Ya conozco la historia
de Dhuoda
Ya conozco la historia de Dhuoda. Su nuez de dolor, como diría Nyneve. Me la contó la propia Duquesa, con quien he acabado entablando una relación que se parece a la amistad, aunque sé muy bien que ella es mi Dama y yo su servidora. Pasamos mucho tiempo en compañía; me siento a su lado mientras ella toca el laúd o la fídula, paseamos por los jardines, jugamos al ajedrez o a los bolos, leemos en la biblioteca, subimos a las almenas en las noches quietas del cálido verano a comer uvas y beber hipocrás mientras contemplamos las divinas estrellas, amaestramos juntas a sus gavilanes de esponjoso pecho. Hemos acordado una enseñanza mutua: ella quiere aprender a combatir, de modo que yo la entreno todas las mañanas en el patio de armas, intentando recordar las sabias lecciones del Maestro. Es una alumna aventajada y será mejor guerrero que yo, porque es feroz y despiadada: ni su cabeza ni su mano se arredran ante el golpe. Por su parte, Dhuoda está empeñada en enseñarme a mí los modos refinados de las damas. Como mi condición sigue siendo un secreto, las clases se celebran en la intimidad inexpugnable de su alcoba. Me pruebo sus trajes fabulosos, que me quedan cortos, y Dhuoda me explica cómo tengo que sentarme y agacharme, cómo he de mantener el cuello al mismo tiempo erguido y un poco arqueado, cómo debo mover la falda y alzar graciosamente el ruedo para dejar asomar el pequeño pie. Sólo que las faldas de la Dama Blanca me llegan más arriba de las espinillas, y mis pies, que no son ni pequeños ni graciosos, se ven de manera permanente junto a un palmo de pierna. También he aprendido a comer con delicados mordiscos y con la boca cerrada, a recogerme las amplias mangas para no meterlas en los platos, a lavarme con elegancia los dedos en el aguamanil, a masticar menta e hinojo para perfumar el aliento, a no limpiarme jamás la grasa de las manos con el mantel o el traje.
Hay cosas mucho peores. He pasado largas tardes apresada dentro de unas espalderas de cuero provistas de clavos, para aprender a mantenerme bien derecha. Ahora uso collarines de mimbre que corrigen la posición de la cabeza, y Dhuoda acostumbra a hacerme caminar descalza delante de ella y me azota los tobillos desnudos con un junco si no me muevo bien.
—No te quejes. Así he aprendido yo. Así hemos aprendido todas las damas.
Y luego está el tema de los afeites. Ella no los necesita y no los usa, pero para aclarar mi oscuro rostro me hace maquillarme, a modo de prueba, con polvos de yeso y plomo. Parezco un espíritu. También me ha enseñado a usar carmín para dar rubor a las mejillas, y el negro kohol de los sarracenos para resaltar la mirada. Los dientes se blanquean con piedra pómez y orina, y para mantener una complexión de cutis fina y limpia, sin granos ni impurezas, es necesario frotarse solimán.
—¡No se te ocurra untarte esas porquerías! —bramó Nyneve cuando se enteró—. El plomo blanco es ponzoñoso y podría incluso matarte; y el solimán es sublimado de mercurio, otro veneno… Acabará contigo y antes te pondrá los dientes negros.
Mi condición aparente de varón me ha salvado de las torturas de la depilación, porque las damas, Dhuoda incluida, se depilan las cejas y el nacimiento del cabello, para alardear de una frente amplia. Pero yo, claro está, me debo a mi disfraz de guerrero. Ciertamente empiezo a creer que es más duro el aprendizaje para ser una dama que el entrenamiento de los caballeros. Por no hablar de los instrumentos musicales: la Duquesa está obcecada con que aprenda a tocar algo, pero el laúd, la fídula o la mandora chirrían penosamente entre mis dedos torpes y callosos.
Uno de esos días en su alcoba, entre clases y risas y azotes en las piernas con el junquillo, Dhuoda me contó su historia. La Dama Blanca es hermanastra del poderoso conde de Brisseur. Es hija póstuma: su padre murió un par de meses antes de que ella naciera. Su hermanastro, Pierre, quince años mayor, decidió arrebatar la parte de la herencia de Dhuoda y quedarse con todo.
—Contravino así la ley y el derecho provenzal, porque entre nosotros no existe la primogenitura, sino que la herencia se reparte de manera igual entre todos los hijos y las hijas.
Pierre negoció la boda de la recién nacida con Puño de Hierro, un belicoso vecino con quien quería hacer las paces. No dotó a la niña: tan sólo prometió no volver a hostigar al Duque. Dhuoda tenía un año cuando fue casada con Beauville; tras los esponsales, la enviaron al castillo de su marido más en calidad de rehén que de esposa.
—Y a mi madre, que se negaba a separarse de mí, mi hermanastro la encerró en una torre hasta su muerte.
Puño de Hierro también instaló en una torre a la niña junto con su aya y sus criadas, y allí la olvidó. Dhuoda creció feliz explorando el laberíntico castillo y jugando en los jardines interiores, tras haber aprendido muy tempranamente que su supervivencia dependía de no dejarse ver por su marido y no recordarle su existencia. Pero un día el Duque recordó por sí solo.
—Una mañana estábamos en nuestros aposentos y yo jugaba a las adivinanzas con Mambrina, mi aya bien amada. Entonces empecé a escuchar un estruendo, un rumor confuso, unos estallidos semejantes a truenos que se nos acercaban. Era, luego lo entendí, el batir de las puertas que el Duque iba abriendo a empellones. Irrumpió en nuestra estancia como un viento de muerte, como un vendaval devastador, enorme y oscuro, rechinando a metal, erizado de hierros, seguido por sus pavorosos caballeros. Yo nunca lo había visto de cerca y me pareció grande como una montaña y malo como un diablo. Mi aya y las sirvientas cayeron de rodillas. Yo me quedé paralizada. Puño de Hierro no dijo palabra y ni siquiera me miró. Sacó su espadón de la vaina con un frío siseo de acero sobre acero que aún hoy me produce escalofríos y partió la cabeza de Mambrina en dos, como quien revienta una granada: el tajo le llegó hasta la garganta. Luego hizo un volatín en el aire con la ensangrentada espada, salpicándolo todo, y decapitó limpiamente a las dos criadas. Hecho lo cual, dio media vuelta y se marchó seguido de sus hombres, tintineantes y fieros. Allí quedé yo, en mitad de un cálido lago de sangre que mi falda empezó a empapar rápidamente. Me dejaron encerrada en esa habitación, junto con los despojos de las mujeres, durante el resto de ese día y toda la noche. Yo tenía cinco años.
Dhuoda se enteró, mucho después, de que su hermano Pierre había roto la tregua, de ahí la furia vengativa de Puño de Hierro. La Duquesa ignora por qué Puño de Hierro no acabó también con ella: tal vez quería seguir manteniéndola como un bien con el que poder negociar en algún momento. A la mañana siguiente los sirvientes se llevaron los cadáveres, pero no asearon el cuarto. A partir de entonces Dhuoda vivió encerrada en esa torre, completamente sola. Dos veces al día, la puerta se abría unos instantes y le dejaban agua y comida, pero los sirvientes, bien aleccionados y aterrorizados por la crueldad del amo, jamás le dijeron una sola palabra. Transcurrieron así los años, muchos años, infinitos años para una niña. En los heladores y oscuros inviernos, sin fuego en el hogar, Dhuoda se recubría con un espeso capullo de mantas y de ropas. A medida que su cuerpo crecía, la niña fue utilizando los trajes de su aya. Ingenió infinitas distracciones; tenía amigas fantasmales con las que jugaba al escondite y a las cuatro esquinas. Cuando hacía buen tiempo, sacaba los bracitos por la ventana para tomar el sol. Inventó una lengua propia y la usaba para hablar con Mambrina. Su aya imaginaria le contaba cuentos y la reprendía si no se portaba bien; a veces Dhuoda se castigaba a sí misma y se ponía de rodillas en un rincón, en el convencimiento de que Mambrina estaba enfadada. Desde el principio de su encierro, la Dama Blanca intentó seguir las rutinas que su aya le había inculcado: todos los días se peinaba cuidadosamente su larguísimo pelo, y usaba parte del agua para lavarse. Así fueron pasando los días y las noches.
—Una tarde volví a escuchar un tumulto raro, voces, pasos. La puerta se abrió de par en par y yo corrí a esconderme detrás de la cama, porque creí que era el Duque y que venía a matarme. Y, aunque ahora no consigo entender por qué, yo no quería morir, a pesar de todo. Pero no era el Duque. Era un hombre mayor de pelo blanco, bien vestido, educado. Era un representante del rey. Puño de Hierro había muerto y la reina Leonor, que tenía noticia de mi situación y que por entonces aún estaba casada con el rey de Francia, del cual el Duque era vasallo, mandó un emisario para que se reconocieran mis derechos. Porque, como viuda de mi marido, que ni me había repudiado ni había vuelto a casarse, yo disponía de la tertia, es decir, era dueña y señora de la tercera parte de los bienes de Puño de Hierro. Yo tenía once años y era rica.
El representante real la sacó de la torre, la entregó al cuidado de unas damas de la corte, que se encargaron de su educación, y permaneció en el castillo el tiempo suficiente como para dirimir los asuntos de la herencia. Al final, Dhuoda se quedó con esta fortaleza y con algunas más, con el vasallaje de un puñado de caballeros y con unos cuantos pueblos con sus correspondientes siervos.
—Pero sobre todo, mi Leo, me quedó un corazón endurecido por el odio, un corazón feroz del que me enorgullezco. Hace ya mucho tiempo de todo esto, pero yo sigo sintiendo la viscosa y cálida humedad de la sangre de Mambrina sobre mis ropas: también es por eso por lo que visto de blanco. No he vuelto a cruzarme con mi hermanastro, pero algún día lo haré. Y le mataré. Por eso quiero aprender a combatir. Rezo todos los días a Dios para que Pierre no muera antes, para que pueda acabar con él con mis propias manos. Puede que este tipo de plegaria no le guste al buen Dios, puede que sea sacrílega, pero no me importa, porque he pagado con creces por mis pecados. Esto es lo mejor de la venganza: que cuando llega, tú ya has atravesado todo tu infierno.
Vamos de camino a Beauville, la ciudad más cercana al castillo de Dhuoda. Antaño pertenecía al ducado, pero Puño de Hierro, siempre necesitado de dinero para costear sus guerras, otorgó la carta de libertad a los burgueses a cambio de una buena suma de oro.
—Y así se va malvendiendo y destruyendo el orden en el mundo —dice la Dama Blanca con un mohín de asco.
La ciudad celebra el trigésimo aniversario de su emancipación con una gran fiesta a la que han invitado a la Duquesa. Después de muchas dudas ha decidido asistir, y secretamente me enorgullezco pensando que ha sido mi deseo de conocer Beauville lo que más la ha empujado. Formamos una comitiva impresionante: además de la veintena de sirvientas y criados, vamos ocho soldados, el capitán de la guardia, sir Wolf, Nyneve y yo, todos bien armados. Dhuoda monta a caballo y va a mi lado. Tengo la sensación de que, cuando sale del castillo, la Duquesa pierde su férreo aplomo y está asustada de algo. Nos ha ordenado avanzar en un grupo compacto, y la veo ojear con inquietud la sombra amparadora de los bosquecillos, como si recelara de una emboscada. El número de hombres armados que llevamos es una prueba más de ese temor: debe de ser por eso por lo que casi nunca abandonamos el castillo.
—Ahí tienes tu ciudad, Leo.
Es grande, más grande que Millau y que Mende. Ocupa toda una colina y sus murallas son macizas. Extramuros, el campo hierve con un hormigueo de personas. Hay tenderetes de comida, ventas de reliquias, sanadores, saltimbanquis, herreros, magos, cómicos, bailarinas de la danza del vientre cuyos amos aseguran que acaban de traerlas de Bagdad. Nos internamos en el río de gente que se dirige lentamente a Beauville y la muchedumbre nos abre paso, no sé si respetuosa o temerosa. Huele a carne asada, a estiércol, a perfumes pegajosos y orientales, a polvo y agua podrida. El ruido es formidable: músicas, cantos, gritos de vendedores anunciando sus mercancías, mugidos de bueyes, risas y trifulcas. Estoy sudando bajo mi cota de malla y la sangre corre deprisa por mis venas; me siento embriagada por la excitación que impregna el aire y mis piernas ansían ponerse a bailar. Pero los caballeros no danzan. Es una pena.
Estamos cruzando ya la puerta del Sur, y los gastados maderos del puente levadizo retumban bajo nuestros cascos. Dos altas torres adornadas con brillantes estandartes enmarcan la entrada. A punto de franquear el umbral, algo cae desde lo alto sobre la Duquesa. Golpea el cuello de su palafrén de paseo, que relincha y se alza de manos. Dhuoda exhala un corto grito, pero consigue controlar al animal. Rápida como un ratón, Nyneve ha bajado de su caballo y ha recogido el objeto del suelo. Viene hacia nosotras y nos lo muestra: es un hueso pelado con unos cuantos dientes. Una quijada humana.
—Es de los pobres desgraciados de ahí arriba.
Miramos hacia lo alto y vemos las picas que coronan la puerta, cada una con su correspondiente cabeza ensartada. Me estremezco:
—Me parece que no me va a gustar esta ciudad…
—No te inquietes, Leo… No son recientes. Deben de ser de la época de Puño de Hierro. Aunque los burgueses tienen sus propios tribunales, gracias a Dios sólo pueden impartir justicia llana. La justicia de sangre sigue estando en nuestras manos, es decir, en manos del rey y de los nobles —explica Dhuoda con un deje de orgullo—. Fíjate bien son muy viejas. Por eso se están cayendo a pedazos.
Es verdad. Son calaveras mondas, picoteadas por los pájaros, roídas por el sol y por la lluvia. Pero antaño estuvieron recubiertas de piel y animadas de vida. Fueron cabezas que soñaron, que rieron, que lloraron. Que gritaron de dolor y de espanto.
—¡Mi muy noble reya! ¡Nos sentimos tan honrados por vuestra presencia! ¡Estamos tan felices de que os hayáis dignado a venir a esta humilde ciudad!
Un pequeño tropel de notables ha acudido corriendo a nuestro encuentro para darnos la bienvenida a Beauville. Sin duda traen puestas sus mejores ropas y son un verdadero impacto para la vista, tan chillones, abigarrados y brillantes son sus colores, tan intensos y apretados los bordados, tan dorados los broches y los cintos. El hombre que nos ha hablado primero es un tipo enorme en todas sus partes, redondo y barrigudo como una bola de trapos a la que le hubieran hincado cabeza, manos y pies, como los exóticos clavos de olor que hinca Dhuoda en las naranjas para espantar las moscas. Va embutido en un increíble traje a listas de color verde y carmesí, y las puntiagudas punteras de sus zapatos son tan largas que las lleva recogidas y atadas a las pantorrillas, para poder moverse. Es Morand, el alcalde de Beauville, como enseguida nos explica él mismo. A su lado está Brodel, el regidor primero, que tal vez haya sido elegido por compensación, porque es tan diminuto y entecó como exuberante y desparramado es el otro. El regidor viste ropas oscuras y tristes, descoloridas o tal vez sucias, y tiene una carita pálida y arrugada, como de vieja, en la que brillan dos ojillos malhumorados. Juntos, Brodel y Morand semejan un escarabajo pelotero amasando su bola.
—¡Mi ilustrísima Dama! ¡Estamos tan contentos! ¡Tan entusiasmados! ¡Nos sentimos tan agradecidos por vuestra presencia! ¡Las festividades de la humilde pero noble ciudad de Beauville serán mucho más luminosas gracias a vos! ¡Tenemos todo preparado para recibiros! ¡La ciudad os aguarda! ¡El pueblo os admira!
El alcalde sigue baboseando sus halagos, con la nerviosa aquiescencia del vistoso y engalanado coro de comerciantes ilustres que le rodea. Morand parece tener la fastidiosa costumbre de convertir todas sus frases en exclamaciones; y con cada uno de sus altisonantes trompeteos, noto aumentar peligrosamente junto a mí la furia de Dhuoda. Tampoco Brodel parece muy feliz: frunce el ceño y da pequeños pasitos encogido sobre sí mismo, como si pisara carbones al rojo.
—Está bien, maese Morand. Creo que la Duquesa ya se ha enterado de que la amamos —gruñe al fin el regidor con voz rasposa—. Probablemente prefiera desmontar, descansar y refrescarse después del largo viaje.
—¡Por supuesto! ¡Imprudente de mí! ¡Corro raudo a conduciros a vuestros aposentos! ¡Os he alojado en mi propia casa! ¡Humilde pero confortable! ¡Todo está dispuesto, mi reya!
Aguanto las ganas de reír: la servil estupidez de Morand me parece chistosa. Si Dhuoda no estalla, creo que los tres días que vamos a pasar en Beauville pueden terminar siendo divertidos. Brodel da la mano a la Duquesa para ayudarla a bajar del palafrén y ella desciende blanca y alada, como una reina. Todos la observan embobados. Todos menos el pequeño Brodel, que parece ser el más inteligente, el más austero. Y que sonríe educadamente a la Dama Blanca, mientras en sus ojillos relampaguea, y creo que no me equivoco al percibirlo, un profundo desprecio y un odio intenso.
Han adornado las calles de Beauville para las fiestas cubriéndolas de pétalos de flores.
—¡Nosotros también tenemos ricas alfombras, mi reya! ¡Maravillosas alfombras florales! —alardea untuosamente el gordo Morand—. ¡Y nuestras casas son tan altas como vuestros castillos!
—Pero vivís apiñados como puercos dentro de ellas —contesta Dhuoda con desdén.
Tiene razón el alcalde: es como si las ciudades compitieran absurdamente con el modo de vida de los nobles. Y también tiene razón la Dama Blanca: nunca alcanzarán la exquisitez que ella posee. Los burgueses han puesto baldaquinos, han levantado estrados para los espectáculos, han organizado banquetes formidables. Pero cualquier refrigerio de diario de la Duquesa es más refinado que todas sus comilonas. Hemos visto bailes, autos sacramentales, juegos de cucaña, competencias de arco, concursos de versos entre juglares, peleas de animales, exhibiciones musicales, saltimbanquis, cómicos y malabaristas. Es como si, presos de un orgullo loco y pueril, los burgueses se hubieran propuesto deslumbrar a la Duquesa. Pero la Dama Blanca les desprecia y no se molesta en ocultarlo. De hecho, el resquemor ha ido creciendo día tras día, y las fiestas están terminando de un modo lastimoso.
El banquete de ayer fue especialmente catastrófico. Los ágapes oficiales se celebran al aire libre, en unas grandes mesas entoldadas que han dispuesto en la Plaza Nueva. Beauville es un municipio inquieto y joven y ha cambiado la fisonomía de sus calles. Ahora el centro de la ciudad ya no es la plaza de la iglesia, como ocurría antes y como siempre ha sucedido en todos los pueblos, sino una zona cuadrangular donde antaño se celebraba el mercado y que ahora ha sido adecentada y rodeada de construcciones nuevas con soportales llenos de tiendas. Por ahí empezó la trifulca, precisamente. Y el culpable fue el coadjutor de la parroquia, el clérigo Ferrán, un hombre petulante y lleno de agravios, que sacó ácidamente el tema a colación:
—Ya veis, mi reya, adonde nos llevan estas modernidades… Mis convecinos parecen preferir esta Plaza Nueva a la espiritualidad y el amparo de nuestra hermosa iglesia… Han sustituido a Dios por el comercio.
—No exageréis, mi querido coadjutor… La iglesia sigue siendo el edificio principal de Beauville, y Dios sigue siendo nuestro único guía. Pero podemos honrar a Dios también en esta plaza, porque siempre le llevamos en nuestros corazones —contestó el pequeño Brodel.
—Permitidme que dude de vuestro sentido religioso, porque no se puede servir al mismo tiempo a Dios y al Diablo. De todos es sabido que la Iglesia ha prohibido la usura a los cristianos y que el comercio es una actividad pecaminosa e indecente —se picó el clérigo—. Recordad que Jesús sacó a los mercaderes del templo a latigazos… Y tanto las Sagradas Escrituras como los Doctores de la Iglesia condenan de manera inequívoca el sucio trato mercantil. «Negociar es un mal en sí», decía San Agustín. Y San Jerónimo dijo: «El comerciante pocas veces o jamás puede complacer a Dios».
—No tanto, Padre, con vuestro permiso —terció Nyneve—. Precisamente acaba de llegar a los altares San Omobono, que era un mercader de Cremona. Ya veis, siendo comerciante también se puede alcanzar la santidad.
—Y sobre todo se pueden alcanzar las benditas arcas de la Iglesia… —dijo Brodel—. Como bien sabéis, padre Ferrán, los comerciantes de Beauville damos mucho dinero para la Santa Madre Iglesia.
—Pero ¿qué me decís, maese Brodel? —volvió a intervenir Nyneve con un aire de inocencia que me hizo temer lo peor—. ¿Entonces los mercaderes compran con su dinero el perdón de sus pecados? Dicho de otro modo, ¿entonces la Iglesia también comercia, puesto que vende sus indulgencias?
El coadjutor enrojeció y apretó las mandíbulas con gesto iracundo. Brodel se apresuró a proseguir antes de que el cura hablase:
—Habréis de reconocer que el comercio ha traído cosas buenas. Los mercaderes leemos y escribimos, hablamos lenguas… Por nuestra influencia, en los tratos comunes se ha cambiado de la numeración romana a la arábiga que es mucho más sencilla y práctica. Y hemos abierto numerosas escuelas laicas, donde se enseñan saberes tan necesarios para la vida cotidiana como son las cuentas, o escribir de manera legible y sencilla…
—¡Sí, esa abominación de la escritura mercantesca! —bramó el clérigo—. No sólo es una zafia y empobrecedora manera de escribir que no resiste comparación alguna con la belleza de la caligrafía carolingia, sino que, además, la popularización de esa mala escritura entre gente plebeya y sin fundamento no hace sino pavimentar el camino para el Maligno. ¿No os dais cuenta, maese Brodel, de que todos estos cambios que vos consideráis avances no son más que perversiones demoníacas, las pústulas visibles de una honda enfermedad espiritual? ¿No advertís cuan grave y peligroso puede ser poner ciertos conocimientos, aunque sean espurios y mediocres, al alcance de la plebe sin formar?
—¿Y cómo se va a formar la plebe sí jamás se le permite el acceso a ningún conocimiento? —contestó Brodel con una voz contenida en la que vibraba un filo de ira.
—¡Mi querido coadjutor! ¡No es cuestión de discutir! ¡Las cosas tampoco están tan mal como decís! —dijo, o más bien trompeteó, el redondo Morand—. ¡Vos tenéis vuestro hermoso latín para hablar con Dios y para tratar de los asuntos elevados! ¡Asuntos que nosotros, humildes comerciantes, no entendemos ni osamos entender! ¡Pero qué mal puede haber en apuntar la compra de una partida de paños con la escritura mercantesca! ¡Es sólo una herramienta! ¡Para simplificar la vida de las gentes comunes! ¡Es como lo de empezar el año en Pascua! ¡Es muy complicado, mi querido coadjutor! ¡Un verdadero lío! ¡Que si comienza a finales de marzo, que si comienza en abril, dependiendo de cuando caiga Pascua! ¡Así no hay manera ordenada de llevar los negocios! ¡Qué daño haría empezar siempre el año en el mismo día! ¡Hay quienes dicen que sería mucho mejor comenzarlo el uno de enero! ¡En la fecha gloriosa de la Circuncisión del Salvador!
—No decís más que barbaridades y blasfemias —barbotó Ferrán.
—Serenaos, por favor —intervino el regidor—. En cualquier caso, el problema no es el comercio, sino los excesos. Y para evitar los excesos existen las leyes comerciales. Sabéis bien que está prohibida la innovación de instrumentos y técnicas, para que nadie tenga ventaja sobre su oponente; la venta de artículos por debajo del precio fijado; el trabajo nocturno con luz artificial; el empleo de aprendices innecesarios; el elogio de las propias mercancías en detrimento de las de los demás, así como anunciar los artículos que uno vende mientras el comprador se encuentre en otra tienda…
—Por eso tenéis esas enseñas tan ridículamente grandes en todos los comercios —dijo Dhuoda—. Contemplad esta plaza: encima de las puertas de las tiendas cuelgan zapatos de latón del tamaño de un hombre, panes en madera pintada tan desmesurados como ruedas de molino, martillos de hojalata hechos a la medida de un gigante. Apenas se puede caminar por vuestras estrechas y sucias calles con el abarrote de todas esas figuras recortadas… Sería mejor que permitierais que los vendedores vocearan sus mercancías. Por otra parte, eso es lo que hacen de todas formas: además de colgar sus distintivos, vocean. Vuestras famosas leyes son transgredidas a todas horas. Pero, naturalmente, qué se puede esperar de la ley de un plebeyo.
Brodel palideció:
—Sí, es verdad. Hacemos leyes que luego algunos incumplen. Pero gracias a esas leyes podemos aspirar a ser mejores. Los plebeyos sabemos que los hombres pueden ser buenos y malos. Todos los hombres. Y acordamos libremente normas de funcionamiento, e intentamos respetarlas, para potenciar nuestras virtudes y vigilar nuestras debilidades. Somos como el agua: necesitamos canalizarnos, para poder regar fructíferamente los campos y no derramarnos inútilmente. Los nobles, en cambio, se consideran por encima de toda norma. Creen encontrarse fuera del Bien y del Mal. Nadie puede juzgarles, y ellos a sí mismos no se juzgan. Habláis de las leyes de los plebeyos…, pero las leyes que los nobles dictan despóticamente sólo son un resultado de sus caprichos. Y sus veredictos son intocables e inapelables.
—Es natural que lo sean, porque nuestra autoridad emana de Dios. Si Dios hubiera querido que los plebeyos mandaran, no os habría creado plebeyos, sino nobles. Esto es algo tan evidente que no sé cómo os atrevéis siquiera a discutirlo —dijo Dhuoda mordiendo las palabras.
—Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Al hombre en singular, que es como decir a todos los hombres. Que yo sepa, no creó a un duque y luego a un siervo. Todos somos iguales a los ojos del rey, ése es el mensaje de Jesucristo.
—¡Mi reya! ¡Brodel! ¡Por favor! ¡Mi Graciosa y Magnánima Dama! ¡Por favor! ¡No prestéis atención a los excesos de nuestro regidor! ¡Él no sabe lo que está diciendo! ¡Es un polemista! ¡Siempre se lo digo! ¡Pero Beauville está a vuestros pies como siempre, mi reya! ¡Y Brodel también, en cuanto cierre la boca! —farfulló el alcalde, nerviosísimo, frotándose con desesperación sus regordetas manos.
—Contemplad esta ciudad, mi reya. Somos libres —siguió diciendo Brodel—. Todos los ciudadanos eligen cada año a cien pares. Y estos cien pares eligen a veinticuatro jurados, doce regidores y doce consejeros, y a tres candidatos, entre los que el rey designa al alcalde. Los regidores administramos la ciudad y somos el tribunal de primera justicia. Nos comprometemos a no aceptar dinero ni regalos de los litigantes, pero, como somos hombres y, por consiguiente, también tenemos nuestra cuota de maldad, eso a veces sucede. Ahora bien, al regidor que ha aceptado soborno se le arrasa su casa y se le excluye para siempre de los cargos públicos; y al reo que ha sobornado, se le dobla la pena. Con esto quiero deciros que nos esforzamos por hacerlo bien. Que intentamos legislar incluso contra nosotros mismos, es decir, contra aquello de malo que pueda haber en nosotros. Es otra forma de poder, mi reya. El poder del acuerdo y de las multitudes. Es como lo que sucede en las cofradías. Los nobles poseen sus órdenes de caballería, pero nosotros tenemos nuestras cofradías. En cada ciudad existen decenas, y los hombres se adhieren a ellas por su propia decisión, sin coacciones de ningún tipo. Las cofradías cuidan de los miembros enfermos, sostienen económicamente a las viudas, educan a los huérfanos, defienden a los asociados ante la arbitrariedad del noble. No disponemos de espadas, como los guerreros, pero somos muchos, nos cuidamos los unos a los otros y estamos juntos por nuestra propia voluntad. Y eso nos hace fuertes. Esto que estáis viendo es el verdadero mundo, Duquesa. Dentro de poco, los nobles languidecerán encerrados en sus castillos, como caracoles resecos olvidados en su caparazón.
Hubo un instante de silencio, tenso y ominoso.
—Puedo hacer que te descuarticen mañana —siseó Dhuoda.
—No, no podéis. Y vos lo sabéis. Tendríais que presentar un cargo contra mí lo suficientemente grave, y recurriríamos a la justicia real. Ya no podéis hacer esas cosas…, mi reya.
—¡Válganos Dios! ¡Tomemos una limonada! ¡Un poco de sidra! ¡Qué disgusto! —graznó Morand.
Dhuoda cerró los ojos. No quiere estar aquí, pensé; no quiere reconocer que todo esto sucede. Cierra los ojos para borrar el mundo, porque está acostumbrada a que su voluntad dé forma a las cosas. Un instante después, cuando la Dama Blanca alzó de nuevo sus espesas pestañas, su mirada ardía de malicia.
—Hablando de la justicia real, mi querido regidor… —dijo sonriente—. Sin duda conocéis perfectamente las leyes suntuarias del Reino, ¿no es así? Pues bien, yo diría que en esta ciudad no las cumplís…
—¡Pe… pero! ¡Mi reya! —se inquietó Morand.
—Vamos a ver, vamos a ver… No las recuerdo muy bien, pero, si no me equivoco, las mujeres de los comerciantes no pueden llevar vestidos multicolores ni listados. Ni pueden usar brocados, terciopelos floreados o tejidos con plata y con oro… Y mirad esta mesa, mi querido regidor, mi querido alcalde… ¿No veo allí un justillo carmesí listado de plata? Digno de una dama, desde luego… Pero ¿no es ésa vuestra esposa, mi querido Morand? Vaya por Dios, qué casualidad. Y qué confusión: mirad aquella otra mujer, con la falda de brocado… Y la de más allá. Cuánto atrevimiento indumentario hay en Beauville… Así no hay manera de distinguir al rico del pobre, al criado del amo… Me temo que me veo obligada a exigiros que toméis medidas y que hagáis cumplir las leyes como es debido. Llamad a los alguaciles, alcalde.
Las palabras de la Dama Blanca cayeron sobre Morand como latigazos. Pálido y sudoroso, con la boca abierta y los mofletes temblando, parecía un reo condenado al suplicio. Fue Brodel quien mandó avisar a los alguaciles, puesto que el alcalde no reaccionaba. El regidor se encargó de todo con una sonrisa desafiante y amarga: luego me enteré de que estaba viudo y que, por lo tanto, no tenía esposa a la que desairar. Las demás mujeres de la mesa tuvieron que abandonar el banquete y dirigirse a sus hogares a cambiarse de vestimenta; y los alguaciles recorrieron casa por casa la ciudad requisando todas aquellas prendas que incumplían las leyes suntuarias. Emplearon en semejante menester toda la tarde, y los demás aguardamos sentados a la mesa en un silencio atroz e insoportable del que, sin embargo, Dhuoda parecía disfrutar. Al cabo de un tiempo amargo, cuando el sol ya caía, regresaron los alguaciles con el botín de su triste cosecha: brazadas de vestidos multicolores, sombreros picudos ornados de armiño, capas de terciopelo. Hicieron una pira en mitad de la plaza, untaron el hato con brea y resina y le prendieron fuego. Mientras el humo apestoso se elevaba al cielo, pude escuchar lamentos y exclamaciones airadas. La Duquesa esperó hasta que todo el montón fue una bola de llamas, y luego sonrió graciosa y livianamente:
—Gracias por el almuerzo. Y por la conversación. Ha sido un día precioso.
Dicho lo cual se levantó, ligera y danzarina, y se marchó de la plaza con tanta premura que los demás tuvimos que correr para ir tras ella. Así terminó esa jornada nefasta.
Esta mañana, Dhuoda todavía seguía de buen humor. Puertas y ventanas se iban cerrando con violencia a nuestro paso, las gentes con las que nos cruzábamos se volvían ostentosamente y nos daban la espalda, la ciudad entera palpitaba de odio contra nosotros, pero todas estas señales de furor no lograron borrarle la sonrisa. Cuando llegamos al entarimado donde se celebran los espectáculos, nos encontramos a Morand ataviado con un sayo informe, triste y áspero, de color marrón oscuro. Recordando su refulgente indumentaria de los pasados días, se me escapó la risa.
—Por todos los Santos, se ha vestido de pobre… Verdaderamente es un gran necio. Con todas sus ideas raras, Brodel es mucho más inteligente y más sensato —le dije a Dhuoda, confiando en su alegre talante.
Pero la Duquesa me lanzó una mirada tan severa que la percibí como una bofetada y el rubor se me subió de golpe a las mejillas:
—Qué estupidez, Leo. Brodel es nuestro enemigo. Un individuo infame y peligroso. Y sin duda Morand es más inteligente, puesto que conoce mejor cuál es su lugar y cuáles son las reglas del mundo.
Entonces Dhuoda comenzó a comportarse con el amedrentado alcalde con todo el encanto que ella es capaz de desplegar. Que sin duda es enorme. Le cogió del brazo, le susurró secretos al oído, escuchó sus tartamudeantes palabras como si de verdad le interesaran. El gordinflón Morand se mostró primero asombrado, luego receloso, más tarde confiado y después encantado. Tan encantado, de hecho, que empezó a pavonearse y a charlar por los codos largas parrafadas exclamativas. Hasta que la Duquesa se cansó del juego y súbitamente decidió volver a ignorarle por completo. Así estamos ahora, terminando el banquete de despedida, con un alcalde más desconcertado y nervioso que nunca, con un Brodel pálido y tenso, con un puñado de taciturnos y silenciosos regidores. La gran mesa está casi vacía: hoy no se han presentado ni los comerciantes principales ni ninguna de las mujeres. Estoy harta de Beauville y de las malditas fiestas de Beauville. Por fortuna, esta tortura acabará en breve: hoy es la última jornada y mañana nos vamos.
Acaba de aparecer un joven criado en busca de Morand. El alcalde se levanta pesadamente de su asiento y se aleja unos pasos. Escucha el mensaje con interés y luego regresa a un trote retemblón, con el rostro iluminado de alegría:
—¡Mi reya! ¡Acaba de llegar a Beauville una emisaria de la reina Leonor! ¡Su Majestad se ha enterado de que vos estabais en la ciudad y os envía sus saludos y un hermoso presente!
Ahora entiendo su júbilo: el pobre necio todavía espera poder enderezar nuestra calamitosa estancia.
—¿Y cómo sabéis que es hermoso, si ni siquiera lo habéis visto? —contesta Dhuoda con altivez.
—¡Mi Dama…! ¡No sé…! ¡Yo espero…! ¡Yo supongo…! ¡Es un regalo de la Reina!
—Es hermoso, mi reya, os lo aseguro —dice una voz de mujer.
La enviada real es una dama de edad, alta y delgada. Le acompañan dos criados ricamente vestidos. Entre ambos traen, sujeto con dos varas, un pequeño arcón de madera estofada en oro que parece muy pesado. Lo depositan cuidadosamente en el suelo ante Dhuoda.
—Duquesa, soy Clara de Herring, dama de la Reina. Su Majestad os manda saludos y este pequeño obsequio en muestra de su afecto —dice la mujer, haciendo una reverencia cortés.
Después se inclina hacia delante y levanta la tapa del cofre. Dentro hay lo que parece ser una prenda de vestir pulcramente doblada. Es un tejido maravilloso, un terciopelo tan jugoso y verde como el liquen de un río, todo bordado en plata con pequeños pájaros de abultado pecho que parecen a punto de volar.
—¡Qué bello! —exclama Dhuoda, generalmente tan parca en los elogios.
—Treinta bordadoras, las mejores de la comarca, han tardado más de un mes en terminarla. Es una capa, mi reya…
La Duquesa se inclina hacia delante y alarga la mano.
—¡Esperad! ¡No la toquéis! —grita Nyneve.
La Dama Blanca se detiene y mira a mi amiga enarcando las cejas, a medio camino entre la sorpresa y la irritación.
—Fijaos en el interior del arcón… Está revestido de plomo. ¿No os resulta extraño?… Pedidle a la enviada que se pruebe la capa —dice Nyneve.
—¡Duquesa! Yo… Yo no osaría jamás hacer tal cosa… Es vuestro presente… Yo no soy digna de una prenda así… —dice la dama con evidente nerviosismo.
Pero el rostro de Dhuoda se ha petrificado en un gesto sombrío. La conozco cuando se pone así. Y me da miedo.
—Poneos la capa.
—Mi reya, no debo… Y si os la mancho, y si… La Reina me mataría, lo sé.
—Poneos la capa o seré yo misma quien os mate. Y os aseguro que hablo en serio.
El silencio es tan absoluto que se escucha el silbido del viento y el tremolar de los estandartes de la lejana muralla. La dama está pálida como la cera y suda copiosamente, aunque el tiempo ha mudado y la tarde se ha puesto desagradable y fresca.
—Pero…
—¡Hacedlo!
La mujer traga saliva, se inclina sobre el cofre y saca la capa con cuidado, sosteniéndola entre dos dedos. Extendida es aún más hermosa, una espléndida prenda de amplios vuelos. La dama se la echa sobre los hombros.
—¿Veis, reya? Sin duda os quedará mucho mejor a vos… —dice con sonrisa trémula, haciendo ademán de quitársela.
—¡Espera! No tan deprisa. Sigue con ella puesta un poco más… —dice Nyneve.
La mujer arruga la cara: casi parece que se va a echar a llorar. Respira aguadamente; sin duda está muy nerviosa. O asustada. Su pecho sube y baja como un fuelle; su jadeo se hace penosamente audible. ¿Qué le sucede? Se lleva una mano a la garganta. Sus ojos se abren con una desencajada expresión de terror.
—Yo…
No puede decir más. Cae de rodillas y un rugido agónico y animal sale de su boca. Súbitas y feroces convulsiones la tumban sobre el suelo. Sus ojos están en blanco y en sus labios burbujea una densa espuma rosada. Berrea como un cochino en el matadero, unos chillidos de dolor que nos hielan el ánimo. Respira penosamente y su pecho se hunde y se levanta de modo tan violento que parece que la carne se va a abrir en canal. De pronto, de sus ojos, de su boca, de sus narices, de sus oídos, de debajo de sus uñas empieza a manar sangre. La mujer se tensa como un arco y exhala un alarido desaforado y último. Luego, el cuerpo se relaja totalmente y queda amontonado sobre el polvo con fofa blandura, como un rimero de trapos. Está muerta. Huele a podredumbre y excrementos.
—¡Quieto ahí, rufián!
Sir Wolf se ha abalanzado sobre uno de los criados, que ha intentado aprovechar la confusión para escapar. Pero los criados no deben de ser tales, puesto que han sacado unas espadas que llevaban escondidas e intentan abrirse camino por la fuerza. El capitán de la guardia y yo nos arrojamos sobre el otro hombre. Sir Wolf ha ensartado al suyo, que se desploma fatalmente herido. Nosotros hemos arrinconado al cómplice.
—¡Esperad! ¡No le toquéis!
Pálida como un espíritu, la Duquesa viene hacia nosotros. Me arranca la espada de las manos y pone su punta en el gañote del falso sirviente.
—Confiesa y seré generosa contigo. ¿Quién os ha enviado?
El hombre está temblando, pero alza la barbilla e intenta mantener una postura airosa.
—Ha sido vuestro hermanastro, Duquesa. Ahora ya no importa que se sepa…
—¡Mientes!
—¿Por qué habría de hacerlo? Mirad, éste es el sello que el Conde nos ha dado… Lo reconoceréis, puesto que ha sido el vuestro…
Las piernas le fallan, su precaria valentía le abandona y el hombre cae de rodillas.
—Sed clemente, reya… —dice con voz rota.
Rápida como un mal pensamiento, Dhuoda agarra la empuñadura con ambas manos, hace un amplio revoleo con la espada y corta la cabeza del hombre limpiamente. Alguien grita. Yo pienso con horrorizado y admirado asombro en la fuerza y la pericia de la Duquesa: un cuello es muy difícil de tajar, e incluso los verdugos necesitan en ocasiones más de un golpe. La cabeza ha rodado sobre la tierra, pero sus ojos aún parpadean varias veces, como pasmados de su propia muerte. El cuerpo se ha derrumbado y un vigoroso chorro de sangre empapa la blanquísima falda de Dhuoda. La Duquesa ha dejado caer la espada; está como ida, desencajada, al borde de las lágrimas. Frenética y torpemente, intenta limpiarse la falda con unas manos temblorosas que enseguida se le tiñen de sangre. Saca una pequeña daga de su escarcela y empieza a cortarse el vestido allí donde está manchado. Apuñala el tejido con gesto desquiciado y balbucea palabras incomprensibles que deben de pertenecer a un lenguaje que ignoro. Temo que, en su locura, se haga daño a sí misma.
—Mi reya… —le digo dulcemente.
También Nyneve ha acudido a socorrerla. Le sujeta la mano con suavidad, le abre los engarriados dedos, le arrebata la daga.
—Tranquila, mi Duquesa. Todo está bien. Tranquila, Dhuoda. Yo voy a cuidar de ti —le susurro, cogiéndola por los hombros.
La Dama Blanca me mira con los ojos muy abiertos, pero no sé si me ve. O si me reconoce.
—Manebón… Sasegual… Ben mede cada mí… —farfulla quedamente en su lengua extranjera, con gesto desamparado y voz de niña.
Y luego se desmaya entre mis brazos.