CAPÍTULO XXIX

El señor Sarrazín

Como abogado, el invitado de Randal era de la opinión de que una narración solamente puede producir el efecto deseado si se da una condición; se debe empezar por el principio. Después de relatarle todo cuanto había sido dicho y hecho durante su visita a la casa del lago, incluyendo sus primeros pasos como pescador bajo la supervisión de Kitty, se detuvo para llenar de nuevo su vaso, y a continuación dejó asombrado a Randal con la descripción del plan que había maquinado para escapar de los espías cruzando el lago cobijados por la niebla.

—¿Y qué dijeron las damas sobre ese plan? —preguntó Randal—. ¿Cuál de las dos fue la primera en hablar?

—¡La señora Presty, por supuesto! Dijo que ella no iba a arriesgar absurdamente su vida en ese lago y en medio de esa niebla. La señora Linley mostró, en cambio, una resolución que me dejó de una pieza. Solamente podía pensar en Kitty. Viendo que mi idea era buena, se fue de inmediato a consultar con el ama de llaves. Entretanto mandé llamar al jardinero, y le expliqué lo que teníamos pensado hacer. El hombre era uno de esos estólidos ingleses que posee recursos pero que no sabe expresarlos con propiedad. A juzgar por su rostro, diríase que el hombre estaba sucumbiendo al aburrimiento bajo los efectos de un sermón en lugar de estar escuchando a un abogado que le estaba proponiendo una estratagema. Cuando terminé, el hombre mostró la madera de la que estaba hecho. Con palabras sencillas, me hizo tres preguntas que dieron medida de su gran inteligencia: «¿Cuánto equipaje, señor?». «El menor que les resulte posible y conveniente», dije yo. «¿Cuántas personas?». «Las dos mujeres, la niña, y yo». «¿Sabe usted remar, señor?». «En cualquier tipo de agua, señor Jardinero: dulce o salada». ¡Habrase visto, preguntarme a mí, un perfecto atleta inglés, si sabía remar! Al cabo de una hora estábamos listos para embarcar, y la bendita niebla era más espesa que nunca. La señora Presty se sumó al plan a regañadientes; Kitty se divirtió extraordinariamente, y su madre permaneció callada y resignada. Pero ocurrió algo que no terminé de entender; en el embarcadero había un hombre con una pistola.

—¡No sería uno de los espías!

—Nada de eso. Todo el asunto fue idea del jardinero. Había sido marinero en sus tiempos, y ese es un arte que enseña a los hombres (si valen para algo) a pensar y actuar al mismo tiempo. Había estado vigilando a los canallas de delante de la casa, y había reconocido al más bajito de ellos; era un vecino del lugar que sabía perfectamente que junto a la casa había un guardabotes. «Ese tipo no es tan tonto como parece», pensó el jardinero. «Y si menciona lo del guardabotes, el otro tipo, el de Londres, puede que empiece a sospechar algo; así que he situado a mi hijo en el embarcadero (ese jovencito callado que está ahí con la pistola) para que eche un vistazo. Si ve otra embarcación (hay media docena a este lado del lago) que zarpa detrás nuestro, tiene órdenes de disparar para que nosotros podamos oírle desde aquí. Me he permitido esa licencia, señor, para evitar que nos sorprendan en la niebla. ¿Le parece a usted bien, señor?». ¡Qué si me parecía bien! En los tiempos en que la diplomacia era algo más que una solemne pretensión, ¡qué gran Congresista habría sido ese jardinero! Pues bien, armamos los remos y zarpamos. Y no precisamente a la deriva, pues disponíamos de una brújula. Empezamos a remar en perfecta línea recta hacia el pueblo que quedaba justo al otro lado de la orilla, llamado Brightfold. Durante el primer cuarto de hora no sucedió nada; y luego, ¡diablos! (disculpe la vulgaridad), oímos el pistoletazo.

—¿Qué hizo?

—Continué remando, y discutí el asunto con la señora Presty y la señora Linley. Esta vez resulté ser el más listo de la expedición. Los hombres estaban persiguiéndonos en la oscuridad. Pero tenían que adivinar qué rumbo habíamos tomado, y lo más probable es que supusieran (con el mal tiempo que hacía) que elegiríamos el camino más corto para cruzar el lago. Yo sugerí que variáramos el rumbo, y así lo hicimos. Arribamos a un pueblo grande, orilla arriba, llamado Tawley. Bajamos a tierra y nos cercioramos de que ningún barco nos había seguido. Los muy tontos no habían hecho sino ratificar la confianza que yo había depositado en ellos; se habían dirigido a Brightfold. Todavía disponíamos de media hora hasta que el próximo tren llegara a Tawley, y la niebla empezaba a disiparse a ese lado del lago. Estuvimos mirando tiendas, e hice una compra.

—Aguarde un momento —dijo Randal—. ¿En Brightfold hay estación de ferrocarril?

—No.

—¿Y hay oficina de telégrafos?

—Sí.

—Ahí no anduvo usted muy inteligente, ¿no? Lo primero que harían esos hombres al llegar a Brightfold sería telegrafiar a Tawley.

—No le quepa la menor duda. ¿Y cómo cree que nos descríbirían?

Randal respondió:

—Un caballero de mediana edad; dos damas, una de ellas mayor, y una niña pequeña. Lo suficiente para que les identificaran fácilmente en Tawley, en caso de que el jefe de estación entendiera el mensaje.

—¿Quiere que le cuente qué encontró, telegrama en mano, el jefe de estación? Pues, ni a una anciana dama; ni a un caballero de mediana edad; solamente a una dama y un niño pequeño.

A Randal se le iluminó la cara.

—Se separaron, por supuesto —dijo—, y disfrazaron a Kitty. ¿Cómo lo hicieron?

—¿No le acabo de decir que estuvimos mirando tiendas y que hice una compra? Un traje de muchacho. En un patio abandonado, la señora Linley se lo puso a la niña, y le recogió el pelo debajo de un sombrero de paja. Con ese tiempo, no había ni un solo curioso en los alrededores. Nos despedimos y nos separamos, sintiendo yo por ese hecho un gran temor, que al final (¡gracias a Dios!) resultó ser infundado e innecesario. Kitty y su madre se fueron a la estación, y la señora Presty y yo alquilamos un carruaje y nos dirigimos hacia la punta del lago, para coger el tren de Londres. ¿Sabe, Randal, que he cambiado mi opinión acerca de la señora Presty?

Randal sonrió.

—Vaya, parece que también usted ha encontrado algo bueno en esa vieja dama —dijo.

—Así es; parece que las circunstancias hicieron aflorar ese algo que no se aprecia a primera vista —resaltó el abogado—. Cuando propuse que debíamos separarnos en dos grupos y le expliqué las razones que tenía para ello, temí encontrar alguna dificultad para convencer a la señora Presty de que debía renunciar a la idea de acompañar a su hija y a su nieta en ese intrépido viaje. Le sugerí que se acordara de sus amigos en Londres, y que podía alojarse en casa de éstos, y lo único que logré fue que me regañara por tomarme tantas libertades: «No necesito que me recuerde que tengo amigos en Londres. ¡Andando!; yo ya estoy lista para irme. ¡Con usted!». Me cuesta reconocerlo, pero lo que yo esperaba es que ella dijera que cualquier sacrificio era poco cuando se trataba de su hija. Pero de sus labios no salió ni mucho menos una de esas soflamas solemnes y presuntuosas. Reconoció el verdadero motivo con tal altanería que se ganó mi más sincera admiración: «Haría cualquier cosa», dijo, «con tal de fastidiar a Herbert Linley y a esos espías que nos ha enviado». No puedo explicarle qué contento me puse de que la señora Presty obtuviera su recompensa ese mismo día. Llegamos tarde a la estación, y tuvimos que esperar al otro tren. ¿Y qué cree que sucedió? ¡Los dos canallas nos siguieron a nosotros en vez de ir detrás de la señora Linley! No cabe duda de que habían estado haciendo preguntas en la cochera donde habíamos alquilado el carruaje; de que nos habían reconocido por la descripción; y de que habían hecho el largo viaje a Londres en vano. La señora Presty y yo nos estrechamos las manos en la estación terminal de Londres, como dos excelentes amigos que han hecho un viaje juntos por el motivo más importante que pueda existir. Bueno, después de esto, creo que me merezco otro vaso de vino.

—¡Prosiga con su historia y se hará usted merecedor de otra botella! —exclamó Randal—. ¿Qué hicieron Catherine y la niña después de separarse de usted y de la señora Presty?

—Hicieron lo que resultaba más seguro para ellas; se marcharon de Inglaterra. La señora Linley actuó esta vez con mucha astucia. Tuvo la excelente idea de eludir los puertos de mar más populares, como Folkestone o Dover, que a buen seguro iban a estar vigilados, y decidió partir (si ello era posible) desde algún lugar de la costa del este. Después de hacer ciertas averiguaciones supimos que había una línea de vapores que iba de Hull hasta Bremen una vez por semana. El viaje en ferrocarril desde Cumberland fue tedioso, con varios y engorrosos transbordos, pero llegaron a Hull a tiempo de embarcar. Las primeras noticias que tuve de ellas me llegaron a través de un telegrama desde Bremen. Allí esperaron nuevas instrucciones. Las envié a través de un hombre muy capacitado y de mi plena confianza; un correo italiano, al que conozco desde hace veinte años. ¿Quiere que le diga la verdad? Yo pensaba que, mientras yo estuviera alejado de la señora Linley, lo mejor que podía hacer era procurarle un amigo.

—Creo que hizo usted muy bien —dijo Randal.

—Pues se equivoca usted. Cometí un error. Me había pasado de listo, y terminé pagando las consecuencias. ¿Se acuerda del consejo que le di a la señora Linley?

—Sí; la convenció usted, no sin grandes dificultades, de que solicitara el divorcio.

—Así es. Y cuando ya había hecho todos los preparativos necesarios para el juicio, recibí una carta de Alemania. Mi encantadora cliente había cambiado de opinión, y renunciaba a pedir el divorcio. ¡Esa fue la recompensa que obtuve por pensar que podía ser más astuto que nadie!

—No le comprendo.

—Mi querido amigo, esta noche le veo a usted un poco torpe. Verá, tan eficazmente había protegido yo a la señora Linley y a su hija, y tan encantador era el lugar que mi correo italiano les había encontrado para su retiro en uno de los arrabales de Hannover, que la señora Linley no veía ahora ningún motivo para emprender el traumático trámite que yo le había recomendado; es más, la sola idea le repugnaba, la enfrentaba a sus más íntimas convicciones; le parecía depravada y vergonzante, y portadora de más mal que bien. A esas alturas, ya se había convencido (gracias a mí) de que no había ningún riesgo de que descubrieran a Kitty y se la llevaran. Por lo cual me rogó que le escribiera a mi agente de Edimburgo, y que le dijera que anulara su petición a la Corte. ¡Ah!, veo que por fin va entendiendo usted el asunto. Esa obstinada mujer estaba corriendo un riesgo que me hizo temer lo peor. Cada día, al recibir el correo, temía encontrarme con la noticia de que la señora Linley había pagado el precio de su sandez, y que el hermano de usted había logrado arrebatarle a la niña. Aguarde un poco, antes de burlarse de mí. De no ser por el correo, eso es precisamente lo que habría ocurrido hace una semana.

Randal parecía asombrado.

—Pero llevaban ya muchos meses ocultas —objetó Randal—. ¿Cómo es posible que las descubrieran después de tanto tiempo?

—¡Eso es lo que me pregunto yo! Lo único que sé es que las encontraron. ¿Y por qué no habría de ser así? La suerte había empezado estando de nuestro lado. ¿Por qué no habrían de tener nuestros rivales su momento de suerte?

—¿Realmente cree usted en la suerte?

—Soy un devoto de ella. Un abogado debe creer en algo. No puede tener fe en la ley, porque la conoce demasiado. Y por otro lado, sus clientes le presentan (si es un hombre con sentimientos) una horrible visión de la naturaleza humana. Así que el pobre diablo prefiere creer en la suerte a no creer en nada. Yo pienso que fue más bien accidental el hecho de que la persona que trabajaba para el marido encontrara a la esposa y a la hija. Sea como fuere, la señora Linley y Kitty fueron descubiertas en las calles de Hannover; descubiertas, reconocidas, y seguidas. Casualmente, ese día el correo se encontraba con ellas. ¡Otra vez había tenido suerte! Durante treinta años, o todavía más, mi correo italiano había estado viajando por todos los rincones de Europa, y no había ni un solo posadero, por modesto que fuera, que no lo conociera y apreciara. «Pretendí que no me había dado cuenta de que nos seguían», me explicó (en una carta que me envió desde Hannover para tranquilizarme), «y llevé a las damas a un hotel. En el apuro en que nos encontrábamos, el hotel ofrecía dos ventajas: tenía una salida por la parte de atrás, y el gerente era un buen amigo mío. Nos pusimos de acuerdo en lo que debía decir en el momento en que alguien se acercara a hacerle alguna pregunta; y durante tres días encerré en su habitación como a dos prisioneras a mis pobres damas. El modo en que acaba todo esto, es que el policía del señor Linley se marcha a vigilar el servicio de vapores del Canal, mientras nosotros volvemos tranquilamente por Bremen y Hull». Y ése es el relato del correo. Sólo me queda por añadir que la pobre señora Linley se ha llevado un buen susto, y parece ahora más decidida a escuchar mis consejos; hasta el punto de que ha cambiado de opinión y se ha vuelto a rendir a la evidencia de que tiene que solicitar el divorcio. Pero me temo que si no logramos que nuestro caso se escuche sin más demora, la señora Linley me saldrá con otra de sus sorpresas de última hora. ¿Cuándo abren los juzgados? Usted ha vivido en Escocia, Randal…

—Pero no he vivido en los juzgados. Ojalá pudiera darle la información que me pide.

El señor Sarrazín miró su reloj.

—A menos que esté muy equivocado —dijo—, puede que estemos desperdiciando un tiempo precioso. ¿Me disculpa? Tengo que marcharme al club.

—¿Cree que ahí encontrará la información que busca?

—Así es. Tenemos a unos cuantos jugadores de cartas empedernidos que no se mueven del casino. Uno de ellos ejerció en los juzgados, si no me equivoco. Se me acaba de ocurrir que vale la pena intentarlo.

—¿Me informará del resultado de sus pesquisas? —preguntó Randal.

El abogado se despidió de él estrechándole la mano.

—¿Todo este asunto le causa a usted casi tanta ansiedad como a mí? —dijo.

—Si quiere que le diga la verdad, me siento un poco sobresaltado cuando pienso en Catherine. Si hay otra larga demora, ¿cómo sabemos lo que puede ocurrir antes de que la Ley le otorgue la custodia de la niña a la madre? Deje que envíe a uno de los criados para que le espere en el club. ¿Podría usted entregarle una nota explicando cuando se celebrará el juicio?

—Será un placer. Buenas noches.

Después de quedarse solo, Randal se sentó un rato junto al fuego pensando en el porvenir. Y le pareció que era un porvenir desalentador. Pensó que debía distraerse un poco, alejarse de tan densos pensamientos, y abrió su escritorio de viaje y extrajo dos o tres cartas. Le habían sido enviadas, durante su estancia en América, por el capitán Bennydeck.

El capitán había cometido un error del que todos hemos sido culpables alguna vez. Dedicándose con excesiva devoción al trabajo había descuidado por completo su salud. Había desatendido los consejos de su médico; los nervios le traicionaban y se ponía furioso a menudo. El hombre que por su poderío físico podía resistir al frío y al hambre en el yermo Ártico, se había venido abajo con la carga del trabajo intelectual que desempeñaba en Londres.

Esta era la noticia que contenía la primera de las cartas.

La segunda, escrita al dictado, aludía brevemente a los remedios sugeridos. Al capitán se le recomendaba aire fresco, por supuesto de mar. Al mismo tiempo se le prohibía recibir tanto cartas como telegramas mientras estuviera fuera de la ciudad, y hasta que el médico le diera su visto bueno. El capitán Bennydeck había pensado que lo mejor que podía hacer era alquilar un barco y navegar por puro placer.

En la tercera y última carta, el capitán anunciaba que había encontrado un barco y estaba dispuesto a zarpar en cuanto la nave estuviera lista.

Se había propuesto navegar por el Canal hacia donde los caprichos del viento lo llevaran. Se haría acompañar por amigos, todavía no sabía cuántos. El barco no era lo bastante grande para acomodar a más de uno o dos invitados a la vez. Cada pocos días, la nave echaría el ancla en la bahía del pequeño pueblo costero de Sandyseal, para acomodar a los amigos que bajaran o subieran bordo y (a pesar de los consejos médicos) para recoger la correspondencia. Seguramente habrá oído hablar de Sandyseal, escribió el capitán, puesto que es uno de los últimos hallazgos de los doctores de toda Inglaterra. Recomiendan su aire fresco a los pacientes enfermos de los nervios. El único hotel del pueblo, y las escasas cabañas en que se alquilan habitaciones, están atestadas, según he oído, y los especuladores construyen a un ritmo tal que en unos pocos meses no habrá quien conozca Sandyseal. Antes de que las hileras interminables de casas, las terrazas y los grandes hoteles conviertan el pueblo en uno de esos abrevaderos que tan de moda están, quiero echar un último vistazo a esos lugares que aún no han cambiado y que siento tan cercanos. Si se pregunta usted a qué viene ese deseo mío, se lo puedo explicar muy fácilmente. Dos millas tierra adentro de Sandyseal hay una solitaria y vieja casa rodeada de fosos. En esa casa nací yo. Cuando vuelva usted de América, escríbame a la oficina de correos, o al hotel (en ambos lugares, todos me conocen), y arreglemos un encuentro, aunque sea breve. Ojalá pudiera pedirle que viniera a ver mi casa natal. Fue vendida, hace años, por deseo de mi padre, y tal como dejó escrito en su testamento, fue adquirida por una comunidad de monjas, así que tendremos que conformarnos con verla desde fuera. Entretanto, no se preocupe usted por mi recuperación. El mar es ya un viejo amigo; y por otro lado tengo plena confianza en la misericordia de Dios.

Al final había una posdata que decía lo siguiente:

¿Ha tenido usted alguna otra noticia acerca de la hija de mi viejo amigo Roderick Westerfield, esa pobre muchacha cuya historia yo no habría conocido de no ser por usted? Estoy seguro de que tendrá usted sus buenos motivos para no decirme cómo se llama el hombre que la ha descarriado; o para no darme la dirección en la que puedo encontrarla. Quizás un día nada le impida romper su silencio. En tal caso, no tema usted por las dificultades que pueda encontrarme en el camino. No se ha inventado todavía nada que pueda desanimarme, cuando se trata de salvar a una pobre alma en peligro.

Randal regresó a su bufete con la intención de escribirle al capitán. Cuando llevaba escritas dos o tres frases, regresó el criado con la respuesta que el abogado le había prometido. El señor Sarrazín le comunicaba, alegre, la siguiente noticia:

Hoy creo más que nunca en la suerte. Si nos damos prisa —¡y no tenga usted duda de que así será!—, obtendremos el divorcio en tres meses, según mis cálculos.