Capítulo L
Cerca de las siete de la tarde del jueves, Carmina reconoció a Teresa por primera vez.
Sus ojos entornados se abrieron como si despertaran de un largo sueño: se posaron en la vieja niñera sin aparentar sorpresa.
—Estoy tan encantada de verte, querida —dijo débilmente—. ¿Estás muy cansada después del viaje?
Ninguna de las preguntas con las cuales se podría haber contado siguió a estas primeras palabras. No escapó de ella ni la más mínima alusión a la señora Gallilee, no expresó ninguna inquietud por la señorita Minerva, ningún signo de desasosiego alteró su rostro tranquilo al encontrarse en una habitación extraña. Descansada y satisfecha, de cuando en cuando miraba a Teresa y decía:
—¿Te quedarás conmigo, verdad?
De vez en cuando, ella confesaba que sentía su cabeza confusa y pesada y le pedía a Teresa que le diera la mano.
—Me siento como si me hundiera alejándome de ti —dijo—; mantén agarrada mi mano y no sentiré miedo de ir a dormir.
Las palabras fueron pronunciadas con dureza antes de que se hundiera en un profundo sopor. En ocasiones, Teresa sentía que la mano de Carmina temblaba, y la besaba. Carmina parecía ser consciente del beso sin despertarse; sonreía en su sueño.
Sin embargo, al llegar las primeras horas de la mañana, este estado de reposo pasivo se modificó: comenzó un ataque violento dé vómitos, que se repitió una y otra vez. Teresa pidió que fueran a buscar al señor Null, el cual hizo lo que pudo para aliviar el nuevo síntoma y mandó a un mensajero a su muy ocupado colega. Benjulia no perdió tiempo, contestando en persona al llamamiento que se le había hecho.
—Un desarreglo estomacal grave, señor —dijo el señor Null.
Benjulia se mostró de acuerdo. El señor Null le enseñó su receta y Benjulia aprobó la receta.
—¿Hay algo que desee sugerir? —dijo el señor Null, pero Benjulia no tenía nada que sugerir.
No obstante, Benjulia esperó hasta que Carmina fue capaz de hablar con él. Teresa y el señor Null se preguntaban qué querría decirle a ella. Él solo le preguntó:
—¿Recuerda la última vez que me vio?
—Sí, Zo estaba con nosotros, entró su gran bastón y estuvimos hablando… —contestó ella, después de pensar un poco. Ella trató de refrescar su memoria—. ¿De qué hablamos? —se preguntó. Una momentánea agitación hizo sonrojarse su cara—. No puedo recordarlo —añadió—. No puedo recordar cuándo se fue usted, ¿tiene alguna importancia?
—No tiene la más mínima importancia. Duérmase —contestó Benjulia.
Sin embargo, él permaneció aún en la habitación, observando cómo ella se iba quedando adormilada.
—Una debilidad muy grande… —susurró el señor Null.
—Sí, volveré a pasar —contestó Benjulia.
Cuando salía, llevó a Teresa aparte.
—No más preguntas —le dijo— y no ayude a su memoria si ella se lo pide.
—¿Podrá recordar cuando se encuentre mejor? —preguntó Teresa.
—Imposible de decir, aún. Espere y observe.
Benjulia la dejó con prisas, sus experimentos le estaban esperando. De regreso a casa, no dejó de pensar obsesivamente en el caso de Carmina. Había algún proceso escondido en marcha: había que darle tiempo, y él mismo se mostraría.
—Espero que ese borrico no me necesite por lo menos en una semana —dijo, pensando en su colega de profesión.
La semana pasó, y no fue molestado.
Durante este intervalo de tiempo, el señor Null logró que ella superara en parte los ataques de vómitos: eran menos violentos y les sucedían largos periodos de reposo. En otros aspectos, parecía que había (tal como Teresa insistía en creer) alguna pequeña señal de mejoría. Cierto avance mental era perceptible de forma incuestionable en Carmina, y este se mostró por primera vez de un modo muy interesante: ella comenzó a hablar de Ovid.
Su gran inquietud era que él no supiera nada de su enfermedad. Prohibió a Teresa escribirle y envió mensajes al señor y a la señora Gallilee e incluso al señor Mool suplicándoles que guardaran silencio.
La niñera se ocupó de enviar el mensaje pero no consiguió mantener su palabra. Esta promesa rota (tal como los hechos se habían sucedido) demostró ser inocua. La señora Gallilee tenía buenas razones para no escribir, su marido y el señor Mool habían decidido enviar el telegrama a los banqueros y, en lo referente a Teresa, esta no tenía ningún deseo de comunicarse con Ovid. Su ausencia resultaba inexcusable desde su punto de vista. Sano o enfermo, con o sin razón, la niñera opinaba que él debería de haberse quedado en casa, en interés de Carmina. Nada más improbable que ninguna otra persona escribiera a Ovid; nadie pensó en Zo como corresponsal. Así que Carmina se quedó de lo más tranquila.
Una o dos veces, en estos últimos tiempos, los lánguidos esfuerzos de su memoria cobraban mayor amplitud.
Carmina se preguntaba por qué la señora Gallilee nunca venía a verla, pero sin sentir suficiente interés en el tema como para preguntar, reconociendo que la ausencia de su tía era un alivio para ella. También mencionó a la señorita Minerva.
—¿Sabes a dónde ha ido? ¿No crees que debería escribirme?
Teresa se ofreció a realizar ciertas, pesquisas, Carmina giraba su cabeza con cansancio sobre la almohada y decía: «¡No importa!». En otra ocasión, preguntó, por Zo y dijo que estaría encantada de que viniera el señor Gallilee y trajera a Zo con él; sin embargo, pronto dejó el tema y no volvió a hablar de ello.
El único recuerdo al que parecía dar vueltas durante más de unos minutos era el recuerdo de la última carta que había escrito a Ovid.
Ella se regocijaba imaginando su sorpresa al recibirla, y se impacientaba con su prolongada enfermedad pues esto la retrasaba en su escapada al Canadá. Habló a Teresa de la inteligente manera en que había planeado la escapada, con este extraño fallo de memoria que hacía que ella atribuía los diversos planes que cuestionaban su descubrimiento, no a la señorita Minerva, sino a la niñera.
Aquí, por vez primera, su mente se estaba acercando a un terreno peligroso. El robo de la carta y los hechos que habían seguido venían a continuación en el orden de sus recuerdos, si ella se mostraba capaz de un esfuerzo continuado. Su debilidad la salvaba. Sus recuerdos eran incapaces de avanzar más allá del hecho de haber escrito la carta. Ni la más leve alusión a alguna de las circunstancias posteriores salió de ella. El pobre y enfermo cerebro buscaba su descanso en frecuentes intervalos de sueño. Algunas veces, ella retrocedía hacia una inconsciencia parcial; algunas veces, volvían los ataques de vómitos. El señor Null dio un ejemplo excelente de paciencia y resignación. Creía tan devotamente como siempre en sus recetas y depositaba su mayor confianza en el tiempo y los cuidados. El desarreglo estomacal (como él lo llamaba) presentaba algo positivo y tangible que tratar: él había dejado atrás las dudas e inquietudes que lo preocupaban cuando Carmina fue trasladada por primera vez a la pensión. Mirando con confianza lo que se veía a simple vista (sin idea de lo que estaba ocurriendo en el interior), él podía decirle a Teresa, con la conciencia tranquila, que entendía el caso. Él siempre estaba listo para confortarla cuando su temperamental naturaleza italiana pasaba de un extremo a otro, de la esperanza a la desesperación.
—Mi buena mujer, ahora vemos el camino a seguir: es un gran punto ganado, se lo aseguro, ver el camino a seguir.
—¿Qué quiere usted decir con ver el camino a seguir? —dijo la categórica niñera—. Dígame cuándo Carmina estará bien de nuevo.
El conocimiento médico del señor Null no estaba a la altura a lo que se pedía de él.
—El progreso es lento —admitió—, la señorita Carmina todavía está progresando en su recuperación.
—¿Y su tía está progresando? —preguntó Teresa abruptamente—. ¿Cuándo es probable que la señora Gallilee venga por aquí?
—En algunos días…
El señor Null estuvo a punto de añadir «eso espero…», pero pensó en lo que podría pasar cuando las dos mujeres se encontraran. Tal como estaban las cosas, el rostro de Teresa mostró signos de trastorno: claramente, su mente no estaba preparada para esta perspectiva tan cercana de la visita de la señora Gallilee. Cogió una carta de su bolsillo.
—Creo que usted guarda una muy juiciosa prudencia —le dijo al señor Null—. Usted debe de haber visto algo, durante su ejercicio, acerca de los métodos de las mentirosas mujeres inglesas. ¿Qué significa toda esa palabrería en palabras sencillas?
Ella le entregó la carta, él con algo de reticencia, la leyó.
«La señora Gallilee declina contraer cualquier compromiso con la persona anteriormente empleada como niñera en la casa del difunto señor Robert Graywell. La señora Gallilee, hasta ahora, reconoce las disculpas y sumisión que le ha ofrecido como un medio para abstenerse de entablar un proceso contra ella inmediatamente. Para llegar a esta decisión, también ha influido en ella la necesidad de evitar a su sobrina toda perturbación que pudiera interferir con el tratamiento médico. Cuando las circunstancias pudieran requerirlo, ella no dudará en ejercer su autoridad».
La caligrafía le indicaba al señor Null que esta declaración de intenciones no había sido escrita por la misma señora Gallilee. La persona que lo había sucedido en el papel de amanuense de dicha dama había sido capaz evidentemente de dar un consejo acertado. Poco sospechó él que este misterioso secretario era ni más ni menos que el pianista emprendedor que le había convencido una vez de tomar un asiento para un concierto al precio de cinco chelines.
—¿Y bien? —dijo Teresa.
El señor Null dudó.
La niñera pateó el suelo con impaciencia.
—¡Dígamelo! ¿Cuándo ella venga aquí, podrá separarme de Carmina? ¿Es eso lo que ella dice?
—Es muy posible —dijo con prudencia el señor Null.
Teresa señaló hacia la puerta.
—¡Buenos días! No quiero nada más de usted. ¡Oh, señor, señor, déjeme sola!
En cuanto se quedó sola, cayó de rodillas. Susurrando con ferocidad, ella repetía una y otra vez las palabras del Padrenuestro:
—No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. ¡Cristo, escúchame! ¡Madre de Cristo, escúchame! ¡Oh, Carmina, Carmina…!
Se levantó y abrió la puerta que comunicaba con la habitación. Temblando lastimosamente, miró durante un rato a Carmina, que estaba durmiendo tranquilamente; entonces, se volvió hacia una esquina de la habitación en la cual se encontraba una vieja caja de embalaje provista de una cerradura. Ella lo cogió y, regresando con él a la salita, cerró la puerta de la habitación con cuidado otra vez.
Después de ciertas dudas, decidió abrir la caja. El terror y la confusión que la poseían hicieron que intentara abrirla con la llave equivocada. Tras solucionar el error, sacó a la luz (mezclados extrañamente con las prendas más ligeras de su vestuario) un montón de papeles; algunos de ellos eran cartas y facturas, otros eran instrucciones descoloridas sobre la preparación de colores para artistas. Retrocedió ante los objetos que su propio acto había sacado a la luz. ¿Por qué no había seguido el consejo del Padre Patrizio? ¡Solo que hubiera esperado un día más; si tan solo hubiera arreglado los papeles de su marido antes de que ella echara las cosas que no cabían en su baúl dentro de ese cajón medio vacío, qué tormento podría haberse evitado! Sus ojos se volvieron con tristeza hacia la puerta de la habitación.
—¡Oh, cariño mío, tenía tanta prisa por venir a tu lado!
Al fin, consiguió controlarse y puso su mano en el cajón. Buscó en una esquina y extrajo un pequeño bote. Había una etiqueta sucia pegada al bote con esta curiosa inscripción en italiano: «Si se ha quedado algo del polvo que empleamos en la elaboración de algunos de nuestros colores más bonitos, le pido a mi buena mujer o a alguna otra persona de confianza en su lugar, que lo selle y lo lleve directamente a la fábrica con los mejores deseos del anterior capataz. Tiene la apariencia de simple azúcar. Cuidado con la apariencia… o podrían probar veneno».
En el instante en el que iba a abrir el bote, ella dudó. Bajo algún impulso extraño, hizo lo que habría hecho un niño: lo agitó y escuchó.
El susurro del polvo subiendo y bajando parecía ejercer una fascinación irresistible en ella, reavivando su terror.
«La danza del diablo —se dijo a sí misma, con una espantosa sonrisa—. ¡Suavemente hacia arriba y suavemente hacia abajo… y tentándome todo el tiempo para que levante la tapa! ¿Por qué no me libro de ello?».
Esa pregunta llevó su pensamiento hacia la tutora de Carmina. Si el señor Null estaba en lo cierto, en un día o dos la señora Gallilee podría venir a la casa. Después de que los abogados hubieran amenazado a Teresa con la perspectiva de una separación de Carmina, ella había abierto el cajón por primera vez desde que había abandonado Roma… con la intención de clasificar los papeles de su marido como medio de desembarazarse de sus propios pensamientos. De esta manera, ella había descubierto el bote. La visión del polvo mortífero la había tentado. ¡Ahí estaba el medio temible de desafiar la autoridad de la señora Gallilee! Algunas mujeres, en su lugar, lo habrían usado. A pesar de que ahora no estaba mirando dentro del bote, sentía que ese pensamiento estaba regresando sigilosamente a su mente. Tan solo había una esperanza para ella: resolvió deshacerse del veneno.
¿Cómo hacerlo? En esa época del año, no había fuego en la chimenea. En los límites de la habitación, era muy poco probable que se presentaran los medios para intentar destruir algo. Su propio horror mórbido del bote hizo que ella sospechara de la curiosidad de otra gente, quienes podrían verlo en su mano si ella salía a las escaleras. Sin embargo, ella estaba determinada, si encendía un fuego para tal propósito, a encontrar el camino para conseguir su propósito. La firmeza de su resolución se expresó cerrando el cajón de nuevo, sin volver a introducir el bote en su escondite.
A continuación, proveyéndose de un cuchillo, se sentó en una esquina —entre la puerta de la habitación por un lado, y un armario en un ángulo de la pared por el otro—, y comenzó el trabajo de destrucción haciendo añicos el papel de la etiqueta. Los fragmentos podrían ser quemados, y el polvo (si hacía votos a la Virgen para hacerlo) podría ser echado al fuego a continuación… y entonces, el bote vacía sería inocuo.
No hizo más que pequeños progresos al hacer añicos el papel, cuando se le ocurrió que encender un fuego en ese día caluroso de otoño podría resultar sospechoso si se le ocurriera aparecer a la casera o al señor Null. Sería más seguro esperar a la noche, cuando todo el mundo estuviera en la cama.
Una vez llegada a esta conclusión, dejó de utilizar de forma mecánica el cuchillo.
Durante el instante de silencio que siguió, ella oyó a alguien entrar en la habitación por la puerta que daba a las escaleras. Inmediatamente después, la persona giró la manecilla de la segunda puerta que estaba a su lado. Teresa apenas tuvo tiempo suficiente para abrir el armario y esconder el bote en él… cuando entró la casera. Teresa la miró espantada, la casera miró al armario, estaba orgullosa de su armario.
—Ahí hay sitio de sobra —dijo con jactancia—, ¡ninguna otra casa en el vecindario puede ofrecerle tanto espacio como ese! Sí… la cerradura no funciona, no lo niego. ¡Cosas del último inquilino! Echó a perder mi mantel y puso la escribanía encima para tapar el lugar. ¡Bestia!, esta era su forma de ser, definida en una palabra. ¿No me ha oído llamar a la puerta de la habitación? Estoy tan encantada de verla dormir plácidamente, ¡pobrecita! Su caldo de pollo estará preparado para cuando se levante. Hoy he tardado en preguntar por nuestra jovencita. Ha visto que hemos tenido mucho trabajo arriba preparando la habitación para un nuevo inquilino. ¡Qué contraste con la persona que nos acaba de dejar! Esta vez es un perfecto caballero… y tan amable como para esperar una semana hasta que pudiera acomodarlo. Mis habitaciones de la planta baja estaban vacías, como usted sabe… Y sin embargo, dijo que las condiciones eran demasiado elevadas para él. ¡Oh, no olvidé mencionarle que teníamos un enfermo en la casa! «Unos hábitos silenciosos —dije— son de hecho un requisito esencial de cualquier nuevo inquilino, en un momento como este». Él lo comprendió, «Yo he estado enfermo —dijo— y la verdadera razón por la que abandono mi actual alojamiento es que no es lo suficiente silencioso». ¿No es este el tipo de hombre que queremos? Y, permítame decírselo, también es un hombre atractivo; con un inconveniente, debo reconocerlo, debido a su calvicie. Sin embargo, ¡qué barba, y qué apasionante voz! ¡Silencio! ¿He oído que ella llamaba?
Por fin, la casera permitió que otros sonidos fueran audibles, aparte del sonido de su voz. Fue posible descubrir que ahora Carmina estaba despierta; Teresa corrió a la habitación.
Al quedarse sola en la salita, la casera, «por pura curiosidad» (como después dijo conversando con su nuevo inquilino) abrió el armario y miró dentro.
El bote se encontraba ante ella, en una repisa superior. ¿Acaso la niñera de la señorita Carmina tomaba rapé? Examinó el bote: tenía un polvo blanco en el interior. La etiqueta mutilada estaba escrita en una lengua desconocida. Humedeció su dedo y probó el polvo. El resultado fue tan desagradable que se vio obligada a usar su pañuelo. Puso el bote de vuelta en su sitio y cerró el armario.
—Sin duda es medicina —dijo la casera para sí misma—. ¿Por qué se apresuró a esconderla cuando he entrado?