Capítulo XLV
El reloj de la repisa de la chimenea marcó las seis. Zo regresó de repente de la ventana y corrió hacia el sofá.
—¡Aquí está el carruaje! —gritó.
—¡Teresa! —exclamó Carmina.
Zo cruzó la habitación de puntillas hacia la puerta del aposento.
—Es mamá —dijo—. ¡No se lo digas! Me voy a esconder.
—¿Por qué, querida?
La respuesta a esto se la dio misteriosamente en un susurro:
—Ella dijo que yo no debía venir a verte. Ella tiene unas piernas rápidas… podría cogerme en las escaleras.
Tras esta explicación, Zo se introdujo en la habitación y dejó la puerta entreabierta.
Los minutos pasaron y la señora Gallilee no justificó la opinión expresada por su hija. Nada se oía en las escaleras, ni una palabra más se pronunció en la habitación. Benjulia había cogido el puesto que tenía la niña en la ventana y se sentó ahí a reflexionar. Carmina le había sugerido algunas ideas nuevas relacionadas con la intrincada relación entre la fe humana y la felicidad humana. Lenta, muy lentamente, el reloj marcaba el correr de los minutos. Carmina, con nerviosa ansiedad, empezó a pronosticar que algún desastre le había pasado a la niñera ausente. Cogió el telegrama de Teresa del bolsillo y lo volvió a consultar. No había ningún error, las seis de la tarde era la hora que había dicho la viajera para su llegada, y pasaban cerca de tres minutos de la hora. Carmina, ignorante de lo que eran los horarios de trenes, dio por sentado que estos eran puntuales; sin embargo, su interpretación era que los trenes estaban sujetos a incidentes.
—¿Supongo que hay retrasos —dijo a Benjulia—, sin que eso signifique ningún peligro para los pasajeros, verdad?
Antes de que él pudiera contestarle, de repente, entró la señora Gallilee en la habitación.
Había abierto la puerta con tanta suavidad, que cogió a ambos por sorpresa. Se deslizó ante su presencia como un fantasma lo hubiera hecho, y así fue para la excitada imaginación de Carmina. Su aspecto y forma de comportarse mostraban una seria agitación, que ella reprimía desesperadamente. En algunos lugares, el maquillaje y los polvos de su cara se habían agrietado y revelaban los surcos y las arrugas que había por debajo. Sus duros ojos centelleaban y se oía su pesada respiración.
Indiferente a toda muestra emocional que no lo concerniera científicamente, Benjulia se levantó con tranquilidad y avanzó hacia la señora Gallilee. Esta parecía no ser consciente de su presencia, y él habló, permitiéndole que le ignorara, sin preocuparse por notar el mal humor de ella.
—Cuando pueda atenderme, quisiera hablar con usted. ¿Puedo esperarla abajo?
Cogió su sombrero y su bastón para abandonar la habitación, miró a Carmina al pasar a su lado y, de repente, regresó a su sitio en la ventana. La entrada silenciosa y siniestra de su tía había atemorizado a Carmina, y Benjulia esperó (por puro interés fisiológico) para ver cómo acababa la nueva excitación nerviosa.
Hasta ese momento la señora Gallilee había mantenido escondida una de sus manos detrás de ella. Avanzó hasta llegar junto a Carmina y permitió que se le viera la mano. Esta sostenía una carta abierta, y la señora Gallilee la agitó en la cara de su sobrina.
Carmina había estado oculta a la vista de Benjulia vista la posición que ahora ocupaba la señora Gallilee: El hombre, esperando su hora propicia junto a la ventana, miraba hacia fuera.
Una carroza acababa de detenerse en la casa con equipaje en el techo.
¿Era la vieja niñera esperada para las seis en punto?
El lacayo salió a abrir la puerta de la carroza, le seguía el señor Gallilee, ansioso por ayudar a apearse a la persona que había dentro. El viajero resultó ser una mujer de pelo gris, pobremente vestida. El señor Gallilee le tendió la mano cordialmente, le dio unas palmaditas en la espalda, le ofreció el brazo y la condujo al interior de la casa. El carruaje permaneció en la puerta con el equipaje. Evidentemente, la niñera aún no había llegado al final de su trayecto.
Carmina se apartó hacia atrás en dirección al sofá, cuando las hojas de la carta tocaron su rostro. La señora Gallilee dijo sus primeras palabras como en un susurro. La furia interior de su rabia, luchando por desahogarse, la superó; le costaba hablar y respirar:
—¿Reconoces esta carta? —dijo.
Carmina miró la escritura. Era la carta dirigida a Ovid, la que había dejado aquella tarde en el cesto del correo, la carta en la que declaraba que no podía soportar por más tiempo la crueldad a sangre fría de su madre, y que tan solo esperaba la llegada de Teresa para reunirse con él en el Quebec.
Después de un horroroso momento de confusión, se dio cuenta del ultraje que implicaba el hecho de que hubiera robado y leído su carta. En los primeros días de estancia de Carmina en la casa, la señora Gallilee la había acusado de falsedad deliberada. Carmina se había sentido ofendida al instante por el insulto y abandonó la habitación. Ese mismo espíritu que había en ella (un espíritu encordado con precisión que vibra intocable en los caracteres dulces mientras viven en paz) templó esos nervios estremecidos, levantó esa valentía decaída. Miró de frente a esos ojos que estaban fijos en ella y sin echarse atrás, habló con seriedad y firmeza:
—La carta es mía —dijo—. ¿Cómo la ha conseguido?
—¿Cómo te atreves a preguntarme?
—¿Cómo se atreve… usted… a robar mi carta?
La señora Gallilee abrió el corchete que tenía su vestido en la garganta para coger aire.
—¡Tú, insolente bastarda! —reventó, enloquecida por la rabia.
Benjulia la oyó mientras esperaba pacientemente en la ventana.
—¡Refrene su maldita lengua! —gritó—. Ella es su sobrina.
La señora Gallilee se giró hacia él: su furia estalló en una sonora carcajada.
—¿Mi sobrina? —repitió ella—. ¡Miente… y lo sabe! ¡Ella es la hija de una adúltera! ¡Ella es la hija del amante de su madre!
La puerta se abrió mientras pronunciaba estas palabras. La niñera y el señor Gallilee entraron en la habitación.
La señora Gallilee no estaba en condiciones de verlos y era incapaz de oírlos.
El demonio que había en ella la impelió a continuar e intentó reiterar la detestable falsedad. Su primera palabra se desvaneció en silencio. Los delgados dedos morenos de la mujer italiana la tenían cogida por el cuello, la tenían agarrada como las garras de una tigresa podrían haberla agarrado. Sus ojos giraban pidiendo ayuda en una agonía silenciosa. ¡En vano!, ¡en vano! Ni un grito, ni un sonido habían atraído su atención para que le pudieran haber indicado el ataque. Los ojos del marido estaban fijos, imbuidos de horror, en la víctima de aquella rabia. Benjulia había cruzado la habitación hacia el sofá cuando Carmina oyó las palabras dichas sobre su madre. Desde ese momento, Benjulia estaba observando lo ocurrido. El señor Gallilee, a solas, miró a su alrededor, cuando la niñera presionó con más fuerza en un último apretón despiadado. Esta arrojó a la mujer inconsciente al suelo y, girándose, cayó de rodillas a los pies de su queridísima protegida.
Alzó su mirada al rostro de Carmina. Una mirada horrible mostraba la muerte en vida a través de unos ojos entreabiertos que le devolvieron la mirada, mirando sin comprender. La conmoción había golpeado a Carmina con una calma glacial. Ella no se había sobresaltado, no se había desvanecido. Allí estaba, sentada, rígida, inmóvil, sorda y sin llorar, incluso insensible al tacto; sus brazos colgando y sus manos, cerradas, reposando a ambos lados de su cuerpo.
Teresa se arrastraba y gemía a sus pies. Esas feroces manos que habían dejado a la calumniadora postrada en el suelo, ahora golpeaban su pecho y sus cabellos grises con debilidad.
—¡Oh, Santos amados de Dios! ¡Oh, Virgen bendita, madre de Cristo, salva a mi niña, a mi dulce niña…!
Se levantó loca de desesperación, agarró a Benjulia y lo zarandeó.
—¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve a tocarla? ¡Devuélvamela, o lo mataré! ¡Oh!, Carmina mía, ¿es el sueño lo que te retiene? ¡Despierta!, ¡despierta!, ¡despierta!
—Escúcheme —dijo Benjulia severamente.
Teresa se dejó caer en el sofá al lado de Carmina, y levantó una de las frías manos cerradas de Carmina hasta sus labios. Las lágrimas caían lentamente sobre su rostro demacrado.
—La quiero mucho, señor —dijo ella con humildad—. Tan solo soy una mujer vieja. Mire qué bienvenida más espantosa me da mi niña. Es duro para una mujer vieja… ¡muy duro para una mujer vieja!
El temple de Benjulia no se vio afectado ni siquiera por esas palabras.
—¿Usted sabe quién soy? —preguntó—. Soy doctor, déjela en mis manos.
—Él es doctor. Eso es bueno, un doctor es bueno. Sí, sí. ¿Conoce el hombre mayor, el amable hombre mayor a este doctor…?
Ella buscaba con gesto ausente al señor Gallilee, pero este estaba inclinado sobre su mujer rociando con gotas de agua su rostro cadavérico.
Teresa se levantó y señaló a la señora Gallilee.
—La respiración de este demonio envenena el aire —dijo—. Debo sacar a mi niña de aquí. A mi alojamiento, señor, si me hace el favor. Solo a mi alojamiento.
Ella intentó levantar a Carmina del sofá, y se echó atrás mirándola sin aliento. El rostro de Carmina se relajó débilmente, sus párpados se cerraron y temblaron.
El señor Gallilee alzó la vista desde su mujer.
—¿Me ayudará alguno de ustedes? —preguntó.
Su tono impresionó a Benjulia, era el tono acallado de la pena, y nada más.
—Me ocuparé de ello enseguida —con esa respuesta, Benjulia se giró hacia Teresa—. ¿Dónde está su alojamiento? —dijo—. ¿Cerca o lejos?
—El mensaje —contestó la mujer, confusa—. El mensaje dice…
Ella le señaló que mirara en su bolso de mano caído en el suelo. Benjulia encontró el telegrama de Carmina que contenía la dirección del alojamiento. La casa estaba cerca. Después de ciertas consideraciones, mandó a la niñera a la habitación con instrucciones de que sacara las sábanas de la cama y se las diera a él. Durante el siguiente minuto, examinó a la señora Gallilee.
—No hay nada de lo que asustarse. Deje que la criada la atienda.
El señor Gallilee volvió a sorprender a Benjulia, ya que le dio la espalda a su mujer y miró a Carmina.
—¡Por el amor de Dios, no la deje aquí! —estalló—. Después de lo que ha oído, este no es lugar para ella. ¡Désela a la vieja niñera!
Benjulia solo contestó lo que ya había contestado.
—Miraré qué puedo hacer.
El señor Gallilee insistió.
—¿Hay algún riesgo para ella si la trasladamos? —preguntó.
—Es el mal menor. ¡Se acabaron las preguntas! Atienda a su mujer.
El señor Gallilee obedeció en silencio.
Cuando él alzó su cabeza de nuevo y se levantó para llamar a la criada con la campana, la habitación estaba solitaria y en silencio. Un pálido y asustado rostro pequeño echaba una ojeada a través de la puerta del dormitorio. Zo se arriesgó a entrar, y su padre la cogió en brazos y la besó como aún no la había besado nunca. Los ojos del señor Gallilee estaban húmedos por las lágrimas. Zo se fijó en que él nunca decía una palabra sobre mamá; ella vio el cambio en su padre de la misma manera que lo había visto Benjulia. La niña compartía un sentimiento humano con su amigo grandote; ella también estaba sorprendida.