Capítulo XXXVIII
—Se le ve acalorado, caballero; beba algo. Vieja cerveza inglesa, acabada de salir del barril.
El tono era cordial. Le sirvió una cerveza espumosa en un gran vaso, demostrando una buena voluntad muy hospitalaria. El señor Mool estaba sorprendido totalmente, y, además, de una forma muy agradable. Él también sentía la influencia del buen humor del doctor, enriquecido por el recuerdo placentero de su entrevista con la cocinera.
—Yo vivo en la zona residencial de esta parte de Londres, doctor Benjulia —explicó el señor Mool—; y he tenido un paseo muy agradable desde mi casa a la suya. Si he cometido un error, señor, visitándole en domingo, solo puedo aducir que durante la semana estoy ocupado con el trabajo…
—De acuerdo. Da lo mismo un día que otro, siempre que no me interrumpa y ahora usted no me ha interrumpido. ¿Fuma?
—No, gracias.
—¿Le importa que yo fume? Al contrario, doctor.
—Muy amable por su parte. ¿Cuál dijo que era su nombre?
—Mool.
Benjulia lo miró con recelo. ¿Era un psicólogo y por tanto un rival?
—Usted no es doctor, ¿verdad? —dijo.
—Soy abogado.
Uno de los pocos prejuicios generalizados que Benjulia compartía con sus congéneres inferiores era el prejuicio contra los abogados. De no haber sido por los furiosos recuerdos de la provocación exitosa hecha por su despreciable hermano, la señora Gallilee jamás habría encontrado el modo de que él se confiara a ella. De no ser por el efusivo placer que había sentido ante la perplejidad de la cocinera, le habría pedido al señor Mool que le expusiera por escrito el objeto de su visita y este habría regresado de nuevo a su casa como un hombre frustrado. La amabilidad del doctor en su día de fiesta había alcanzado realmente su apogeo, ¡cuando le permitió al extraño abogado sentarse y hablar con él!
—Los caballeros de su profesión —murmuró— jamás visitan a gente a la que no conocen si no es por sus propios intereses. Señor Mool, usted quiere algo de mí, ¿qué es?
El tacto profesional del doctor Mool le advirtió de que no perdiera el tiempo con rodeos previos.
—Me arriesgo a esta intrusión —comenzó el señor Mool— como consecuencia de una afirmación realizada ante mí en mi oficina recientemente por la señora Gallilee.
—¡Deténgase! —gritó Benjulia—. No me gusta el comienzo, ya se lo digo. ¿Es necesario mencionar el nombre de esa vieja pe…?
De hecho, Benjulia usó una palabra descrita en el diccionario con doble significado (Primero: una hembra de la familia de los caninos. Segundo: término de reproche hacia una mujer). Esto conmocionó al señor Mool y, por tanto, no es adecuado expresarla.
—¡Lo dice de verdad, doctor Benjulia!
—¿Quiere eso decir que usted va a tener que hablar de ella?
El señor Mool sonrió.
—Digamos que no se equivoca usted del todo al calificarla —contestó.
—Entonces, prosiga… y acabemos de una vez. Ella hizo una afirmación en su oficina. Suéltela, buen hombre. ¿Tiene algo que ver conmigo?
—Si no fuera así, doctor Benjulia, no me habría arriesgado a presentarme en su casa.
Con esa necesaria explicación, el señor Mool relató todo lo que había pasado entre la señora Gallilee y él.
Al principio del relato, Benjulia dejó enfadado su pipa a un lado, hasta el punto de casi interrumpir al abogado. Pero cambió de opinión y, reprimiéndose mucho, escuchó en silencio.
—Espero, señor —concluyó el señor Mool—, que no tomará el motivo de mi visita como un reproche. La única verdad es que solo estoy interesado en el bienestar de la señorita Carmina. Siento el más sincero respeto y cariño por sus padres. Usted también los conoció. Eran buena gente. Pensándolo bien, seguro que se arrepiente de haber repetido descuidadamente una noticia falsa, ¿verdad? ¿No me ayudará a limpiar la memoria de su pobre madre de esta horrible mancha?
Benjulia fumaba en silencio. ¿Había llegado hasta él aquel simple y conmovedor ruego? Cuando por fin consintió en abrir sus labios, comenzó a hablar de un modo muy extraño.
—Usted es lo que se suele llamar un hombre de mediana edad —dijo él—. ¿Supongo que tiene alguna experiencia con las mujeres?
El señor Mool se ruborizó.
—Soy un hombre casado, señor —respondió con seriedad.
—Muy bien, esto es experiencia… de cierto tipo. Cuando un hombre pierde los estribos y una mujer quiere algo de él, ¿sabe usted cómo puede sacar inteligentemente ventaja de sus privilegios hasta sacarlo a él de quicio, hasta que no haya nada que él no haría para que ella lo dejara en paz? Así es como acabé diciéndole a la señora Gallilee lo que ella le dijo a usted.
Benjulia esperó un momento y se reconfortó con su pipa.
—Dicho esto —continuó—, no pretendo sentir ningún interés en la chica, y sus padres me importan dos pitos. Por otro lado, si puede sacar algún provecho a lo que voy a decir ahora, hágalo y délo por bien empleado. Este escándalo comenzó con una fanfarronada de un compañero mío en Roma. Él estaba enfadado conmigo y con otro hombre por reírnos de él cuando dijo ser el amante de la esposa de Robert Graywell. Nos hizo la apuesta de que veríamos a la mujer sola en la habitación de él esa misma noche. Nosotros estábamos escondidos detrás de una cortina y la vimos en la habitación. Pagué el dinero que había perdido y abandoné Roma poco después. El otro hombre no quiso pagar.
—¿En qué se basó? —preguntó el señor Mool con impaciencia.
—Se basó en que ella llevaba un velo muy grueso y nunca mostró su rostro.
—¡Una objeción incontestable, doctor Benjulia!
—Quizás podría serlo, pero yo no lo consideré así. Dos horas antes, la señora de Robert Graywell y yo nos habíamos encontrado en la calle. Llevaba un vestido de un color muy significativo en ese momento… una especie de verde marino; y una toca que conjuntaba con él, la cual todo el mundo miraba fijamente porque no tenía ni la mitad del tamaño de los sombreros que estaban entonces de moda. No había error ni en el extraño atuendo ni en su alta figura, cuando la vi de nuevo en la habitación del estudiante. Por lo tanto, pagué la apuesta.
—¿Recuerda el nombre del hombre que no quiso pagar?
—Su nombre era Egisto Baccani.
—¿Ha sabido algo más de él desde entonces?
—Sí. Se metió en líos políticos y se refugió, como el resto de ellos, en Inglaterra; y se ganaba la vida, como el resto de ellos, enseñando idiomas. Me envió su prospecto, así es como me enteré.
—¿Tiene el prospecto?
—Ya hace tiempo que lo hice pedazos.
El señor Mool escribió el nombre en su cuaderno de bolsillo.
—¿No hay nada más que pueda contarme? —dijo.
—Nada.
—Acepte mis más sinceras gracias, doctor. ¡Que tenga un buen día!
—Si encuentra a Baccani, hágamelo saber. ¿Otro poquito de cerveza? ¿Existe la posibilidad de que vea usted pronto a la señora Gallilee?
—Sí… si encuentro a Baccani.
—¿Alguna vez juega con niños?
—Tengo cinco hijos con los que jugar —respondió el señor Mool.
—Muy bien. Cuando vaya a casa de la señora Gallilee, pregunte por la niña más pequeña. La llamamos Zo. Póngale el dedo en su columna vertebral… aquí, justo por debajo del cuello. Presione en el sitio… así, y cuando se revuelva serpenteando, dígale: «Con el cariño más grande del doctor».
Al volver a su casa, el señor Mool se sorprendió al encontrar un carruaje abierto en la puerta del jardín. Una mujer vestida con elegancia lo contemplaba con una mirada incómoda desde el asiento de delante.
—Si me hace el favor, señor —dijo ella—, ¿sería tan amable de decirle a la señorita Carmina que no deberemos esperar mucho más tiempo?
El desasosiego de la mujer se reflejó en el rostro del señor Mool. Una visita de Carmina a su residencia privada no podía deberse a un motivo sin importancia. El miedo a que la señora Gallilee pudiera haber hablado a Carmina de su madre le vino a la mente al instante.
Antes de que abriera la puerta del salón, su alarma se había esfumado. Oyó a Carmina hablando con su esposa y sus hijas.
—¿Sería posible hablar de una cosa con usted, señor Mool?
Él la llevó a su estudio. Ella tenía un aspecto tímido y confundido, pero con certeza, no estaba enfadada ni afligida.
—Mi tía me envía afuera a dar una vuelta cada día, cuando hace buen tiempo —dijo—. Como el carruaje pasaba cerca de aquí, pensé que podría hacerle una pregunta.
—¡Claro que sí, querida! Tantas preguntas como quieras…
—Es sobre la ley. Mi tía dice que ahora ella tiene la misma autoridad sobre mí que la que mi querido padre tuvo mientras vivía. ¿Es eso cierto?
—Completamente cierto.
—¿Durante cuánto tiempo será mi tutora?
—Hasta que cumplas los veintiún años.
El tono pálido del rostro de Carmina perdió aún más el color.
—¡Quizás más de tres años de sufrimiento! —dijo con tristeza.
—¿De sufrimiento? ¿Qué quieres decir con eso, querida?
Carmina palideció aún más y no contestó.
—Quiero hacer una pregunta más —continuó ella, en tono triste—. ¿Seguiría siendo mi tía mi tutora… suponiendo que yo estuviera casada?
El señor Mool contestó a esto muy serio con sus ojos fijos en ella escrutándola.
—En ese caso, tu marido será la única persona que tenga alguna autoridad sobre ti. Carmina, son unas preguntas bastante extrañas. ¿No quieres confiarte a mí?
Con una agitación repentina, ella le cogió su mano y la besó.
—¡Debo marcharme! —dijo—. Ya he tenido el carruaje esperando demasiado tiempo.
Y salió corriendo sin mirar hacia atrás ni una sola vez.