Capítulo LIV

El lunes por la mañana, la presión ejercida sobre la paciente resistencia de la señora Gallilee llegó a su fin. Con la ayuda del brazo del señor Null, fue capaz de bajar a la biblioteca. El martes, no hubo ninguna objeción a que saliera a dar un paseo en coche. El señor Null la dejó restablecida con un estado de ánimo estable. Le preguntó si deseaba que alguien la acompañara… y ella contestó enérgicamente:

—¡Por nada del mundo! Prefiero estar sola.

El sábado por la mañana, ella recibió la carta del señor Le Frank, y sin embargo, para entonces no se había recuperado lo suficiente como para ser capaz de leérsela de un tirón. Ahora podía continuar con ella de nuevo y llegar hasta el final.

Otras mujeres podrían haberse sentido alarmadas por la atroz crueldad que entrañaba la conspiración que había planeado el profesor de música. La señora Gallilee solo se sentía ofendida por creerla capaz (en su posición social) de favorecer un plan como el que él había sugerido. Esto era un insulto que ella estaba resuelta a no perdonar ni a olvidar. Por fortuna, ella no se había comprometido por escrito, así que él no podría sacar ninguna prueba de las relaciones que habían existido entre ellos. Lo primero y mejor que haría, una vez recuperada, sería prescindir de sus servicios… después de pagar sus gastos en privado y prudentemente, en metálico en vez de con un talón.

Mientras tanto, la insolencia del hombre había dejado su repugnante rastro en su mente. El único modo de borrarlo consistía en dar con algún pensamiento agradable.

Mira en la mesa de tu biblioteca, erudita dama, y aprovecha el adecuado modo de aliviarte que ella te ofrece. Observa los vivaces parásitos modernos que infestan la ciencia, ansiosos por captar tu atención con sus pequeños y lentos pasos. Respalda las investigaciones científicas, que se afanan en ir a la imprenta para así proclamar su propia importancia y declarar que cualquier ser humano que se atreva a dudar o a mostrar su desacuerdo es un fanático o un loco. Respeta a los líderes de la opinión pública que escriben reseñas sobre los profesores, quienes han hecho descubrimientos respecto de lo que el tiempo todavía no les ha podido dar la razón, que todavía no están aceptados universalmente ni siquiera por sus hermanos, en unos términos que resultarían exagerados si se aplicaran a Newton o a Bacon. Sométete a las docenas de conferencias y discursos, los cuales, si no prueban otra cosa, prueban que lo que era conocimiento científico hace unos años, ahora es ignorancia científica… y que lo que es conocimiento científico ahora puede ser ignorancia científica dentro de unos pocos años. Sumerge tu mente en controversias y discusiones en las cuales, tanto el señor Siempre Acertado como el señor Nunca Equivocado exhiben la tendencia natural del hombre a creer en sí mismo, en la fase más reptante del desarrollo que el mundo haya conocido nunca. Y, cuando hayas hecho todo esto, no dudes en que has hecho un buen uso de tu tiempo. Has descubierto lo que la tranquila sabiduría de Faraday vio y lamentó cuando advirtió a la ciencia de su tiempo con unas palabras que deberían permanecer para siempre: «El primer y el último paso en la formación de un juicio es… la humildad». Tras ocupar su mente agradablemente con temas que merecían la pena, la señora Gallilee se levantó en busca de cierto alivio físico, caminando de un lado a otro de la habitación.

Pasando y repasando los estantes de la librería, se fijó en una esquina remota dedicada a temas varios. Un volumen encuadernado en un azul cielo descolorido había sido puesto del revés. Ella miró el libro antes de colocarlo en la posición correcta. El título era «Galería de la belleza británica». Entre las ilustraciones (olvidadas desde hacia tiempo) apareció su propio retrato cuando tenía la edad de Carmina.

Una leve y desdeñosa sonrisa salió de sus labios provocada por los recuerdos de su juventud.

¡Qué loca había sido en esa época temprana de su vida! En esa época, se había estremecido de placer al oír cantar a un famoso tenor italiano, se había dejado llevar por la cólera cuando un vestido nuevo no le venía bien la misma tarde que había baile, había dado limosna a los mendigos de la calle, se había enamorado de un joven pobre, y había horrorizado a su histérica y simplona madre, amenazándola con suicidarse cuando se le prohibió la entrada en casa a ese chico amado. Comparando la chica de diecisiete años con la mujer madura y culta de estos últimos años, ¡qué ejemplo incomparable representaba la señora Gallilee de la saludable influencia de la educación encaminada a fines científicos! «¡Ah! —pensó mientras devolvía el libro a su sitio—, mis hijas tendrán razones para estarme agradecidas cuando crezcan, han tenido una madre que ha cumplido con su deber».

Dio unos paseos más por la habitación. El cielo se despejó de nuevo, un rayo de sol dorado atrajo su atención hacia la ventana; al instante siguiente, incluso lamentaba dicha concesión a la debilidad humana. Una desagradable asociación se le presentó y detuvo el placentero flujo de sus pensamientos. El señor Gallilee apareció en el umbral de la puerta, a punto de salir de casa a pie y llevando un gran paquete con papel marrón bajo el brazo.

Habiendo sirvientes a su disposición, ¿por qué cargaba él mismo con el paquete? Había habido un tiempo en que la señora Gallilee habría golpeado en la ventana y habría insistido en que volviera y contestara la pregunta al instante. Sin embargo, la conducta del señor Gallilee, desde que se produjo la catástrofe en la habitación de Carmina, había producido un completo distanciamiento en el matrimonio. Todas las preguntas que él había hecho sobre la salud de su mujer habían sido a través de un intermediario. Cuando no estaba con las niñas en la clase, estaba en su club. Hasta que no entrara en razón y se disculpara humildemente, ninguna consideración del mundo llevaría a la señora Gallilee a fijarse lo más mínimo en él.

Ella regresó a su lectura.

El lacayo entró con dos cartas: una que había llegado por correo, la otra había sido depositada dentro del buzón por un mensajero anónimo. Las comunicaciones de este último tipo procedían usualmente de acreedores. La señora Gallilee abrió primero la carta sellada.

No contenía más que unas pocas palabras de la institutriz que ella había contratado por días, hasta que se pudiera encontrar una sustituía a la señorita Minerva. Siguiendo las instrucciones de la señora Gallilee, la institutriz comenzaría su cometido a las diez de la mañana siguiente.

La segunda carta era de un cariz muy diferente. Contaba el desastre que le había acontecido al señor Le Frank.

El señor Null era el que escribía. Como médico de la señorita Carmina, era su deber informar a su tutora de que su salud se había visto afectada desfavorablemente por una alarma producida en la casa. Tras describir la naturaleza de la alarma, continuó con las siguientes palabras: «Usted habrá (me temo) perdido los servicios de su actual profesor de música. Las averiguaciones que he hecho esta mañana en el hospital, y que me han sido comunicadas, parecen sugerir resultados graves. El estado de salud del herido es poco saludable; los cirujanos no están seguros de poder salvar dos de los dedos. Mañana, me cumplirá venir a verla antes de que salga a dar su paseo en coche».

La impresión producida por estas noticias en la dama a quien iban dirigidas solo puede ser expresada en sus propias palabras. Ella (quien conocía, por las mejores autoridades científicas, que el mundo se había creado a sí mismo) perdió por completo la cabeza y, de hecho, exclamó: «¡Gracias a Dios!».

La señora Gallilee se libraría del señor Le Frank durante semanas, quizás durante meses, si los presentimientos de los cirujanos se cumplían. En ese momento de alivio infinito, si se hubiera presentado su marido, incluso es posible que lo hubiera perdonado.

En la práctica, el señor Gallilee regresó al caer la tarde, entró en su propio dominio, la sala de fumar, y abandonó la casa de nuevo cinco minutos más tarde. Joseph abrió oficiosamente la puerta para él y Joseph se sorprendió, precisamente tal como lo había hecho su señora. El señor Gallilee llevaba un gran paquete marrón de papel bajo su brazo… ¡el segundo que había sacado de la casa con sus propias manos! Además, se mostró de lo más confundido cuando el lacayo lo descubrió. Esa noche, él volvió tarde del club. Joseph (que ahora estaba en guardia) observó que su señor no se aguantaba muy bien sobre las piernas… y como consecuencia, sacó sus propias conclusiones.

A la mañana siguiente, llegó la nueva institutriz puntual a su hora. La señora Gallilee la recibió y la envió con las niñas. La criada que estaba a su cargo apareció sola. Ella tenía la certeza que las niñas regresarían enseguida. El señor se las había llevado a dar una pequeña vuelta antes de que empezaran las clases. Se le había dicho que la señorita a quien se había citado para que les diera clase vendría a las diez en punto. ¿Y qué había contestado él? Había dicho: «Muy bien».

Sonaron las diez y media, sonaron las once, y ni el padre ni las niñas regresaron. Diez minutos más tarde, alguien llamó a la puerta. La puerta se abrió como cabía esperar, pero nadie apareció en el umbral. Joseph miró dentro del buzón y encontró una nota dirigida a su señora con la caligrafía de su señor. Joseph la entregó de inmediato.

Hasta ahora, la señora Gallilee había estado solo inquieta. Joseph, a la espera de acontecimientos al otro lado de la puerta, oyó que sonaba la campana de forma furiosa y se encontró con su señora (tal como lo describió él de forma contundente) «como una mujer fuera de sí», pero para hacerle justicia… no sin que faltaran razones para ello. El método que empleó el señor Gallilee para aliviar la inquietud de su mujer fue destacable por su brevedad. En una frase, le aseguraba que no había ninguna necesidad de sentirse alarmada. En otra, mencionaba que se había llevado a las niñas con él para que cambiaran de aires. Y, después, firmaba con sus iniciales: J. G.

Todos los sirvientes de la casa fueron convocados en la biblioteca, cuando la señora Gallilee consiguió en cierto modo recuperarse. Uno tras otro fueron preguntados de forma estricta, y uno tras otro no tuvieron ningún testimonio que dar, con excepción de la criada que había estado presente cuando el señor se llevó a las niñas. De lo poco que tenía que decir se deducía que él no se había confiado a las niñas antes de que ellas abandonaran la casa. Maria había claudicado, pero sin aparentar estar particularmente contenta ante la perspectiva de ir de paseo tan temprano. Zo (que nunca estaba predispuesta ni a ejercitar su inteligencia ni sus piernas) había declarado de forma abierta que ella preferiría quedarse en casa. Ante esto, el señor había contestado: «¡Coge tus cosas ahora mismo!»… y lo había dicho de una forma tan severa que la señorita Zoé lo miró fijamente con asombro. ¿Se habían llevado algo con ellos… por ejemplo, una bolsa de viaje? No se habían llevado nada, a excepción del paraguas del señor Gallilee. ¿Quién había visto por última vez al señor Gallilee, la noche anterior? Joseph era el último que lo había visto. En Inglaterra, las clases sociales bajas tienen un verdadero sentimiento de compasión, pero solo uno, para con las clases altas. El hombre al que sirven apela a sus corazones, y merece su verdadera ayuda cuando se tambalea sobre sus piernas. Joseph, con nobleza, se guardó sus pruebas y se remitió a lo que había observado algunas horas antes: mencionó el paquete. La aguda percepción de la señora Gallilee se avivó por la experiencia que había tenido ella misma en la ventana, y llegó a la verdad. Esos dos paquetes debían contener ropa, y habían sido entregados antes del viaje bajo el cuidado de un cómplice. Era imposible que el señor Gallilee pudiera haber cogido los vestidos y ropa blanca de las niñas, y haber hecho su necesaria selección sin la ayuda de una mujer. Las sirvientas fueron interrogadas de nuevo, todas ellas afirmaron con seguridad su propia inocencia. La señora Gallilee las amenazó con llamar a la policía. Las mujeres indignadas gritaron todas a coro: «¡Mire nuestros cajones!». La señora Gallilee adoptó una táctica más sutil; hizo llamar a los abogados que le habían sido recomendados por el señor Null. Acababa de ser enviado el mensajero cuando el mismo señor Null, haciendo gala de su cita del día anterior, acudió a la casa.

Él también estaba agitado. Era imposible que pudiera haber oído lo que había pasado. ¿Acaso era él el portador de las malas noticias? La señora Gallilee pensó primero en Carmina y después en el señor Le Frank.

—¡Prepárese para una sorpresa —comenzó el señor Null—, una feliz sorpresa, señora Gallilee! He recibido un telegrama de su hijo.

Él se lo entregó mientras seguía hablando:

«6 de septiembre. He llegado al Quebec y he recibido información de la enfermedad de Carmina. Cogeré el vapor de Boston, y embarcaré mañana para Liverpool. Dadle la noticia con delicadeza a C. Por el amor de Dios, enviad telegrama para encontrarnos en Queenstown».

Era el 7 de septiembre. Si todo iba bien, Ovid podría estar en Londres en unos diez días.