5. EL POSADERO

La señora Westerfield se dirigió a la taberna en la que había trabajado como camarera tiempo atrás. Entró sin vacilar y le dio su tarjeta al posadero. Éste le abrió la puerta del gabinete y le hizo un gesto para que entrara.

—Tienes buen aspecto —dijo él, mirándola de arriba abajo—. ¿Has vuelto para trabajar otra vez de camarera?

—¿Te crees que eso es lo único que sé hacer? —respondió ella.

—Bueno, mi cielo, cosas más extrañas se han visto. Me han comentado que ahora vives de la renta de Lord Le Basque. Y la semana pasada venía en los periódicos la muerte de su señoría.

—Y los abogados de su señoría continúan dándome mi asignación.

Una vez le dejó bien claras las cosas al posadero, la señora Westerfield no creyó que fuera necesario añadir que ella, Lady Le Basque, también tenía pensado cumplir la condición que su marido le había puesto para seguir cobrando la asignación: que no volviera a casarse.

—Eres una mujer afortunada —resaltó el posadero—. Bueno, me alegro de verte. ¿Qué quieres beber?

—Nada, gracias. Quiero saber si últimamente has sabido algo de James Bellbridge.

El posadero gozaba de gran popularidad entre sus amigos. Probablemente porque era de la clase de hombres que no se reprimen nunca a la hora de hacer un chiste.

—¡A eso lo llamo yo ser constante! —dijo él—. ¡Ahora te pones melosa con James, después de haberle dado calabazas hace doce años! La señora Westerfield adoptó un aire de dignidad, y le contestó:

—Estoy acostumbrada a que me traten con respeto. Que tengas un buen día.

El posadero, que era un hombre campechano, le puso la mano en el hombro e hizo que se sentara de nuevo.

—No seas tonta —dijo—. James está en Londres. Se hospeda en mi casa. ¿Qué dices a eso?

Desde sus ojos grises, la señora Westerfield le dirigió una mirada llena de ansiedad, de osadía, de curiosidad.

—¿Me estás diciendo que ha vuelto otra vez aquí para trabajar como camarero?

—No, cariño, no tengo esa suerte. James es ahora todo un caballero que se hospeda habitualmente en mi casa.

La señora Westerfield prosiguió con sus preguntas.

—¿Ha venido de América para quedarse?

—No, James Bellbridge, no. Regresará para poner un saloon, como lo llaman ellos, con un socio. Dice que ha venido a Inglaterra por negocios. Me imagino que quiere que le dejen dinero para su nueva aventura. En Nueva York no son tontos, así que la única posibilidad que tiene de que le anticipen el dinero de las facturas es embaucando a sus amigos campesinos.

—¿Y cuándo tiene pensado marcharse al campo?

—Ya está ahí.

—¿Cuándo regresa?

—Vaya, parece que estás muy decidida a verle. Vuelve mañana.

—¿Se ha casado?

—¡Bueno, bueno!, parece que vamos llegando al meollo de la cuestión. Te diré que puedes estar tranquila. Muchas han sido las mujeres que le han exhibido sus armas de amar, pero él todavía no se ha dejado hacer prisionero. ¿Quieres que le dé recuerdos cariñosos de tu parte cuando lo vea?

—Sí —dijo ella fríamente—, todo lo cariñosos que tú quieras.

—¿Estás pensando en casarte con él? —preguntó el posadero.

—Pienso en el dinero —añadió la señora Westerfield.

—Dinero de Lord Le Basque.

—¡Dinero de Lord Le Basque! ¡Qué te zurzan!

—¡Oye!, hablas igual que cuando eras camarera. ¿No estarás diciendo que te ha dejado una fortuna?

—Sí. ¿Podrías darle un recado a James?

—Haré cualquier cosa por una dama millonaria.

—Dile que venga a tomar el té con su antiguo amorcito. A las seis.

—No vendrá.

—Vendrá.

Y tras esa discrepancia en sus opiniones, la señora Westerfield se marchó de la posada.