Debió de ser bellísima

Debió de ser bellísima. Aún lo es, aunque ha tenido diez hijos y es asombrosamente mayor. Unos cincuenta años, dice Nyneve. No lo parece. No usa afeites, o si los utiliza no se le notan.

—Lleva teñidas de negro cejas y pestañas y se ciñe un justillo muy prieto para marcar el talle —puntualiza Dhuoda, tal vez con cierta envidia.

Más que delgada, la reina Leonor es flexible y ondulante, como un junco mecido por el agua. Tiene el pelo trigueño, entreverado de canas que apenas se perciben en el espesor de su cabellera. La piel de color dorado claro, sin manchas ni emplastos. Las manos largas y afiladas, de dedos aleteantes. Le falta un diente de la parte de arriba, pero los demás son regulares y blancos. Finas arrugas enmarcan su delicada boca y, cuando ríe, las mejillas se le pliegan en lo que antaño debieron de ser hoyuelos. Pero su expresión sigue siendo joven y vivaz. Cuando está distraída y ausente, con la mirada baja, la ruina de los años parece alcanzarla y casi representa su verdadera edad. Pero en movimiento, hablando, sonriendo y sobre todo mostrando el esplendor de sus ojos color miel, intensos y curiosos, inolvidables, toda ella se transforma en un ser luminoso del que resulta imposible apartar la mirada. Es tan hermosa como el fuego, y tan cambiante.

—Nunca olvidaré lo que hizo por mí cuando murió Puño de Hierro. Aunque no me conocía, ella me liberó de mi encierro y me protegió —dice la Duquesa—. Claro que actuar de esa forma le convenía, porque dividía la herencia de mi esposo y rebajaba así la fuerza del ducado, además de conquistar conmigo una vasalla leal. Pero se lo agradezco de igual modo, porque no todo el mundo es capaz de aunar lo bueno y lo útil.

—En efecto, mi reya —interviene Nyneve—. Esa habilidad de la Reina me parece todavía más admirable. Leonor es una soberana poco común que intenta unir sus intereses a sus convicciones. Prefiere la finura política y sin duda sabe manipular a las personas y conspirar en la sombra como nadie; pero, pese a su azarosa e intensa vida y a haber sido antes la Reina de Francia y ser ahora la Reina de Inglaterra, dicen que no tiene ningún crimen de sangre en la conciencia… y eso, como vos sin duda sabéis, es extraordinariamente raro en nuestro mundo…

Dhuoda calla, pero la conozco bien y puedo advertir que se ensombrece y encrespa. A veces Nyneve se arriesga demasiado. Dice cosas que no se le admitirían ni a un bufón.

Poitiers es un burgo casi tan bello como la propia Reina. No entiendo por qué antaño me desagradaban las ciudades. Hoy me fascina el ruido, la confusión, las orgullosas casas tan altas como torres, las tiendas, el comercio, el colorido, la riqueza de los trajes, la variedad de gentes, la mundanería, el refinamiento, todas las sorpresas que te esperan al doblar una esquina. La vida estalla aquí, la verdadera vida, y el campo es un lugar tan yerto como un cementerio. El palacio de Leonor, donde residimos, es un recinto fabuloso; en comparación, el castillo de Dhuoda me parece rústico y vacío. Los techos de madera están labrados y policromados, las paredes decoradas con pinturas, los suelos cubiertos de alfombras y pieles. Hay tapices de apretado nudo y minucioso dibujo, brillantes estandartes, telas vaporosas, sedas y cojines y, por las noches, son tantas las antorchas, las candelas, los velones y las lámparas que en cada habitación refulge el sol. Este lugar increíble es un hormiguero; Nyneve me ha explicado que, además del condestable o encargado general, un hombre pomposo y envarado que da miedo, hay un gran despensero, un jefe de halcones y cazadores, un jefe de establos, un jefe de aguas y jardines, así como intendentes de cocina, de panadería, de frutas y bujías, de bodega y de ajuar, todos ellos con sus ayudantes. Luego están los médicos, los barberos, los sacerdotes que atienden la iglesia del palacio, trovadores, pintores, músicos, secretarios, amanuenses, costureras y sastres, un bufón, un astrólogo, pajes y escuderos. Por no hablar de los infinitos sirvientes de ambos sexos y del cuerpo de defensa, con sus capitanes militares, sus soldados y arqueros, su maestro de armas, su jefe de armería. A esto hay que añadir las damas y caballeros al servicio de Leonor de Aquitania, cada uno con su correspondiente servidumbre. El palacio de la Reina es una ciudad dentro de la ciudad.

Y la vida aquí es tan fácil, tan deliciosa y animada. Llevamos en el palacio quince días y dentro de una semana empezará el Gran Torneo, evento que está atrayendo a Poitiers a multitud de nobles, caballeros y damas. Ahora mismo está en la corte María de Champaña, hija de Leonor y del rey de Francia, una joven hermosa y juiciosa pero carente del magnetismo de su madre. Aun así, Chrétien de Troyes escribió El Caballero de la Carreta inspirado por ella. Para mi desencanto, Chrétien no está en la ciudad. Pero he conocido a alguien aún mejor: a María de Francia, una dama de agudísima mente de quien se dice que es hermanastra del rey inglés Enrique II, el marido de la Reina. Esta María es la autora de unos relatos muy bellos, los Lais, que he empezado a leer al llegar aquí. Apenas puedo creer que, siendo mujer, se atreva a escribir, y que lo haga tan hermosamente. Su ejemplo me deslumbra y me envenena: siento el picor de las palabras que se agolpan en la punta de mis dedos. Tal vez algún día yo también ose escribir. Tal vez algún día sepa hacerlo.

Aquí están asimismo varios de los hijos de Leonor y del rey Enrique. Los dos con quienes tenemos más trato, porque participan en las reuniones y los juegos, son Godofredo, un brioso muchacho de catorce años, y Ricardo, que es el favorito de la Reina, hasta el punto de que a los doce años le nombró duque de Aquitania. Ahora Ricardo tiene quince y es el que más semejanzas guarda con Leonor, tanto en su físico trigueño y espigado de deslumbrantes ojos como en su talante y su inteligencia. Como guerrero es formidable: le he visto ejercitarse y desconoce el miedo. Es un joven tan templado y prudente, tan valeroso y magnánimo, que se ha ganado el sobrenombre de Corazón de León. Lamento que mi Maestro no pueda conocerle: sé que es el modelo de caballero que quiso inculcarme.

Nos encontramos en la sala octogonal de los faisanes, llamada así por sus pinturas de aves. Es una de las estancias preferidas de Leonor y suele escogerla para sus reuniones, sus animadas discusiones y sus juegos. Bebemos limonada e hipocrás en altas copas talladas, y hay fuentes de plata a nuestro alcance con dulces venecianos de jengibre, galletas de frutas, grosellas hervidas en miel y servidas encima de barquillos. Como hoy es miércoles, toca Corte de Amor. Las Cortes de Amor son una invención de la Reina; una vez a la semana, alguien presenta un caso amoroso especialmente complicado y peliagudo. Se debaten abiertamente los aspectos positivos y negativos de la historia, y al cabo Leonor falla a favor o en contra. Hoy ha presentado el caso André le Chapelain, que es uno de los sacerdotes de la corte, un varón menudo y atildado que recuerda más a un trovador que a un clérigo. André está escribiendo un libro a instancias de María de Champaña. Se titula El Arte de Amar y algunas tardes nos ha leído unos cuantos fragmentos, que han sido acogidos por las damas con caluroso deleite. Dicen que está inspirado en un tal Ovidio, un autor del mundo antiguo al que no he leído y, si no he entendido mal, habla de la mezquindad del matrimonio, que no es sino un comercio de riquezas y títulos, frente a la pureza del amor verdadero, que es aquel que brota libremente entre una dama y un caballero, sin mediar intereses ni linajes, como una llamarada de espiritualidad. Al principio me resultó chocante que un religioso sostuviera semejantes ideas, pero ahora he entendido que ese pensamiento es el eje en torno al que gira la corte de Leonor y quizá muchas otras cortes regidas por las damas. Me lo explicó Nyneve:

—Lo que aquí se enaltece es el Fino Amor, la pasión sublime, un movimiento del alma.

—Pero la pasión está en el cuerpo, ¿no es así? Bueno, yo de esto no sé mucho, pero he visto a mis padres, a mis vecinos… Y aunque soy aún doncella, alguna vez he amado. Y lo he sentido en la piel y en las tripas —contesté.

—Estás en lo cierto, porque el cuerpo es lo real. Pero el Fino Amor es el ideal. Y es un ideal poderoso, a fe mía. ¿Sabes ese temblor de corazón que alguna vez se experimenta en los atardeceres especialmente hermosos, cuando el mundo está en calma y tu estómago lleno, pero notas como un hambre insaciable dentro de ti? ¿Una necesidad de algo más grande y más hermoso? ¿Cuando el alma se te sale por la boca y ansia buscar la perfección?

—Ansía buscar a Dios.

—Exactamente. El Fino Amor consiste en cambiar ese anhelo de Dios por la emoción espiritual de la pasión entre una mujer y un hombre.

—Pero eso es una blasfemia. Una herejía.

—No tanto, no tanto. Lo único que hace el Fino Amor es ensanchar un poco el espacio reservado para la pequeña vida humana… Porque no estamos hablando sólo de amor. Es una idea que lo penetra todo. En realidad, la pasión amorosa les embarga el alma con el impulso o el afán de ser mejores. ¿No te has dado cuenta de lo diferente que es la corte de Leonor? Los partidarios del Fino Amor son también partidarios de la música, de las artes, de la literatura, de la escritura. Del refinamiento social y la preponderancia de las damas. Prefieren la negociación a la espada, los hombres libres a los siervos, la tolerancia a la hoguera. Pese a sus excesos cortesanos y a su frivolidad, el Fino Amor no es más que un estandarte, mi Leo. Es una de las banderas de los nuevos tiempos.

Nyneve debe de tener razón. En la corte de Leonor, tan alegre y superficial, se valora sin embargo la brillantez, la inteligencia, la originalidad. Es un entorno que te obliga a pensar. Y hoy, en la Corte de Amor, tenemos que pensar en la historia de Jaufré Rudel, príncipe de Baya. Los casos de las Cortes, según me dicen, suelen ser abstractos e inventados. Pero en esta ocasión André le Chapelain ha propuesto una peripecia real. Jaufré contempló un medallón de la condesa de Trípoli y se enamoró de ella, aunque jamás la había visto en persona. Para poder conocerla, se hizo cruzado y embarcó hacia Tierra Santa. Pero enfermó en el viaje poco antes de llegar al puerto de Trípoli. Los hombres de Jaufré le dejaron agonizante en la orilla y fueron en busca de la Condesa, que era mujer casada y no tenía la menor idea de la pasión que había despertado en el caballero. Informada del asunto, la dama corrió al lecho del enfermo y llegó justo a tiempo, pues el Príncipe pudo expirar en sus brazos. Entonces la Condesa enterró a su amado en la Orden del Temple, y después abandonó su hogar y se encerró para siempre jamás en un convento.

—Es una historia muy bella, Chapelain. Poco habremos de debatir en esta ocasión —dice Isabelle de Vermandois, sobrina de Leonor.

—Aun así, habrá que presentar todos los aspectos del caso. Y su dificultad aumenta el reto —responde la Reina.

—Yo diría que Jaufré fue, como poco, hombre de escaso juicio y menor prudencia —argumenta Ermengarda, vizcondesa de Narbona y una de las damas más queridas de Leonor—. Se enamoró de la Condesa con la sola visión de una miniatura, esto es, se prendó de su físico, sin saber de los dones de la dama, de sus virtudes, su talento o su inteligencia. No veo en ello amor espiritual, sino todo lo contrario: un empecinamiento en lo carnal bastante estúpido, puesto que ni siquiera conocía al modelo.

—Pero no, mi querida Vizcondesa… Sin duda no fue la carnalidad lo que le atrajo, sino ese algo único, excelente y etéreo que debió de atrapar en su retrato el artista. Uno no cruza el mundo y se pone en peligro de muerte sólo por un cuerpo que ni siquiera conoce. Sin duda hubo un deslumbramiento de amor verdadero, un reconocimiento de las virtudes de la dama, bien reflejadas por el maestro pintor —dice acaloradamente la joven Isabelle.

—Entonces, ¿por qué no se enamoró del pintor, puesto que la belleza que lo cautivó procedía indudablemente de su pincel? —dice María de Champaña—. Yo me siento más próxima a lo que ha dicho Ermengarda. Jaufré fue un imprudente y un inocente, porque todos sabemos lo mucho que suelen engañar los medallones. Y fiado tan sólo de eso, de un poco de pigmento sobre marfil, emprendió un viaje alocado en busca de una mujer de la que lo ignoraba todo. Bien pudo haberse enamorado igualmente de uno de los frescos de su palacio.

—No sé si hemos enfocado el caso de manera atinada. A mi modo de ver, la fidelidad o no del maestro pintor importa poco —interviene Leonor: y todo el mundo calla, atento y expectante—. Creo que es evidente que Jaufré era capaz de amar de manera espléndida. Tal vez llevó ese tesoro de amor en su corazón durante toda su vida, a la búsqueda de la dama adecuada que lo mereciera. La visión del medallón desencadenó el milagro, e importa poco que el retrato fuera fiel o no lo fuera, porque en cualquier caso el sentimiento de Jaufré era real. Pues ¿qué es el amor, sino la idea misma del amor? Y tanto más puro cuanto más despojado de las mezquindades terrenales. El puro amor del Príncipe le hizo cambiar de vida, abandonarlo todo y lanzarse a un viaje incierto a tierra de infieles. Ni siquiera podía estar seguro de si la Condesa respondería a su presentimiento, y esto, desde mi punto de vista, agranda más su gesto, que es la entrega absoluta al ideal amoroso, contra toda razón, toda comodidad, toda seguridad y conveniencia. Podría haberle salido mal; la Condesa podría haber sido una dama insustancial e incapaz de sentimientos profundos, pero, aun así, eso no habría rebajado la nobleza del comportamiento de Jaufré.

Calla la Reina y mira alrededor, esperando sin duda que alguien la contradiga. Pero todo el mundo guarda silencio.

—Deduzco que estáis de acuerdo… Esto en lo que se refiere a Jaufré. ¿Y qué hay de la Condesa?

—Bueno, destruyó su hogar al meterse al convento, abandonó a su marido y a sus hijos por un hombre al que apenas había visto. Aunque debo confesaros, mi Reina, que esto lo digo sólo por el afán de debatir, porque ella me gusta —vuelve a decir Ermengarda con un mohín gracioso.

—Ciertamente era una mujer templada y capaz de los sentimientos más profundos… Se enamoró de la idea del amor que Jaufré depositó en sus brazos mientras moría. Después de un regalo de tal magnitud, después de una experiencia tan intensa y tan pura, la Condesa no pudo regresar al empobrecimiento y la rutina de su pequeña vida cotidiana. Eso da una idea de su fortaleza espiritual. En verdad es un relato muy bello, Chapelain. Una historia equilibrada. Él ama en la distancia y la ausencia hasta matarse, y después de su muerte ella recoge ese amor y renuncia a su vida para conservarlo. Podríais escribir un hermoso lai sobre el tema, María —dice la hija de Leonor con un guiño a la otra María, la de Francia.

—Está bien. Entonces todos opinamos lo mismo —resume la Reina—. Fallo, por consiguiente, que la conmovedora historia del príncipe Jaufré y la condesa de Trípoli es un elevado ejemplo del Fino Amor.

Las Cortes de Amor no son el único juego que se juega en Poitiers, ni tampoco el único que han inventado. Por ejemplo, hay otro que consiste en componer versos más bien atrevidos y dirigidos a una persona determinada, escribirlos en rollitos de pergamino y luego leerlos en voz alta, mientras los presentes intentan adivinar de quién se está hablando. Yo odio este entretenimiento porque me veo obligada a participar, y temo mi incultura y mi fea letra. Prefiero el juego de la verdad, donde uno de los presentes plantea a los demás preguntas inconvenientes, en cuyas respuestas no se puede mentir. Claro que yo siempre miento, puesto que me hago pasar por varón. En fin, me han dicho que antes había un pasatiempo muy divertido, llamado El Peregrino, en el que alguien encarnaba a San Cosme y los demás le presentaban ofrendas cómicas e intentaban hacerle reír, para que perdiera; pero la Iglesia lo prohibió, porque algunos, para hacer reír al santo o a la santa, le cosquilleaban y manoseaban demasiado.

Además de estos juegos, en Poitiers siempre resuenan la música y los cantos, siempre repiquetean bien calzados pies en deliciosas danzas. La corte de Leonor no para nunca y todos parecen disfrutar. Todos, menos fray Angélico, que suele removerse incómodamente sobre su asiento y torcer el gesto. Ahora mismo se ha comportado así, durante la Corte de Amor del príncipe Jaufré. Su actitud displicente es tan obvia que la misma Reina parece haberse dado cuenta.

—Me parece que no os gustan mucho nuestros inocentes pasatiempos, fray Angélico —dice Leonor.

—Disculpad, mi Reina. Lo cierto es que me siento enormemente honrado con el solo hecho de gozar de vuestra presencia —responde el religioso con una pequeña reverencia.

—Dejaos de pamemas cortesanas, mi querido fraile. Sabéis bien que aquí nos complacen la sinceridad y el debate. Decidme, ¿qué os ha parecido nuestra Corte de Amor?

—Majestad…

—Hablad claro y sin miedo, os lo ruego.

Fray Angélico levanta la cabeza y pasea por la concurrencia una mirada orgullosa que traiciona su supuesta sumisión.

—Pues bien, mi Reina, pienso que es un tiempo, una inteligencia y un esfuerzo totalmente desperdiciados en un debate absurdo e insignificante. Judicium rationis per nimium amorem.

Leonor sonríe dulcemente.

—Que quiere decir «perder el juicio por amores nimios». Ya veo. Consideráis que es mejor emplear toda esa energía en debates más sustanciales, como, por ejemplo, los asuntos religiosos.

—Evidentemente sí, Majestad.

—La semana pasada asistí a un interesante debate entre mis clérigos de Poítiers donde se discutía sobre el pecado de la carne y sus grados. Puesto que la única justificación moral de la coyunda es la procreación, mis hombres de la Iglesia se preguntaban: ¿qué es mayor pecado, procrear fuera del matrimonio, o yacer con tu esposa pero sólo por deseo carnal, evitando los hijos? ¿O es peor aún ayuntarse con la esposa cuando se encuentra embarazada, o cuando a ella, por la edad, se le ha retirado ya la sangre? ¿El matrimonio casto es mejor que el matrimonio con hijos? Por otra parte, si el matrimonio es un sacramento, ¿por qué el gozo es pecado? ¿Y cuánto hay de pecaminoso en el hombre que yace con su esposa, pero encendido y tentado mentalmente por otra mujer? Se pasaron con estas y otras cuestiones toda la tarde. ¿Os parecen lo suficientemente profundas? ¿Es para vos un debate menos absurdo que los nuestros?

—Mi Reina, sois una dama de elevada cultura e inteligencia y sin duda sabéis que no todos los religiosos poseen una formación adecuada… Por otra parte, esta discusión que me habéis relatado quizá no os parezca demasiado fina ni sustancial, teológicamente hablando, pero aun así sin duda posee mucho más sentido que vuestro juego, porque intenta delimitar el campo moral de nuestras vidas y responder a las dudas inocentes del vulgo.

—Mi apreciado fraile, yo también he escuchado problemas teológicos muy curiosos que en verdad no acabo de entender —interviene Ricardo Corazón de León, que es joven pero audaz—. Como, por ejemplo, la cuestión de la Visión Beatífica… Al parecer, la Iglesia no tiene claro si las almas de los bienaventurados contemplan la faz de Dios nada más morir y llegar al Cielo, o si tienen que esperar hasta el Juicio Final… Y en este debate tan ajeno a la vida de los hombres se empeñan agriamente muchas mentes instruidas…

—Lo cual es natural, Duque —interviene Nyneve—. Si lo pensáis un momento, es lógico que el tema les preocupe, porque del resultado de la discusión depende un gran negocio, que es el de la venta de reliquias. Las reliquias de los santos sólo tienen valor si el bienaventurado en cuestión puede interceder por ti ante Dios cara a cara en este mismo momento. Si no, ¿para qué adquirirlas?

Fray Angélico ha enrojecido violentamente y yo vuelvo a sentir miedo por Nyneve. Y un poco de vergüenza, por su empeño en decir siempre cosas inconvenientes.

—Ah, sí, las famosas reliquias… —interviene Leonor con risa cantarina—. Habréis de reconocer que algunas son francamente curiosas… Una botellita de leche de la Virgen, un fragmento del pañal de Jesús… Casi me siento tentada a darles la razón a los cátaros, cuando dicen que todo eso es superchería pagana…

—Majestad, no digáis esas cosas ni como una chanza, os lo ruego. La secta de los cátaros o albigenses es uno de los mayores peligros que tiene en estos momentos la Cristiandad —contesta fray Angélico con voz ronca.

—Lo sé, lo sé, no os preocupéis por eso, no voy a hacerme catara como mi vecino, el conde Raimundo de Tolosa… Nunca nos hemos llevado bien el Conde y yo, vos lo sabéis. Que ese pensamiento no os inquiete, porque me siento muy contraria a cualquier secta. Sin embargo, justo es reconocer que el mundo está cambiando, y que los cátaros ganan tantos adeptos porque sostienen ideas que mucha gente piensa, aunque luego ellos las desvirtúen de manera perversa hasta la herejía. Si queréis combatir de verdad a los albigenses, es menester responder a las aspiraciones del pueblo, para dejarles así sin argumentos. Como el tema de la pobreza evangélica… La gente se escandaliza ante el lujo ostentoso de la Iglesia. Hay una necesidad de volver a la pobreza, a la simplicidad y la pureza de Jesucristo y de los primeros cristianos. Que es lo que aseguran hacer los albigenses.

—Mi Reina, la Santa Madre Iglesia nunca ha abandonado esa pureza. Ahí tenéis a Francisco de Asís y a Domingo de Guzmán, que acaban de formar las órdenes mendicantes con el beneplácito y la bendición amorosa del Santo Padre. Y ellos también practican la pobreza, pero de verdad y dentro de la auténtica fe, y no insidiosamente y amparados por el Maligno.

—Sí, en efecto, los franciscanos y los dominicos…, unos religiosos conmovedores. Pero lo que no acabo de entender, fray Angélico, es que el Santo Padre haya autorizado ahora las órdenes mendicantes, y que en cambio persiguiera y quemara hace treinta años a Pedro de Valdo y a los valdenses, que proponían lo mismo, si no me equivoco… Se diría que Francisco y Domingo han sido autorizados sólo porque existen los cátaros y como una contestación o una maniobra de la Iglesia ante las críticas de la secta albigense…

La ira tensa el musculoso cuerpo de fray Angélico. Veo sus puños apretados, sus pálidos nudillos.

—La Iglesia no necesita que ninguna secta demoníaca le señale el camino de la fe. Os recuerdo, Majestad, que el Sumo Pontífice es el representante de Cristo en la Tierra. Y su palabra es infalible en lo tocante al dogma. Y perdonadme, pero sí, os equivocáis. Con todos los respetos, debo deciros que opináis sin conocimientos suficientes. Los valdenses eran unos herejes. Ni siquiera una soberana de vuestra sabiduría y magnitud debería hablar con tanta ligereza sobre temas tan graves. Y si vos os equivocáis, mi reya, siendo como sois la primera entre todas las damas, ¿cómo no va a equivocarse el pueblo? Esas exigencias que vos decís que el vulgo plantea no son sino desviaciones de la fe, desfallecimientos espirituales, tentaciones demoníacas.

Un rumor de desagrado ha empezado a extenderse por la sala ante la acritud de las palabras del fraile. Pero Leonor sigue sonriendo cálidamente.

—Muy bien, fray Angélico. Me complacen vuestra sinceridad y vuestro arrojo. Seguramente estáis en lo cierto y yerro al hablar de asuntos religiosos: no puedo competir con vos en sabiduría teológica. Pero permitidme que os diga que vos también os equivocáis al juzgar las cuestiones del mundo; porque de los asuntos sociales, mi querido fraile, una reina sabe mucho más. No despreciéis tan a la ligera el empuje y las opiniones del pueblo: ése es un error que muchos soberanos han pagado con su cabeza. Y más ahora, en estos tiempos en los que se diría que el vulgo está adquiriendo una preponderancia que jamás ha tenido. ¿Habéis visto las nuevas iglesias? Los maestros pintores, los maestros escultores están empezando a firmar sus obras, cuando nunca jamás antes conocimos sus nombres… Los plebeyos comienzan a estar orgullosos de ser quienes son. Hay un afán inusitado de controlar la propia vida y de disfrutarla, en oposición al perpetuo mensaje de resignación y mortificación que difunde la Iglesia. No sé si os habéis fijado en la nueva moda en la pintura…, ahora los artistas pintan escenas en las que puedes ver el aire detrás de las figuras. Perspectiva, me dicen que se llama. Perspectiva… ¿sabéis qué significa? Que las escenas se representan como observadas desde el punto de vista de un solo individuo. Eso es lo que ansían hoy los hombres: contemplar el mundo entero, e incluso dirigirlo, desde sus propias vidas… El vulgo no es dócil. Nunca lo fue, pero ahora mucho menos. Y, para sobrevivir, hay que saber adaptarse a los nuevos tiempos. Otorgando cartas de libertad a los burgos, por ejemplo.

—Majestad, yo… —interrumpe la Dama Blanca con nerviosismo—. Os ruego que me disculpéis, pero yo pienso que manumitir los burgos es un error… Ceder poder a los plebeyos sólo nos debilita y pervierte gravemente la estabilidad y el orden de las cosas.

—Mi pequeña Dhuoda, hace veinte años yo hubiera dicho exactamente lo mismo que vos ahora decís… —contesta Leonor—. A vuestra edad yo tampoco era partidaria de estas medidas. Pero soy vieja, y la edad enseña, si no mata. El tiempo es un río, y las mudanzas que las épocas traen son como las crecidas ocasionales de la corriente. Es imposible parar el curso del agua: sí intentas detenerla, te arrastrará. Pero sí podemos encauzar el caudal para que no nos inunde, e incluso para utilizar su empuje en nuestro provecho. Prefiero ser molinero que ahogado, ¿comprendéis, Duquesa? Los burgos liberados trabajan mejor, pagan beneficios, crean menos problemas, participan con hombres y dinero en los conflictos armados… y son mucho más leales a sus antiguos señores. Pero hoy la tarde se ha puesto horriblemente seria. ¡Estoy agotada de tanta profundidad y tanto debate! Creo que voy a descansar un poco. Podéis retiraros.

Leonor se pone en pie y abandona velozmente la sala sin despedirse de nadie, seguida por sus hijos y sus damas y envuelta en un agitado susurro de telas que se rozan. Ricardo Corazón de León se detiene un momento ante fray Angélico con una sonrisa encantadora en su terso rostro adolescente:

—Mi querido fraile, no os enfadéis tanto con nosotros… O al menos no os enfadéis conmigo, porque deseo ser vuestro amigo. Ese arranque colérico quizá os venga de la acumulación de humores a causa de vuestra vida sedentaria. Un hombre como vos no debería encerrarse dentro de un hábito…

Ricardo extiende la mano y palpa el antebrazo del religioso. Recuerdo la presión de los dedos de fray Angélico sobre mi propio brazo. Una semejanza harto inquietante.

—Sois muy fuerte… Me gustaría luchar amistosamente contra vos… Quizá podamos hacerlo uno de estos días…

El religioso no contesta nada. Tiene el rostro demudado, tal vez por el esfuerzo de contener su ira. Ricardo le mira en silencio unos instantes; luego su gesto se ensombrece y, sin añadir palabra, sale de la estancia en pos de su madre. Fray Angélico se acerca a nosotras.

—El gran Bernardo de Claraval tiene razón —susurra con una voz apretada por la cólera—. Bernardo dice que el duque Ricardo vino del Diablo y volverá a él. La reina Leonor tuvo tratos carnales con un íncubo y engendró este hijo del Maligno. Y, además, todo este estúpido y peligroso asunto del Amor Cortés, y ese coqueteo mendaz con los albigenses… Sabemos que muchos trovadores se están refiriendo al catarismo, cuando fingen ensalzar en sus poemas a las damas…

Sé que el fraile está furioso, pero aun así me sorprenden su violencia y lo grave y extremado de sus acusaciones, porque considero que es un hombre inteligente.

—Tienes razón, primo. Le debo mucho a la Reina, ya lo sabes, pero cada vez me reconozco menos en lo que dice. Sólo puede ser que esté endemoniada —comenta Dhuoda con malevolencia.

Miro a Nyneve, que bascula el peso de su cuerpo de un pie a otro, y le ruego con los ojos que permanezca callada. Para mi alivio, mi amiga suspira y se va de la estancia.

—Es cosa de la sangre —sigue diciendo el religioso—. Leonor ha heredado el veneno de sus ancestros, porque el ducado de Aquitania siempre ha sido una guarida de pecadores. El abuelo de la Reina, Guillermo IX, que ostenta el infame mérito de haber sido el primer trovador, era un libertino y un blasfemo que ordenó construir en Niort un burdel suntuoso en el que las rameras, Dios nos asista y le perdone, iban vestidas de monjas. En cuanto al padre de Leonor, Guillermo X, cometió el pecado de reconocer al antipapa Anacleto, en lugar de al verdadero Pontífice. Esto lo sé bien porque me lo ha contado mi Maestro. El gran Bernardo, en su generosidad apostólica, vino a Poitiers para intentar convencerle de que regresara al redil de la Iglesia. Y el Duque, preso de cólera sacrílega, derribó el altar donde Bernardo daba misa e intentó matarle. ¡El Doctor Melifluo tuvo que huir para salvar la vida! De esa estirpe endemoniada viene esta malhadada y peligrosa Reina.

Las palabras de fray Angélico me confunden. Pido excusas y me retiro: necesito pensar. Salgo de la sala de los faisanes con un torbellino en la cabeza. Desde luego, intentar matar a Bernardo de Claraval me parece terrible. Y la historia de las rameras vestidas de monjas me escandaliza. ¿Será verdad que Leonor ha tenido tratos con el Demonio? Esas cosas suceden. Y, sin embargo, no consigo creerlo. Admiro a la Reina. Me gusta Ricardo. Y todo lo que ellos dicen y hacen me parece más real, más alegre, más humano. Pequeñas sombras empañan mi cariño por Dhuoda, mi afecto por fray Angélico, como mínimos gusanos en el corazón de una hermosa manzana. No deseo sentirme así. No quiero tener dudas sobre ellos. Pero no puedo evitarlo. ¿Cómo decía Dhuoda? No me reconozco en lo que dicen, hay algo que me desagrada y que me inquieta.

Doblo la esquina de un solitario corredor del palacio y escucho una voz gritando algo. Palabras que no llego a descifrar. Miro a mi alrededor y compruebo que, sumida en mis cavilaciones, he venido a parar cerca de la iglesia Y precisamente de allí parece venir el rumor de las voces. Me encuentro en el piso superior del edificio, a la altura del balconcillo desde donde la Reina sigue la misa. Arrimo la oreja a la puerta y, en efecto, el sonido es más claro. Pruebo la falleba y la hoja se abre. Entro sigilosa: huele penetrantemente a incienso y el balcón está vacío y oscuro. Paso a paso, intentando no chocar con los reclinatorios, me acerco a la baranda. Abajo, en la iglesia desierta y tenebrosa, tan sólo iluminada por dos grandes velones en el altar, hay un joven. Es Ricardo. Está tumbado cuan largo es sobre el suelo, delante del sagrario. Pero ahora se incorpora; echa el cuerpo hacia atrás y se pone de rodillas, para volverse a prosternar inmediatamente.

—Rey, me acuso de tener deseos contra natura. Perdonadme, Mi rey. Sé que soy tentado por el Maligno y sé que soy débil. Mi carne es pecadora; mi voluntad, miserable y perezosa. Oh, Dios Mío, ayudadme a no caer en la tentación. Prometo enmendarme y alejar de mí los pensamientos impuros, mi aberrante lujuria, mi viciosa debilidad por las criaturas de mi propio sexo… Dios Mío, ayudadme a salir de este infierno… rey, me acuso de tener deseos contra natura…

Sus palabras resuenan en el aire quieto, cargadas de desesperación y de tristeza. La voz de Ricardo Corazón de León, aniñada y casi rota por las lágrimas, me hace sentir escalofríos. Qué solo está, me digo; qué solo y qué angustiado. Y también pienso: esto no se lo voy a contar ni a fray Angélico ni a Dhuoda.