3. LA CARTA

La señora Westerfield dejó a un lado el misterioso pedazo de papel y volvió a coger la carta por si ésta podía aclararle el enigma. Esta vez sí que se quedó de piedra. La carta iba dirigida «a la señora Roderick Westerfield», y comenzaba de un modo muy brusco, sin ninguna de las acostumbradas formalidades. ¿Quería eso decir que en el momento de escribir la carta, su marido estaba enfadado con ella?

Más bien, lo que quería decir era que su marido desconfiaba de ella. El señor Westerfield lo expresaba en estos términos:

Te escribo esta carta antes de que empiece el juicio. Si el veredicto me es favorable, destruiré lo que he escrito. Si me hallan culpable, tendrás que ser tú quien haga lo que debería haber hecho yo.

El inmerecido infortunio que ha caído sobre mí empezó con la llegada de mi barco a Río. Cuando nuestro segundo de a bordo terminó su servicio de ese día, pidió permiso para bajar a tierra, y desapareció para siempre. Ignoro por completo el motivo de su deserción. Yo quería sustituirle promocionando al mejor marinero de a bordo, pero los agentes de los dueños del barco no admitieron mi propuesta, y pusieron a un hombre de su confianza.

De qué nacionalidad era este hombre, es algo que también ignoro. El nombre que él me dio fue Beljames, y los informes decían que era un caballero arruinado. Fuera quien fuese, sus modales y su forma de hablar eran cautivadores. Caía bien a todo el mundo.

Después de la doble calamidad del embarrancamiento del barco y de la desaparición de los diamantes (valorados en cinco mil libras), regresé a Inglaterra en la primera ocasión que tuve, y Beljames se vino conmigo.

Poco después de llegar a mi casa de Londres, un buen amigo me advirtió, en privado, que mis patrones habían decidido querellarse contra mí por haber encallado el barco a propósito y, lo que resulta todavía más cruel, por haber robado los diamantes. Al segundo de a bordo, Beljames, que era quien estaba al mando del barco cuando éste enrocó, lo acusaron de lo mismo. Yo sabía que era inocente y, por supuesto, decidí afrontar el juicio. Lo que yo no sabía era qué haría Beljames. ¿Seguiría mi ejemplo? ¿O intentaría escapar a la menor oportunidad?

Pensé que mi obligación como amigo suyo era advertirle de la situación. Pero no sabía dónde encontrarle. Nada más llegar nuestro barco al puerto de Falmouth, en Cornwall, nos habíamos separado, y desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Le di mi dirección en Londres, pero él no me dio la suya.

Durante el viaje de vuelta, Beljames me contó que le habían dejado en herencia una casa pequeña con jardín en St. John’s Wood, Londres. Su agente le había escrito una carta informándole de que la casa estaba en ruinas, y le había aconsejado que buscara a alguien que quisiera adquirirla a buen precio. Esto parecía justificar su estancia en Londres, donde le iba a resultar más fácil encontrar un comprador.

Mientras yo no dejaba de pensar en todo esto, alguien me dijo que una dama deseaba verme. Resultó ser la dueña de la casa en la que Beljames estaba hospedado. Una mujer decente. Traía un mensaje inquietante. Beljames se estaba muriendo, y deseaba hablar conmigo. Fui inmediatatamente a verle.

Cuando uno tiene que contarle sus problemas a alguien, es mejor ser breve.

Beljames había oído hablar de la querella que querían ponernos. La muerte se encargó de que no tuviera tiempo de explicarme cómo se había enterado de ello. El pobre se había envenenado. Si fue por el terror que le infundía el juicio, o por remordimiento de conciencia, no es de mi incumbencia. Para desgracia mía, lo primero que hizo fue hacer salir de la habitación a la dueña y al médico. Y luego, cuando ya estábamos los dos solos, confesó que había cambiado el rumbo del barco a propósito, y que había robado los diamantes.

Si he de ser justo con él, tengo que reconocer que el pobre hombre se mostró en todo momento angustiado por los problemas que podría causarme con su delito.

Después de haber aliviado su mente con la confesión, me entregó la hoja de papel (escrita en lenguaje cifrado), que encontrarás dentro del sobre. «Ahí tienes la nota que explica donde están escondidos los diamantes», me dijo. Yo soy una de las muchas personas que no saben absolutamente nada acerca de mensajes cifrados, y así se lo dije. «Es así como guardo el secreto», dijo él. «Escribe lo que te voy a dictar, y sabrás lo que significa. Primero levántame». Cuando lo hice, empezó a mover la cabeza de un lado a otro. Estaba angustiado. Tenía muchos dolores. Pero se las compuso para indicarme dónde tenía la pluma, la tinta, y el papel. Estaban en una mesa que tenía a su lado, la misma en la que el médico había estado escribiendo. Le dejé un momento, para arrastrar la mesa hasta la cama. En ese momento lanzó un gemido, y pidió ayuda. Yo corrí hacia la habitación del piso de abajo a buscar al médico. Cuando volvimos, tenía convulsiones. Era el final de Beljames.

Los abogados de mi defensa han intentado conseguir expertos, como ellos los llaman, para descifrar el mensaje. Pero todos han fracasado. Si son llamados como testigos, declararán que los signos de la hoja de papel no se corresponden a ningún código conocido, y que son simples garabatos hechos al azar que no significan nada.

Por otra parte, la Ley no quiere tener en cuenta la confesión que me fue hecha, si no es por boca de un testigo. Podría probar que el rumbo del barco fue variado, en contra de mis órdenes, después de que yo me fuera abajo a descansar. Pero para ello necesito encontrar al hombre que estaba al timón en ese momento. Y sólo Dios sabe dónde está ahora.

Además, como tú sabes, en el pasado cometí algunos errores, y ahora debo dinero. Esas circunstancias juegan muy seriamente en contra mía. Parece que mis abogados han depositado una enorme confianza en un famoso asesor, a quien han encargado que actúe en mi defensa. Yo por mi parte, me enfrento a este juicio con poca o ninguna esperanza.

Si el veredicto es culpable, y tú no quieres olvidarte de mí, no descanses hasta encontrar a alguien que pueda interpretar estos signos cifrados. ¡Escucha mis ruegos!, haz por mí lo que yo ya no puedo hacer. Recupera los diamantes, devuélvelos, y muestra esta carta a mis patronos.

Da un beso a los niños de mi parte. Ojalá que cuando sean un poco mayores puedan leer este alegato mío y sepan que su padre era inocente. Y que los quería mucho. El bueno de mi hermano cuidará de ti. Sé que hará eso por mí. Entonces, nada más.

RODERICK WESTERFIELM

La señora Westerfield cogió una vez más la hoja con el criptograma. La miró como si fuera un ser vivo que la hubiera retado a un duelo.

Y tomó una decisión:

—Si llego a ser capaz de leer este galimatías, ya sé lo que haré con los diamantes.