Capítulo XIV
Mientras tanto, Zo se había convertido en la causa inocente de una diferencia de opiniones entre dos personajes tan opuestos como Maria y la dama de compañía.
Zo, al tener la mente absorbida por el mono enfermo, sentía una curiosidad natural por ver el resto de monos que se encontraban bien de salud. La amable señorita Minerva consultó a su joven amiga italiana antes de ceder a los deseos de Zo. ¿Le apetecería a la señorita Carmina visitar la caseta de los monos? La prima de Ovid, recordando la promesa de su pariente, miró hacia el final del paseo. No estaba regresando a su lado… ni siquiera estaba a la vista. Carmina se resignó ante las circunstancias con cierto aire de resentimiento, que la señorita Minerva anotó debidamente en su memoria.
Al llegar a la caseta de los monos, Teresa pareció cambiar de personalidad y sorprendió a sus acompañantes demostrando su interés por la historia natural.
—¿Todo lo que hay son monos en este sitio tan grande? —preguntó—. No sé demasiado sobre animales foráneos. ¿Me pregunto cómo deben ser?
Esta pregunta tan completa estaba dirigida a la institutriz, siendo como era la persona presente más culta. La señorita Minerva se refirió a su alumna más mayor con una sonrisa alentadora.
—Maria le informará —dijo—. Sus estudios en historia natural la han hecho muy buena conocedora de los hábitos de los monos.
Incluso Maria, siempre tan discreta, se ruborizó de satisfacción al verse autorizada a demostrar su erudición. La recompensa más apreciada por esta jovencita era exhibir sus conocimientos (imitando el método de instrucción de su institutriz) en beneficio de la infortunada gente de rango inferior cuya educación no había sido llevada con propiedad. El tono de amable paternalismo con el cual, ahora, ella estaba impartiendo información de utilidad a una mujer lo suficiente mayor como para ser su abuela, habría hecho que la pasada generación se dejara quemar los dedos con tal de darle un cachete.
—Los monos se mantienen en jaulas grandes y bien ventiladas —comenzó diciendo Maria—, y la temperatura se regula con sumo cuidado. Me gustaría mucho señalarle la diferencia entre el mono y el simio. ¿Quizás no estaba al corriente de que los miembros de esta última familia son denominados «Simiadae» y están desprovistos de cola y de bolsas en las mejillas?
Teresa, que, hasta ese momento, escuchaba con tal asombro que se había quedado sin habla, comprobó el flujo de información recibida fijándose en las colas y las bolsas en las mejillas.
—¿Qué galimatías me está contando esta niña? —preguntó—. ¿Lo que quiero saber es cómo se divierten los monos en una jaula tan grande como esa?
El perfecto entrenamiento de Maria hizo que ilustrara con condescendencia, incluso, a una mentalidad como aquella.
—Tienen cuerdas por las que deslizarse —contestó con dulzura—, y los visitantes les dan comida a través de la alambrada de la jaula. También se colocan ramas de árboles para que se diviertan, con las cuales sin duda recordarán los vastos bosques tropicales en los que van de árbol en árbol en grupo, tal como hemos sabido por los viajeros que han estado allí.
Teresa levantó su mano haciendo la señal de que parase.
—Jovencita, hay algo en ti que está yendo demasiado lejos —dijo—. Ten en cuenta lo que puedo retener antes de llenarme la cabeza de esta manera.
Maria estaba desconcertada, pero aún no estaba amedrentada.
—Perdóneme —rogó—, me temo que no la acabo de entender.
—Entonces, las dos estamos perplejas —observó la dama de compañía—. Yo no te entiendo… a ti, tampoco. Yo no entraré en esa caseta. No cabe esperar de ningún cristiano que tenga que preocuparse por las bestias, y sin embargo, lo justo es lo justo en todas partes. El hecho de que el mono sea una criatura muy desagradable (he oído que su carne no es buena ni para comer cuando está muerto), no es razón suficiente para llevárselos de su propio país y encerrarlos en una jaula. Si tenemos que ver a criaturas en prisión, veamos criaturas que lo merezcan, hombres y mujeres, canallas y mujerzuelas. Los monos no lo tienen merecido. Entrad, yo os esperaré en la puerta.
Teresa puso su más implacable énfasis en esta protesta, la cual expresaba su animadversión empedernida hacia Maria (ya que la compasión por los animales enjaulados era la excusa que tenía más a mano), y a continuación se sentó con sensación de triunfo en el banco más cercano.
Una persona joven, solo con conocimientos ordinarios, quizás habría dejado que la mujer mayor disfrutara del privilegio de decir la última palabra. La alumna de la señorita Minerva, en cambio, exudaba información por cada poro de su piel, pero acababa de ser acallada de forma grosera. Incluso la perfección terrenal tiene ciertos puntos débiles en los que se puede incidir. Maria perdió los nervios.
—Me permitirá que le recuerde —dijo— que la curiosidad intelectual nos lleva al estudio de los hábitos de los animales que son desconocidos para nosotros, y los colocamos en jaulas.
Teresa perdió los nervios… también.
—Tú eres un animal desconocido para mí —gritó la airada dama de compañía—. Jamás en mi vida me he encontrado con una niña así. Si me hace el favor, señora institutriz, ponga a esta niña en una jaula. Mi curiosidad intelectual quiere estudiar a un mono que es nuevo para mí.
Teresa era afortunada de ser la favorita y mejor amiga de Carmina, y como tal, una persona que debía ser tratada con miramientos. La señorita Minerva detuvo la creciente discusión con oportuna discreción y mano izquierda. Dio unas palmaditas en el hombro de Teresa y miró a Carmina con una amable sonrisa.
—¡Qué venerable viejecita! ¡Cuánto humor le queda! La energía del pueblo, señorita Carmina. Suelo fijarme en la peculiar fuerza con la que expresa sus ideas. No, ni una palabra de disculpa, se lo ruego. Maria, querida, toma la mano de tu hermana y nosotras os seguiremos.
La señorita Minerva puso su brazo en el brazo de Carmina con una mezcla feliz de familiaridad y respeto y, girándose hacia la vieja amiga de Carmina, meneó su cabeza con la cordialidad de una amiga que está de buen humor.
Teresa ya no estaba irritada por tener que quedarse esperando durante un rato, y en unos minutos Carmina regresó junto a ella en el banco.
—¿Ya estás cansada de las bestias, bonita mía?
—¡Peor que cansada, ahuyentada por el olor…! Querida Teresa, ¿por qué hablaste de una manera tan brusca a la señorita Minerva y a Maria?
—¡Porque las odio! ¡Porque odio a la familia! ¿Es que tu pobre padre estaba demente en sus últimos momentos, cuando te confió a toda esta gente detestable?
Carmina escuchaba con asombro.
—¡Pero si ayer mismo me dijiste justo todo lo contrario de la familia! —exclamó.
Teresa bajó su cabeza mostrando confusión. Su intento, bien intencionado, de reconciliar a Carmina con la nueva vida que ahora iniciaba, se revelaba ahora, debido a su estallido temperamental, como una farsa. La única alternativa honesta que quedaba era reconocer la verdad y poner a Carmina sobre aviso sin alarmarla, si es que esto era posible.
—No volveré a decir una mentira mientras viva —declaró Teresa—. Sabes, no quería descorazonarte, después de todo, me atrevería a decir que estoy más equivocada que acertada al dar mi opinión, pero es mi opinión. Odio a esas mujeres, a la señora y a la institutriz, a las dos. ¡Ya está, ya lo he dicho! ¿Estás enfadada conmigo?
—Yo nunca me enfado contigo, mi querida amiga; tan solo estoy un poco molesta y perpleja. ¡No digas que odias a nadie tan solo un día o dos después de haberlo conocido! Estoy segura de que la señorita Minerva ha sido muy amable… conmigo, igual que contigo. Ya me siento avergonzada de mí misma por haberme caído mal al principio.
Teresa cogió la mano de su joven ama y le dio unas palmadas de forma compasiva.
—¡Pobre inocente! ¡Si al menos tuvieras mi experiencia para ayudarte! Hay criaturas buenas y malas, ¡y yo te digo que los Gallilee son malos! Incluso su profesor de música (lo he visto esta mañana) parece un granuja. Me dirás que el pobre y viejo caballero es inofensivo, seguro. No pienso contradecirte en eso, pero solo preguntaré, ¿de qué sirve un hombre tan endeble como el agua? ¡Oh!, a mí me agrada, ¡pero sé distinguir! También me gusta Zo. Sin embargo, ¿qué es una niña, sobre todo cuando esa espantosa institutriz ha embrollado su infortunada cabecita con el estudio? No, ángel mío, cuando pienso en el día en que nos separaremos, solamente hay una persona entre toda esa gente que me reconforta. ¡Ah! ¿Estoy viendo cómo te sube el color a las mejillas? ¡Ay, chica traviesa! Tú sabes quién es. ¡Es lo que yo llamo un hombre! Si fuera tan joven como tú y tan bonita como tú eres…
Carmina dirigió un gesto de precaución a Teresa y esta se calló. Ovid se acercaba con rapidez hacia ellas.
Parecía un poco enfadado y se disculpó sin mencionar el nombre del doctor. Su prima ya estaba lo suficiente interesada en él como para preguntarse qué significado tenía aquello. ¿De verdad no le gustaba el doctor Benjulia? Y, ¿había habido desavenencias entre ellos?
—¿Es ese doctor alto tan interesante? —se arriesgó a preguntar.
—¡En lo más mínimo! —contestó él como si el tema no fuera de su agrado, y sin embargo volvió a él—. A propósito, ¿alguna vez oíste el nombre de Benjulia en casa, en Italia?
—¡Jamás! ¿Es que conocía a mi padre y a mi madre?
—Eso dice.
—¡Oh! ¡Tienes que presentármelo!
—Deberemos esperar un poco. Hoy prefiere que le presenten al mono. ¿Dónde están la señorita Minerva y las niñas?
Teresa contestó, señaló a la caseta de los monos y después condujo a Ovid aparte.
—Llévatela a ver más pájaros y confía en mí para mantener a la institutriz fuera de vuestro camino —le susurró la buena mujer—. ¡Hazle la corte, sé cariñoso con ella, doctor!
Al cabo de un minuto los dos primos ya quedaban fuera del alcance de la vista. ¿Cómo le vas a hacer la corte a una joven solo un día o dos después de conocerla? La pregunta habría sido contestada con facilidad por muchos hombres, pero Ovid estaba completamente hecho un lío.
—¡Me siento tan feliz de estar de nuevo contigo! —le dijo a ella, abriéndole su corazón con toda honestidad—. ¿Estabas al menos la mitad de feliz que yo cuando me viste regresar?
Él no sabía nada de los tortuosos y serpenteantes caminos por los cuales el amor encuentra sus fines. No se le había ocurrido acercarse a ella hablando en tono secreto y con miradas arrebatadas que hablan por sí mismas. Así pues, ella contestó con la misma sincera franqueza con la cual él había dado el ejemplo.
—Espero que no pienses que soy insensible a tu amabilidad —dijo ella—. Estoy más agradecida y orgullosa de lo que puedo expresarte.
—¡Orgullosa! —repitió Ovid, sin comprenderla de inmediato.
—¿Por qué no? —preguntó ella—. Mi pobre padre solía decir que tú serías un honor para la familia. ¿No debería estar orgullosa cuando un hombre así tiene tantas atenciones conmigo?
Ella levantó su mirada hacia él con timidez. En ese momento, él habría renunciado a todos sus perspectivas de fama a cambio del privilegio de que ella lo besara. Él hizo una nueva tentativa para atraerla hacia él, aunque fuera solo en espíritu.
—Carmina, ¿recuerdas la primera vez que me viste?
—¿Cómo puedes preguntarme esto? Fue en la sala de conciertos. Cuando te vi allí, recordé que pasé junto a ti en la gran plaza. Parece una extraña coincidencia que tuvieras que ir al mismo concierto al que Teresa y yo fuimos por casualidad.
Ovid corrió el riesgo y lo confesó.
—No fue una coincidencia —dijo—, después de nuestro encuentro en la plaza fui siguiendo la pista hasta el concierto.
Esta atrevida confesión hubiera confundido a la más inocente de las chicas, pero a Carmina solo la tomó por sorpresa.
—¿Qué te hizo seguirnos? —preguntó.
—¿Seguiros?
¿Es que acaso ella suponía que había seguido a la mujer mayor? Ovid no perdió el tiempo y le aclaró las cosas.
—Ni siquiera vi a Teresa —dijo—. Te seguí a ti.
Ella se quedó en silencio. ¿Qué significaba aquel silencio? ¿Estaba confusa o todavía se encontraba perdida y era incapaz de entenderlo? La sensibilidad malsana (que era uno de los signos más graves de su falta de salud) estaba, por el momento, lo suficiente irritada como para llevarlo apresuradamente hacia situaciones extremas.
—¿Alguna vez has oído hablar de algo llamado amor a primera vista?
Ella se sobresaltó. Sorpresa, confusión y duda se sucedían una tras de otra con rapidez en su cambiante y delicado rostro. Todavía en silencio, despertó la valentía que llevaba dentro y lo miró.
Si él le hubiera devuelto la mirada, le habría contado la historia de su primer amor sin necesidad de ninguna otra palabra. Sin embargo, sus destrozados nervios lo amedrentaron, justo en el momento en que más le convenía ser descarado. El miedo a que, quizás, se hubiera permitido hablar con demasiada libertad (una debilidad que jamás lo habría perturbado en los días en que gozaba de salud y fuerza) le hizo mantener sus ojos con la mirada clavada en el suelo. Ella volvió a desviar la mirada y un rubor rápido se manifestó en su rostro por la vergüenza que sentía. ¡Qué ejemplo de vanidad haber pensado que un hombre como Ovid podía pensar con obsesión en ella, cuando hablaba de amor a primera vista! Él se había rebajado gentilmente al nivel intelectual de una chica y, además, había estado intentando que se interesara por él hablándole en el lenguaje del amor. Estaba tan insatisfecha consigo misma que hizo un gesto como para regresar.
Por su parte, él estaba demasiado amargamente decepcionado como para prolongar la conversación. Un devastador sentimiento de debilidad estaba empezando a embargarle. Era el resultado inevitable de su total necesidad de cuidar de sí mismo. Después de una noche en vela, había dado un largo paseo antes de desayunar y, ante la exigencia que ello suponía para sus desgastadas reservas de fortaleza, ahora había que añadir la fatiga de perder el tiempo de un lado para otro en el Parque. A él ya no le quedaba energía, ni física ni mental.
—No quería decir eso —dijo a Carmina con tristeza—, siento si te he ofendido.
—¡Oh!, ¡pero qué poco me conoces si crees eso! —gritó ella.
Esta vez sus miradas se encontraron. Ella se dio cuenta de la verdad… y él lo vio.
Ovid tomó su mano. La frialdad húmeda de su mano al apretarla sobresaltó a Carmina.
—¿Todavía te preguntas por qué te seguía? —preguntó.
Las palabras fueron tan débilmente pronunciadas que ella apenas pudo oírlas. Gruesas gotas de sudor se agolpaban en la frente de Ovid, su rostro perdió el color volviéndose grisáceo y, después, de una pálida blancura. Estaba consternado e intentó con desesperación agarrarse a la rama de un árbol que había junto a ellos. Ella lo cogió, rodeándolo con sus brazos y, con toda su escasa fuerza, intentó mantenerlo en pie. Su gran esfuerzo solo le valió para arrastrarlo hacia un parterre de césped que había junto a ellos y, así, amortiguar su caída. Y en cuanto gritó pidiendo ayuda, vio que la ayuda ya llegaba. Un hombre alto se acercaba a ella sin correr (aunque había visto todo lo que había pasado), tan solo caminaba airadamente a grandes zancadas. Le seguía uno de los cuidadores del Parque. El doctor Benjulia tenía el mono enfermo que iba a quedar bajo su cuidado y lo resguardaba bajo su larga levita.
—No haga eso, si me hace el favor.
Esas palabras fueron todo lo que el doctor dijo mientras Carmina trataba de incorporar la cabeza de Ovid desde la hierba. Él hablaba con su acostumbrada serenidad y puso su mano en el corazón del hombre desmayado en el suelo, con la misma frialdad que si se tratara de un extraño.
—¿Quién de ustedes dos puede correr más rápido? —preguntó, mirando delante y atrás a Carmina y al cuidador—. Necesito algo de brandy.
El comedor estaba a la vista y, antes de que el cuidador acabara de entender lo que se esperaba de él, Carmina corrió por encima de la hierba como la mismísima Atalanta.
Benjulia la siguió con la mirada con su seria atención habitual. «Esta moza puede correr —se dijo para sí mismo, volviendo una vez más hacia Ovid—. En su estado de salud, este hombre ha sido lo suficiente loco como para esforzarse más de la cuenta».
Dio por zanjado el incidente de aquel modo. Tras lo cual, recordó al mono que, por el momento, había sido depositado sobre la hierba.
—Demasiado frío para él —observó Benjulia, con más aparente interés del que había mostrado hasta ahora—. ¡Eh, cuidador, por aquí! Recoja al mono hasta que yo esté listo para cogerlo de nuevo.
El hombre dudaba.
—Me podría morder, señor.
—¡Recójalo! —repitió el doctor—, no puede morder a nadie después de lo que le he suministrado.
De hecho, el mono se encontraba en un estado de estupor. El cuidador obedeció las instrucciones, medio pasmado: parecía más asustado del doctor que del mono.
—¿Acaso cree que soy el Demonio? —preguntó Benjulia con sombría ironía. El hombre miró como si quisiera decir «sí», si se hubiera atrevido.
Carmina regresó corriendo con el brandy. El doctor primero lo olió y después se fijó en ella.
—¿Sin aliento? —dijo Benjulia.
—¿Por qué no le da el brandy? —contestó ella con impaciencia.
—Unos pulmones fuertes —continuó Benjulia, se sentó en el suelo cruzado de piernas al lado de Ovid y le administró el reconstituyente sin apresurarse—. Algunas chicas no habrían sido capaces de hablar tras una carrera como la que ha hecho. Cuando eras niña, yo no habría dado gran cosa ni por ti ni por tus pulmones.
—¿Está recobrando el conocimiento? —preguntó Carmina.
—¿Sabes qué es una bomba? —Benjulia se reincorporó—. Muy bien, una bomba a veces se estropea. Dale al fontanero tiempo y la volverá a dejar en orden —colocó su gran mano sobre el pecho de Ovid—. Esta bomba funciona mal, yo soy el fontanero. Dame tiempo y la arreglaré. No tienes ni pizca de tu madre.
Carmina, al mirar con ansiedad en el rostro de Ovid, para ver la más mínima señal de recuperación, detectó una suave recuperación del color. Estaba tan aliviada que ya se veía capaz de escuchar la extraña y divagadora conversación del doctor e, incluso, de participar en ella.
—Algunos de nuestros amigos solían pensar que me parecía a mi padre —contestó.
—¿Eso pensaban? —dijo Benjulia, y calló como si estuviera decidido a dejar el tema para siempre.
Ovid se removió débilmente y abrió un poco los ojos. Benjulia se levantó.
—Ya no me necesita más —dijo—. Señor cuidador, ahora, devuélvame el mono. —Despidió al hombre y remetió al mono bajo el brazo como si fuera un fardo—. Ahí están sus amigas —continuó, señalando al final del camino—. ¡Que tenga un buen día!
Carmina lo detuvo. Demasiado impaciente como para andarse con ceremonias, puso su mano sobre el brazo de Benjulia. Él se lo sacó de encima, pero sin acritud: tan solo se lo sacó con la mano, de la misma manera que se hubiera sacudido la ceniza de un cigarro o una salpicadura de barro de la calle.
—¿Qué significa este desmayo? —preguntó ella con timidez—. ¿Ovid se va a poner enfermo?
—Gravemente enfermo, a no ser que hagas lo correcto con él, y lo hagas ya.
Él se alejó. Ella lo siguió, con humildad y, sin embargo, con resolución.
—Dígame, si me hace el favor —dijo ella—, qué tenemos que hacer.
Benjulia miró hacia atrás por encima del hombro.
—Envíelo lejos.
Ella regresó y se arrodilló junto a Ovid, que aún estaba recuperándose, y le secó la humedad de su frente con su mano llena de cariño y ternura.
—¡Justo ahora que empezábamos a entendernos el uno al otro! —dijo él para sí, con un pequeño gesto de tristeza.