Capítulo XX

El sabio anciano que afirmó que «El tiempo vuela» debió de hacer ese importante descubrimiento mientras se preparaba para un viaje. ¿Cuándo somos más intensamente conscientes de lo corta que es la vida? ¿Cuándo consultamos nuestros relojes en un perpetuo miedo al resultado? ¿Cuándo la noche nos sobrecoge desprevenidos y la mañana nos coge por sorpresa? Cuando nos disponemos a viajar.

Los restantes días de la semana pasaron como una exhalación. Ovid no tuvo casi tiempo de preguntarse si ya había llegado realmente el viernes, antes de que las horas de vida en su país estuvieran contadas.

Todavía le quedaba algo de tiempo libre cuando se presentó en Fairfield Gardens al caer la tarde. Al no encontrar a nadie en la biblioteca, subió al salón. Su madre estaba sola, leyendo.

—¿Tienes algo que decirme antes de que le diga a Carmina que estás aquí?

La señora Gallilee hizo esa pregunta con tranquilidad, al menos por lo que se refería a su voz, y sin embargo permanecía con la mirada puesta en el libro. Ovid supo que ella le estaba brindando su primera y última oportunidad de hablar con claridad antes de marcharse. En interés de Carmina, habló.

—Madre —dijo—, dejo a la persona que es más preciada para mí en el mundo, y la dejo a tu cargo.

—¿Quieres decir —preguntó la señora Gallilee—, que tú y Carmina estáis comprometidos para casaros?

—Quiero decir eso, pero no estoy seguro de que apruebes el compromiso. ¿Serás sincera conmigo como lo fuiste la última vez que hablamos de este tema?

—¿Cuándo fue eso? —preguntó la señora Gallilee.

—Cuando tú y yo estuvimos a solas durante unos minutos, la mañana en que desayuné aquí. Dijiste que era bastante natural que Carmina me atrajese, pero fuiste muy cuidadosa en no alentar la idea de un matrimonio entre nosotros. Entendí que lo desaprobabas, pero no me dijiste con claridad por qué.

—¿Pueden las mujeres dar siempre sus razones?

—Sí… cuando son como tú.

—Gracias, querido, por un cumplido tan bonito. Puedo confiar en mi memoria. Pienso que mencioné las objeciones obvias para un compromiso: tú y Carmina sois primos y pertenecéis a comunidades religiosas diferentes. Podría añadir que un hombre con tus brillantes perspectivas no tiene, en mi opinión, ninguna razón para casarse, a no ser que su esposa esté en una posición que le permita aumentar su influencia y celebridad. He estado esperando con impaciencia ver a mi inteligente hijo elevarse a un nivel más cercano a personas de rango que son miembros de nuestra familia. Esa es mi confesión, Ovid. Si mostré mis dudas durante la ocasión a la que te refieres, ahora, creo, te he dicho el porqué.

—¿He de entender que todavía dudas? —preguntó Ovid.

—No.

Con esa escueta respuesta, ella se levantó y dejó a un lado su libro. Ovid la siguió hacia la estantería.

—¿Es que Carmina te ha conquistado? —dijo.

Ella puso el libro otra vez en su sitio.

—Carmina me ha conquistado —contestó.

—Lo dices con frialdad.

—¿Qué más da, si lo digo de verdad?

El forcejeo que había en el interior de Ovid entre la esperanza y el miedo salió de repente hacia fuera.

—¡Oh, madre! ¡No hay palabras que puedan expresarte cómo quiero a Carmina! ¡Por Dios, cuida de ella y sé cariñosa con ella!

—Por ti —dijo la señora Gallilee desde su protoplástico punto de vista, corrigiendo con gentileza las palabras de su excitable hijo—. Me tratas injustamente si te quedas preocupado por Carmina al dejarla aquí. La hija de mi difunto hermano, es… mi… hija. Deberías estar seguro de eso.

Ella tomó su mano, lo atrajo hacia ella y besó su frente con dignidad, reflexivamente. Si el señor Mool hubiera estado presente durante el registro de tan solemne compromiso, sin duda habría recordado otra clase de ceremonia que se llama la firma de unas escrituras.

—¿Tienes alguna instrucción que darme? —prosiguió la señora Gallilee—. Por ejemplo, ¿tienes alguna objeción a que me lleve a Carmina a fiestas? Me refiero, desde luego, a fiestas en las que pueda mejorar su intelecto.

Él se dejó caer de rodillas ante su madre con tristeza al contestar:

—Haz todo lo que puedas para hacer su vida más feliz mientras esté yo ausente.

Esas fueron todas sus instrucciones, pero la señora Gallilee no había terminado con él aún.

—A excepción de las visitas —continuó—, ¿supongo que deseas que sea precavida si veo a hombres jóvenes que llaman aquí con más frecuencia de la habitual?

Ovid se rio con ganas ante estas palabras.

—¿Crees que dudo de ella? —preguntó—. ¡No hay en la tierra una chica más fiel que mi pequeña Carmina!

Un pensamiento lo sacudió mientras decía esto. El brillo de su rostro se esfumó y su voz perdió alegría.

—Hay una persona que podría llamarte —dijo—, y no deseo que ella lo vea.

—¿Quién es él, hijo?

—Desafortunadamente, es un hombre que ha despertado su curiosidad, me refiero a Benjulia.

Ese comentario hizo reír a la señora Gallilee. Su risa no era una de sus cualidades más destacadas: era dura en el tono y limitada en la amplitud; abría su boca, pero no conseguía despertar ninguna luz en su mirada.

—¡Celoso del feo doctor! —exclamó ella—. ¿Oh, Ovid, y qué más?

—Jamás has cometido un error mayor —contestó su hijo con brusquedad.

—Entonces, ¿cuál es la objeción que tienes contra él? —replicó la señora Gallilee.

No era fácil encarar esa pregunta con una respuesta clara. Si Ovid afirmaba que los experimentos químicos de Benjulia eran falsos (hecho que, por alguna razón, solo él sabía), como un manto para encubrir las atrocidades de la «despiadada ciencia», tan solo crecería la estimación de su madre hacia el doctor. Si, por otra parte, describía lo que había pasado entre ellos cuando se encontraron en el Parque Zoológico, la señora Gallilee podría citar a Benjulia para que explicara la calumnia que, de forma indirecta, había lanzado contra la memoria de la madre de Carmina (y en la respuesta, ella podría encontrar alguna razón de peso para poner objeciones al matrimonio de su hijo). Al haberse expuesto temerariamente a sí mismo a este dilema, Ovid se zafó de él, de forma imprudente, por el camino más fácil.

—No creo que Benjulia sea la compañía más idónea para una chica —dijo.

La señora Gallilee aceptó esta opinión con tanta facilidad que, a un hombre más receloso que él, le habría hecho pensar que había cometido un error. Ovid había despertado la curiosidad (y quizás el recelo) de su inteligente madre.

—Tú sabrás lo que es mejor —contestó la señora Gallilee—. Tendré en cuenta lo que dices.

Hizo sonar la campanilla para que viniera Carmina y abandonó la habitación. Los minutos pasaban despacio para Ovid por primera vez desde que se había fijado la fecha de partida. Atribuyó tal sensación a su natural impaciencia por ver aparecer a su prima… hasta que el reloj apuntaba claramente un retraso de cinco interminables minutos… y más. Mientras se dirigía hacia la puerta para ver qué pasaba, esta se abrió por fin. Corrió al encuentro de Carmina, y… ¡se encontró cara a cara con la señorita Minerva! Esta entró apresuradamente y tendió su mano a Ovid sin mirarlo.

—Perdóneme por molestarlo —dijo, con una rapidez de palabras y una actitud tímida extrañamente impropia de ella—. Me veo obligada a preparar las lecciones de las niñas para mañana y esta es mi única oportunidad para despedirme de usted. Tiene mis mejores deseos, mis sinceros deseos, de que esté sano y salvo, y… y de que disfrute del viaje. ¡Adiós! ¡Adiós!

Tras sostener la mano de Ovid durante un momento, regresó deprisa hacia la puerta. Allí, se detuvo, se giró hacia él de nuevo y, lo miró por primera vez a los ojos.

—Tengo una cosa más que decirle —dijo estallando—: haré todo lo que pueda para hacer que la vida de Carmina sea agradable durante su ausencia.

Antes de que él pudiera darle las gracias, ella ya se había ido. Al cabo de un minuto llegó Carmina y se encontró a Ovid con semblante perplejo y molesto. Se había cruzado con Frances en las escaleras; ¿habría habido algún malentendido entre Ovid y la institutriz?

—¿Has visto a la señorita Minerva? —preguntó ella.

Él la rodeo con su brazo y la sentó junto a él en el sofá.

—No entiendo a la señorita Minerva —dijo—, ¿cómo es que ha venido ella, cuando te estaba esperando a ti?

—Ella me pidió como un favor que la dejara verte primero, y parecía tan preocupada, que acepté. ¿No hice mal, verdad, Ovid?

—Querida mía, eres siempre amable, ¡y siempre correcta! Pero ¿por qué no podía decirme adiós, con los demás, abajo? ¿Tú entiendes a esta curiosa mujer?

—Creo que sí.

Hizo una pausa, jugueteó con el cabello sobre la frente de Ovid.

—A la señorita Minerva le gustas mucho. Pobrecita… —dijo ella con inocencia.

—¿Que le gusto?

El tono de sorpresa que él expresó no sirvió para atraer la atención de Carmina, que tranquilamente varió la frase que acababa de pronunciar.

—La señorita Minerva te tiene en mucha estima… y sabe que tú no le correspondes —explicó mientras continuaba jugueteando con el cabello de Ovid—. Quiero ver cómo te queda —continuó—, cuando lo partimos por el centro. ¡No! Te queda mejor como lo llevas siempre. ¡Qué guapo eres, Ovid! ¿No te gustaría que yo fuese guapa también? Todo el mundo en la casa te quiere y todo el mundo lamenta que te vayas. Me gusta la señorita Minerva, me gusta todo el mundo por querer tanto a mi amado, amado héroe. ¡Oh!, ¿qué haré cuando pase un día tras otro y solo te tenga cada vez más lejos de mí? ¡No! No lloraré. No te irás con un corazón pesaroso si puedo evitarlo, querido mío. ¿Dónde está tu foto? Me prometiste tu foto. Déjamela ver. ¡Sí!, es como tú, pero no del todo. Pensaré en ella cuando esté sola. Amor mío, tiene tus mismos ojos, ¡pero no tiene la divina amabilidad y bondad que veo en ellos!

Hizo una pausa y apoyó la cabeza en el pecho de Ovid.

—Lloraré a pesar de mi resolución si continúo mirándote. No nos miraremos… no hablaremos… puedo sentir tu brazo rodeándome… y puedo oír tu corazón. El silencio es lo mejor. Me habían hablado de gente que muere feliz, y nunca lo había entendido antes. Creo que podría morir feliz, ahora.

Carmina puso la mano sobre los labios de él antes de que pudiera reprobarla, y se acurrucó junto a él.

—¡No digas nada! —dijo con dulzura—. ¡No digas nada!

No se movieron, no hablaron, esa felicidad silenciosa era la mejor felicidad… mientras duró. La señora Gallilee rompió el encanto. Abrió de repente la puerta, señaló el reloj y se fue otra vez. La cruel hora había llegado: se hicieron las últimas promesas, compartieron los últimos besos y se abrazaron por última vez. Mientras él se iba, ella se dejó caer en el sofá con un gesto de súplica para que se fuera mientras le quedaran fuerzas para controlarse. Antes de marcharse, al llegar a la puerta, él miró a su alrededor… y después todo se acabó.

Ya a solas en el descansillo, a Ovid le cayeron las lágrimas precipitadamente. Sufrimiento y pena intentaron con todas sus fuerzas sacar lo mejor de su hombría: lo habían conseguido sacudir, pero no adueñarse de él. Ya se había calmado cuando se reunió con los miembros de la familia que lo esperaban en la biblioteca.

Siempre actuando ejemplarmente, como solía, la señora Gallilee se encaramó a su pedestal hogareño. Honró a su hijo con otro beso y le recordó que le esperaba el tren.

—Tú y yo nos entendemos, Ovid… solo te quedan cinco minutos. Escribe cuando llegues al Quebec. ¡Ahora, Maria! Despídete.

Maria se presentó ante su hermano con una elegancia que honraba al profesor de baile de la familia. Sus breves palabras de despedida fueron un modelo de amabilidad.

—Querido Ovid, tan solo soy una niña, pero me siento realmente preocupada por la recuperación de tu salud. En esta estación del año tan propicia puedes confiar en tener un feliz viaje. Por favor, acepta mis mejores deseos.

Ofreció su mejilla para que la besase, dando la impresión de una persona joven que hubiera cumplido con su deber… y lo supiera. El señor Gallilee (retirado detrás de las cortinas de la ventana) apareció a una señal de su mujer. Una de sus rollizas manos sostenía un puñado de cigarros, la otra agarraba una enorme y nueva petaca de viaje (la mayor en su categoría).

—Mi querido muchacho, es posible que haya buen brandy y cigarros a bordo, pero no es esa la experiencia que yo he tenido en los barcos de vapor… ¿ha sido también la tuya? —se detuvo para consultar con su mujer—. Querida, ¿ha sido la tuya?

La señora Gallilee sostenía la «Guía Ferroviaria» y la agitaba de forma ostensible. El señor Gallilee continúo con premura.

—Hay buena mercancía en esta petaca, Ovid, si te parece bien. Tiene… cuarenta y cinco años… ¿te gustaría probarla? ¿Quieres probarla, querida?

La señora Gallilee agarró la «Guía Ferroviaria» de nuevo con una mirada terrible. Su marido metió la gran petaca en uno de los bolsillos de Ovid y los cigarros en el otro.

—Encontrarás consuelo en ello cuando estés lejos de nosotros. ¡Qué Dios te bendiga, hijo mío! ¿No te importa que te llame hijo? No te podría querer más si fuera de verdad tu padre. Vamos a separarnos lo más contentos posibles —dijo el pobre señor Gallilee con las lágrimas rodándole sin disimulo por sus rollizas mejillas—. Nos podemos escribir… ¿verdad? ¡Oh, querido!, ¡querido! Quisiera llevarlo tan bien como Maria. ¡Zo!, ven y dale un beso, pobrecita. ¿Dónde está Zo?

La señora Gallilee dio con ella y arrastró a Zo desde debajo de la mesa hasta hacerla visible. Ovid sentó a su hermana pequeña en sus rodillas y le preguntó por qué se había escondido.

—¡Porque no quiero despedirme! —exclamó, expresando su motivo con un apasionado estallido de pena que la sacudió de los pies a la cabeza—. ¡Llévame contigo, Ovid, llévame contigo!

Él hizo todo lo que estuvo en su mano para consolarla, en circunstancias adversas. La voz de aviso de la señora Gallilee sonaba como un toque de difuntos: «¡Es la hora, es la hora!». La voz chillona de tiple de Zo sonaba aún más alta. Zo estaba resuelta a escribir a Ovid si no se le permitía ir con él.

—Papi te va a escribir… ¿por qué yo no? —gritaba entre sollozos.

—Querida Zoe, eres demasiado joven —apuntó Maria.

—¡Malditas tonterías! —dijo entre sollozos el señor Gallilee—, ¡ella escribirá!

—¡Es la hora, es la hora! —insistió la señora Gallilee.

Sin tomar parte en la disputa, Ovid le entregó dos sobres a Zo, tranquilizándola en ese sentido. Corrió hacia la entrada y echó un vistazo a las escaleras que llevaban a la sala. Carmina estaba en el descansillo esperándolo para una última mirada de despedida. En el último tramo de escaleras, sin ser vista desde la entrada, la señorita Minerva observaba la escena de la partida. Sin preocuparse ni de los trenes ni de los barcos, Ovid subió corriendo hacia Carmina; un beso, otro beso y después, se fue hacia el portal con Zo pisándole los talones e intentando entrar en la carroza con él. Una última palabra cariñosa para la niña mientras la traían de vuelta hacia la casa, una última mirada a los rostros de la familia en el portal, un último esfuerzo para resistir ese anticipo de la muerte que amarga todas las despedidas humanas… ¡y Ovid se fue!