CAPÍTULO XXVII
La resolución
Después de leer la respuesta de la señora Linley, el señor Sarrazín miró por la ventana del comedor y vio que la niebla empezaba a cubrir la casa. Antes de que la señora Presty pudiera hacer algún comentario acerca de cómo había cambiado el tiempo, el abogado la sorprendió con una extraña pregunta.
—Señora, ¿hay alguna habitación en el piso de arriba, que tenga vistas a la carretera que hay frente a su verja?
—¡Por supuesto!
—¿Puedo entrar en esa habitación sin causar molestias?
—¡Por supuesto! —repitió la señora Presty, enarcando las cejas en un gesto no tanto de sospecha como de sorpresa—. ¿Quiere subir ahora? —añadió—, ¿o prefiere esperar hasta después del desayuno?
—Con su permiso, me gustaría subir antes de que la niebla se haga más espesa. ¡Oh, señora Presty, nada más lejos de mi intención que molestarla! La criada puede mostrarme el camino hasta la habitación.
—¡No! —por primera vez en su vida, la señora Presty insistió en desempeñar el papel de criada. Tal era su curiosidad, que aunque hubiese sido coja de ambas piernas no habría dudado en subir las escaleras reptando con las manos—. ¡Aquí tiene! —dijo, abriendo la puerta de la habitación del piso de arriba, y situándose en el centro exacto de ésta, desde donde pudiera observarlo todo—. ¿Le sirve ésta?
El señor Sarrazín se acercó a la ventana; oculto detrás de la cortina, se asomó con precaución. Al cabo de medio minuto se dio la vuelta, dejando a su espalda el brumoso paisaje de la carretera, y dijo para sí:
—Justo lo que esperaba.
Otra mujer se habría interesado por los motivos de este misterioso proceder. Pero la señora Presty, que no abrigaba dudas sobre su dignidad, optó por descubrirlo por sí misma. Para sorpresa del señor Sarrazín, la señora Presty procedió a imitarle ante sus propias narices, avanzó hasta la ventana y se ocultó detrás de la cortina. Siguiendo su ejemplo, terminó dándose la vuelta.
—Ahora que los dos hemos mirado —le dijo al abogado, con su inimitable resuello—, ¿qué le parece si intercambiamos impresiones?
Lo hicieron sin ninguna dificultad, ya que ambos habían visto a los mismos dos hombres yendo y viniendo de una punta a la otra de la verja de la casa. Antes de que la amenazante niebla hiciera imposible su identificación, el señor Sarrazín había reconocido a uno de ellos como el afable joven que había sido su compañero de viaje desde Londres. En cuanto al otro, probablemente se trataba de un vecino que había sido reclutado eventualmente para ayudar al joven espía. Esta nueva circunstancia no hacía sino empeorar las cosas. La señora Presty preguntó qué era lo que debían hacer. El señor Sarrazín respondió:
—Bajemos a desayunar.
Al cabo de un cuarto de hora, los dos se hallaban en la habitación de la señora Linley.
La encontraron nerviosa y con los ojos enrojecidos, por lo que dedujeron que había pasado una mala noche. En el momento que el abogado se acercó a ella, la señora Linley se apresuró a cruzar la habitación hasta donde estaba él y, con un gesto trémulo, le tomó ambas manos.
—Es usted una buena persona, un hombre adorable —dijo impetuosamente—. No puedo sino sentir por usted un respeto y un aprecio muy grandes. Dígame, ¿tiene la certeza de que la única manera de que mi hija se quede conmigo es la que mencionó anoche?
El señor Sarrazín acompañó a la señora Linley hasta una silla y la invitó amablemente a sentarse.
Al verla tan triste, se sobrecogió y preocupó, y terminó por decirle con toda sinceridad, y hasta solemnemente, que la única alternativa que le quedaba era la que él le había explicado. Luego le pidió que se calmara, pero fue inútil. La señora Linley no le soltaba las manos, como si agarrándose a ellas se estuviera agarrando también a su última esperanza.
—¡Ahora, escúcheme! —exclamó ella—. Hay una cosa que quiero decirle: creo que hay otra forma de arreglar esto. Y quiero saber cuál es su opinión al respecto.
—¡Aguarde un momento! Le ruego que aguarde un poco.
—¡No! No hay tiempo que perder. ¿Cree que hay alguna posibilidad de hablar con el abogado del señor Linley? Déjeme acompañarle a Londres. ¡Convenceré a ese abogado de que utilice su influencia sobre el señor Linley; me arrodillaré delante de él; no me marcharé hasta haberle ganado para mi causa! ¡Me llevaré a Kitty conmigo; nos verá a las dos juntas, sentirá compasión por nosotras y nos ayudará!
—Sería inútil, sería verdaderamente inútil, señora Linley.
—¡Oh, no diga eso!
—No me deja usted otra alternativa, mi querida señora. El hombre del que está usted hablando es la última persona del mundo que se dejaría influir de ese modo que usted dice. Se trata de un célebre abogado, un hombre que conoce muy bien su oficio, créame. Si intentara usted darle lástima, él le diría sin vacilar: «Señora, yo sólo cumplo con mi obligación. Me debo a mi cliente». Y llamaría al servicio, y haría que la echaran inmediatamente. Sí, créame, lo haría sin vacilar, aunque usted se humillara y llorase a sus pies.
La señora Presty interrumpió por primera vez la conversación entre su hija y al abogado.
—Yo en tu lugar, Catherine —dijo—, empujaría a ese hombre al suelo y le pondría el pie en el cuello. Otórgale el divorcio a tu marido y tendrás a tu hija a tu lado.
La señora Linley estaba postrada en su silla. Toda la euforia que la había mantenido con vida hasta ese instante pareció abandonarla de repente, y con ella pareció irse también su última esperanza. Pálida, agotada, resignada, había alzado la mirada hacia su madre cuando ésta había dicho: «Otórgale el divorcio», y había respondido: «Se lo acabo de otorgar».
—Confíe en mí —dijo con vehemencia el señor Sarrazín—. Yo me encargaré de que se haga Justicia, y la protegeré hasta que llegue ese día.
La señora Presty hizo su pequeña contribución al consuelo de su hija.
—Después de todo —preguntó—, ¿qué es lo que te asusta tanto del divorcio? No tienes que preocuparte por lo que pueda decir la gente, puesto que aquí no tenemos ningún tipo de vida social. Y, por lo que respecta a la prensa, bastará con que procuremos mantenerlos bien alejados de la casa.
La señora Linley respondió con un momentáneo acceso de vitalidad:
—No es el temor al qué dirán lo que me atormenta —dijo—. Ayer, en la soledad de la noche, me detuve a escuchar a mi corazón, y éste me habló de Kitty. Sentí que valía la pena hacer cualquier sacrificio por ella. Pero lo que me resulta más difícil es escapar al recuerdo de mi matrimonio. Señor Sarrazín: eso es lo que no logro superar. Aquello que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Si le otorgo el divorcio, ¡estaré incumpliendo ese mandamiento! Estaré renunciando a los votos que me comprometí a respetar en Presencia de Dios. ¡Estaré desafiando a Dios! Estaré profanando el recuerdo de ocho años de felicidad bendecida con verdadero amor. ¡No!, no hace falta que me recuerde usted el daño que me ha causado mi marido. No he olvidado la crueldad de sus ofensas; no he olvidado que el único culpable de esta situación es él. Pero si obro como usted dice, ¿quién será la responsable del acto que destruirá definitivamente nuestro matrimonio? ¡Yo! ¡Y solamente yo! Perdóname, mamá; perdóneme, mi buen amigo, es el miedo que tengo lo que me hace hablar así. ¡Se acabó! Mi hija es el único tesoro que me queda. ¿Qué debo hacer? ¿Qué tengo que firmar? ¿Qué tengo que sacrificar? Dígamelo usted, y lo haré. ¡Me rindo! ¡Me rindo!
Con tono delicado y misericordioso, el señor Sarrazín respondió a la triste petición de la señora Linley. Recurriendo a toda su experiencia, conocimientos, y tesón, se dirigió a la señora Presty. La señora Linley tenía la posibilidad de escuchar esa conversación, o de no hacerlo, según su propio deseo. En cualquiera de los dos casos, el abogado iba a servir bien a sus intereses. El bueno del abogado besó su mano.
—Descanse, y repóngase —susurró. Luego se volvió hacia la madre de la señora Linley, y volvió a adoptar el talante de un hombre de negocios.
—Lo primero que voy a hacer, señora, es enviar un telegrama a mi agente en Edimburgo. Él lo arreglará todo para que el Tribunal oiga nuestro caso lo antes posible. Por lo demás, no debe usted preocuparse de nada.
Sin embargo, llegados a este punto, la señora Presty se mostraba ya del todo refrectaria a cualquier clase de consejo.
—A mí lo que me preocupa ahora es saber cómo se va a proceder con esos dos hombres que están afuera, vigilando la puerta —esas fueron sus únicas palabras.
Asustada, la señora Linley levantó la cabeza.
—¡Dos! —exclamó, mirando al señor Sarrazín—. Anoche dijo usted que había uno.
—Pues tenemos que añadir otro esta mañana. Descanse un poco, señora Linley. Ya sé que tiene usted muchas preocupaciones, ya sé que está muy confundida —el señor Sarrazín se giró de nuevo hacia la señora Presty.
—Uno de esos dos hombres me seguirá hasta la estación, y me verá partir hacia Londres. El otro la vigilará a usted, o a su hija, o a la criada, o a cualquier otra persona que intente salir a escondidas con la niña. Y los dos están muy cerca de la verja, porque temen perdernos de vista entre la niebla.
—Ojalá viviésemos en la Edad Media —dijo la señora Presty.
—¿Y de qué nos serviría eso, señora?
—Por el amor de Dios, señor Sarrazín, ¿es que no se da usted cuenta? En esa época de nobles hazañas habría cogido usted una daga, y el jardinero habría empuñado otra, y habrían salido ahí fuera y los habrían cosido a puñaladas sin pensárselo dos veces. ¡Y a esto de ahora lo llaman la era del progreso! El más vil de los tunantes es una persona sagrada cuya vida estamos obligados a respetar. Ay, ojalá que ese 5 de Noviembre nuestro héroe nacional hubiese apuntado con sus cañones donde tenía que apuntar. Siempre lo he dicho, y no dejaré de decirlo nunca: Guy Fawkes fue un gran hombre de Estado.
Entretanto, la señora Linley no estaba ni reposando ni escuchando las opiniones políticas de su madre, sino que escrutaba el rostro del señor Sarrazín.
—Nos amenaza un grave peligro —dijo—. ¿Cómo podemos escapar de él?
Como persistir en distraerla era sencillamente inútil, el señor Sarrazín decidió por fin darle una respuesta.
—El peligro de seguir los procedimientos legales para conseguir la custodia de la niña —dijo— es mayor de lo que he entendido que debía reconocer, al menos mientras ustedes seguían manteniendo dudas sobre qué decisión era la mejor. He tenido cuidado, quizás demasiado, en no influir con mis opiniones en un asunto de tan vital importancia para su futuro. Pero por fin ha llegado usted a una decisión. Y ahora no tengo más remedio que recordarle que debe pasar un tiempo antes de que el decreto de su divorcio sea pronunciado y la custodia de la niña se otorgue legalmente a la madre. Y ahí está el peligro. Si no siente usted miedo ante la perspectiva de llevar a cabo un acto arriesgado, que a buen seguro haría temblar a otras mujeres, estoy seguro de que encontraré el modo de frustrar las intenciones de los espías.
La señora Linley se levantó.
—Dígame qué tengo que hacer —exclamó—, y juzgue usted si se encuentra ante una de esas mujeres que se asustan con facilidad.
El abogado señaló con una sonrisa persuasiva la silla vacía de la señora Linley.
—Si permite que la excitación se apodere de usted —dijo—, terminará asustándome a mí. ¡Oh, haga el favor de sentarse de nuevo!
La señora Linley sintió la fuerza de tan cortés petición, y obedeció. La señora Presty sintió una admiración hacia el abogado como no la había sentido hasta entonces
—¿Es así cómo amansa usted a su esposa? —preguntó.
El señor Sarrazín era uno de esos caballeros que sabe estar siempre a la altura de las circunstancias, cualesquiera que sean éstas y respondió:
—En la época en que estuvo usted casada, señora, ¿acaso revelaba los secretos de su vida conyugal? —luego se volvió hacia la señora Linley.
—Antes que nada, debo preguntarle algo —empezó—, y luego me gustaría que oyese lo que voy a proponerle. ¿Cuántos criados tiene a su servicio en esta casa?
—Tres. Nuestra ama de llaves, que también es cocinera; nuestra doncella, y la hija del ama de llaves, que hace las faenas de la casa.
—¿Y hay algún criado que no viva en la casa?
—Únicamente el jardinero.
—¿Son de su entera confianza esas personas?
—Según de qué se trate, señor Sarrazín.
—De un secreto que sólo le atañe a usted. ¿Cree que puede confiar en ellas?
—¡Por supuesto! La criada lleva con nosotros muchos años. No conozco a ninguna mujer tan honesta. Y por lo que se refiere a nuestra vieja ama de llaves, tengo que decirle que a veces incluso se sienta a beber el té con nosotras. Su hija se casará pronto, y el vestido de novia se lo he regalado yo. En cuanto al jardinero, deje que Kitty arregle el asunto con él, y yo respondo por lo demás. ¿Por qué señala usted hacia la ventana?
—Mire afuera, y dígame lo que ve.
—Veo niebla.
—Pues, señora Linley, yo lo que veo es la niebla. Mientras los espías están vigilando su verja, ¿qué le parece la idea de cruzar el lago?