CAPÍTULO XIV
Kitty y Herbert sienten un dolor en el corazón
Linley avanzó unos pasos y se detuvo.
Su esposa se apresuró ansiosamente para salir a su encuentro, pero de repente se detuvo. Sintió desconfianza, o tal vez un temor irracional. Pero lo cierto es que vaciló en el momento en que se iba a acercar a él.
—Tengo que contarte algo, Catherine. Es algo que te va a doler —en ese preciso momento le falló la voz; miró a su esposa, y luego apartó la mirada. No dijo nada más.
Había dicho cuatro palabras sin importancia, y sin embargo todo estaba dicho. Ella vio la verdad en sus ojos, y la escuchó en su voz. Se puso a temblar. Linley avanzó, temiendo que su esposa pudiera desplomarse sobre el suelo. Pero ella logró dominarse enseguida, y le hizo una señal para que se alejara.
—¡No me toques! —dijo—. ¡No hace ni un momento estabas con la señorita Westerfield!
Ese reproche le alivió.
—Reconozco que estaba con ella —respondió él—. Me ha dicho que te pidiera una cosa.
—Me niego a concedérsela.
—Primero escucha de qué se trata.
—¡No!
—Por tu propio bien, escúchame. Te quiere pedir permiso para marcharse de la casa, para no regresar nunca. Te lo pide ahora que todavía es inocente.
Su esposa lo miró con desprecio. El se resignó, pero no permaneció callado.
—Catherine, un hombre que está haciendo una confesión como ésta, ¿crees que quiere ocultarte algo? La señorita Westerfield te ofrece la única compensación que está al alcance de sus manos; ahora que todavía es inocente de haberte ofendido, excepto de pensamiento.
—¿Eso es todo? —preguntó la señora Linley.
—Queda en tus manos el decidir si ella puede compensarte de algún otro modo que a ti te parezca más aceptable.
—Primero déjame ver si tengo claro lo que entiendes tú por compensación. ¿Ha puesto alguna condición la señorita Westerfield?
—Me ha prohibido expresamente que ponga ninguna condición.
—¿Y tiene pensado irse por ahí, sin amigos, sin nadie que pueda ayudarla?
—Sí.
Incluso en ese momento de terrible desgracia, la señora Linley demostró su nobleza con estas palabras:
—Dame tiempo para pensar en lo que me has dicho —le pidió—. He tenido una vida feliz. No estoy acostumbrada a sufrir de este modo.
Los dos se quedaron en silencio. Se oía la voz de Kitty, discutiendo con la sirvienta en las escaleras de la galería de retratos. Pero ni el padre ni la madre se dieron cuenta.
—La señorita Westerfield es inocente de haberme ofendido, excepto de pensamiento —continuó la señora Linley—. ¿Me das tu palabra de honor de que eso es así?
—Te doy mi palabra de honor.
Eso pareció satisfacer a la señora Linley.
—Mi institutriz —dijo—, ha querido traicionarme, pero no lo ha hecho. Eso no debo olvidarlo. Se tiene que ir, pero no se va a ir sola y desamparada.
Su marido dejó de sentirse cohibido.
—¡No creo que haya otra mujer como tú en el mundo! —exclamó.
—Las hay, y muchas —respondió ella con entereza—. Una vulgar arpía, cuando se siente herida, encuentra alivio en un estallido de celos y una feroz discusión. Tú has vivido siempre entre damas. Tendrías que saber que en la posición en la que me encuentro, cualquier esposa que se respete a sí misma se habría contenido. Yo simplemente intento no olvidar nunca lo que les debo a los demás y lo que ellos me deben a mí.
Se acercó al escritorio y cogió una pluma.
Linley se dio cuenta de que su situación era delicada, y se abstuvo de alabar abiertamente la generosidad de su esposa; decidió que hasta que mereciera ser perdonado no emitiría ninguna opinión sobre la conducta de ella. Pero su esposa malinterpretó su silencio. Tal como ella lo entendía, lo que él apreciaba era el sacrificio hecho por la señorita Westerfield, absteniéndose de felicitar a su esposa por lo que estaba haciendo. Enfadada, ésta vez sí, la señora Linley tiró la pluma al suelo.
—Has hablado en nombre de la institutriz —le dijo—. Pero, caballero, todavía no he oído nada de lo que piensas tú. ¿Fuiste tu quien la sedujo? Ya sabes lo agradecida que te está. ¿Te has aprovechado de su gratitud, dejando que se enamorara ciegamente de ti? ¡Qué malas entrañas tienes! ¡Defiéndete si puedes!
El no replicó.
—¿Por qué no te defiendes? ¿Crees que yo no lo merezco? —estalló ella apasionadamente—. ¡Tú silencio me ofende!
—Mi silencio es una confesión —contestó él, tristemente—. Puede que ella acepte tu perdón; pero yo no puedo ni siquiera aspirar a tu clemencia.
Hubo algo en el tono de voz de Linley que a ella le recordó el pasado, aquellos días de amor impoluto y de confianza total, cuando ella era la única mujer en la vida de Herbert. Recuerdos guardados como tesoros; recuerdos de su vida de casada, que ahora le llenaban el corazón de ternura, y le oscurecían con lágrimas la feroz luz que había iluminado sus ojos. Cuando la esposa volvió a dirigirse a su marido, no había en su voz rastro de enfado ni orgullo alguno.
—¡Ay, esposo mío!, ¿te ha arrebatado ella tu amor por mí?
—Tú misma sabrás juzgar, Catherine, si el hecho de haberme resistido a la tentación no es prueba suficiente del amor que siento por ti, y si mi confesión no es ya reconocimiento suficiente de cuánto te debo.
Ella se acercó un poco a su marido.
—¿Es verdad lo que me estás diciendo?
—Ponme a prueba.
Ella no dudó un segundo en creerle.
—Cuando se haya marchado la señorita Westerfield, prométeme que no la vas a volver a ver.
—Te lo prometo.
—Ni a escribirle.
—También te lo prometo.
Ella regresó al escritorio.
—Mi corazón se siente más aliviado —dijo con sencillez—. Ahora puedo ser compasiva con ella.
Después de escribir cuatro líneas, se levantó y le entregó el papel a su marido. Él levantó la mirada con sorpresa.
—¡Dirigido a la señora MacEdwin! —dijo.
—Dirigido —respondió ella— a la única persona que conozco que siente un verdadero interés en la señorita Westerfield. ¿No te habías enterado?
—Sí, ahora recuerdo —dijo él, y continuó leyendo la carta—. «Recomiendo a la señorita Westerfield como profesora de niños pequeños, habiendo probado suficientemente su capacidad, diligencia y buen carácter, durante el tiempo en que ha sido la institutriz de mi hija. Deja de trabajar a mi servicio bajo circunstancias que hablan a favor de su sentido del deber y su sentido de la gratitud.»
—¿Crees que, después de todo lo que ha pasado, he dicho más de lo que podría decir sin faltar a la verdad y al honor?
Él se la quedó mirando en silencio. Nunca como en ese momento su silencio estaba tan cargado de significado. Cuando ella le cogió el papel de las manos, con su mirada pareció ya perdonarle.
Pero todavía faltaba la prueba final, y ella la afrontó decidida.
—Dile a la señorita Westerfield que deseo verla.
Cuando Herbert se disponía a salir de la habitación, la señora Linley llamó a su marido.
—Si por casualidad te encuentras con mi madre, ¿puedes decirle que venga a verme?
La señora Presty, que conocía de sobra a su hija, estaba fuera esperando a que Catherine la llamara.
Con ternura y respeto, la señora Linley se dirigió a su madre.
—La última vez que nos vimos tus palabras me parecieron muy precipitadas y crueles. Ahora sé que al menos una parte de lo que me dijiste, y digamos que me ofendió, era verdad. Sé que si te pusiste furiosa, fue por mi bien. Espero que sepas disculparme. Te dije cosas que no debería haberte dicho, y lo siento.
En una ocasión, tras una discusión y una posterior rectificación, Randal Linley le había dicho a la señora Presty: «¡Después de todo, tiene usted corazón!». Ahora, la respuesta de la señora Presty a su hija venía a demostrar lo acertado de esa visión de su carácter.
—No digas nada más, cariño —respondió—. Te dije cosas que no debería haberte dicho.
En ese instante entró Herbert en la habitación. Venía con Sydney Westerfield.
La institutriz se detuvo en medio de la habitación. Agachó la cabeza; su respiración compulsiva y acelerada rompía monótonamente el silencio. La señora Linley avanzó hacia el lugar en el que Sidney permanecía de pie. Se quedó mirando a la muchacha temblorosa. Había algo divino en su belleza. Le dio la mano.
Sydney se arrodilló. En silencio, cogió la generosa mano de su señora y se la llevó a los labios. En silencio, la señora Linley la levantó del suelo; cogió de la mesa la carta de recomendación, y se la entregó. Linley miró a su esposa y miró a la institutriz. Esperó, pero aún así ninguna de las dos pronunció una sola palabra. Herbert no pudo resistirlo. Primero se dirigió a Sydney.
—Procura darle las gracias a la señora Linley —le dijo.
Ella apenas pudo responder.
—¡No sé qué decir!
Luego se dirigió a su esposa.
—Dile unas palabras amables de despedida —pidió.
Ella hizo un esfuerzo, un vano esfuerzo por obedecerle. Pero un gesto de desesperación ya había hablado por ella cuando Sydney había dicho: «¡No sé que decir!»
Haciendo honor a la cristiana virtud del arrepentimiento, y a la cristiana virtud del perdón, los tres permanecieron juntos en el momento de la despedida, y obligaron a sus frágiles almas a sufrir y a arrepentirse.
En señal de gratitud hacia las mujeres, Linley reunió el suficiente coraje para despedirlas. Primero se dirigió a su esposa.
—Catherine, ¿puedo decirle a Sydney que le deseas suerte en la vida?
La señora Linley le apretó la mano a su marido.
El se acercó a Sydney, y le dio el mensaje de su esposa. Sintió de corazón que era su deber añadir algo igualmente amable. Sólo pudo decirle lo que todos hemos dicho (¡cuán sinceramente y cuán apesadumbrados, eso no podemos negarlo!), las palabras de siempre.
—¡Adiós! —y el deseo habitual para estas ocasiones—. ¡Qué Dios te bendiga!
En el último momento la niña entró corriendo en la habitación en busca de su madre.
Cuando la vieron aparecer, se oyó un murmullo horrorizado. ¡Todos hubieran deseado que su inocente corazón se hubiese podido librar de la miserable escena de despedida!
Kitty se dio cuenta de que Sydney tenía puesto el sombrero y la capa.
—Te has vestido para salir —dijo. Sydney se dio la vuelta para ocultar su rostro. Pero era demasiado tarde; Kitty había visto sus lágrimas
—¡Syd, Syd, no te marches, yo te quiero mucho! —miró a su padre y a su madre—. ¿Se marcha?
—Tuvieron miedo de contestarle. Con su pequeña fuerza, abrazó por la cintura a su amiga del alma y compañera de juegos.
—¡Yo te quiero, no te vayas, no me dejes! —la callada angustia que había en el rostro de Sydney hizo que Linley se sintiera apesadumbrado. Puso a Kitty en brazos de su madre.
—¡No, no la dejéis marchar!, ¡no la dejéis marchar! —el llanto penoso de la niña siguió a la institutriz mientras ésta salía de la habitación llevando dentro su propio martirio. Con el corazón dolorido, Linley observó a Sydney hasta que la perdió de vista.
—¡Ya se ha ido! —murmuró para sí—. ¡Ya se ha ido para siempre!
La señora Presty oyó las palabras de su yerno, y contestó:
—Volverá.