Abro los ojos
y no sé dónde estoy

Abro los ojos y, de primeras, no sé dónde estoy. Tumbada en el suelo. ¿Y qué hago durmiendo sobre un suelo de ásperos tablones, dónde me encuentro? Tengo sobre mí una piel de oveja, peluda y caliente. Saco el brazo por encima de la piel y asomo la cabeza. Y veo a León. Que me está mirando.

Ya me acuerdo de todo.

Me incorporo. El herrero sonríe. Un pequeño gesto cauteloso. Sé que me quedé al lado de León para cuidar sus sueños, después del ataque. Pero en algún momento debí de dormirme y los papeles se mudaron: el herrero despertó y se convirtió en el cuidador de su cuidadora. Incluso me cubrió con la misma piel con la que le habíamos cubierto. Miro hacia la ventana: a juzgar por la luz, debe de ser bastante temprano. Hemos pasado juntos toda la noche. León está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Sus ojos grises reflejan el resplandor nublado del ventanuco y brillan como lajas de pizarra bajo la luna llena.

—¿Estás bien? —musito.

—Sí… Viste lo que me pasó…

No es una pregunta, sino una constatación. Aun así, respondo:

—Sí.

—¿Y qué crees que me pasó?

Bajo la cabeza, avergonzada. Y dispuesta a callar.

—Nyneve dice que es una dolencia muy antigua… Que también la padecía Julio César. Se llama el Gran Mal.

El herrero suspira aliviado:

—Bendito sea Dios… Entonces, no creéis que esté poseído por el Demonio…

Enrojezco:

—No, claro que no.

—¿No os asusto? ¿No vais a denunciarme? ¿No me obligaréis a marcharme?

—¡No, no! Por supuesto que no, León…

El herrero se tapa la cara con las manos durante unos instantes:

—Dios es misericordioso… —musita al fin.

—¿Te lo han hecho muchas veces? ¿Denunciarte? ¿Echarte de donde estabas?

León se frota las manazas, como si no supiera muy bien qué hacer con ellas.

—Verás, Leola…, siempre he sido así. He tenido estos ataques desde que me recuerdo como persona. Mis padres me enseñaron a ocultarlos; y luego mis padres murieron y yo seguí mi vida, disimulando y escondiéndome. Sin embargo, no siempre puedes encubrir los temblores. Tenía diecisiete años cuando padecí un ataque en plena calle, y por desgracia coincidió con el paso del obispo. Dijeron que estaba endemoniado; un vecino que quería quedarse con la fragua que heredé de mi padre se prestó a servir de testigo, declarando contra mí fabulosas mentiras. Todo esto sucedió en Piacenza, lugar en el que nací, en una época en la que los obispos y la Comuna de la ciudad competían por adueñarse del poder. Yo quedé en manos de la Iglesia y fui arrojado a la picota… La picota de Piacenza es una estrecha jaula aérea, unos cuantos barrotes de hierro clavados en la fachada de la torre de la catedral… Está colgada allá arriba, en el exterior, en lo alto de la torre… Sin piso y sin techo, aparte del enrejado metálico. Me dejaron allí, a pan y agua, durante todo un año… A la intemperie, en la lluvia y el granizo, en el sol achicharrante, en la despiadada soledad del vértigo, del viento y de los cuervos. En la indefensión de mi enfermedad. Nadie aguanta en esa picota mucho tiempo: todos mueren a las pocas semanas. Pero pasaban los meses y yo seguía vivo… Al cabo, el podestá de la Comuna consiguió que me bajaran y me dejaran libre… En cuanto me recuperé lo suficiente como para poder andar, me marché de la Lombardía para siempre… Llegué hasta aquí atraído por la fama de tolerancia de los nobles occitanos, y es cierto que este mundo provenzal es más culto y más abierto. Pero, aun así, siempre escondo mi mal. Sé que asusto a los demás y temo dar miedo.

He escuchado todo su relato sin moverme, sin apartar los ojos de su cara, casi sin respirar, agudamente consciente del privilegio de estar oyendo sus revelaciones. Confía en mí. El reservado y siempre oculto León confía en mí y me está franqueando su intimidad. Me siento orgullosa y emocionada. Me siento tan cerca de él como jamás lo he estado de ningún otro hombre. Oh, sí: mi Jacques y yo estuvimos muy cerca, pero era otra cosa. En realidad con él no era una cuestión de cercanía, sino de mismidad. Éramos como hermanos, éramos un solo cuerpo dividido en dos. El herrero, en cambio, es alguien distinto. Muy distinto a mí. Pero, por encima de esa enorme diferencia que nos separa, creo que le entiendo. Le adivino. Cae mi alma hacia él, como caen del árbol las manzanas maduras. Siento un extraño sofoco, una languidez que me ablanda los huesos.

—León… —farfullo.

Quiero decirle que lamento su historia, que me parece terrible, que yo nunca le tendré miedo, que, sí me deja, le cuidaré cuando tenga un ataque. Pero temo que mis palabras le molesten, que le parezcan conmiserativas, que se rompa el delicado vínculo de afecto que nos une, que se enfríe esta cálida complicidad recién establecida; así es que sólo repito una vez más su nombre, ese vocablo que me acaricia la lengua y que da vueltas en mi boca como un dulce:

—León…

El no dice nada. Me mira oscuramente bajo su denso ceño, me mira como si quisiera tocarme con los ojos. Pero ¿tocarme para qué? ¿Para atraerme hacia él o para apartarme? Su mirada duele, su mirada arde sobre mi piel y va dejando un rastro de quemaduras.

—Siempre supe que eras una mujer —dice en voz muy baja, en voz muy ronca—. Desde que te traje en brazos, cuando te hirieron.

—Y ¿por qué… por qué no dijiste nada, por qué me dejaste seguir con el engaño?

—Todos tenemos cosas que ocultar… Y, como puedes imaginar, yo sé respetar esos secretos.

Estamos los dos sentados en el suelo, el uno enfrente del otro. Demasiado lejos. Aunque me estire hacia delante, si no me levanto y cambio de posición, no puedo rozarle. Y quisiera hacerlo. ¡Necesito tocarle! Todo mi cuerpo tiende hacia él, toda mi piel me empuja, como si yo fuera uno de esos hierros temblorosos atraídos por las emanaciones de la piedra imán. Pero no me muevo. Me quedo totalmente quieta, entregada, una mosca atrapada en una tela de araña.

León, sin levantarse, se impulsa con los brazos y se desplaza sobre el suelo, salvando la pequeña distancia que nos separa. Ahora está muy cerca. Noto el calor de su aliento, el rico olor a potro de su cuerpo. Sus manos se posan en mis hombros y sé que va a besarme: el pecho me estalla de ansiedad y del más gozoso deseo de aniquilación. Siento que me deshago, lloran mis entrañas lágrimas viscosas, quiero que me devore y que me rompa, quiero dejar de ser yo y meterme debajo de su piel.

Entonces caen sus labios sobre mí y me abren, las lenguas entrechocan, las salivas se mezclan, las ropas se desgarran y los cuerpos se embisten con una necesidad desesperada. Nos frotamos y apretamos hasta alcanzar los pliegues más recónditos, aún más cerca, aún más dentro, hasta llegar a tocarnos el corazón. Me tumba sobre el suelo, separa mis piernas con sus piernas, me cubre por entero, llena hasta mi último resquicio con la enardecida entrega de su carne, somos una sola criatura con dos cabezas y yo siento que me muero y soy feliz.

Pero sigo viva. Abro los ojos, maravillada de encontrarme entre los brazos de León. Ahora, después de la cegadora explosión de los sentidos, puedo empezar a apreciar los detalles de su cuerpo. Este pecho denso, amplio, mullido, este cuello rotundo clavado entre los hombros. No sé si es verdaderamente bello, pero hoy me parece tan hermoso que casi me duele contemplarlo. Me miro a mí misma: los senos pequeños, la complexión delgada y huesuda, las cicatrices de distintos tonos, dependiendo de los años transcurridos desde la herida: rosada en el hombro, tostada en la cadera, anaranjada en el tórax. Retorcidas cuerdas de carne que me afean. ¿Cómo puedo gustarle? Me estremezco y tiro de la piel de borrego para taparnos. No quiero que me vea.

—¿Tienes frío? —susurra León junto a mi oreja.

Y me aprieta contra él mientras me acaricia con ternura. Olemos intensamente a mar, a brezo, a monte mojado por la lluvia. Nuestros cuerpos duelen, manchan, resbalan en la dulce humedad del sudor compartido. Aquí estamos, bajo el cobijo de la manta de piel, en una intimidad de animales distintos refugiados en la misma madriguera. Es un milagro.

Hace tres semanas que llueve sin parar. Es el llanto de los cielos por el fin del mundo. Todo se estropea, todo se derrumba, todo acaba. Ricardo Corazón de León ha muerto. Fue herido en el hombro con una flecha mientras sitiaba el castillo de un conde francés. El noble y valiente Ricardo, el guerrero impecable, ha sido abatido a traición por un tiro de ballesta. La herida se emponzoñó y la podredumbre acabó invadiendo su cuerpo. Mandó llamar a su madre, que acudió a toda prisa. A los cuarenta y un años y sin hijos, el gran Ricardo falleció en los brazos de Leonor. La corona de Inglaterra ha pasado a su hermano Juan Sin Tierra, un individuo enloquecido, cruel y sanguinario. Dicen que la Reina, enferma de dolor, quiere recluirse en la abadía de Fausse-Fontevrault.

Ahora mismo, desde la ventana de nuestra casa, estoy viendo el repugnante espectáculo de los flagelantes. Que es otro de los síntomas de la época en que vivimos, otro de los signos de nuestro pequeño Apocalipsis. Ahí abajo están, cubriendo la calle: un tropel de enfebrecidos fanáticos. Son unos doscientos, todos varones. Se enrolan por treinta y tres días, en alusión a los años de Cristo. Durante ese tiempo no pueden bañarse, ni afeitarse, ni cambiarse de ropa, ni dormir en un lecho, ni yacer con mujer. Tres veces al día se ponen en círculo, se desnudan hasta la cintura y se azotan salvajemente las espaldas con látigos de cuero rematados en puntas de hierro. Como ahora. Escucho el sonido seco de los zurriagazos, los gemidos involuntarios que algunos emiten, los alaridos de sus invocaciones mientras se flagelan:

—¡Sálvanos, rey!

Si una mujer o un cura atraviesan el círculo, la ceremonia del dolor tiene que volver a recomenzar. Los flagelantes van recorriendo los pueblos con sus modos feroces, y entran en las iglesias, saquean altares, interrumpen misas; dicen que incluso han lapidado a unos cuantos clérigos que intentaron oponerse a su avance depredador. Dan asco y dan miedo: desde aquí arriba veo sus espaldas sanguinolentas y la ciega furia con la que se golpean. Espero que se marchen pronto de la ciudad.

La guerra marcha mal. Muy mal. A decir verdad, la hemos perdido. El joven Trencavel ha huido y se ha exiliado en la corte del rey de Navarra, que sigue apoyando a los cátaros y las formas de vida provenzales. Y el también joven conde de Tolosa, Raimundo VII, se ha sometido al rey de Francia. Ha tenido que humillarse públicamente en la nueva catedral de Notre-Dame, en París. Tumbado en el frío suelo ante el altar, ha sido obligado a pedir perdón a la Iglesia y ha recibido unos cuantos azotes penitenciales. Ya no queda nadie que nos defienda. Las ciudades se van entregando sin lucha a los ejércitos cruzados, a medida que éstos avanzan. Acabamos de saber que el enemigo ya está cerca de aquí, de modo que nosotros tendremos que volver a marcharnos. Buscaremos algún escondite donde cobijarnos… Un lugar perdido al que no llegue el largo brazo de la represión eclesial, si es que tal sitio existe.

—¡Perdónanos, rey!

Los flagelantes prosiguen con su rítmico golpear y su griterío. Me producen náuseas. Son la avanzadilla del oscuro mundo que nos espera. Un mundo quizá mucho más tenebroso de lo que jamás hemos llegado a imaginar, ni aun en la peor de nuestras pesadillas. Hoy Nyneve regresó a casa tan temblorosa y pálida que por un momento creí que había enfermado con las fiebres. Pero no. Venía descompuesta por las últimas noticias:

—El Papa ha creado el Santo Tribunal de la Inquisición… Ahora que ya ha vencido militarmente a sus enemigos, el Sumo Pontífice quiere acabar con ellos también civil y socialmente, persiguiéndolos y arrancándolos de sus hogares, quemándolos de uno en uno… —dijo con amargura.

—Pero ¿qué es eso de la Inquisición?

—Es un proceso judicial, como los que se aplican contra los criminales, pero especial, porque sólo persigue a los que piensan distinto… El procedimiento se llama Inquisitio heretice pravitatis, es decir: «Encuesta contra la perversidad hereje»… Una vez que el ejército ha pasado y los pueblos se han rendido, llega otra tropa de escribas y notarios, dirigida por unos cuantos frailes inquisidores y reforzada por soldados. Esta tropa se instala en la localidad y obliga a todo el pueblo a confesarse. Luego esas confesiones son utilizadas como declaraciones judiciales para procesar a los supuestos herejes. Todos los cristianos están obligados a denunciar a los varones mayores de catorce años y a las mujeres mayores de doce. Los inquisidores ya han limpiado decenas de localidades de este modo y han quemado a centenares de personas.

Pienso ahora en la diminuta Violante y en su madre, la matriarca catara, y siento un pellizco de angustia: ¿qué habrá sido de ellas? ¿Habrán caído en manos de los verdugos?

—¿Sabes quiénes llevan el Tribunal de la Inquisición? Los dominicos. El Papa ha confiado esta persecución feroz a los frailes de la Orden del Hermano Domingo… Y son tan crueles y tan implacables que el pueblo ha empezado a llamarles los Domini canes, los perros del rey —añadió mi amiga.

Y luego, para mi sorpresa y mi total congoja, mi querida Nyneve se puso a llorar. Caían las lágrimas libremente por sus mejillas, y sus anchos hombros de matrona se agitaban sacudidos por los sollozos. No he sabido qué hacer. No estoy acostumbrada a su debilidad y, sobre todo, no estoy acostumbrada a su derrota.

Lloran los cielos su lluvia incesante, llora Nyneve sus sollozos de duelo, lloran las víctimas sus lágrimas finales, evaporadas por el ardiente aliento de la pira, pero yo, me avergüenza decirlo, tengo el ánimo colmado de alegría. Vivo disociada entre el horror del mundo y mi Avalon secreto, el Edén de los brazos de León, del amor de León, de su ternura, de lo que me cuenta y lo que creo adivinarle, de lo que le digo y lo que él me intuye; de sus palabras, que son tan atractivas como su sexo, y de su cuerpo, que es tan elocuente como sus palabras. Nunca he querido a nadie como le quiero a él y no comprendo cómo he podido vivir sin él hasta ahora.

Amor: sueño que se sueña con los ojos abiertos. Dios en las entrañas (y que Dios me perdone). Vivir desterrado de ti, instalado en la cabeza, en la respiración, en la piel de otro; y que ese lugar sea el Paraíso.

Hace dos días León me confesó el secreto de esa cosa que lleva escondida en una jaula. De esa criatura enigmática que rasguña y se agita en la oscuridad:

—Es un basilisco. Por eso no debes quitar nunca el lienzo que lo cubre.

—¿Un basilisco? No sé muy bien cómo es…, pero pensaba que era un animal inventado, inexistente…

—Oh, no, ya lo creo que existe. Es el producto de un huevo de gallina empollado por una serpiente. Tiene el tamaño de un gato, pero su aspecto está a medio camino del gallo y del lagarto. Y tiene un terrible poder: su mirada mata a los humanos. También marchita árboles y fulmina a los pájaros en pleno vuelo.

—Suena espantoso.

—Lo es, pero sobre todo para el pobre basilisco, que es una criatura amable de quien todos huyen y a quien todos persiguen… Por eso él y yo nos hemos hecho amigos… Ya sabes que a mí no me afecta el aojo, de modo que el basilisco no me hace daño. E incluso creo que, de su trato conmigo, va perdiendo poco a poco sus poderes letales… En cualquier caso, consintió que le metiera en una jaula y que le cubriera con un lienzo, para poder seguir junto a mí. Cuando estamos solos le saco de su encierro y se pasea un poco por la estancia, pero aun así su vida es bastante triste. Sin embargo, él ha escogido esto. Prefiere la amistad a la libertad e incluso a la luz y la visión.

Pobre bicho, rebullendo allá dentro, en su tapada jaula. Esta mañana oí cómo la criatura gañía y se agitaba, inquieta, en el interior de su encierro. Me acerqué y coloqué la mano sobre el paño que le cubre; y después me puse a cantar bajito una de las nanas que cantaba mi madre. El animal se tranquilizó y dejó de moverse. Espero haberle consolado un poco. Yo también soy como ese basilisco: estoy ciega y sorda a todo cuanto sucede. Sé que el mundo se derrumba y que en el aire vibra el acabóse, pero estoy con León. Y eso me basta.

Tras la derrota, sólo cabe huir o esconderse. O caer en manos del enemigo y sucumbir. A muchos les sucede. Muchos cátaros suben al patíbulo cantando, aunque sea con voces temblorosas, y fallecen dando fe del mundo que se extingue con ellos. Otros han huido a Italia o a los reinos de Aragón y de Navarra, donde todavía se les protege. También se dice que unos cuantos han sido acogidos, secretamente, en las fortalezas de los templarios. Y, además, los bosques y los montes están llenos de faydits, de caballeros fuera de la ley, que ahora son, en su inmensa mayoría, nobles occitanos derrotados por las fuerzas conjuntas del Papa y del rey de Francia. Se ocultan en las zonas agrestes, como bandoleros, y atacan a los soldados del rey con bien escogidas emboscadas, para luego retirarse velozmente. Apenas dañan a las aplastantes fuerzas de los vencedores, peto al menos les inquietan, les molestan, les impiden relajarse en su poder.

Huyendo de los Domini canes, nosotros hemos llegado a Montségur, un pequeño nido de águilas posado en la cima de los Pirineos. Es un castro de montaña, un pueblo fortificado dependiente del condado de Tolosa. Pertenece a Raimond, señor de Pereille. Cuentan que su madre, Fornéira de Pereille, fue una matriarca albigense, y Raimond, en cualquier caso, ha acogido en su castro a la cúpula de la Iglesia hereje, a los obispos de Tolosa, de Agenais y de Razés, junto a un nutrido número de Buenos Hombres y Buenas Mujeres. Por ahora no nos molesta nadie: se diría que los vencedores se han olvidado de Montségur, quizá porque estamos muy lejos y muy arriba, en un enclave inaccesible y difícilmente atacable, y también en un lugar apartado de toda influencia. Arrinconados en este extremo del mundo, los obispos cátaros resultan tan poco peligrosos como si estuvieran encerrados en una mazmorra.

Madurez: atisbo de entendimiento del mundo y de uno mismo, intuición del equilibrio de las cosas. Acercamiento entre la razón y el corazón. Conocimiento de los propios deseos y los propios miedos.

—¿Qué estás haciendo, Leola? —pregunta Violante, irrumpiendo en casa de modo repentino.

Oculto con la amplia manga de mi vestido el pergamino en el que estoy escribiendo.

—Preparo mis clases y estudio un poco —miento.

Observo que he vuelto a manchar la manga con la tinta: una fastidiosa torpeza a la que estoy acostumbrada. Todas mis ropas están entintadas. Al igual que antes era una mujer disfrazada de guerrero, ahora soy un escribano disfrazado de dama. La diminuta y bella Violante sonríe como pidiendo perdón por su intrusión. Se la ve acalorada y acezante: ha debido de venir por las cuestas de Montségur a toda la velocidad que le permiten sus pequeñas y combadas piernas, que la obligan a caminar con penoso contoneo. Cuando llegamos a Montségur hallamos aquí a la señora de Lumiére, la matriarca catara, y a su hija, la enana Violante. Fue un reencuentro emocionante, aunque tuve que confesarles mi fracaso y la pérdida del documento que me habían confiado, y aunque al principio les resultó chocante enterarse de mi verdadera condición femenina. Las dos mujeres, sin embargo, se mostraron conmigo tan dulces como siempre. Fueron ellas quienes respondieron por nosotros, para que pudiéramos quedarnos en el castro, y quienes nos proporcionaron el alojamiento, una planta baja en una torre que Nyneve ya ha vuelto a decorar con sus pinturas palaciegas.

—¿Está León?

Se me escapa una sonrisa sin querer. Violante y León congeniaron extrañamente desde el primer momento en que se vieron, y la enana ha tomado la costumbre de pasearse por todo Montségur sentada sobre los sólidos hombros del herrero. Es formidable verla allá arriba, cómodamente encaramada a las anchas espaldas, dominándolo todo con una cara de placer indescriptible. A cambio, Violante da suaves masajes con sus manos chiquitas en las sienes y la nuca de León, y yo no sé si será gracias a esto, pero se diría que las crisis del Gran Mal se han espaciado.

—Debe de estar en la forja —respondo.

—Ah, bien…, precisamente venía a buscaros por si queríais ver a los artistas… Ha llegado a Montségur una tropilla de juglares y saltimbanquis… Están actuando en la plaza, cerca de la forja. ¿Me acompañas a verlos?

En estos años últimos, tan azarosos y llenos de pesares, se han multiplicado, paradójicamente, los festejos públicos. Es como si la gente, ante el barrunto del dolor y la amenaza del fin, quisiera aprovechar sus últimas horas y aliviarse con el juego y la fiesta. Nunca he visto tantos titiriteros, tantos músicos ambulantes, tantos narradores de fábulas, tantos mimos. Nunca he escuchado tantas risas y tantos cantos.

—Sí, vamos, ¿por qué no?

Enrollo mi pergamino y lo guardo en el arcón, mientras un cosquilleo de alegría me recorre el cuerpo. León y yo llevamos un par de años juntos, pero aún se me seca la boca de excitación cuando sé que en breve voy a verle. La excusa de los saltimbanquis es perfecta para adelantar mi encuentro con el herrero. Para ir a buscarle por sorpresa a la forja, horas antes de que regrese a casa. Trenzo mi cabello, que he dejado crecer, y lo sujeto a la cabeza con unas hermosas agujas de perlas que me ha regalado León. Me pellizco las mejillas, para darles color, y pinto mis labios con carmín.

—Ya estoy.

Atravesamos Montségur al lento y esforzado paso de la enana. En el punzante frescor del aire montañés se huele ya la cercana primavera. El cielo es un lienzo de seda azul intenso, brillante y sin nubes, tendido sobre la fría blancura de las cumbres nevadas. Nunca había vivido en un lugar como este castro, a la vez tan sencillo y tan refinado, en el que se diría que, salvo León, todo el mundo sabe leer y escribir. Aquí están asilados unos doscientos Perfectos y Perfectas, casi la mitad de la población; y su abundante presencia crea una atmósfera de amabilidad, cordura y tolerancia. Fuera de la corte de Leonor, nunca he visto a la mujer tan bien tratada como aquí; y las crisis del herrero no escandalizan a nadie ni son consideradas posesiones malignas, sino simplemente lo que son: una enfermedad.

—Venimos a buscarte, León. Para ver a los volatineros.

Está moviendo el fuelle de la fragua, desnudo de cintura para arriba, sudoroso, macizo, con sus duros músculos tensándose bajo la piel mojada, tan hermoso como un diablo o como un ángel. Soy mujer y él es mi hombre. Me inunda el deseo, el amor y el orgullo. Aunque León sea analfabeto.

Mi hombre me abraza. Huele a hierro recalentado, a hollín, a madera y cuero. Se seca el cuerpo con su propia camisa, antes de ponérsela. Se inclina hacia Violante:

—Hola, mi pequeña.

—Hola, grandullón.

Agarra a la enana de los brazos y la ayuda a subir, trepando por su cuerpo, hasta instalarla a horcajadas sobre sus hombros.

—¿Dónde está el espectáculo?

—En la plaza —dirige la muchacha desde lo alto del cuello, extendiendo en el aire su diminuto índice.

Cuando llegamos, sin embargo, la actuación parece haber terminado. Los vecinos se marchan y media docena de individuos están recogiendo sus bártulos: las mantas de colores para hacer las acrobacias, las mazas de los malabarismos, los instrumentos de música. En una esquina, sentado sobre el suelo, quieto, pétreo y monumental como un pedazo de roca caído de la montaña, hay un individuo monstruosamente grande. Tan grande que parece abultar el doble que León. Me acerco con lentitud, movida por la curiosidad, mientras el herrero y Violante hablan con los artistas. Doy la vuelta a la interminable espalda del tipo, que sigue sin moverse, y me encaro con él a prudente distancia. El hombre tiene la cabezota inclinada, la barbilla hundida en el pecho, los hombros caídos hacia delante. Debe de ser bastante mayor: está casi calvo y los pocos pelos que le quedan son canosos. En este preciso momento, el gigantón levanta la cabeza y se me queda mirando. Esos ojillos cándidos y pequeños, demasiado pegados a la nariz. Esa cara de niño aberrantemente envejecido.

—Leola… —dice el monstruo con vocecita débil.

—Guy… —jadeo yo.

Nos hemos reconocido al mismo tiempo. Es Guy, el inocente, el Caballero Oscuro. El hijo de Roland, mi antiguo Maestro de armas. El gigantón arruga pavorosamente su cara y comienza a berrear como un crío pequeño. Uno de los saltimbanquis viene hacia nosotros:

—¿Qué le has hecho? —me increpa el hombre con gesto de impaciencia—. Es un pobre idiota, pero no es malo. Hay que tratarle como si fuera un niño. Basta ya, Guy, ¡deja de gimotear!

El hombre, que es menudo y fibroso, se pone de puntillas y le da una bofetada a Guy en la mejilla. Un sopapo ligero que en realidad no puede haberle hecho mucho daño. Aun así, me encrespo.

—¡No le pegues!

El hombre me mira, extrañado e irritado:

—Pero ¿qué dices? Aquí no pintas nada. Además, tú tienes la culpa. No sé qué le has hecho para ponerle así. Venga, chico, cálmate…

Tras la cachetada, Guy ha disminuido el volumen de sus chillidos, pero sigue haciendo pucheros. Grandes y pesadas lágrimas bajan rodando por sus ajados mofletes.

—Leola… —balbucea.

—Le conozco —digo, conteniendo mi rabia—. Es el hijo de…, de un antiguo amigo. Quiero…, quiero hacerme cargo de él.

Mientras digo esto, lanzo una rápida ojeada a León, que se acerca cabalgado por Violante. El herrero no dice ni hace nada, pero sé que me apoya. Qué bueno es saber que, si me quedo con Guy, León no va a sentirse incomodado. Hasta ese punto le conozco, hasta ese punto confío en él.

El saltimbanqui se rasca la cabeza:

—¿Te lo quieres quedar? ¿Quieres llevártelo? ¿Para siempre?

—Eso es.

Guy sorbe sus mocos estruendosamente y vuelve a balbucear:

—Leola…

—Pues, no sé… —dice el hombre—. La verdad es que es un número muy bueno… La gente paga por ver al gigantón. No hay otro hombre más grande en toda la Cristiandad, te lo aseguro… Y, además, llevo manteniéndolo muchísimos años. Y come como un buey… He gastado una fortuna en él.

Miro de nuevo a León. Me quito las agujas del pelo y las trenzas caen sobre mi espalda.

—Te doy estas perlas a cambio. Son buenas y costosas. Cuatro grandes perlas. Y, además, Guy ya está muy viejo, mírale…

El hombre coge las agujas y las examina con ojo suspicaz. Luego contempla al gigantón, que sigue gimoteando:

—A ver, chico, ¿tú quieres irte con esta mujer?

Guy arrecia en sus lloros y asiente frenéticamente con la cabeza:

—Síííííííí…

El titiritero se encoge de hombros:

—Bueno, muy bien, pues trato hecho… Quédatelo… —gruñe con una brusquedad que me parece en cierro modo fingida—. Total, ya te he dicho que come lo mismo que una fiera y acabará arruinándome. Llévatelo antes de que me arrepienta.

Agarro la áspera y deforme manaza de Guy y tiro suavemente de él, para que se levante:

—Venga, Guy. Vas a vivir con nosotros. Nos vamos a casa.

El inocente se pone en pie con dificultad, como si tuviera las piernas agarrotadas. Ha echado tripa y renquea al caminar, igual que un viejo. Pero ya ha dejado de llorar. Sigue aferrado a mi mano: yo troto a su lado y casi cuelgo de él. Murmura algo, pero no le entiendo.

—¿Qué dices?

—Guy está contento… —repite débilmente.

—Y yo también lo estoy, querido. Yo también.