CAPÍTULO XII

Dos personas duermen mal

Kitty estaba esperando a que Sydney entrara en su dormitorio para darle, como era habitual, las buenas noches. Pero a quien vio llegar del pasillo, caminando de puntillas, y con un paquete pequeño de papel en la mano, fue a su abuela. Kitty se quedó muy sorprendida.

—¡Habla en voz baja! —dijo la señora Presty, señalando hacia la puerta que comunicaba con la habitación de la señora Linley—. Aquí tienes tu regalo de cumpleaños. No debes abrirlo hasta mañana por la mañana —puso el paquete debajo de la almohada y, en lugar de darle las buenas noches, cogió una silla y se sentó.

—¿Puedo enseñarle mi regalo a mamá cuando vaya a verla mañana por la mañana?

El regalo que había debajo del envoltorio de papel era un libro de láminas de seis peniques. La abuela de Kitty desaprobaba el despilfarro de dinero en regalos de cumpleaños para niños.

—Claro que puedes enseñárselo. Y cuídalo lo mejor que puedas —respondió con seriedad la señora Presty—. Cariño, ¿y los otros regalos?, ¿no los quieres ver también mañana por la mañana?

La señora Presty, a quien todavía le remordían los recuerdos de la conversación con su yerno, tenía sus razones para meterle a la niña esas ideas en la cabeza. Su intención era levantar ciertos obstáculos familiares para evitar que el señor y la señora Linley pudieran encontrarse en privado durante las primeras horas de la mañana. Habitualmente, a la niña se le entregaban los regalos después de la cena. Si esta vez se los daban después del desayuno, habría un período de espera antes de que pudiera producirse ninguna conversación privada entre el señor y la señora Linley. Para ese intervalo la señora Presty tenía preparado un plan para desafiar la autoridad del señor Linley. Para ello solamente tenía que lograr que Catherine se pusiera celosa de una vez por todas.

La pequeña y candorosa Kitty se convirtió al instante en cómplice de su abuela.

—Le voy a preguntar a mamá si me pueden dar mis regalos a la hora del desayuno.

—Y tu mamá, que es tan cariñosa, te dirá que sí —dijo la señora Presty, para redondearlo—. Desayunaremos temprano. Buenas noches, mi cielo.

Al cabo de un rato, cuando Kitty ya estaba medio dormida, su institutriz entró en la habitación, más tarde de lo acostumbrado.

—Creí que te habías olvidado de mí —dijo bostezando y alargando sus bracitos rollizos.

A Sydney se le partió el corazón sólo de pensar que al día siguiente habrían de separarse. Pero se sobrepuso, no sin esfuerzo, a su desesperación.

—Ojalá pudiera olvidarte —le respondió a la niña, sin darse cuenta de lo miserables y temerarias que podían resultar sus palabras.

La niña estaba demasiado adormecida para entender nada.

—¿Qué has dicho? —preguntó. Sydney la rodeó cariñosamente con los brazos, la levantó un poco de la cama y se la comió a besos. Los ojos de Kitty, semicerrados por el sueño, se abrieron de repente.

—¡Qué frías tienes las manos! —dijo—. ¡Y cuántos besos me das! ¿Has venido para decirme buenas noches o para decirme adiós?

Sydney recostó de nuevo a la niña sobre la almohada, le dio un último beso y salió corriendo de la habitación.

Una vez en el pasillo le llegó la voz de Linley desde la planta baja. Le estaba preguntando a uno de los criados si la señorita Westerfield estaba dentro de la casa o en el jardín. El primer impulso de Sydney fue avanzar hacia las escaleras y responder ella misma. Una vez más, el recuerdo de la señora Linley hizo que se reprimiera. Regresó a su dormitorio. Los regalos que había recibido desde su llegada a Mount Morven estaban todos expuestos de modo que cualquiera que hubiese entrado en el dormitorio, mientras ella estaba ausente, los hubiera visto. Encima del sofá estaba el precioso vestido nuevo que se había puesto para la fiesta del atardecer. A ambos lados del vestido había otros regalos más pequeños, todos muy bien ordenados. Luego estaba el brazalete, encima del pedestal de una estatua; y un pedazo de papel en el que Sydney había escrito unas compungidas palabras de despedida para la señora Linley. Sobre el tocador, entre cepillos y peines, asomaban tres fotografías enmarcadas. Sydney se sentó a mirarlas. Lo primero que advirtió fue el parecido que había entre la señora Linley y Kitty.

Se fijó en sus semblantes y se preguntó si tenía ella algún derecho a que esas personas fuesen sus amigas.

No supo qué contestarse. Simplemente dejó caer unas lágrimas sobre las fotografías.

—Ya las he estropeado —pensó—. Eso es lo que hago con todo, estropearlo.

Hizo una pausa, y después cogió la tercera y última fotografía, la de Herbet Linley.

A estas alturas, ¿era pecado el simple hecho de mirar su retrato? Hasta ese momento ni le había pasado por la cabeza, dejar la fotografía ahí. Su decisión osciló entre dos posibilidades, guardarla como recuerdo o hacerla pedazos. Las dos le parecieron igual de miserables. Resignada a la idea de que un sacrificio más ya nada importaba, cogió el marco de cartón con ambas manos y se dispuso a romperlo. El retrato habría terminado hecho pedazos sobre el suelo, de no ser porque el rostro de Herbert se la quedó mirando. Si hubiese cogido el retrato de Herbert al revés, ahora no estaría mirándole por última vez. Sus ojos se llenaron de deseo. Un frenesí se apoderó de su cuerpo, de su alma. Apretó sus labios sobre la fotografía con la pasión de un amor desesperado.

¿Y qué más da? —se preguntó—. Si yo no soy más que el objeto de su amabilidad; la pobre tonta ignorante que no ha sabido ver la diferencia entre agradecimiento y amor. ¿Qué hay de malo en que esta fotografía me acompañe mientras me muero de hambre por las calles, o en un asilo? El espíritu fogoso que había en ella; en la niña que no había conocido la disciplina cariñosa de una madre; que no había sentido nunca la simpatía de una amiga del alma, se alzó con rebeldía contra el malvado destino que había amargado su vida. Sus ojos reposaban aún en la fotografía.

—¡Acércate a mi corazón, tú que eres mi único amigo. Acércate y mátame! —y con esas indómitas palabras, llena de furia, se metió la fotografía dentro del escote del vestido y se dejó caer en el suelo. Ese acto de rabia, de abandono, en cierto modo era una burla a toda la cándida e infantil desesperación que había sufrido el día en que su madre la había dejado a merced de la crueldad de su tía.

En Mount Morven, esa noche, hubo otra persona que pasó las horas en vigilia, atormentándose en silencio.

Necesitaba estar solo. Iba y venía de un lado a otro de los lúgubres pasillos de piedra de la planta baja de la casa. Linley contaba las horas, reduciendo inexorablemente el tiempo que quedaba hasta la confesión que debía hacerle a su esposa. Todavía no había encontrado el momento de poder decirle a Sydney las únicas palabras de ánimo que se atrevería a decirle. Había preguntado por ella un poco antes del atardecer, pero nadie había sabido decirle dónde estaba.

Como todavía ignoraba que en casa de la señora MacEdwin tenía alguna posibilidad, por escasa que fuera, de hallar refugio, Sydney se ahorró las tortuosas dudas que carcomían a Herbert Linley.

¿Podía la noble dama, a la que ellos habían agraviado, permitir la expiación de su culpa y guardar su miserable secreto? ¿Podían confiar en su alma generosa al menos durante unas horas más? Cuantas más vueltas le daba Linley a estas incertezas, más lejos se hallaba de encontrar una respuesta.