8. LOS DIAMANTES
La semana siguiente fue básicamente un semana de acontecimientos.
El lunes por la mañana, la señora Westerfield y su fiel James tuvieron su primera discusión. Ella se tomó la libertad de recordarle que había llegado el momento de acercarse hasta la iglesia para informarles de la boda, y de reservar plazas en el vapor para ella y para su hijo. James no le dio ninguna respuesta, sino que le preguntó si el experto estaba haciendo bien su trabajo.
—¿Ha descubierto ya tu viejecito dónde están los diamantes?
—Todavía no.
—En ese caso, esperaremos hasta que lo sepa.
—¿No crees en mi palabra? —preguntó enfadada la señora Westerfield.
James Bellbridge contestó lacónicamente:
—No.
La señora Westerfield se sintió insultada, y así se lo hizo saber; se puso de pie y le indicó dónde estaba la puerta.
—Puedes volver a América cuando te dé la gana —dijo—, y ya veremos si eres capaz de encontrar tú solo el dinero que te hace falta.
Seguidamente, para demostrarle que estaba hablando en serio, se sacó el criptograma del escote del vestido y lo arrojó al fuego.
—El original está a salvo; me lo guarda mi viejecito —añadió—. Y ahora sal de esta habitación.
James se puso de pie con una docilidad sospechosa. Cuando salió ya tenía muy claro lo que debía hacer.
Media hora después, el viejecito descifrador de criptogramas vio interrumpido su trabajo por un hombre grueso y de aspecto canallesco al cual no había visto jamás hasta entonces.
El desconocido afirmó ser el prometido de la señora Westerfield, y a continuación le pidió (con muy malos modos) que le dejara ver el criptograma. El viejecito le preguntó si, a ese efecto, traía consigo una orden por escrito, firmada por la propia señora Westerfield. El señor Bellbridge puso los dos puños sobre el escritorio del viejecito, y le dijo:
—He venido aquí para ver el mensaje cifrado bajo mi propia responsabilidad, e insisto en que me lo enseñe usted inmediatamente.
—Antes permítame que le enseñe otra cosa —fue la respuesta que ofreció el viejo al ordeno y mando del señor Bellbridge—. ¿Señor, sabría usted reconocer una pistola cargada, si la viera?
Cuando el camarero se inclinó sobre el escritorio, el cañón de la pistola se acercó a una distancia de tres pulgadas de su enorme cabeza. Era la primera vez en su vida que lo cogían desprevenido. Hasta ese momento, a James no se le había ocurrido que un arrojado descifrador de criptogramas era una persona que podía estar expuesta a ciertos peligros, por ejemplo si alguien le confiaba algún secreto importante, por tanto era lógico que pudiera tomar sabias medidas para protegerse. Y para poder de persuasión, nada mejor que una pistola cargada. James salió de la habitación utilizando una serie de palabras que todavía no se han hecho un lugar en ningún diccionario inglés.
Pero cuando James estaba tranquilo, era una persona con al menos dos virtudes: sabía reconocer sus derrotas, y apreciaba como ninguna otra cosa en el mundo el valor de los diamantes. Cuando fue a ver a la señora Westerfield al día siguiente, le llevó una noticia que sabía que iba a provocar la piedad de María: la Iglesia había recibido la notificación de la boda, y había un camarote reservado para ella en el vapor.
Con todo arreglado según sus planes, la señora Westerfield tenía el camino libre para abandonar a la pobrecita Syd.
Se la dejaría a su hermana mayor, que estaba soltera, y era la prestigiosa dueña de un colegio barato para niñas situado en uno de los arrabales de Londres. Esta dama (conocida en su barrio como la señora Wigger) hacía ya tiempo que tenía la intención de poner a Syd como aprendiz de profesora.
—Voy a obligarla a aprender —prometió la señora Wigger—, hasta que sea capaz de hacerse cargo ella sola de las alumnas de primer curso. Así podrá pagarse la manutención y el alojamiento. Cuando sea mayor sustituirá a la directora titular y con ello me ahorraré un sueldo.
Una vez la señora Wigger le hubo planteado su propuesta a la señora Westerfield, sólo le quedó aguardar a que su hermana le diera una respuesta. Ésta simplemente le escribió una carta en la que le informaba que estaba de acuerdo:
Ven el próximo viernes a la hora que quieras antes de las dos, y Syd te estará esperando lista para marcharse.
P.D: El jueves me caso otra vez, y el sábado cogeré el vapor y me iré a América con mi marido y mi hijo.
La señora Westerfield echó la carta al correo y con ello, según sus propias palabras, se quitó otro peso de encima.
El miércoles, a medida que se iban acercando las ocho de la tarde, la señora Westerfield se iba poniendo cada vez más nerviosa. Para tratar de tranquilizarse se propuso hacer algo. Abrió la puerta de la sala de estar y se puso a escuchar en la escalera. Cuando todavía faltaban unos minutos para las ocho, alguien llamó a la campana de la casa. Ella bajó corriendo a abrir la puerta, pero sucedió que la criada se encontraba en ese momento en el pasillo, y contestó. Pocos segundos después, la puerta se cerró de golpe.
—¿Quién era? —preguntó la señora Westerfield.
—No había nadie, señora.
Resultaba extraño. ¿Acaso ese miserable viejo la había engañado?
—Mira en el buzón —le gritó a la sirvienta—. Ella obedeció, y encontró una carta. La señora Westerfield abrió el sobre, en las mismas escaleras y de pie.
Contenía una cuartilla de papel común de carta, sobre la que había escrito el significado del criptograma. Decía así:
Recuerda, el número 12 de Purbeck Road de St. John’s Wood. Ve hasta la glorieta del jardín trasero. Luego hasta la cuarta tabla del suelo, contando desde la pared del lado derecho, según se entra. Levántala haciendo palanca. Busca debajo del moho y los cascotes. Ahí encontrarás los diamantes.
El viejo no acompañaba el texto de la carta con ninguna otra explicación, ni tampoco le devolvía el criptograma original. El extraño viejo se había ganado sus honorarios; sin embargo, no había venido a reclamarlos. ¡Ni siquiera le hacía saber a la señora Westerfield dónde o cuándo podía hacérselos llegar! ¿Habría sido él en persona quien había traído la carta? Fuera él, o algún mensajero, el hecho era que había dejado la carta y se había ido antes de que la criada abriera la puerta.
De repente, a la señora Westerfield le sobrevino un sentimiento de desconfianza hacia el viejo, y se quedó paralizada. ¿Se habría llevado los diamantes? Cuando estaba a punto de mandar que fueran a buscar un coche de alquiler para ir hasta el hospedaje del viejo, entró James. Estaba ansioso por saber si había llegado el criptograma descifrado. Ella no le dijo nada acerca de sus sospechas, y simplemente se limito a informarle de que en sus manos tenía el mensaje descifrado. Él inmediatamente quiso verlo. Pero la señora Westerfield le dijo que no iba a mostrárselo hasta que él la hubiera hecho su esposa.
—Mañana por la mañana, cuando vayamos a la iglesia, llévate un formón escondido en el bolsillo —esa fue la única pista que le dio. Y ese fue el momento en el que más desconfiaron el uno del otro.
Al día siguiente, a las once en punto de la mañana, fueron unidos en matrimonio, teniendo por únicos testigos al dueño del hostal en el que habían trabajado los dos, y a su esposa. No permitieron que los niños asistieran a la ceremonia. Nada más salir por la puerta de la iglesia, la luna de miel de los recién casados comenzó con un viaje en coche hasta St. John’s Wood. Cuando llegaron al lugar, observaron que en una ventana rota había un rótulo lleno de suciedad donde se leía: «Se alquila». Una señora les dijo, con muy malos modales, que podían ver la casa si lo deseaban.
La novia, que estaba de muy buen humor, le hizo ver al novio que para guardar las apariencias lo más conveniente era que vieran primero la casa. Una vez cumplido este trámite, ella se dirigió a la señora encargada de enseñar la casa, y con voz dulce le dijo:
—¿Podríamos ver el jardín?
La señora le dio una extraña respuesta:
—Es realmente curioso.
James habló por primera vez.
—¿Qué es lo que le parece tan curioso? —le preguntó, interrumpiéndola.
—En todo este tiempo han sido muchas las personas que han querido ver la casa —dijo la señora—, pero solamente ha habido dos que quisieran ver el jardín.
James dio media vuelta y se fue hacia la glorieta, dejando que fuera su esposa quien decidiera si valía la pena continuar con aquella conversación. A ella le pareció que el tema bien lo merecía.
—Es evidente que yo soy una de esas dos personas que se han interesado por el jardín. ¿Y la otra?, ¿quién es?
—El lunes vino un hombre mayor.
La amable sonrisa de la novia se desvaneció.
—¿Cómo era ese viejo? —preguntó ella.
Esta vez, la señora de los malos modales se irritó más que nunca.
—¡Ay, cómo quiere que se lo explique! ¡Era un verdadero animal! ¡Un bruto, eso es, un bruto!
«¡Un bruto!», pensó ella. La misma palabra que había utilizado ella misma hacía muy pocos días, cuando el experto había logrado ponerla de tan mal humor. Llena de recelo, se fue hacia el jardín.
James, siguiendo las instrucciones de su esposa, ya había empezado a trabajar con el formón. Sobre el suelo había una tabla suelta. Estaba apartando con ambas manos los cascotes y la tierra que había en el agujero. En cuestión de minutos, el escondite quedó al descubierto.
Miraron dentro. Se miraron el uno al otro. El agujero, vacío, hablaba por sí solo. Los diamantes habían desaparecido.