1. LAS DISCULPAS DEL ABOGADO

Que una mujer madura como mi esposa se sienta celosa, siendo como soy uno de los hombres de comportamiento más edificante que jamás se haya visto, es una circunstancia descorazonadora. A veces, el hombre olvida que la Virtud es ya por sí misma una recompensa, y se pregunta: ¿de qué sirve la fidelidad conyugal?

En cualquier caso, la razón de ser del matrimonio es (o debería ser): paz a cualquier precio. Hoy he sido exonerado de seguir guardando el secreto que durante todo este tiempo he estado obligado a guardar. Hace tiempo que me insistes para que te dé una explicación. Aquí la tienes por fin. Desde que estamos juntos, cariño, creo que habremos discutido diez mil veces, más o menos. Y una vez más debo reconocer que tienes razón. Esa carta, que recibí un día mientras tomábamos el té, y que lleva la indicación de privada, era, efectivamente, lo que tú enseguida afirmaste que era; la carta de una dama. De una encantadora dama, sumida en la más profunda perplejidad. Dicha dama y yo nos conocíamos desde hacía muchos años. Ella era mi clienta y yo su abogado. Una vez más, quería oír mi consejo, y que se lo hiciese llegar con la máxima discreción. ¿Acaso no hubiera faltado gravemente al sagrado deber del secreto profesional si le hubiese mostrado el contenido de la carta a mi esposa? La señora Sarrazín dice que No. El marido de la señora Sarrazín dice que Sí.

Déjame añadir que la dama en cuestión era una persona de reputación intachable, pero se había dejado enredar en una jugarreta de la que ella no tenía ninguna culpa. Hablando en plata, se había divorciado.

Ah, querida, como se dice vulgarmente, ¿no hueles a podrido?

Sí, efectivamente, mi clienta era la señora Norman. Y al día siguiente fui hasta una preciosa cabaña en medio del campo para hablar con ella. Allí encontré a mi gran amigo Randal Linley, que había sido invitado por la señora Norman por una razón muy especial.

Un momento. ¿Por qué estoy escribiendo todo esto, en lugar de darte una explicación en persona? Querida, tú perteneces a una ilustre familia. (Debo decir que fue para mí un honor que te casaras conmigo). Y tienes, tal como tu padre me explicó el día de tu boda, el carácter altivo y soberbio de tu linaje. Y yo, previendo una explosión temperamental por tu parte, he preferido que, en caso de que tengas necesidad de ensañarte con algo, lo hagas contra un pedazo de papel y no contra mi cara.

¿Estoy, como así parece, confesando mi cobardía?

Todo acto de cobardía, señora Sarrazín, lo es sólo relativamente. Incluso el hombre más valiente del mundo tiene su lado cobarde, aunque no siempre resulta sencillo ponerlo al descubierto.

Hace algunos años, en una comida, me senté al lado de un oficial del ejército británico. En una época había sido el jefe de un grupo especializado en operaciones secretas que se había infiltrado tras las líneas enemigas. En otra etapa de su carrera militar, combatiendo en las trincheras, había tenido que salir a recoger a un soldado malherido y lo había llevado hasta el hospital de campaña, en medio de una lluvia de proyectiles del enemigo.

Dos clases de valor muy distintos, diría yo. Valor fogoso y valor frío. Y podemos afirmar que este héroe poseía ambos.

Pero esa noche, yo descubrí cuál era su lado cobarde. En un momento de la cena me fijé en que comenzó a quedarse blanco como la pared; tenía la frente perlada de sudor; temblaba; nervioso, no hacía más que decir tonterías. Estaba tan asustado que parecía totalmente enajenado. ¿Y todo por qué?

¡Porque tenía que levantarse y pronunciar un discurso!

Bueno, pues mientras regresábamos a la cabaña la señora Norman, Randal Linley y yo nos sentamos en la biblioteca de la cabaña para mantener una conversación.

¿Qué quería la buena de mi clienta?

La señora Norman contemplaba la posibilidad de casarse por segunda vez, y quería mi consejo como abogado y mi apoyo como viejo amigo. Yo, que por supuesto estaba dispuesto a darle ambas cosas, le pedí que me diera más detalles acerca del asunto. Pero la señora Norman sintió de repente un terrible acceso de pudor, y sólo acertó a decir:

—Hable con mi cuñado.

Entonces miré a Randal, y le dije:

—Señora Norman, querrá usted decir su antiguo cuñado, ya que después del divorcio…

Randal me interrumpió.

—Después del divorcio —remarcó él—, volveré a ser su cuñado.

Eso sólo podía significar una cosa: que Catherine iba a casarse por segunda vez con Herbert Linley. Pero eso a todas luces resultaba ridículo.

—He oído bromas más graciosas que ésa —dije yo—. Y si lo que pretenden es hacerme creer que están hablando en serio, les diré que sencillamente no creo una sola palabra de lo que me están diciendo.

—¿Por qué no quiere creernos? —preguntó Randal.

—Decirle a alguien que ya no le amas y al momento decirle que vuelves a amarle; ésa no es la filosofía del divorcio —sugerí yo intrépidamente.

—No crea que yo soy favorable al divorcio —dijo Randal.

Yo le respondí mordazmente:

—Eso ya lo veremos cuando se case.

Él se tomó aquello muy en serio.

—No me malinterprete —replicó Randal Linley—. Cuando la crueldad hace su aparición, o cuando se produce el abandono por parte del marido, el divorcio me parece útil y razonable. Si la esposa infeliz puede encontrar a un hombre honorable que la proteja, o que le procure un hogar, la Sociedad y la Ley, que son los últimos responsables de la sagrada institución del matrimonio, están capacitados para permitir que la mujer que ha sido ultrajada estando bajo la protección de dicha institución se case otra vez si ése es su deseo. Pero cuando el marido ha cometido un pecado sexual, yo afirmo que la Ley inglesa que rechaza el divorcio en ese caso es justa; y la Ley escocesa que lo acepta es injusta. La religión, que acertadamente condena ese pecado, lo perdona si se da un verdadero arrepentimiento. ¿Por qué no habría de poder perdonarlo una esposa en esa misma situación? ¿Por qué deben ver arruinadas sus vidas un padre, una madre y una hija, cuando existe la posibilidad de evitar la condena recurriendo al perdón de los pecados, sin duda la más importante de las virtudes cristianas? En casos como éste, me parece mal que se haga uso del divorcio. Y creo que debe ser motivo de alegría que un marido, una esposa y su hija vuelven a estar juntos, porque son sangre de la misma sangre, porque es Ley de la Naturaleza, y Ley de Dios, que así sea.

Yo, ciertamente, podría haber rebatido sus argumentos, pero pensé que a Randal no le faltaba razón. Entonces quise asegurarme de que había entendido bien cuáles eran los hechos.

—¿Quiere hacerme usted creer —pregunté—, que el señor Herbert Linley tiene pensado casarse con esta dama por segunda vez?

—Si no hay ninguna Ley que lo impida —dijo Randal—, así será.

Mi querida esposa, en todos los años que llevamos juntos no creo que me hayas visto nunca mirar a nadie como me miró Randal en ese momento. Allí estaba yo, delante de una dama que se había divorciado gracias a la Ley y por deseo propio, y que ahora deseaba casarse de nuevo con el mismo hombre de quien se había divorciado. ¡Ni el más osado de los novelistas se habría atrevido a imaginar una historia tan inverosímil!

¡Pero dejémonos ahora de novelas! ¿Qué cómo terminó todo?

Pues del único modo en que podía acabar. A lo largo de mi dilatada experiencia como abogado, nunca me había encontrado con un caso como éste, de modo que pensé que lo mejor sería olvidarme de mis hábitos profesionales y dirigirme a la señora Norman como el amigo que era.

—De acuerdo con la Ley, usted y el señor Herbert Linley son ahora célibes. Hagan ustedes lo que hace cualquier pareja de solteros que desean contraer matrimonio; busquen una iglesia ¡Y por todos los santos, no olviden enviarle una invitación de boda al juez que les concedió el divorcio!

Dicho y hecho. Quince días después, esta misma mañana, el señor y la señora Linley se han casado. Randal y yo hemos sido los únicos testigos de la ceremonia, que por lo demás se ha celebrado en la más estricta intimidad.