Capítulo XLVIII
Incluso en el acogedor amparo que lograba tener en la sala de las clases, la mente del señor Gallilee estaba intranquila. Él estaba preocupado por una cuestión completamente nueva para él: la cuestión de sí mismo en su papel de marido y de padre.
Acostumbrado como estaba, tras largos años de unión conyugal, a ver a su mujer como un ser superior, era consciente de que ahora ella había perdido el lugar que ocupaba en su aprecio, sin que pudiera recuperarlo. Si a continuación reflexionaba sobre lo que debería hacerse con Maria y Zo, solo conseguía reavivar su desconcierto y aflicción. Dejarlas (como lo había hecho hasta ahora) sometidas absolutamente a la autoridad de su madre, era entregar a sus hijas a la influencia de una mujer que había dejado de ser objeto de su confianza y respeto. Meditó sobre ello en la clase y meditó sobre ello cuando se fue a la cama. A la mañana siguiente, llegó a una conclusión de que era una solución intermedia. Decidió solicitar consejo a su buen amigo el señor Mool.
Lo primero que hizo fue pasarse por el alojamiento de Teresa con la esperanza de oír novedades de mejoría en Carmina.
El informe melancólico de Teresa fue expresado en dos palabras: «sin cambios». Él estaba tan afligido que pidió ver a la casera, y trató, mediante su carácter bondadoso, más impotente, de conseguir algo de información esperanzadora haciendo preguntas… preguntas inútiles, repetidas una y otra vez cambiando palabras fútiles. La casera fue paciente: respetaba el dolor evidente de aquel amable y modesto hombre mayor, y sin embargo, se ciñó a la cruda verdad. La única respuesta posible era la respuesta que la sirvienta de Carmina había dado ya. Cuando la casera lo siguió hacia fuera para abrirle la puerta, el señor Gallilee pidió permiso para esperar un momento en el vestíbulo.
—Si me lo permite, señora, me secaré los ojos antes de salir a la calle.
El señor Gallilee encontró al abogado atareado al llegar a la oficina sin una cita. Un pasante le presentó un pedazo de papel con una línea escrita por el señor Mool: «¿Es algo importante?». El simple señor Gallilee escribió de vuelta: «¡Oh, vaya por Dios, no; solo soy yo! Ya volveré». Aparte de su juicio crítico en el tema del champagne, este hombre excelente poseía otro talento: una bonita caligrafía. El señor Mool, al descubrir una línea torcida y algunas letras mal formadas en la respuesta, sacó sus propias conclusiones. Mandó decirle a su viejo amigo que esperara.
Diez minutos más tarde estaban juntos, y el abogado fue informado de los acontecimientos que habían seguido a la visita de Benjulia a Fairfield Gardens el día anterior.
Durante un rato los dos hombres estuvieron sentados en silencio meditando, sin dejarse amedrentar por las perspectivas que se presentaban ante ellos. Cuando llegó el momento de hablar, ejercieron una influencia el uno sobre el otro, de lo cual ambos fueron por igual inconscientes. Fuera del común horror que sentían por la conducta de la señora Gallilee, y su común interés en Carmina, consiguieron de manera inocente sumar entre ellos dos un hombre resuelto.
—Mi querido Gallilee, esto es algo muy grave.
—Mi querido Mool, yo también lo creo… o no le habría molestado.
—¡No hable de molestarme! Veo muchas complicaciones ante nosotros, casi no sé por dónde empezar.
—¡Es lo que me pasa a mí! Me reconforta que usted sienta lo mismo que yo.
El señor Mool se levantó y caminó de un lado a otro de su despacho, como medio de estimular su inventiva.
—Ahí está esta pobre jovencita —prosiguió—. Si mejora…
—¡No lo diga de esa manera! —terció el señor Gallilee—. Suena como si dudara de que alguna vez pueda mejorar… ¿entiende ese punto de vista, verdad? Sea un poco más positivo, Mool, hágame el favor.
—¡Claro que sí! —mostró su acuerdo el señor Mool—. Vamos a decir, cuando… ella… se recupere. Sin embargo, el problema está ante nosotros de igual modo. Si la señora Gallilee reclama sus derechos, ¿qué haremos?
El señor Gallilee se levantó a su vez y empezó a andar de un lado para otro de la habitación. Ese bien intencionado experimento apenas lo dejó más débil que nunca.
—¿Qué es lo le pasaría a su hermano para que decidiera hacerla la tutora de Carmina? —preguntó el hombre con lo más cercano a la irritación de que era capaz.
El abogado estaba ocupado con sus propios pensamientos, solo ilustró al señor Gallilee después de que este repitiera la pregunta.
—Tenía yo un respeto sincero por el señor Robert Graywell —dijo—. No ha existido nunca un padre y un marido mejor… y permítame no olvidarlo… mejor y más encantador artista. Sin embargo —dijo el señor Mool con el aire de un hombre resuelto apelando a otro—, era débil, tristemente débil. Si me lo permite decir, el carácter insistente de su mujer… bueno, era tan diferente al carácter de su hermano, ¡que tuvo su efecto sobre él! Si Lady Northlake hubiera sido un poco menos callada y retraída, el asunto podría haber acabado de un modo muy diferente. Tal como fueron las cosas (no quiero exponer la situación de forma ofensiva), la señora Gallilee abusó de él… y ahí está ella, con la autoridad que da el testamento. Vamos a dejar eso. Debemos proteger a la pobre chica. ¡Debemos actuar…! —gritó el señor Mool con un estallido de energía.
—¡Debemos actuar! —repitió el señor Gallilee… y cerrando el puño débilmente, y golpeó con suavidad la mesa.
—Creo que tengo una idea —prosiguió el abogado—, sugerida por algo que me dijo la misma señorita Carmina. ¿Puedo preguntar si usted tiene su confianza?
El rostro del señor Gallilee se iluminó al oír esto.
—Desde luego —contestó—. Siempre la beso cuando nos decimos buenas noches, y la vuelvo a besar cuando nos decimos buenos días.
Esa prueba que mostraba su amigo de sus aspiraciones como consejero escogido por Carmina pareció sorprender bastante al señor Mool.
—¿Alguna vez dejó caer alguna indirecta sobre acelerar su matrimonio? —preguntó el señor Mool.
Tan clara como se había hecho la pregunta, dejó completamente perplejo al señor Gallilee. Su rostro honesto contestaba por él: no formaba parte del círculo de confianza de Carmina. El señor Mool regresó a su idea.
—La única cosa que podemos hacer —dijo— es acelerar el regreso de Ovid. Esa es la única medida que se puede tomar… tal como yo lo veo.
—¡Vamos a hacerlo rápidamente! —gritó el señor Gallilee.
—Pero, dígame —insistió el señor Mool, codicioso de estímulos—, ¿mi sugerencia ha aliviado su conciencia?
—¡Es el primer momento de alegría que he tenido hoy!
La débil voz del señor Gallilee gritó chillona: se iba volviendo un hombre más firme con cada palabra que pronunciaba.
Uno de ellos sacó un formulario de telegrama, el otro agarró una pluma.
—¿Puedo enviar el mensaje en su nombre? —preguntó el señor Mool.
Si el señor Gallilee hubiera tenido un centenar de nombres, los habría enviado (y pagado por ello) todos: «John Gallilee, 14 Fairfield Gardens, Londres. Para…». Aquí la pluma se detuvo, Ovid estaba aún en las tierras inexploradas del Canadá. El único modo de comunicar con él era a través de sus banqueros en el Quebec. Por lo tanto, el mensaje se envió a los banqueros:
«Por favor, telegrafíen la dirección del señor Ovid Vere en cuanto la sepan».
Cuando el telegrama hubo sido enviado a la oficina, siguió un intervalo de inactividad. La firmeza del señor Gallilee sufrió una recaída.
—Es demasiado tiempo de espera —dijo.
Su amigo estuvo de acuerdo con él. Desde el punto de vista moral, la fortaleza del señor Mool residía en las cuestiones jurídicas. Ningún aspecto jurídico aparecía en la presente conversación: él compartía el decaimiento de moral del señor Gallilee.
—Estamos completamente impotentes —observó—, hasta que Ovid regrese. Durante este intervalo, no veo ninguna opción para la señorita Carmina más que someterse a su tutora; a no ser… —miró fijamente al señor Gallilee, antes de terminar su frase—, a no ser —continuó— que usted pueda pasar por alto sus sentimientos presentes hacia su mujer.
—¿Pasar por alto? —repitió el señor Gallilee.
—Ahora da la impresión de ser completamente imposible, en mi opinión —admitió el respetable abogado—. A usted le ha causado una impresión muy penosa. ¡Es natural!, ¡es natural! Sin embargo, la fuerza del hábito, una vida de matrimonio de varios años, su propia amabilidad…
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el señor Gallilee, desconcertado, impaciente, casi enfadado.
—Un poco de persuasión por su parte, mi buen amigo… durante el momento interesante de la reconciliación… podría ser seguida de unos excelentes resultados. La señora Gallilee podría no poner objeciones a renunciar a sus reivindicaciones, hasta que el tiempo hubiera limado las actuales asperezas. Seguramente, una solución intermedia sería posible si tan solo usted pudiera convencerse de perdonar a su mujer.
—¿Perdonarla? ¡Estaría tan feliz si pudiera perdonarla! —gritó el señor Gallilee, estallando en una agitación violenta—. ¿Cómo voy a hacerlo? ¡Santo Dios! Mool, ¿cómo voy a hacerlo? Usted no oyó esas palabras infames. Usted… no… vio esa horrible mirada tocada por la muerte de la pobre chica. ¡Le anuncio que me quedo frío cuando pienso en mi mujer! No puedo ir a verla cuando debería ir… envío a los sirvientes a su habitación. Mis hijas también… mis queridas y buenas hijas… ya es suficiente que se le rompa el corazón de uno… piense en ellas criadas por una madre que puede decir lo que dijo e hizo… ¿Qué es lo que ellas verán, le pregunto qué es lo que ellas verán, si ella trae a Carmina de vuelta a la casa y trata a esa dulce joven como ella la tratará? Había momentos la pasada noche, cuando pensé en marcharme para siempre (Dios sabe dónde), y llevarme a las niñas conmigo. ¿De qué estoy hablando? Tengo algo que decir, y no sé qué es. ¡No me reconozco! Sí, sí… Me mantendré tranquilo. Es mi pobre cabeza estúpida, supongo… el calor, Mool, el calor sofocante. Vamos a ser razonables. Sí, sí, sí, vamos a ser razonables. Usted es abogado. Yo me he dicho cuando he venido aquí, quiero el consejo de Mool. Sea un querido y buen amigo… tranquilíceme. ¡Oh!, amigo mío, mi viejo amigo, ¿qué puedo hacer por mis hijas?
Asombrado y apenado, completamente perdido sobre cómo actuar para conseguir algún buen propósito, el señor Mool recuperó su presencia de ánimo en el mismo instante en que el señor Gallilee apeló a él y a su capacidad legal.
—No se apure por las niñas —dijo con amabilidad—. Gracias a Dios, ahí estamos en suelo firme.
—¿Lo piensa de verdad, Mool?
—Lo pienso. Por lo que a sus hijas se refiere, la autoridad es suya. ¡Sea firme, Gallilee!, ¡sea firme!
—¡Lo seré! Usted es mi ejemplo… ¿no es cierto? Usted es firme… ¿eh?
—Firme como una roca. Estoy de acuerdo con usted. Por lo menos, de momento, las niñas deben ser trasladadas.
—¡De inmediato, Mool!
—¡De inmediato! —repitió el abogado.
En ese momento, se pusieron nerviosos el uno al otro en el momento justo en que llegaban a la resolución. Hablaban tan alto que hasta los oficinistas los podían oír en la oficina.
—¡No importa lo que pueda decir mi mujer! —declaró el señor Gallilee.
—No importa lo que ella pueda decir —se sumó el señor Mool—, el padre es el amo.
—Y… usted… conoce la ley.
—Y yo conozco la ley. Solo debe reafirmarse a sí mismo.
—Y… usted… solo tiene que respaldarme.
—¡Por el amor a sus hijas, Gallilee!
—¡Por consejo de mi abogado, Mool!
El hombre resoluto estaba fabricado, por fin… sin un defecto en todo él. Ambos estaban agotados, por el esfuerzo. El señor Mool sugirió tomar un vaso de vino.
El señor Gallilee se arriesgó a lanzar una indirecta.
—¿No tendrá unas gotitas de champagne a mano? —dijo.
El abogado llamó al ama de llaves. En cinco minutos, estaban comprometiéndose el uno con el otro ante vasos espumosos. En cinco minutos más, regresaron a su trabajo. La cuestión sobre cuál sería el mejor lugar al que podrían ser trasladadas las niñas fue resuelta con facilidad. El señor Mool ofreció su propia casa, reconociendo modestamente que quizás tuviera un inconveniente: era de fácil acceso para la señora Gallilee. La exposición de esta objeción estimuló la memoria de su amigo. Lady Northlake estaba en Escocia. Lady Northlake había invitado a Maria y Zo, una y otra vez, a pasar el otoño con sus primos; sin embargo, los celos que sentía la señora Gallilee habían siempre logrado que esta encontrara alguna razón convincente para negarse a enviarlas.
—Escriba inmediatamente —aconsejó el señor Mool—. Puede hacerlo en dos líneas. Su mujer está enferma, la señorita Carmina está enferma, a usted no le es posible abandonar Londres… y las niñas tienen puestas las esperanzas en el aire fresco.
En este sentido, escribió el señor Gallilee. El señor Mool insistió en enviar la carta al correo inmediatamente.
—Sé que todavía falta mucho para la hora del correo —explicó—, pero quiero sosegar mi conciencia.
El abogado hizo una pausa, con su vaso en los labios.
—¡Vaya! ¿Usted no estará dudando ya?
—No más que usted —contestó el señor Gallilee.
—¿Realmente enviará a las niñas fuera?
—Las niñas deben partir el mismo día en que Lady Northlake las invite.
—Escribiré una nota sobre eso —dijo el señor Mool.
Escribió la nota, y se levantó para despedirse. El fiel señor Gallilee todavía pensaba en Carmina.
—¡Considérelo de nuevo! —dijo al partir—. ¿Está seguro de que la ley no la ayudará?
—Podría mirar el testamento de su padre —replicó el señor Mool.
El señor Gallilee vio el lado esperanzador de esta sugerencia, con los tonos más rosados.
—¿Cómo es que no ha pensado en ello antes? —preguntó.
El señor Mool protestó ligeramente.
—No se olvide de cuántas cosas tengo en la cabeza —dijo—. Solo se me ha ocurrido ahora que el testamento podría darnos la solución… si hay algún tipo… de clara oposición en contra del compromiso matrimonial del pupilo por parte del tutor.
Llegado a ese punto se detuvo, conociendo muy bien los métodos de resistencia de la señora Gallilee como para hacer cálculos esperanzados con un resultado como ese. Sin embargo, él era un hombre clemente, y se guardó sus recelos para sí mismo.
De regreso a casa, el señor Gallilee se encontró con la criada de su mujer. Marceline estaba echando una carta en el buzón de correos de la esquina de la plaza; al ver a su señor, cambió de color. «Carteándose con su novio», concluyó el señor Gallilee.
Al entrar en la casa con un cigarro inacabado en la boca, se fue directo hacia la sala de fumar… y adelantó a su hija pequeña, que se encontraba por debajo de él esperando, fuera del alcance de la vista en las escaleras de la cocina.
—¿Ya lo ha hecho? —susurró Zo, cuando regresó Marceline por la puerta de servicio.
—Está a salvo en el buzón, querida. Ahora explícame qué viste ayer cuando estabas escondida en la habitación de Carmina.
El tono con el cual hablaba suponía un pacto confidencial. Zo se encaramó sobre las rodillas de su amiga con decorosa prontitud, hizo trabajar su memoria y recompensó a Marceline por haber llevado al correo su carta a Ovid.