Capítulo XXXII

—¿Ahora —dijo Benjulia—, qué va a ser? ¿La pesadilla pública favorita? ¿La vivisección?

—Sí.

—Muy bien, ¿qué puedo hacer por ti?

—Primero dime —dijo Lemuel—, ¿qué es la Ley?

—Nadie lo sabe.

—Bien, entonces, ¿qué… debería… ser?

—Justicia, supongo.

—Permíteme esperar un poco, Nathan, y asimilar eso en mi mente.

Benjulia esperó con una paciencia ejemplar.

—Ahora sobre ti mismo —continuó Lemuel—. No te ofenderás… ¿verdad? ¿Estaría en lo cierto si te llamara un diseccionador de criaturas vivas?

Benjulia se acordó del día en que descubrió a su hermano en el laboratorio. Su oscuro aspecto se intensificó en color, sus fríos ojos grises parecían prometer un inminente arranque de furia. Lemuel, prosiguió:

—¿La Ley te prohíbe realizar tus experimentos en un hombre? —preguntó.

—¡Por supuesto!

—¿Por qué la Ley no te prohíbe realizar tus experimentos en un perro?

El rostro de Benjulia se despejó de nuevo, no se había conseguido llegar todavía al único punto vulnerable de su acorazada naturaleza. Esa pregunta aparentemente infantil sobre el perro pareció, no solo interesarlo, sino haberlo tomado por sorpresa. Su atención se alejó de su hermano. Su intelecto despejado puso la objeción de Lemuel de una forma lógica, y se preguntó si había una respuesta a ella, de este modo:

—La Ley que prohíbe que tú disecciones a un hombre vivo, te permite diseccionar a un perro vivo. ¿Por qué?

No había ciertamente ninguna respuesta a esto.

¿Supongamos que dijese: porque un perro es un animal? ¿Podría él negar, como psicólogo, que un hombre también era u animal?

¿Supongamos que dijese: porque un perro es un ser de intelecto inferior? La contestación obvia a esto sería: pero en el orden inferior de lo salvaje o en el de los lunáticos como seres inferiores en intelecto comparados con el perro, en esos casos, el perro tiene (según tu punto de vista) mejor derecho a la protección que esos otros dos.

¿Supongamos que dijese: porque un hombre es un ser con alma y el perro no? Esto invitaría simplemente a otra pregunta incontestable: ¿Y cómo lo sabes?

Aceptando con honestidad el dilema presentado de este modo, la conclusión a la que se llegaba parecía estar fuera de dudas.

Si la Ley, en la cuestión de la vivisección, afirma el principio de interferencia, la Ley ha renunciado a su derecho a poner límites arbitrarios a su propia acción. Si ella protege a cualquier ser vivo, está obligada, en razón y justicia, a protegerlos a todos.

—Bien —dijo Lemuel—, ¿me darás una respuesta?

—No soy abogado.

Con esta respuesta tan conveniente, Benjulia abrió la carta del señor Morphew, y leyó la parte prohibida, que empezaba en la página segunda. Ahí encontró las preguntas con las cuales su hermano le había dejado totalmente perplejo… ¡seguidas por la conclusión a la que él mismo había llegado!

—Interpretaste el lenguaje de tu perro hace un momento —dijo con tranquilidad a Lemuel—, y yo supuse naturalmente que tu cerebro podía estar reblandeciéndose. Tal como están las cosas, percibo que tu memoria funciona perfectamente. Acepta mis disculpas por tomarte el pulso, has dejado de ser un objetivo interesante para mí.

Benjulia continuó con la lectura de la carta. Lemuel lo miraba, aún con confianza y esperando resultados.

La carta continuaba en los siguientes términos:

«Tu jefe tal vez se sienta predispuesto a publicar mi trabajo si puedo satisfacerlo procurando que el trabajo esté dirigido al público en general.

Todos nosotros sabemos cuáles son los falsos pretextos bajo los cuales los psicólogos ingleses practican sus crueldades. Quiero exponer esos falsos pretextos de la manera más simple y clara, apelando a mi propia experiencia como un miembro trabajador más de la profesión médica.

Tomemos el pretexto de aumentar nuestro conocimiento sobre la acción curativa de los venenos probándolos en animales. Los perros y los gatos han sido torturados sin necesidad para demostrar la acción de los verdaderos venenos, los cuales he usado de forma exitosa en mis pacientes humanos durante toda una vida de práctica médica.

Me gustaría también preguntar qué prueba hay de que se pueda confiar con certeza en que el efecto de un veneno en un animal sea el efecto del mismo veneno en un hombre. Vamos a citar dos ejemplos solo para justificar la duda (y esta vez con pájaros, para cambiar): una paloma puede tragar suficiente opio como para matar a un hombre, y no se verá afectada en lo más mínimo por él; y el perejil, que es una hierba inocente en el estómago humano, es un veneno mortífero para un loro.

Del mismo modo, debería ocuparme del otro pretexto, el de mejorar nuestra práctica cirujana experimentando con animales vivos.

No hace mucho, vi cortar la pata enferma de un perro a la altura de la articulación de la cadera. Cuando se quitó el miembro, ni un vaso sanguíneo sangró. Intenta hacer la misma operación en un ser humano… y doce o quince vasos sanguíneos deberán ser ligados por cuestión de absoluta necesidad.

Más. Una gran autoridad nos dijo que cocer los perros en hornos nos ha llevado a nuevos descubrimientos en el tratamiento de la fiebre. Yo siempre he pensado que el calor, en la fiebre, no es la causa de la enfermedad, sino una consecuencia. No obstante, vamos a dejar eso aparte, y vamos a seguir ciñéndonos al experimento. ¿Es que esta crueldad infernal ha dado resultados que nos hayan ayudado a curar la escarlatina? Nuestra práctica como médicos de cabecera nos dice que la escarlatina continúa su curso igual que siempre. Puedo multiplicar esos ejemplos por cientos cuando escriba mi libro.

Expresado con brevedad, ahora tienes el método por el cual propongo sacar de su cobijo, aunque sea a rastras, al salvaje científico inglés que se escuda en los intereses médicos de la humanidad, y mostrar su verdadero carácter, tan claramente como el científico extranjero salvaje se muestra a sí mismo motu proprio. Este no se encoge de hombros tras falsos pretextos, no añade hipocresía a la crueldad. Proclama con descaro la verdad: ¡Lo hago porque me gusta!».

Benjulia se levantó y tiró la carta al suelo:

—Yo… proclamo la verdad —dijo—, lo hago… porque me gusta. Hay unos pocos ingleses que tratan la opinión ignorante del público con el desprecio que merece… y yo soy uno de ellos.

Señaló la carta con desdén.

—Ese viejo loco prolijo está en lo cierto sobre los falsos pretextos. Publica su libro, y yo compraré un ejemplar.

—Eso es extraño —dijo Lemuel.

—¿Qué es extraño?

—Bien, Nathan, tan solo seré un loco, pero si hablas de ese modo sobre los falsos pretextos y la opinión pública, ¿por qué dices a todo el mundo que tu horrible cortar y trinchar es solo química inofensiva? ¿Y por qué montaste en cólera cuando entré en tu lugar de trabajo y te descubrí? ¡Contéstame a eso!

—Primero, permíteme felicitarte —dijo Benjulia—. No todos los locos saben que ellos… están… locos, y ahora, tendrás tu respuesta. Antes de que acabe el año, todo el mundo será bienvenido a entrar en mi lugar de trabajo y verá cómo empleo mi vida. Hermano Lemuel, cuando entraste sigilosamente cruzando la puerta que tenía abierta, me encontraste viajando por el camino del más grande descubrimiento médico de este siglo. ¡Tú, estúpido imbécil!, ¿piensas que me importó lo que «tú» podías descubrir? Estoy siempre tan aterrorizado y temiendo que mis colegas se me adelanten, que no soy dueño de mí mismo, incluso cuando unos ojos como los tuyos miran mi trabajo. En uno o dos meses más (quizás en una semana o dos), habré resuelto el gran problema. Trabajo en ello todo el día. Pienso en ello, sueño con ello toda la noche. Me matará. Con todo lo fuerte que soy, me matará. ¿Qué dices? ¿Qué estoy cavando mi propia tumba, por el interés médico de la Humanidad? ¡Eso… por la Humanidad! Estoy trabajando en ello por satisfacción propia, por amor propio, por mi indecible placer de derrotar a otros hombres, por la fama que mantendrá mi nombre vivo de aquí a cientos de años. ¡La Humanidad! Yo digo con mis hermanos extranjeros: conocimiento por sí mismo, este es el único Dios al que adoro. El conocimiento es su propia justificación y su propia recompensa. El clamor de la multitud nos sigue con su grito de crueldad. Nosotros nos compadecemos de su ignorancia. El conocimiento santifica la crueldad. Los viejos anatomistas robaron cuerpos muertos en pos del conocimiento. Por esa causa sagrada, si pudiera robar a un hombre vivo sin ser descubierto, lo ataría a mi mesa y ese gran descubrimiento estaría a mi alcance en días, en vez de en meses. ¿Adónde vas? ¿Qué? ¿Temes estar en la misma habitación que yo? ¿Un hombre que habla como yo, es un hombre que no se aferra a nada? ¿Es esa la luz bajo la que vosotros, en un orden inferior de seres, nos contempláis? Ten unas miras un poco más altas, y verás que un hombre que habla como yo es un hombre que está por encima de ti gracias al conocimiento. Esfuérzate un poco y trata de entenderme. ¿Es que no tengo virtudes, incluso desde tu punto de vista? ¿No soy un buen ciudadano? ¿No pago mis deudas? ¿No ayudo a mis amigos? Tú, ser miserable, ¡has tenido mi dinero cuando lo quisiste! Mira esa carta en el suelo. El hombre que se menciona en ella es uno de esos colegas de los que desconfío. Yo cumplí con mi deber hacia él. Le di la información que quería, lo presenté a un amigo en una tierra extraña. ¿No tengo sentimientos, como tú los llamas? Mis últimos experimentos en un mono me horripilaron. Sus gritos de sufrimiento, sus gestos de súplica eran como los gritos y los gestos de un niño. Habría dado el mundo entero por evitar su sufrimiento, pero continué. Por la gloriosa causa, continué. Mis manos se volvieron frías… mi corazón me dolía… pensé en una niña con la que a veces juego… sufrí… resistí… y continué. ¡Todo por el conocimiento! ¡Todo por el conocimiento!

Olvidó la presencia de su hermano. Su rostro sombrío se volvió lívido, su cuerpo gigante se estremecía, su respiración iba y venía, respirando con dificultad entre profundos sollozos; era terrible verlo y oírlo.

Lemuel se escabulló de la habitación. El chacal había despertado al león, el espíritu malo que había en él con ganas de hacer daño no contaba con esto.

—Empiezo a creer en el diablo… —dijo para sí cuando se dirigió hacia la puerta de entrada.

Mientras bajaba por las escaleras, un carruaje apareció por el camino. Un lacayo abrió la puerta de la cerca. El carruaje se aproximaba a la casa con una señora dentro.

Lemuel corrió de regreso hacia su hermano.

—¡Está viniendo una señora! —dijo—. ¡Estás en un estado bueno para verla! ¡Cálmate, Nathan!… y ¡maldita sea, lávate las manos!

Tomó del brazo a Benjulia y se lo llevó escaleras arriba. Cuando Lemuel regresó al vestíbulo, la señora Gallilee estaba subiendo las escaleras de la casa. Él hizo una profunda reverencia en honor a los vestigios bien conservados de lo que fue una mujer bonita.

—Mi hermano estará con usted de inmediato, señora. Se lo ruego, permítame acercarle una silla.

Él llevaba el sombrero en la mano. El conocimiento del mundo de la señora Gallilee le hizo fácil valorar a Lemuel en su justa medida. Se libró de él con sus mejores maneras.

—Se lo ruego, no le voy a retener a usted, señor; esperaré con mucho placer.

Si hubiera tenido veinte años menos, la indirecta podría haber sido descartada. Tal como habían ido las cosas, Lemuel se retiró.