CAPÍTULO XIII
Kitty recibe los regalos
Como era habitual a la hora de desayunar, toda la familia se hallaba reunida en la mesa del comedor.
Kitty, que prefería la sugerencia hecha por la señora Presty en el sentido de acelerar la entrega de sus regalos de cumpleaños, había logrado su propósito metiéndose en la cama de su madre por la mañana y exigiéndole que se lo prometiera antes de levantarse de la cama. Por expreso deseo de la niña, no le habían dicho qué regalos le tenían preparados.
—Escondédmelos —dijo Kitty, cual jovencita epicúrea entregada a las sensaciones del placer—, y esperad a que mi deseo de verlos sea tan fuerte que ya no pueda aguantar más.
Por todo ello, los regalos estaban dispuestos sobre el alféizar de una de las ventanas. El esperado momento había llegado, Kitty ya no podía resistir más.
Se dirigieron en procesión hacia los regalos.
La señora Linley fue la primera en llegar al biombo detrás del cual estaban escondidos los regalos; desapareció detrás de éste, y salió con una fantástica y linda muñeca. La maravillosa criatura llevaba un vestido muy atrevido, a la moda francesa; hacía reverencias con la cabeza; los ojos se le cerraban cuando se la acostaba y se le volvían abrir cuando se la levantaba. También tenía voz y, aunque sólo era capaz de decir dos palabras, éstas eran más preciosas que dos mil en boca de un simple mortal. Kitty dio un grito de alegría, se abrazó a su regalo con tanto fervor que presionó el muelle que hacía hablar a la muñeca, y ésta dijo con voz chirriante:
—¡Mamá! —luego, tras emitir un crujido, se puso a llorar, para terminar añadiendo—: ¡Papá!
Kitty se sentó en el suelo; no podía tenerse en pie.
—Creo que me voy a desmayar —dijo con un semblante bastante serio.
En medio de la risa general, Sydney se acercó silenciosamente a Kitty y dejó a su lado un nuevo juguete; una preciosa y diminuta imitación de un joyero. Luego se alejó rápidamente, con el fin de que la niña no la viera. Sydney tenía la cara pálida, le temblaban las manos, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la compostura. La única que se dio cuenta de todo ello fue la señora Presty.
Kitty estaba tan fascinada con el collar, los brazaletes, el reloj y la cadena de su nueva muñeca, que ni siquiera vio el joyero. Entonces, cuando se daba la vuelta para buscar a su querida Syd, su padre sacó un cochecito para la muñeca tanto o más bonito que la propia muñeca, y Kitty estalló de alegría. A continuación, su tío le dio una sombrilla, destinada a proteger el cutis de la muñeca cuando ésta saliera a pasear. Luego se produjo una pausa. ¿Dónde estaba el generoso regalo de la abuela? Nadie se acordó de él. Tuvo que ser la propia señora Presty quien se acercara hasta un banco de madera que estaba debajo de una ventana, lejos de donde estaban todos reunidos, para traer su inestimable libro de láminas de seis peniques.
—Estoy pensando en quedármelo —le dijo a Kitty— hasta que seas lo bastante mayor para apreciar su valor.
Por ir hasta la ventana, la suegra de Linley había perdido su oportunidad de ver cómo éste había susurrado algo al oído de Sydney.
—Nos encontraremos en los matorrales dentro de media hora —dijo. Ella dio un paso atrás, asustada por tal proposición. Cuando la señora Presty estuvo de nuevo en medio de la habitación, Linley y la institutriz ya se habían alejado el uno del otro.
Kitty, ya repuesta, se puso de pie.
—Y ahora —declaró la niña mimada, dirigiéndose a los presentes—, voy a jugar.
Puso la muñeca en el cochecito y empezó a pasearla por la habitación, mientras el señor Linley iba apartando todas las sillas del camino. Randal, a su vez, hacía de asistente con la sombrilla abierta, cumpliendo las estrictas órdenes que había recibido en el sentido de hacer ver «que era un día muy soleado». Una vez más el libro de láminas de seis peniques quedó abandonado. La señora Presty lo recogió del suelo, esta vez firmemente decidida a guardarlo hasta que la desagradecida de su nieta alcanzara la edad del libre albedrío. Lo puso en la estantería entre Don Juan de Byron y Vidas de los Santos de Butler. Desde la posición que ocupaba ahora, la señora Presty pudo ver que Linley se acercaba a Sydney.
—Lo que tengo que decirte —susurró—, afecta mucho a tu propio interés.
Si bien no logró enterarse de lo que estaba pasando entre ambos, la señora Presty sí pudo darse cuenta de que su yerno y la institutriz se entendían muy bien, al tiempo que parecían traerse algo entre manos. Miró con cautela a la señora Linley.
Kitty había cambiado de humor. Estaba ansiosa por quitarle la ropa a su espléndida muñeca y volvérsela a poner.
—Ven a ver mi muñeca —le dijo a Sydney—. Quiero que tú también te lo pases muy bien en mi cumpleaños.
Randal aprovechó que se había quedado solo para deshacerse de la sombrilla dejándola encima de una mesa cercana a la puerta.
Desde el otro extremo de la habitación, la señora Presty le hizo señas para que se acercara.
—Quiero que me hagas un favor —empezó. Antes de proseguir observó a Linley, cogió un periódico y pretendió estar pidiéndole a Randal su opinión acerca de una noticia que le había llamado la atención—. Tú hermano nos está mirando —susurró—. No debe sospechar que tú y yo tenemos un secreto.
A Randal le molestaban las excusas falsas.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó sarcástico.
La respuesta no hizo sino aumentar su asombro.
—Observa a la señorita Westerfield y a tu hermano. Ahora, míralos ahora.
Randal obedeció.
—¿Qué es lo que hay que mirar? —inquirió.
—¿Es que no lo ves?
—Lo único que veo es que están hablando.
—¡Están hablando confidencialmente! Para que la señora Linley no pueda oírlos. Mira, míralos ahora.
Randal miró fijamente a la señora Presty, con una inequívoca expresión de desagrado. Antes de que él pudiera responder, su vivaz sobrinita tuvo una nueva idea. Hacía sol, las flores brillaban hermosas, ¡y la muñeca todavía no había estado en el jardín! Kitty salió corriendo la primera, e iba tan preocupada por llevar el cochecito en línea recta que se había olvidado de su tío y de la sombrilla. La señora Linley se entretuvo tan sólo un momento en la habitación, el tiempo justo para recordarle a su marido y a la señorita Westerfield que si permanecían dentro de la casa se iban a perder una preciosa mañana de verano. Luego, la señora Linley siguió a su hija. Con su salida, y sin quererlo, estaba obstaculizando la intenciones de la señora Presty. Después de consultarse mutuamente con una mirada, Linley y la institutriz fueron los siguientes en salir. Cuando la señora Presty se quedó a solas con Randal y tomó conciencia de que todo su plan, cuidadosamente elaborado, se venía abajo, perdió la paciencia y, señalando teatralmente con el dedo la puerta por la que Linley y la señorita Westerfield habían salido, dijo enfurecida:
—El matrimonio de mi hija se va a pique. ¡Y todo por culpa de esa vil criatura que tu hermano recogió en Londres! ¿Ahora me entiendes?
—Todavía menos —respondió Randal—. A no ser que haya perdido usted la cabeza.
La señora Presty recobró la calma.
En una mañana tan espléndida como aquella, era muy probable que su hija se quedara en el jardín hasta que repicara la campanilla para la hora del almuerzo. Linley sólo tenía que acercarse a su esposa y decirle que quería hablar con ella. Y de ese modo tan sencillo, finalmente habría de llevarse a cabo la conversación que el señor Linley tan groseramente había insistido en defender como de su derecho exclusivo. La única posibilidad que tenía de vencer a su yerno en su propio terreno era obligar a Randal a que intercediera. Pero antes tenía que convencerle de la culpabilidad de su hermano. El lenguaje moderado y la compostura constituían la única esperanza de lograr este propósito. La señora Presty adoptó el disfraz de mujer sumisa y paciente, y utilizó la irresistible capacidad de seducción que aportan el buen humor y el sentido común.
—Querido Randal, no tengo derecho a quejarme de lo que me acabas de decir —le contestó—. Me lo merezco por haber sido tan indiscreta. Reconozco que debería haber aportado pruebas, y haber dejado que fueras tú quien sacara sus propias conclusiones. Siéntate, por favor. No te entretendré más de cinco minutos.
Tanta amabilidad confundió a Randal, que tomó una silla y se sentó al lado de la señora Presty. Los dos quedaron de espaldas a la puerta que comunicaba el comedor con la biblioteca.
—No te voy a molestar más con mis opiniones —continuó la señora Presty—. Procuraré ceñirme sólo a lo que he visto y oído. Y si te niegas a creerme, ¡qué te lo digan los propios culpables!
Justo cuando terminaba de pronunciar esas palabras a modo de introducción, la señora Linley entró por la puerta de la biblioteca con la intención de coger la sombrilla de la muñeca.
Randal le rogó a la señora Presty que hablara claro de una vez por todas.
—Habla usted de los culpables —le dijo—. ¿Está usted insinuando que uno de esos culpables es mi hermano?
La señora Linley avanzó un paso y cogió la sombrilla. Cuando oyó lo que decía Randal se detuvo un momento, sorprendida por la extraña alusión a su marido. Mientras tanto, la señora Presty contestó la pregunta que le había sido hecha.
—Sí —le dijo a Randal—. Estoy hablando de tu hermano, y de la amante de tu hermano, la señorita Westerfield.
La señora Linley volvió a dejar la sombrilla sobre la mesa, y se acercó a ellos.
En ningún momento miró a su madre. Su cara, pálida y rígida, estaba girada hacia Randal. A él, y solamente a él, le dirigió la palabra.
—¿Qué significan estas horribles palabras que acaba de pronunciar mi madre? —preguntó.
La señora Presty celebró su victoria. Después de todas las adversidades, ¡el azar había jugado finalmente a su favor!
—¿No te das cuenta —le dijo a su hija— de que aquí estoy yo para contestar esa pregunta?
La señora Linley continuó mirando a Randal, y siguió dirigiéndose solamente a él.
—Me resulta imposible exigirle a mi madre que me dé una explicación —continuó—. A pesar de lo que pueda sentir, no debo olvidar que es mi madre. Te lo vuelvo a preguntar a ti, que has estado escuchando lo que te decía ella; ¿qué es lo que ha querido decir?
La señora Presty, que se daba a sí misma una enorme importancia, no quiso permitir que la pasaran por alto de ese modo.
—Por más insolente que te pongas, Catherine, no voy a caer en tu provocación. Tu madre está obligada a hacerte abrir los ojos a la realidad. El amor de tu marido ya no es solamente para ti. Te ha salido una rival. Y esa rival es tu institutriz. Ahora haz lo que te parezca conveniente. Yo ya no voy a decir nada más.
Con la cabeza bien alta, como si de la Virtud en persona se tratara, la señora Presty salió del comedor.
Entonces Randal aprovechó su primera oportunidad para hablar.
Se dirigió a su cuñada amablemente y con respeto. Ella se negó a escucharle. Estaba tan indignada por culpa de su madre, que no atendía a razones.
—No intentes justificar ahora tu silencio —le dijo, muy injustamente—. Cuando he entrado en el comedor estabas escuchando lo que te decía mi madre y no has pronunciado una sola palabra de protesta. Veo que también estás implicado en esta vil calumnia.
Randal quiso defenderse, pero era un hombre considerado y pensó que lo mejor era no provocarla más mientras siguiera en ese estado, en el que era sin duda incapaz de entenderle.
—Cuando descubras que me has juzgado injustamente, te sabrá mal todo lo que me estás diciendo —dijo. Suspiró, y se fue.
Ella se dejó caer sobre una silla. Si había algo que no podía quitarse de la cabeza en ese momento, era a su marido. Estaba impaciente por verle; ansiaba poder decirle: «¡Amor mío, no creo una sola palabra de lo que dicen de ti!»
Cuando se había dirigido a buscar la sombrilla, su marido no estaba en el jardín. Y Sydney tampoco. Kitty, que también se había peguntado dónde podían estar su padre y la institutriz, le había pedido a la niñera que los buscara. ¿Qué había sucedido desde entonces? ¿Dónde los habían encontrado? Después de dudarlo un poco, decidió hacer venir a la niñera. Cuando apareció la muchacha y la señora Linley se dispuso a hacerle una de las preguntas que la habíam inquietado, le sobrevino un sentimiento de repugnancia.
—¿Has encontrado al señor Linley? —dijo, no sin tener que hacer un gran esfuerzo.
—Sí, señora.
—¿Dónde estaba?
—En los matorrales.
—¿Y el señor te ha dicho algo?
—Es que yo me he escapado antes de que pudiera verme, señora.
—¿Por qué?
—La señorita Westerfield estaba en los matorrales, con el señor. A lo mejor estoy equivocada, pero… —la muchacha se detuvo; parecía confundida.
La señora Linley intentó decirle que continuara. Tenía las palabras en la mente. Pero le falló la capacidad de pronunciarlas. Impaciente, le hizo una señal a la sirvienta. Y ella la entendió.
—A lo mejor estoy equivocada, pero me ha parecido que la señorita Westerfield estaba llorando.
Después de decir eso, pareció ansiosa por querer marcharse. Vio la sombrilla.
—La señorita Kitty está buscando esto y pregunta por qué no ha regresado usted al jardín para jugar con ella. ¿Puedo llevarle la sombrilla?
—Llévasela.
A la señora le había cambiado por completo el tono de voz. La sirvienta, cargada de dudas y miedo, la miró y le dijo:
—¿Se encuentra usted bien, señora?
—Me encuentro perfectamente.
La muchacha se fue.
La silla de la señora Linley se encontraba cerca de una ventana, desde donde podía ver el camino que iba hasta la entrada principal de la casa. Acababa de llegar un carruaje lleno de turistas; habían venido a visitar la parte de Mount Morven abierta a los forasteros. Los observó mientras salían, hablando y riendo, mirando a su alrededor. Todavía se sentía estremecida; era la primera vez que tenía que desconfiar de Herbert. Y encontró alivio echando un vistazo a los sucesos normales de cada día. Uno tras otro, los viajeros fueron desapareciendo bajo el porche de la puerta delantera de la casa. Luego el conductor se llevó el carruaje vacío, seguramente hacia el parador del pueblo, para dar de beber a los caballos. Ahora, desde las ventanas solamente podía ver una cosa; la soledad. Fuera y dentro de la casa, sólo había silencio, un horrible silencio. Volvió a sentir en su mente el peso del descubrimiento relatado por la sirvienta. Consideró las circunstancias. Y aun a su propio pesar, volvió a considerarlas. Su marido y Sydney Westerfield, juntos en los matorrales, y Sydney llorando. ¿Se habrían enterado de las abominables sospechas de la señora Presty?, o tal vez… ¡No! Cualquier otra mujer podía caer en la tentación de considerar esa segunda posibilidad. ¡Pero no la esposa de Herbert Linley!
Agarró el periódico y fijó la vista en él, con la esperanza de fijar después el pensamiento. Obstinadamente, desesperadamente, leyó sin saber lo que estaba leyendo. Cuando las líneas impresas comenzaron a mezclarse y nublarse delante de sus ojos, oyó que alguien abría la puerta y se sobresaltó. Se dio la vuelta. Era su marido.