Capítulo XIX
La amabilidad de la señora Gallilee no se había deteriorado en el transcurso de unas cuantas horas.
Al día siguiente, gracias a la intermediación de su madre, a Ovid se le dejó disfrutar sin interrupciones de la compañía de Carmina. No tan solo la señorita Minerva, sino incluso el señor Gallilee y las niñas fueron apartados de en medio con una destreza ejercida con tal delicadeza, que contravenía cualquier tipo de recelo que pudiera hacer que uno se sintiera ofendido. En pocas palabras, toda esa comprensión e indulgencia no podía sino invitar a la confianza a Ovid, ya que había sido ejercida con moderación y sin molestar. Jamás la señora de la diplomacia doméstica había logrado sus objetivos con arte más sutil.
Por la tarde, un mensajero trajo la respuesta de Benjulia al anuncio de la señora Gallilee de que su hijo contemplaba marchar de viaje, enviado en el correo de la mañana. El doctor estaba confinado en casa con un ataque de gota. Si Ovid precisaba información sobre el Canadá, debería ir a verlo a su casa y obtenerla. Eso era todo.
—¿Has estado alguna vez en casa del doctor Benjulia? —preguntó Carmina.
—Jamás.
—Entonces, ¿todo lo que me has hablado sobre él es mero rumor? ¡Ahora descubrirás la verdad! ¿Desde luego irás, no?
Ovid no sentía ningún deseo de hacer un viaje de exploración a la casa de Benjulia, y así lo dijo con claridad. Carmina utilizó todo su poder de persuasión para inducirlo a cambiar de opinión. La señora Gallilee (por encima de la influencia que puede tener la curiosidad de una niña) creía que era importante obtener cartas de presentación para la alta sociedad canadiense y estuvo de acuerdo con su sobrina.
—Voy a pedir el carruaje —dijo ella, adoptando un tono alegremente despótico—, y, si tú no vas a casa del doctor… Carmina y yo le haremos una visita en tu lugar.
Viéndose amenazado por una consecuencia como esa si persistía en su obstinación, a Ovid no le quedó otra alternativa más que someterse.
La única indicación que se le pudo dar al cochero fue que condujera hacia la aldea de Hendon, al noroeste de Londres, y confiar en ir preguntando para el resto del trayecto. Entre Hendon y Willesden, a una hora de camino en carruaje de Oxford Street, existen soledades pastoriles, caminos arbolados y flores silvestres, granjas y campos de trigo todavía sin profanar por el devastador enladrillado del constructor de los tiempos modernos. Siguiendo serpenteantes caminos a la sombra de los árboles, el cochero hizo su última pregunta en un bar que había junto a la carretera. Al oír que el domicilio de Benjulia se encontraba a unos ochocientos metros, Ovid decidió ir a pie dejando que el cochero y los caballos se tomaran su descanso en la posada.
Llegó a una puerta de hierro que se abría hacia un solitario camino.
Allí, en mitad de un pequeño terreno árido, vio la casa de Benjulia, un espantoso edificio cuadrado de ladrillos amarillentos y tejado de pizarra. Una valla de baja altura rodeaba el lugar, que tenía otra puerta de hierro en la entrada. El recinto era por dentro tan árido como por fuera: no se veía ni siquiera un intento por tener un poco de jardín o de huerto. A una distancia de unos doscientos metros de la casa se erguía un segundo y pequeño edificio con una claraboya en el tejado, que Ovid reconoció (por la descripción que le habían dado) como el famoso laboratorio. Por detrás estaba el seto que separaba el pedazo de tierra de Benjulia de la de su vecino. Allí se alzaban los árboles de nuevo y los campos que había un poco más allá estaban cultivados. No había ni viviendas ni ninguna criatura viva. Tan cerca de Londres y… sin embargo, en su soledad… tan lejos; había algo poco natural en la soledad de aquel lugar.
Llevado por un sentimiento de curiosidad (el cual degeneró con rapidez en recelo), Ovid se acercó al laboratorio sin exponerse delante de la casa. No ladró ningún perro, ni tampoco ningún sirviente estaba al acecho por si llegaba alguna visita. Se sentía avergonzado de sí mismo mientras lo hacía, pero la observación de Carmina sobre el doctor le había impresionado con tanta fuerza, ¡que incluso trató de abrir la puerta cerrada del laboratorio, esperó y se quedó escuchando! Era un día estival en el que corría la brisa, las hojas de los árboles que había a su lado susurraban alegres. ¿Se oía algún otro sonido? Sí… un gimoteo débil y apagado se elevaba a través de la dulce melodía del bosque. Se interrumpió, volvió a escucharse… se paró. Ovid miró a su alrededor, ya que no estaba seguro de si el gimoteo provenía de dentro o de fuera del edificio. Zarandeó la puerta, nada ocurrió. La criatura que sufría (si es que lo era) estaba callada o muerta. ¿Los experimentos químicos habían dañado de forma accidental a algún ser viviente? O bien…
Ovid rehuyó continuar esta segunda posibilidad. En este momento, el laboratorio se había convertido en un objeto de terror para él, así que regresó hacia la casa.
Puso la mano en el pestillo de la puerta y miró hacia atrás al laboratorio. Dudó. Ese gemido, tan lastimero y tan efímero, permanecía en sus oídos de forma angustiosa. La sola idea de acercarse a Benjulia le resultó desagradable. Lo que después él podría pensar de sí mismo (incluso lo que su madre y Carmina podían pensar de él) si regresaba sin haber entrado en la casa del doctor, eran consideraciones que no ejercían ningún tipo de influencia sobre su mente en su presente estado de ánimo. El impulso del momento era el único poder que lo dominaba. Puso el pestillo de nuevo en el enganche.
—No entraré —se dijo.
Demasiado tarde. Cuando estaba dándole la espalda a la casa, apareció un criado en la puerta, cruzó el recinto, y dejó la puerta abierta para Ovid sin pronunciar una palabra.
Entraron en el pasillo y el silencioso criado abrió una puerta a la derecha, se inclinó e invitó a la visita a que pasase. Ovid se encontró en una habitación tan desnuda como el campo que había afuera: las paredes enlucidas y el suelo sin alfombrar, igual que la habían dejado los constructores al terminar la casa. Tras una corta ausencia, el criado apareció de nuevo. Debía de estar con la moral por los suelos, o malhumorado; el hecho era que, incluso ahora, no tenía nada que decir: abrió la puerta que había al lado opuesto en el pasillo, volvió a inclinarse y se esfumó.
—¡No se acerque a mí! —exclamó Benjulia en cuanto vio a Ovid.
El doctor estaba sentado en la esquina interior de la habitación envuelto en una larga bata negra, abotonada alrededor de la garganta, escondía todo el cuerpo por debajo de su cara demacrada, a excepción de sus grandes manos y su torturado pie con gota. La furia y el dolor resplandecían en sus melancólicos ojos grises y golpeaba sus puños cerrados en los brazos de la cómoda silla en la que descansaba.
—Diez mil demonios encendidos me están perforando agujeros en el pie —dijo—. Si toca el cojín de mi taburete, volaré hasta su cuello.
Echó un poco de loción refrescante de una botella en una pequeña regadera y regó su pie como si fuera un manojo de flores. Con objeto de encontrar algo más de alivio a su dolor, blasfemó ferozmente, dirigiendo sus injurias a sí mismo en una voz baja atronadora, lo que hizo que los vasos del aparador tintinearan.
En su presente estado de ánimo, Ovid aliviado por haber escapado a la necesidad de estrechar las manos, cogió una silla y miró a su alrededor. Descubrió que incluso aquí había pocos muebles y los que había estaban anticuados. Al lado del aparador distinguió una mesa de comedor, media docena de sillas y una sucia alfombra marrón. No había cortinas en las ventanas, ni cuadros o grabados en las paredes de apagado color. La chimenea vacía mostraba una lúgubre cavidad negra sin disimular, y en su repisa no había nada, a excepción de la sucia y maloliente pipa del doctor. Benjulia dejó la regadera como muestra de que el paroxismo del dolor había pasado.
—Un lugar aburrido para vivir, ¿no es cierto?
Con esas palabras recibió a la visita en su casa.
Ovid, irritado por el incidente que lo había forzado a estar ante la desagradable presencia de Benjulia, contestó en un tono que coincidía con la misma dureza del doctor.
—Es culpa suya si el lugar es aburrido. ¿Por qué no ha plantado árboles y no ha hecho un jardín?
—Me atrevería a decir que lo sorprenderé —replicó Benjulia con tranquilidad—, pero tengo la costumbre de decir lo que pienso. Un lugar aburrido no es para mí ningún inconveniente y no me importan los árboles y jardines.
—Parece que tampoco le preocupa el mobiliario —dijo Ovid.
Ahora que no padecía dolor durante un rato, la innata insensibilidad del doctor a lo que otra gente podía pensar o decir de él lo devolvió a su acostumbrado letargo, extraño e inconsciente. Benjulia solo pareció entender que la curiosidad de Ovid iba en busca de información sobre pequeñeces. Bien, habría menos problemas en darle esa información que en averiguar sus motivos, así que le habló de sus muebles.
—Me atrevería a decir que está en lo cierto —dijo—. Mi cuñada… ¿sabía usted que yo tengo una relación familiar así?… Mi cuñada fue la que se encargó de obtener las mesas y las sillas, las camas y las palanganas. Ir a comprar a las tiendas no es algo que me interese. Le di un talón y le dije que amueblara una habitación para mí para comer en ella, una habitación para mí para dormir, sin olvidarnos de la cocina y los altillos para el servicio. ¿Qué más puedo querer?
Su intolerable indolencia solo causó más irritación a su invitado.
—Una manera egoísta de plantearlo —estalló Ovid—. ¿No tiene a nadie en quien pensar aparte de en sí mismo?
—Nadie, me siento feliz de decirlo…
—¡Esto es de un cinismo absoluto!
El doctor reflexionó.
—¿Lo es? —dijo—. Quizás vuelva a tener razón. Yo, por mi parte, creo que es solo indiferencia. Es bastante curioso que mi hermano lo viera del mismo modo que usted… incluso usó las mismas palabras que usted acaba de decir. Supongo que encontró que mi cinismo no tenía enmienda posible. Por alguna razón dejó de venir. Me libré de él por las buenas. ¿Qué dice? ¿Que este modo inhumano de hablar es impropio de mí? De verdad, no lo creo. No soy un consumado salvaje; es solo indiferencia.
—¿Su hermano le paga con la misma indiferencia? ¡Si lo hace, deben de ser un buen par…!
A Benjulia le pareció un poco truculenta la diversión que le causó la pregunta de Ovid, así que decidió hacer justicia a su familiar ausente.
—La inteligencia de mi hermano es, quizás, igual a ese pequeño esfuerzo que usted sugiere —dijo—. Tiene el seso suficiente para mantenerse fuera de un manicomio. ¿Me permite decirle en dos palabras qué es él? Un sensualista estúpido… eso es lo que es. A veces, dejo que su mujer venga aquí y llore. A mí no me molesta y a ella parece aliviarla… Más indiferencia, ¿eh?… Bien, no losé. Le di el cambio por el talón de los muebles para que se comprara un sombrero. Puede que usted llame a eso indiferencia, y puede que vuelva a tener razón. No me preocupa el dinero. ¿Quiere tomar algo? Ya ve que no puedo moverme; por favor, toque la campana para que venga el hombre.
Ovid rechazó la bebida y cambió de tema.
—Su sirviente es una persona extraordinariamente silenciosa —dijo.
—Ese es su mérito —contestó Benjulia—, las criadas siempre discutían con cada uno de los otros sirvientes que he tenido. Pero no pueden discutir con este hombre. Le he subido el sueldo como sincero agradecimiento a lo útil que es para mí. Odio el ruido.
—¿Es esa la razón por la cual no tiene un perro?
—No me gustan los perros. Ladran.
Por lo visto, tenía otras relaciones, más desagradables, con los perros, pero no estaba dispuesto a hablar de ello. Sus melancólicos ojos hundidos miraron con fijeza al vacío. De momento, la presencia de Ovid en la habitación parecía haberse vuelto una impresión borrada en su mente. Se recobró de su ensimismamiento con el habitual y vehemente frotamiento de su frente, y volvió al tema de la visita de Ovid.
—Así que va a aceptar mi consejo —dijo—. Se irá al Canadá y quiere ver qué es lo que le puedo contar antes de comenzar el viaje. Aquí está mi diario, él me refrescará la memoria y nos ayudará a los dos.
Sus objetos de escritura estaban situados en una mesa móvil atornillada a su silla, cerca de ellos estaba dispuesto un desvencijado libro guardado bajo llave. Diez minutos después de haber abierto y revisado su diario aquí y allá a través de sus páginas, su duro intelecto se había hecho con todo lo necesario. Benjulia vació su mente, de forma copiosa y continuada, y lo volcó todo en la mente de Ovid sin una sola digresión de principio a fin y con la más despiadada referencia directa a las necesidades prácticas del viajero. Ni una palabra salió de él en referencia al carácter nacional o a la belleza de la naturaleza. La señora Gallilee había criticado las cataratas del Niágara como una reserva de potencia desperdiciada. La superioridad científica del doctor Benjulia sobre la señora Gallilee se impuso con suma facilidad. Como el Niágara no era más que agua sin ninguna utilidad, nunca mencionó al Niágara en absoluto.
—¿Le he servido como guía? —preguntó—. No se preocupe en darme las gracias. Basta con que diga sí o no. Muy bien. Ahora tengo una nota que darle.
Arregló su pluma de ganso y anotó una observación.
—¿Se ha dado cuenta alguna vez de que las mujeres tienen un gusto que les dura hasta el final de sus días? —dijo—. Jóvenes y mayores, todas tienen el mismo inagotable placer por la vida social, y, jóvenes y mayores, todas son por igual incapaces de entender a un hombre cuando dice que le da igual ir a una fiesta. Incluso su inteligente madre piensa que usted quiere ir a fiestas en el Canadá.
Probó su pluma, vio que funcionaba bien… y comenzó su carta. Al ver sus manos en acción, Ovid volvió a recordar el descubrimiento de Carmina. Paseó su mirada hacia un lado, hacia la esquina formada por la columna de la chimenea y la pared de la habitación. El gran bastón de bambú estaba allí. Una empuñadura hecha de cuerno descolorido estaba pegada a él, y en esa empuñadura había algunas manchas. Ovid las miró con ojo de, cirujano experimentado. Eran manchas de sangre seca. ¿Se habría lavado las manos la última vez que usó el bastón? ¿Habría olvidado que la empuñadura también necesitaba limpiarse?
Benjulia terminó su carta y escribió la dirección, cogió el sobre para dárselo a Ovid… se detuvo, como si una duda asaltara su mente para hacerle cambiar de opinión. Las dudas fueron solo momentáneas, persistió en su primera intención, y dio a Ovid la carta. Estaba dirigida a un doctor en Montreal.
—Este hombre no lo introducirá en sociedad —anunció Benjulia—, y tampoco le agobiará con conversaciones médicas. Por su parte, absténgase de hablar de un tema. Un toro enloquecido no es nada comparado con mi amigo si le habla de vivisección.
Ovid lo miró sin pestañear cuando hubo completado la última palabra, Benjulia devolvió la misma mirada fija a Ovid.
En el instante de ese recíproco escrutinio, ¿sospecharon ambos hombres el uno del otro? Ovid, por su parte, estaba dispuesto a no abandonar la casa sin poner a prueba sus sospechas.
—Gracias por la carta —comenzó—, y no olvidaré la advertencia.
La capacidad del doctor para el ejercicio de las virtudes sociales tenía sus límites y sus reservas de hospitalidad estaban, en ese momento, ya cerca del final.
—¿Hay algo más que pueda hacer por usted? —le atajó.
—Puede responder a una simple pregunta —replicó Ovid—. Mi prima Carmina…
Benjulia lo volvió a interrumpir:
—¿No piensa que ya dijimos lo suficiente de su prima en el Parque? —preguntó.
Ovid agradeció la indirecta con una capacidad de réplica casi digna de su madre.
—Eche la culpa a su propia misericordia si vuelvo al tema —replicó—. Mi prima no puede olvidar su bondad para con el mono.
—Cuanto antes olvide mi bondad, mejor. El mono está muerto.
—Me alegra oírlo.
—¿Por qué?
—Pensaba que la criatura vivía sufriendo.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que he oído un gimoteo…
—¿Dónde?
—En el edificio que hay detrás de su casa.
—Ha oído el viento al pasar entre los árboles.
—Nada de eso. ¿Alguna vez ha hecho sus experimentos químicos con animales?
El doctor se defendió de ese ataque directo sin dejar más tregua que la anchura de un cabello.
—¿Qué le dije cuando le di la carta de presentación? —preguntó—. Le dije que un toro enloquecido no es nada comparado con mi amigo si hablamos de vivisección. Ahora tengo algo más que decirle: yo soy como mi amigo —esperó un poco—. ¿Queda claro? —preguntó.
—Sí —dijo Ovid—, queda claro.
Estaban tan cerca de una auténtica pelea como dos hombres pueden estarlo: Ovid cogió el sombrero para irse. Incluso en ese momento crítico, los extraños celos de Benjulia hacia su joven colega (como posible rival en algún campo del conocimiento que él reclamaba para sí) salieron a relucir una vez más. No se produjo ningún cambio en su tono, continuaba hablando como un amigo juicioso.
—Una última advertencia —dijo—. Se dispone a viajar debido a su salud; no permita que extranjeros curiosos le hagan hablar más de la cuenta, algunos de ellos podrían ser médicos.
—Y podrían sugerir ideas nuevas —replicó Ovid, resuelto a hacerle hablar esta vez.
Benjulia asintió con la cabeza, completamente de acuerdo con el punto de vista de su invitado.
—¿Tiene miedo de las ideas nuevas? —prosiguió Ovid.
—Quizás estoy en… su… cabeza de usted —pronunció tal reconocimiento sin dudar y sin avergonzarse—. ¡Adiós! —añadió—, mi sensible pie se resiente del ruido, no golpee la puerta.
Una vez afuera, de nuevo en el camino, Ovid miró la carta para el doctor de Montreal. Su primer impulso fue destruirla. Igual que Benjulia había dudado antes en entregarle la carta, ahora dudaba él antes de romperla.
Al revés de lo que se suele hacer en estos casos, el sobre estaba cerrado; así que, ante tales circunstancias, el orgullo de Ovid lo decidió a usar la carta de presentación. Todavía había de pasar mucho tiempo antes de que los acontecimientos abrieran los ojos de Ovid sobre la importante decisión que había tomado. Al final de sus días, recordaría que Benjulia había estado a punto de quedarse con la carta, y que él había estado a punto de romperla.