Capítulo LXIII
La vida en el nuevo año todavía era contada por semanas cuando se celebró una pequeña boda modesta, sin que lo supieran los vecinos, sin una multitud en la iglesia, e incluso sin un banquete de boda.
El señor Gallilee (honrado con el deber de acompañar a la novia) se llevó a Ovid a un rincón antes de abandonar la casa.
—Pobrecita, aún tiene el aspecto delicado —dijo—. ¿Realmente consideras que ya está bien?
—Tan bien como lo estará siempre —contestó Ovid—. Antes de que regresara con ella, se había perdido un tiempo que ninguna técnica ni ninguna dedicación podrán recobrar. Sin embargo, las perspectivas tienen su lado bueno. Hechos pasados que han podido proyectar su sombra sobre todo lo que le queda de vida no han dejado huella en su memoria. La haré una mujer feliz. Déjeme el resto de mi cuenta.
Teresa y el señor Mool fueron los testigos, Maria y Zo, las damas de honor: todos ellos esperaban a ir a la iglesia, hasta que una persona esperada con impaciencia se les uniera. Había un interrogante generalizado sobre la señorita Minerva. Carmina sorprendió a todos, comenzando por el novio y llegando hasta el último de los invitados, al anunciar que ciertas circunstancias impedían a su mejor y más querida amiga estar presente. Carmina sonrió y se sonrojó mientras se cogía al brazo de Ovid.
—Cuando seamos marido y mujer, y esté lo bastante segura de ti —susurró—, te diré lo que nadie más debe saber. Mientras tanto, querido, si le puedes dar a Frances el lugar más alto en tu estima, junto al mío, solo harás justicia a la mujer más noble que jamás haya existido.
Ella llevaba una pequeña nota oculta en el pecho, mientras decía esas palabras. Llevaba fecha de la mañana de la boda:
«Carmina, cuando regreses de la luna de miel, seré la primera amiga que te abra los brazos y su corazón. Perdóname si no estoy contigo hoy. Todos somos humanos, querida… no se lo digas a tu marido».
Fue su última debilidad. Carmina no tuvo que poner excusas por ningún invitado ausente cuando se celebró el primer bautizo. En esta ocasión, la joven y feliz madre reveló un secreto conyugal a su más querida amiga. Fue una sugerencia de Ovid que la niña pequeña se llamara con el mismo nombre de pila que la señorita Minerva.
Sin embargo, cuando la pareja de casados partió para comenzar su nueva vida, dejó una pequeña nube de tristeza, que se desvaneció, y apareció un sol radiante… gracias a Zo. El educado señor Mool, empeñado en agradar a todo el mundo, quiso hacer la corte a la hija más pequeña del señor Gallilee.
—¿Y con quién tiene la intención de casarse, mi pequeña señorita, cuando se haga mayor? —preguntó el abogado, con poca gracia.
Zo lo miró con cara de sorpresa y seriedad.
—Está todo arreglado —dijo—, tengo a un hombre que me está esperando.
—¡Oh, de verdad! ¿Y quién puede ser?
—¡Donald!
—Esa niña suya es extraordinaria —dijo el señor Mool a su amigo, mientras caminaban juntos.
El señor Gallilee asintió con aire ausente.
—¿Le ha sido entregado mi mensaje a mi mujer? —preguntó.
El señor Mool hizo un gesto y meneó la cabeza.
—Los mensajes de su esposo son para ella un completo desperdicio —contestó—, es como si todavía estuviera en el manicomio. Si quiere hacerse justicia a usted mismo, consienta una separación amistosa y yo lo arreglaré.
—¿La ha visto?
—Insistí en ello, antes de ver a sus abogados. Ella declara ser una mujer insultada con infamias… y, por mi honor, que desde su punto de vista, lo ha probado: «Mi marido jamás vino a mi lado durante mi enfermedad, y se llevó a mis hijas a escondidas. Mis hijas estaban tan perfectamente dispuestas para ser alejadas de su madre, que ninguna de ellas ha tenido la decencia de escribirme una carta. Mi sobrina contemplaba con desvergüenza escapar con mi hijo y le escribió una carta vilipendiando a su madre de la manera más abominable. Y Ovid completa toda esta ingratitud casándose con la chica que se ha comportado de ese modo». Le digo, Gallilee, ¡que así fue cómo lo describió! «¿Se me ha de culpar —dijo— por creer esa historia sobre la mujer de mi hermano? Se sabe que ella dio dinero a ese hombre… el resto es cuestión de opiniones. ¿Me equivoqué al perder los estribos, y decir lo que dije a esa, así llamada, sobrina mía? Sí, ahí me equivoqué: es en el único caso en el que se puede encontrar un error en mí. ¿Pero no fui provocada? ¿No he sufrido? No trate usted de parecer como si se compadeciera de mí. No necesito compasión. Sin embargo, tengo un deber para con mi amor propio, y ese deber me impulsa a hablar con claridad. No tendré nada más que ver con los miembros de mi cruel familia. El resto de mi vida estará dedicada a la sociedad intelectual y a la ennoblecida búsqueda de la ciencia. Permítame no oír nada más, señor, de usted o de las personas que lo han contratado». Se levantó como una reina, y me saludó acompañándome fuera de la habitación. Le aseguro que se me pone la carne de gallina cuando pienso en ella.
—Si la dejo ahora —dijo el señor Gallilee—, la dejo endeudada.
—Deme su palabra de honor de no mencionar lo que voy a contarle —replicó el señor Mool—. Si ella necesita dinero, el hombre más amable del mundo me ha ofrecido un talón en blanco para que lo rellene, para ella… Su nombre es Ovid Vere.
* * *
Conforme avanzó la estación, dos acontecimientos sociales, que mostraban el más completo contraste el uno con el otro, se ofrecían en Londres al mismo tiempo al anochecer.
El señor y la señora de Ovid Vere ofrecían una pequeña fiesta cena para celebrar su regreso. Teresa (promocionada a la dignidad de ama de llaves) insistió en rellenar los tomates y cocinar los macarrones ella misma. Los invitados eran Lord y Lady Northlake, María y Zo, la señorita Minerva y el señor Mool. El señor Gallilee estaba presente como un miembro de la casa. Cuando estaba en Londres, él y sus hijas vivían bajo el techo de Ovid. Cuando iban a Escocia, el señor Gallilee tenía una casita de campo de su propiedad (que él insistió en comprar) en el parque de Lord Northlake. Tanto el señor Gallilee como Zo bebieron demasiado champagne en la cena. El padre dio un discurso y la hija cantó «Aquí estamos alegremente aún».
En otro barrio de Londres, se daba una fiesta que llenaba la calle de carruajes y que sería mencionada en los periódicos de la mañana siguiente.
La señora Gallilee estaba «En casa con la Ciencia». Los Profesores del universo civilizado se reunieron en tornó a su ecuánime amiga. Francia, Italia y Alemania desconcertaban a los sirvientes que anunciaban a los invitados con una perfecta torre de Babel de nombres… y Gran Bretaña estaba profusamente representada. Esos tres hombres sobrehumanos (cada uno de ellos había echado una ojeada a través del velo de la creación y descubierto el misterio de la vida) asistieron a la fiesta y fueron el centro de tres círculos: el círculo que creía en «protoplasma», el círculo que creía en «bioplasma», y el círculo que creía en «cargas de electricidad atomizadas conducidas dentro del sistema por el oxígeno de la respiración». Conferencias y demostraciones continuaron a lo largo de la noche por toda la magnífica habitación preparada para la ocasión. En una esquina, un filósofo imparcial vestido de terciopelo azul y puntillas de encaje cogió al Sol de la mano con ánimo chistoso: «La vida solar, amigos míos, comienza con una infancia nebulosa y una juventud gaseosa». En otra esquina, un caballero con una forma de actuar tímida y reservada convertía «la energía radiante en vibraciones sonoras…» a su vez convertidas en sonoros taponazos por los camareros y las botellas de champaña que había en la soberbia mesa. En el centro de la habitación, estaba la anfitriona resolviendo el problema grave de la dieta, vista como método de ayudar a los renacuajos a desarrollarse y convertirse en ranas, con unos resultados tan alentadores que esos últimos seres tan animados se reunieron con los invitados en la moqueta, y gratificaron su inteligente curiosidad con exploraciones en la escalera. Durante esa noche extraordinaria, trescientas personas ilustres se sintieron encantadas, sorprendidas, instruidas y divertidas; y cuando la Ciencia se fue a casa, dejó unas charlas (por una vez) con el estómago bien lleno. A las dos de la mañana, la señora Gallilee se sentó en una habitación vacía, y dijo a la docta amistad que vivía con ella:
—¡Por fin soy una mujer feliz!