantador lugar (¡oh, sin ningún deseo de ello!) para ir a Bremen, donde cogeremos el vapor a Hull. Le enviaré más noticias en cuanto lleguemos ahí.

Atentamente suya,

Catherine Linley.

El señor Sarrazín metió la carta en un cajón, y sonrió mientras lo cerraba con llave. ¿Se habrá decidido por fin?, se preguntó.

La segunda carta resultó ser una agradable sorpresa. En ella el remitente le anunciaba que acababa de regresar de Estados Unidos. Le invitaba a cenar esa misma noche, y estaba firmada Randal Linley. El señor Sarrazín siempre había apreciado mucho más a Randal que a su hermano Herbert. El abogado conocía a la señora Linley desde antes de su matrimonio, y siempre había pensado que Catherine habría hecho bien en casarse con el más joven de los hermanos, en lugar de elegir al mayor. Con Randal habían entablado enseguida una buena amistad. En cambio sus relaciones con Herbert nunca llegaron a ser íntimas; si bien es cierto que nació entre ellos una cordial y caballerosa relación, no puede decirse que llegaran a hacerse nunca amigos.

A las siete en punto de la tarde, los dos amigos se encontraron en la habitación de un hotel. Cuando se sentaron ante la pequeña pero cómoda mesa, ambos tenían un sinfín de preguntas que hacerse, y nada podía interrumpirles, excepto una cena de tan extraordinario mérito que uno no podía sino deleitarse con ella de principio a fin.

Comenzó Randal.

—Antes que nada —le dijo—, cuénteme cómo se encuentran Catherine y la niña. ¿Dónde están?

—De regreso a Inglaterra, después de haber estado un tiempo viviendo en Alemania.

—¿Y la anciana dama?

—La señora Presty se ha quedado en casa de unos amigos en Londres.

—¡Qué!, ¿se han separado?, ¿se han peleado?

—No, ni mucho menos. Ha sido una separación amistosa, en el más estricto sentido de la palabra. ¡Oh, Randal!, ¿qué está haciendo? No le ponga pimienta a una sopa tan perfecta. Esta sopa es tan buena como la del Café Anglais de París.

—Sí, tiene usted razón. No me había dado cuenta. Pero, ahora, explíqueme lo de Catherine. Estoy ansioso por saber algo de ella. ¿Por qué se marchó al extranjero?

—¿Es que no ha tenido usted noticias suyas?

—Hace seis meses o más que no sé nada de ella. Creo que sin querer la hice enfadar al escribirle una carta en la que le daba demasiadas esperanzas con respecto a Herbert. La señora Presty respondió a mi carta aconsejándome que no volviera a escribirle más a su hija. Catherine no es de ésas que tienen malicia.

—¡Eso ni lo piense! —respondió el abogado con el gesto adusto—. Atribuya su silencio a una causa justa. Ha tenido que soportar una angustia terrible desde que usted partió a América.

—¿Y el causante de esa angustia ha sido mi hermano? ¡Oh, espero que no!

—Si quiere que le diga la verdad, él ha sido el único causante. ¿Todavía no sabe lo que ha hecho?

—¿Tiene que ver con la niña? ¡No me estará diciendo que Herbert le ha quitado la niña a su madre!

—Amigo mío, mientras yo sea el abogado de la madre de Kitty, su hermano no hará nada parecido a eso. Alzo esta primera copa de jerez para brindar por su regreso a Inglaterra. Buen vino, pero, para mi gusto, un poco seco. No, de momento dejaremos los problemas domésticos. Después de cenar se lo contaré todo. ¿Por qué motivo se fue a América? ¿No habrá estado dando conferencias, verdad?

—He estado disfrutando de la compañía de la gente más hospitalaria del mundo.

El señor Sarrazín movió la cabeza. En ese momento, tenía en sus manos la carpeta de un caso de derechos de propiedad sobre un obra literaria.

—A mí esa gente sólo me inspira un sentimiento: lástima —aseguró.

—¿Por qué?

—Porque su Gobierno se olvida de rendir tributo al honor de la nación.

—¿Cómo?

—De este modo, el honor de una nación que confiere derechos de propiedad a unos trabajos artísticos producidos por sus propios ciudadanos, sin duda debería proteger también del plagio a aquellas obras que han sido realizadas por otros ciudadanos.

—Pero de eso no tiene la culpa la gente.

—Desde luego que no. Ya le he dicho antes que la culpa la tiene el Gobierno. Y ahora, concentrémonos en el pescado.

Randal siguió el consejo de su amigo.

—Buena salsa, ¿no le parece? —dijo.

El epicúreo se permitió introducir una enmienda.

—¿Buena? —repitió—. Mi querido amigo, esta salsa es la perfección absoluta. No me gusta menospreciar la cocina inglesa. Pero, piense en la mantequilla derretida, y dígame si alguien que no fuera un extranjero (no me gustan los extranjeros, pero reconozco sus méritos) podría haber hecho esta salsa al vino blanco. Así que no viajó usted a América por ningún motivo en especial.

—Al contrario, tenía un motivo muy especial. ¡Acuérdese de cómo era mi vida cuando vivía en Escocia, y mire cómo es ahora! Ya no tengo Mount Morven; ni la granja; ni los buenos vecinos de las Tierras Altas. Tampoco puedo visitar a mi hermano, con la nueva vida que lleva. He herido los sentimientos de Catherine. He perdido a la pequeña Kitty. No tengo ninguna obligación de ganarme la vida (las desventajas son mayores que las ventajas). Me trae sin cuidado la política. Disfruto comiendo inofensivos animalitos, pero sin embargo no me produce ningún placer cazarlos. ¿Qué me queda, sino tratar de cambiar de lugar, e irme a conocer mundo, como una incansable criatura, sin ningún propósito en la vida? ¿He hecho algo mal de nuevo? Esta vez no he tocado la pimienta, y aún así me mira usted como si le hubiera ofendido.

De nuevo salió el lado francés del carácter del señor Sarrazín. Señaló indignado el plato de su amigo.

—¿Está usted apartando las trufas y poniéndolas a un lado? —preguntó.

—Bueno —reconoció Randal—, no me gustan las trufas.

El señor Sarrazín se levantó, con su plato en la mano y con el tenedor preparado para actuar. Rodeó la mesa hasta llegar junto a su amigo y transfirió reverentemente las trufas despreciadas a su propio plato.

—Randal, se arrepentirá de esto mientras viva —dijo solemnemente—. Entretanto, el que sale ganando soy yo —y no dijo ni una sola palabra más hasta terminar las trufas.

—Creo que las habría saboreado mejor —aclaró tras terminar el plato— con los ojos cerrados. Pero habría pensado usted que me estaba durmiendo —después de decir eso recobró su nacionalidad inglesa, hasta que trajeron el postre a la mesa, y el camarero se dispuso a salir de la habitación. En ese momento tan propicio tuvo otra recaída. Insistió en querer felicitar al cocinero y darle las gracias.

—Por fin —dijo Randal—, estamos solos. Ahora quiero saber por qué se marchó Catherine a Alemania.