Capítulo XLVI
Los primeros signos de reanimación habían comenzado a aparecer cuando Marceline respondió a la campana. Unos minutos más y sería posible levantar a la señora Gallilee y ponerla en el sofá. Hasta este momento, el señor Gallilee había estado ayudando a la sirvienta, pero ahora él cogió a Zo por la mano y se echó para atrás. Amedrentada por la terrible escena de la que había sido testigo desde su escondite, la niña estaba de pie junto a su padre en silencio. Los dos esperaban juntos observando a la señora Gallilee.
Esta miró con cara de espanto por la habitación. Al descubrir que estaba a solas con los miembros de su familia, se serenó y su mente poco a poco recobró el equilibrio. Su primer pensamiento fue para sí misma.
—¿Me ha desfigurado esa mujer? —preguntó a la criada.
Al no saber nada de lo que había pasado, Marceline no conseguía entenderla.
—Tráeme un espejo —dijo la señora Gallilee.
La criada encontró un espejo de mano en el dormitorio, y se lo entregó. Ella se miró al espejo y dio un largo respiro de alivio. Una vez acabada esa primera preocupación, habló con su marido.
—¿Dónde está Carmina?
—¡Gracias a Dios… fuera de casa!
La respuesta pareció dejarla perpleja, y apeló a Marceline.
—¿Ha dicho gracias a Dios?
—Sí, señora.
—¿No me puede usted decir nada? ¿Quién sabe a dónde ha ido Carmina?
—Joseph lo sabe, señora. Él oyó al doctor Benjulia dar la dirección al cochero.
Con esta respuesta, Marceline se giró inquieta hacia su señor.
—¿Está la señorita Carmina enferma de gravedad, señor?
Su señora habló de nuevo, antes de que el señor Gallilee pudiera contestar.
—¡Marceline! Dile a Joseph que suba.
—No —dijo el señor Gallilee.
Su mujer lo miró asombrada.
—¿Por qué no? —preguntó ella.
—Yo lo prohíbo —dijo él con tranquilidad.
La señora Gallilee se dirigió a la criada.
—Ve a mi habitación y tráeme otro sombrero y un velo. ¡Un momento!
Trató de levantarse, y después se puso cómoda.
—Debo tomar algo para fortalecerme. Trae las sales.
Marceline abandonó la habitación, el señor Gallilee la siguió hasta la puerta, todavía cogiendo a su hija pequeña.
—Regresa con tu hermana a la clase, querida —le dijo—. Zo, estoy apenado, sé una buena niña y me consolarás. Di lo mismo a Maria. Será pesado para ti, lo siento. Ten paciencia, mi niña, y trata de sobrellevarlo durante un rato.
—¿Puedo susurrar algo? —dijo Zo—. ¿Carmina morirá?
—¡Dios no lo quiera!
—¿La traerán de nuevo aquí?
Con su impaciencia, la niña habló más fuerte de lo que sería un susurro. La señora Gallilee oyó la pregunta y contestó.
—Traerán de nuevo a Carmina —dijo— en cuanto yo salga afuera.
—¿Tú dices eso? —preguntó Zo, mirando a su padre.
Él negó seriamente con la cabeza, y le repitió que se fuera a la clase. Ella se paró en el primer descansillo y miró hacia atrás.
—Me portaré bien, papá —dijo, y continuó subiendo las escaleras.
Al llegar a la clase fue objeto de varias preguntas; no contestó a ninguna y, seguida de su perro, se sentó en una esquina del suelo.
—¿Qué estás pensando? —preguntó su hermana.
Esta vez, se encontraba dispuesta a responder.
—Estoy pensando en Carmina.
El señor Gallilee cerró la puerta cuando Zo lo dejó, y cogió una silla sin hablar ni mirar a su mujer.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó ella.
—Debo esperar —dijo él.
—¿A qué?
—A ver qué es lo que haces.
Marceline regresó y administró a su señora una dosis de sales. Fortalecida por el estimulante, la señora Gallilee fue capaz de levantarse.
—Mi cabeza me da vueltas —dijo, mientras cogía el brazo de la criada—, pero creo que podré bajar las escaleras con su ayuda.
El señor Gallilee las siguió afuera en silencio.
El vértigo aumentó cuando estuvieron en el inicio de las escaleras. Tan firme como pudiera ser su resolución, esta flaqueó ante las heridas corporales que había recibido. La señora Gallilee se volvió al necesitar la ayuda de su marido para llegar a su habitación. Una vez allí, ella los detuvo en la antecámara, aún empeñada con obstinación en seguir sus propios designios.
—Estaré mejor inmediatamente —dijo—, ponedme en el sofá.
Marceline le quitó el sombrero y el velo y preguntó respetuosamente si había algún otro servicio que requiriera. La señora Gallilee miró con desafío a su marido y reiteró la orden.
—Envíeme a Joseph.
A veces, una resolución inteligente se zarandea; la obstinación inerte de una criatura débil, hombre o animal, es inamovible. El señor Gallilee dio permiso a la criada para irse con estas palabras:
—No hace falta que esperes, muchacha: yo mismo hablaré con Joseph, abajo.
Su mujer lo oyó asombrada y con desdén.
—¿Estás en tus cabales? —preguntó ella.
Él se detuvo antes de salir.
—Siempre fuiste dura y testaruda —dijo él con tristeza—, yo ya sabía eso. Un hombre más listo que yo habría… supongo que es posible… un hombre lúcido habría averiguado lo malvada que eres.
Ella estaba tendida pensando, indiferente a cualquier cosa que él pudiera decirle.
—¿No estás avergonzada? —preguntó él, mirándola perplejo—. ¿Ni siquiera lo lamentas?
Ella no le hizo ningún caso, y él la dejó. Al bajar hacia el vestíbulo, Joseph fue a su encuentro.
—El doctor Benjulia ha regresado, señor. Desea verle.
—¿Dónde está?
—En la biblioteca.
—Espere, Joseph, tengo algo que decirle. Si la señora pregunta dónde se han llevado a la señorita Carmina, no debe… esta es mi orden, Joseph… no debe decírselo. Si se lo ha mencionado a alguno de los otros sirvientes, ¿es bastante probable que ellos le puedan haber preguntado, no? —dijo, cayendo en su viejo hábito por un instante—. Si se lo ha mencionado a los demás —continuó—, ellos no deben decírselo. Eso es todo, buen hombre, eso es todo.
Para su sorpresa, Joseph se puso a considerar a su señor con respeto. El señor Gallilee entró en la biblioteca.
—¿Cómo está ella? —preguntó, ansioso por saber novedades de Carmina.
—Peor por haberla movido —replicó Benjulia—. ¿Qué hay de su esposa?
Tras contestar esa pregunta, el señor Gallilee mencionó las precauciones que había tomado para mantener en secreto la dirección de Teresa.
—No hace falta que se inquiete por eso —dijo Benjulia—. He dado órdenes de que no se admita la entrada a la señora Gallilee. Existe una necesidad seria de mantenerla al margen. En estos casos de catalepsia parcial, no se sabe cuándo puede sobrevenir el cambio. Cuando llegue este, no respondo de la cordura de su sobrina, si ellas dos se vuelven a ver. Llame a su médico, la chica es su paciente, y él es la persona sobre la que recae la responsabilidad. Permita que el sirviente le entregue mi tarjeta directamente, podemos encontrarnos en la casa para deliberar.
Benjulia escribió unas palabras en una de sus tarjetas de visita y esta fue enviada inmediatamente al señor Null.
—Hay otro asunto que debe aclararse antes de que me marche —prosiguió Benjulia—. Aquí hay algunos papeles que he recibido de su abogado, el señor Mool. Están relacionados con una calumnia que su mujer repitió muy desafortunadamente.
El señor Gallilee se levantó de la silla.
—No me lo recuerde… ¡se lo ruego, no! —suplicó de todo corazón—. ¡No lo puedo soportar, doctor Benjulia, no lo puedo soportar! Por favor, disculpe mi grosería, no es intencionada… no sé lo que me está pasando. Siempre he llevado una vida tranquila, señor, no estoy hecho para cosas como estas. No crea que hablo de manera egoísta. Si usted tiene la gentileza de disculparme, haré lo que pueda.
Al señor Gallilee le habría resultado lo mismo haber apelado a la comprensión de la mesa ante la cual estaban sentados. Benjulia era absolutamente incapaz de entender el estado de ánimos que mostraban estas palabras.
—¿Puede entregarle estos papeles a su mujer? —preguntó Benjulia—. Había venido aquí esta tarde (por ser yo la persona que tenía la culpa), para aclarar el asunto. En vista de la situación, dejo que ella lo descubra por sí misma. No deseo mantener más comunicación con su mujer. ¿Tiene algo que decirme antes de que me vaya?
—Solo una cosa. ¿Puede ser perjudicial que yo acuda a la casa para preguntar cómo sigue la pobre Carmina?
—Acuda cuantas veces quiera… a condición de que la señora Gallilee no le acompañe. Si ella está obstinada en ir, podría ser oportuno que le dijera unas palabras de advertencia. Según mi opinión, la vieja niñera probablemente no la dejaría marcharse con vida la próxima vez que la vea. He tenido una pequeña charla con esa curiosa salvaje extranjera. Le he dicho: «Usted ha cometido lo que consideramos en Inglaterra un asalto homicida. Si a la señora Gallilee no le importa la publicidad, usted podría dar con sus huesos en prisión». Ella chasqueó sus dedos en mi cara y me dijo: «Suponga que me encuentro con la cuerda del verdugo alrededor del cuello, ¿qué me importa, si Carmina está a salvo de su tía?». Después de esta bonita respuesta, se sentó al lado de la cabecera de la cama de la chica y rompió a llorar.
El señor Gallilee escuchaba ausente, seguía pensando obsesivamente en Carmina.
—Yo tenía la mejor intención —dijo— cuando le pedí que usted se la llevara fuera de la casa. No es de extrañar que yo estuviera equivocado. Lo que yo soy es demasiado tonto para entender por qué usted permitió que se la moviera.
Benjulia escuchaba con una sonrisa forzada, el atrevimiento del señor Gallilee le divertía.
—Me pregunto si había espacio para la memoria cuando la naturaleza amuebló su estrecha y pequeña cabeza —contestó él con humor—. ¿No dije que moverla era el mal menor? ¿No acabo de advertirle sobre qué podría haber pasado si hubiéramos dejado a su mujer y su sobrina juntas en la misma casa? Cuando hago algo a mi edad, señor Gallilee, no piense de mí que soy un engreído… sé por qué lo hago.
Mientras estaba hablando de sí mismo en estos términos, podía haber dicho algo más. Podría haber añadido que su terror a que Carmina perdiera la razón significaba, en realidad, terror a que un caso excepcionalmente interesante acabara de la forma más normal y corriente. Él quizás también podría haber reconocido que, al confiar la paciente al médico habitual que la atendía, no estaba rindiendo obediencia a las reglas deontológicas sino siguiendo las sugerencias egoístas de su propio juicio crítico.
Su experiencia, breve como había sido, lo había convencido de que se podía confiar en que las medidas tomadas por el estúpido señor Null conducirían al muy instructivo desarrollo de la enfermedad. El señor Null trataría los síntomas con una buena voluntad perfecta, sin una sola sospecha de la histeria nerviosa que en una constitución como la de Carmina amenazaba con consolidarse como la causa oculta, con el curso del tiempo. Él podría haber declarado estos motivos (no solo excusables sino ennoblecidos por su vinculación científica con los intereses de la investigación médica) en circunstancias más favorables. Sin embargo, mientras su gran descubrimiento estuviera solo a dos dedos de ser alcanzado, el doctor Benjulia seguía con su reserva diplomática, que incluía incluso a alguien tan profano como el señor Gallilee.
Cogió su sombrero y su bastón y salió caminando hacia el vestíbulo.
—¿Puedo ser de alguna utilidad más? —preguntó a la ligera—. Sabrá sobre la paciente a través del señor Null.
—¿No abandonará a Carmina? —preguntó el señor Gallilee—. ¿La verá de vez en cuando, verdad?
—No tema, cuidaré de ella.
Benjulia hablaba con sinceridad cuando dijo esto. El caso de Carmina ya le había sugerido nuevas ideas e incluso el salvaje civilizado de la medicina moderna (cuando se refiriera a sus propios intereses) no era absolutamente insensible a un sentimiento de gratitud. El señor Gallilee le abrió la puerta.
—Adiós —añadió, mientras salía a la calle—, ¿qué ha pasado con Zo?
—Está arriba, en la clase.
Benjulia soltó una de sus bromas aburridas.
—Dígale que cuando quiera que le vuelvan a hacer cosquillas, me lo haga saber. ¡Buenas tardes!
El señor Gallilee regresó a la zona superior de la casa con los papeles que Benjulia le había dado en mano. Al llegar a la puerta del vestidor, dudó. Los papeles estaban introducidos en un sobre sellado dirigido a su mujer. A salvo, de este modo, de miradas curiosas, no había ninguna necesidad de que se los entregara personalmente. Continuó andando hacia la clase e hizo señas a la doncella de que saliera y hablara con él.
Después de darle instrucciones para que entregara los papeles (diciéndole a la señora que habían sido dejados en la casa por el doctor Benjulia), le dio permiso para irse y dejar sus obligaciones con las niñas.
—No hace falta que regrese —dijo—, yo mismo cuidaré de las niñas.
Maria estaba ocupada con un libro, ¡e incluso la holgazana de Zo estaba trabajando!
Estaba escribiendo en su propio pupitre manchado de tinta, y alzó la mirada desorientada cuando su padre apareció. El confiado señor Gallilee dio por sentado que su hija favorita estaba trabajando en una lección de escritura, siguiendo el ejemplo de la aplicada Maria por una vez.
—¡Buenas niñas! —dijo, mirando con cariño a la una y a la otra—. No os molestaré, continuad.
Cogió una silla, satisfecho (incluso reconfortado) de estar en la misma habitación que las niñas. Si se hubiera acercado un poco más al pupitre, quizás habría visto que Zo había estado pensando en Carmina con una intención.
¿Qué podía hacer para conseguir que su amiga y compañera de juegos volviera a encontrarse bien y feliz? Esa fue la pregunta que Zo se hizo a sí misma después de haber visto cómo cargaban con Carmina inconsciente fuera de la habitación.
Poseída por esa maravillosa capacidad para la observación minuciosa de los adultos que la rodeaban (lo cual es uno entre los varios misterios desconcertantes que presentan las mentes infantiles), Zo hacía tiempo que había descubierto que el miembro de la casa preferido entre todos por Carmina era el hermano bueno que se había ido lejos y los había dejado. En su ausencia, ella siempre estaba hablando de él… y Zo había visto cómo Carmina besaba su fotografía antes de guardarla en la caja.
Dándole vueltas a estos recuerdos, el lento proceso mental de la niña llegó con más facilidad de lo habitual a la conclusión correcta. El modo de conseguir que Carmina se encontrara bien y feliz de nuevo era hacer regresar a Ovid. Uno de los dos sobres que él le había entregado todavía permanecía esperando la carta que le pudiera decir: ¡Regresa a casa!
Zo decidió escribir esa carta, y hacerlo de inmediato.
Ella podría haber confiado este propósito a su padre (la única persona, aparte de Carmina, que nunca la regañaba ni se reía de ella), si el señor Gallilee se hubiera distinguido por su posición dominante en la casa. Sin embargo, ella lo había visto (como el resto del mundo) «con miedo a mamá». La duda de si él no se «lo diría a mamá», la hizo mantener su secreto. Tal como demostraron los hechos, la única persona que informó a Ovid de la terrible necesidad que existía de su regreso a casa fue la hermana pequeña, a quien había dedicado su último esfuerzo de consuelo cuando abandonó Inglaterra.
Cuando el señor Gallilee entró en la habitación, Zo había acabado de llegar al final de su carta. Su sistema de redacción excluía las mayúsculas y los puntos, y reducía las palabras de la lengua inglesa por un simple proceso de abreviación, acortando las sílabas de las palabras.
«queri ov vuelve car está mal ella quiere tú ser veloz sé veloz tú no digas yo he escrito esto seño min se ha ido odio los libros te quiero tu zo».
Con la pluma todavía en la mano, la cautelosa escritora miró a su alrededor buscando a su padre. Tenía su sobre dirigido a Ovid en el bolsillo (tristemente estrujado), pero tenía miedo de sacarlo.
Maria, pensó, sabría qué hacer en mi lugar. ¡Antipática de Maria!
La fortuna, usando como instrumento los asuntos domésticos, se hizo amiga de Zo. Un minuto más tarde llegó la oportunidad que Zo esperaba. La doncella regresó de forma inesperada y se dirigió al señor Gallilee con un aire de misterio, en el cual los sirvientes ingleses se deleitan especialmente cuando están en posesión de un mensaje.
—Si hace el favor, señor, Joseph desea hablar con usted.
—¿Dónde está?
—Afuera, señor.
—Dígale que entre.
Gracias al protocolo de los sirvientes del vestíbulo, según el cual no se permitía a Joseph presentarse de forma voluntaria en las zonas por encima del salón sin ser primero representado por una embajadora, ahora la atención se desviaba de las niñas. Zo dobló la carta introducida en el sobre y la escondió en su bolsillo.
Joseph apareció.
—Le ruego me perdone, señor, ahora no sé muy bien si debería molestar a la señora. El señor Le Frank ha llamado y preguntado si la podía ver.
El señor Gallilee consultó a la criada.
—¿Estaba la señora dormida cuando la he mandado a usted con el recado?
—No, señor. Me dijo que le sirviera una taza de té.
Durante las extrañas ocasiones previas en que la señora Gallilee había estado enferma, su atento marido jamás dejaba para los sirvientes la tarea de consultar sus deseos. Esos días habían pasado para siempre.
—Dígale a la señora, Joseph, que el señor Le Frank está aquí.