Llevamos dos años
viviendo en Albi
Llevamos dos años viviendo en Albi, mientras alrededor el mundo gime y arde. A la cabeza de sus tropas, los dos Raimundos, el conde de Tolosa y el joven vizconde de Trencavel, combaten por sus tierras, sus costumbres y su libertad contra los feroces ejércitos del Papa, pero las ciudades cataras van cayendo en manos de los cruzados y las piras humean por doquier. Los hombres de hierro asedian, tajan, matan, arrasan los sembrados, sacrifican rebaños y talan bosques enteros para alimentar sus atroces hogueras. En Béziers, en Minerve, en Lavaur, centenares de Perfectos y Perfectas han sido quemados vivos. Una marea de odio y de violencia ha anegado el alma de los hombres. Espanta encontrar tanto rencor en caballeros cristianos que se amparan en el símbolo de la cruz para combatir a otros cristianos. La maldad recorre la Tierra como un viento de fuego.
La Duquesa Negra se ha unido a los cruzados y, junto con fray Angélico, se ha transformado en experta de la represión y del terror: dicen que Dhuoda ha encendido con su propia mano más de una pira y que parece disfrutar del sufrimiento. No es de extrañar que tanto ella como su primo se hayan convertido en íntimos colaboradores del adalid de las tropas vaticanas, Simón de Montfort, un guerrero tan extremadamente brutal que la sola mención de su nombre produce espanto. Todavía se cuenta, con despavoridos susurros, lo que hizo Montfort tras la caída de Bram: obligó a marchar hasta Cabaret a una procesión de cien prisioneros a los que había rebanado nariz y labios y reventado los ojos con espinas de acacia; y, con perverso y burlón refinamiento, les puso como guía a un pobre desgraciado al que había dejado un ojo sano.
Tanta ferocidad desconsuela, pero también afina las ideas. No me he convertido al catarismo, pero ahora sé que tampoco pertenezco a la misma fe de los cruzados. El ensangrentado Dios del Sumo Pontífice no puede ser mi Dios, y su crueldad me ha hecho escoger bando y apreciar la valía de este mundo occitano. Este sentimiento mío debe de ser compartido por muchas otras personas, pues Albi vibra de fuerza y energía tanto como tiembla de temor y congoja. El viento trae el tufo requemado del Apocalipsis, pero al mismo tiempo alienta nuestros deseos de vivir y la determinación de defender nuestras costumbres. No quiero que triunfen los sombríos señores feudales como el viejo Ardres. O, aún peor, los crueles verdugos como Montfort.
—No pueden vencer ellos. El terror gana batallas pero pierde las guerras, porque en el corazón de los humanos hay un irreprimible anhelo de libertad —dice Nyneve.
Me gustaría creer que tiene razón.
Hemos alquilado en Albi una modesta casa con un patio, apenas una barraca de adobe adosada al lienzo interior de la muralla. Por fuera parece un cobertizo, pero por dentro es el palacio más maravilloso que imaginarse pueda. Nyneve ha encalado las paredes y después, utilizando unas artes que yo desconocía, ha pintado fabulosos trampantojos sobre los blancos muros. Y así, inmensos salones se abren en las paredes, con artesonados y tapices y columnatas de mármol; con ventanales luminosos y exuberantes jardines en los que hay lagos y fuentes cristalinas, árboles temblorosos bajo la siempre quieta luz del sol, pájaros de Pecho colorado, ciervos saltarines y dragones felices con el lomo erizado de un tornasol de escamas. Al fondo del vergel de tinturas verdosas, encaramado a una colina como un gavilán sobre una roca, se ve un castillo muy hermoso con sus torretas circulares y sus alegres estandartes, todo resplandeciente en el perpetuo y dorado atardecer.
—Es Avalon —explica Nyneve—. El parque, el castillo. ¿No percibes su fuerza? La mera contemplación de esta pintura produce calma y gozo.
Debe de tener razón, porque los trampantojos de Nyneve me endulzan el ánimo. Cuando los miro, es tan grande la sensación de autenticidad que incluso me parece percibir el aliento fresco y perfumado de la floresta que entra por los ventanales del palacio.
—Ya sabes que lo que imaginamos también forma parte de la realidad —dice mi amiga.
Sentada en el pequeño banco que hemos puesto en el patio, veo pasar las horas. Oigo voces de niños que juegan en la calle y los pasos de los centinelas sobre el adarve. Oigo el siseo del tiempo, que se escurre con lentitud a través de la tibieza del atardecer. En una esquina del patio hay una higuera, que embalsama el aire con su olor a verano. Estoy esperando a Gastón, que no ha venido a dormir. Ayer discutimos y nos enfadamos; se fue y aún no ha regresado.
—Ojala no aparezca nunca más —dice Nyneve.
Tanto ella como yo hemos vuelto a vestirnos de mujeres. Me he acostumbrado al pesado susurro de la tela, al flotar de las sayas, a llevar los pechos sin fajar, a no sentir miedo de que alguien me descubra. Retomé los modos de hembra por influencia de Gastón, para poder gustarle. Y también para no tener que participar en la guerra. Mi situación como caballero armado es complicada; el juramento feudal me obliga a ser leal a Dhuoda, pero me repugnaría luchar junto a los cruzados. De manera que prefiero hacerme pasar por la hermana del señor de Zarco y compartir la causa occitana, con la que colaboro económicamente. Pero en nuestro retorno a lo femenino hay algo más: el hecho de que hoy, en el burgo de Albi, no es malo ser mujer, y las sayas no te impiden hacer lo que deseas.
Y lo que yo ahora deseo es aprender, alcanzar cierta sabiduría, elevar mi alma. Por lo pronto, he dejado de beber. Y desde que llegamos a la ciudad estoy asistiendo a la escuela de Sigerio de Brabante, uno de los más aventajados discípulos del castrado Abelardo. Estudio retórica, gramática, teología y lógica. Estudio al gran filósofo árabe Averroes, nacido en la Córdoba mora, y su doctrina de la doble verdad, que asegura la existencia de verdades científicas que son contrarias a las verdades religiosas. Estudio las matemáticas y la astronomía del judío Maimónides, también cordobés. Y estudio, sobre todo, al inmenso Aristóteles, el padre de casi todos los saberes.
—El deber del filósofo es explicar la enseñanza de Aristóteles, no corregir o esconder su pensamiento, aun cuando sea contrario a la verdad teológica —sostiene Sigerio, muy dentro del talante averroísta.
Ni que decir tiene que tanto Abelardo como Averroes y Maimónides han sido perseguidos por sus ideas. Un cristiano, un árabe y un judío que hablan de la tolerancia, del respeto a todos los dioses y de la fuerza de la razón. Nyneve está en lo cierto: el mundo está librando un largo y hondo combate que va más allá del ruido y el daño de las armas. Es el combate de las palabras sabías y sinceras contra el gran silencio de la represión, contra el crepitar de las hogueras que todo lo acallan. Las hogueras cristianas, pero también las hogueras moras: tanto Averroes como Maimónides han tenido que escapar de la violenta intransigencia sarracena. En cambio, Albi es una isla de libertad donde caben todas las ideas, y donde bulle tal amor por el conocimiento que los maestros proliferan. Yo misma me gano la vida dando clases a niños y adolescentes plebeyos, hijos de burgueses modestos que no pueden costearse un mejor tutor: les enseño a leer y a escribir con la escritura mercantesca, así como rudimentos de cuentas y gramática y los retazos de cultura general que he ido adquiriendo por medio de los libros. Me gusta este trabajo; disfruto dibujando mi versión del mundo en las cabezas de los niños, ese terreno aún virgen en el que puedo arar, como antaño araba los campos duros y mondos, para sembrar mi modesta cosecha de palabras. Creo que sería feliz aquí, en mi palacio de sueños y pintura, en mi pequeña labor de campesina de mentes, si no fuera por el fragor cada vez más cercano de la guerra. Y por Gastón.
Me esfuerzo en entender a Gastón, pero no lo consigo. Como impregnado por sus estudios herméticos, cada día está más encerrado en sí mismo, más oculto y ajeno. Al principio, en la explosión de fuego de la pasión amorosa, creí poder rozar su sustancia más íntima, ese blando tejido de caracol que ahora ha vuelto a esconder bajo su concha. Creí poder atraerlo a mi mundo, endulzar su amargor, poner mis palabras en su boca muda. Pero ahora cada día le noto más lejos, y ni siquiera los cuerpos sirven ya de puente. Cuando me entrego a él, cuando me toma, algo que en los últimos meses sucede rara vez, siento que en verdad no está conmigo, que tan sólo percibe mi envoltura carnal. ¿Acaso el amor es siempre así? Ignorante como soy en estas lides, sólo dispongo de la experiencia de mi Jacques, y con él éramos uno. Pero Gastón nunca ha sido mío. Tal vez el amor sea de este modo, como una estrella errante que ilumina fugazmente el firmamento para desaparecer después en la negrura. O quizá sea mi culpa; quizá sea cosa de mi mano incompleta, de mis dedos cercenados por la espada; de mi cuerpo cosido a costurones, viriles cicatrices de guerrero que deforman mis hechuras de mujer. Puede que yo sea un engendro, ni caballero ni dama; puede que, bajo mis nuevas ropas femeninas, yo también sea un eunuco, como Abelardo.
—No te angusties, mi Leo: el problema es Gastón. Cada día está más airado, más furioso. Cree que el mundo le debe algo y eso llena su alma de rencor —dice Nyneve.
Mi amiga siempre ha detestado al alquimista, de modo que su opinión no es del todo fiable. Pero es cierto que la amargura de Gastón se ha incrementado. Él pensaba que Megeristo, el gran maestro hermético, iba a escogerle como su aprendiz. Pero Megeristo ha preferido a otros y Gastón, loco de rabia y celos, sostiene que su problema es la falta de medios, que no puede costearse la enseñanza ni los artefactos necesarios y las sustancias básicas que su labor exige. Tal vez tenga razón; yo le intento ayudar en lo que puedo, pero la alquimia es una ciencia cara. Su ambición, esa pasión pura que yo tanto admiraba, se está volviendo contra él y le está abrasando. Si la alquimia es una vía de perfeccionamiento espiritual, como él me decía, no cabe duda de que Gastón está perdiendo su camino, pues cada vez me parece más imperfecto.
Un ligero rumor me sobresalta, sacándome de mis pensamientos. Vuelvo la cabeza y alcanzo a ver un bulto oscuro en la puerta del patio. Alguien pequeño y embozado que, al advertir mi mirada, retrocede unos pasos, protegiéndose bajo las sombras del dintel.
—¿Quién eres? —le pregunto.
No contesta. Me pongo en pie, acuciada por un vago malestar, y avanzo hacia el intruso. La figura tapada se encoge sobre sí misma.
—Responde, ¿quién eres y qué buscas?
Tras un breve silencio, del bulto sale una vocecita temblorosa, una voz de niña o de muchacha.
—Perdonadme, reya… La maestra Nyneve me dijo que viniera.
Debe de ser una enferma. Nyneve se gana la vida como curandera. Sus conocimientos médicos son extraordinarios y sus artes sanatorias muy requeridas, pero de todo ello extrae magras ganancias, porque casi nunca cobra a sus pacientes. E intuyo que esta muchacha, tan pobremente vestida, no va a ser una excepción.
—Nyneve está dentro. Ahora la llamo. Pasa, no te quedes ahí.
La chica no se mueve. Escudriño su figura entre las sombras: está cubierta con un sayo informe que es más bien un harapo y lleva la cabeza y la cara cubiertas. Un aspecto extraño que me incomoda.
—Pasa, te digo.
La pequeña embozada avanza tímidamente. Suena un tintineo y entonces lo comprendo. El espanto hace que las palabras afloren en mi boca con un grito:
—¡Eres una leprosa!
El bulto de trapos se acurruca temerosamente junto a la pared. Ahora veo las campanillas cosidas a sus ropas para señalar su condición, e incluso la carraca que lleva colgada de una soga al cuello, y que está obligada a hacer sonar para que las gentes adviertan su presencia.
—La maestra Nyneve me dijo que viniera —balbucea.
—¡No deberías estar aquí! ¡No te acerques! ¡Márchate!
—¡Cálmate, Leola! Está aquí porque yo se lo he dicho.
Nyneve ha salido al patio, sin duda alertada por las voces, y me mira furiosa:
—Después de todo, nunca dejarás de ser una campesina ignorante. ¡No te pongas así! Ni siquiera los verdaderos leprosos son tan pestilentes y tan peligrosos como crees, pero es que, además, esta pobre muchacha no es una auténtica leprosa, sino que padece un prurito de la piel, una humedad escamosa que no mata y cuya única gravedad es la fealdad de su aspecto y el hecho de que se confunde con la lepra. Ven aquí, pequeña, no tengas miedo.
En dos zancadas, Nyneve se ha acercado al tembloroso bulto de harapos y, de un tirón, le ha arrancado el embozo. Es una muchacha muy joven, con el negro y sucio pelo cortado a trasquilones. Su piel está enrojecida y deformada, llena de costras y de excrecencias duras semejantes a los hongos que se agarran a los árboles, con grietas en torno a la nariz y el nacimiento del cabello. En medio de todo ese destrozo, dos pequeños ojos aterrados brillan llenos de lágrimas. Me estremezco de asco.
—¿Ves? La piel engrosa, se endurece y se parte —explica Nyneve con satisfacción—. Un perfecto caso de humedad escamosa. Muy aparatoso pero benigno, y bastante fácil de curar. Bastará con untarla durante cierto tiempo con la savia roja del drago…
Justo en este momento veo entrar a Gastón. Ni antes ni después, es una pena. En cuanto aparece sé lo que va a pasar.
—¿Qué hace aquí ese monstruo? ¡Lárgate, leprosa, si no quieres que llame a los alguaciles! —brama el alquimista.
Y, levantando el banquito del patio por una pata, lo arroja sobre la muchacha, atinando de refilón sobre su hombro.
—¡Maldito seas! —grita Nyneve.
Pero ya es tarde: la chica ha salido corriendo, encogida sobre sí misma como un perro apaleado. El tintineo de sus campanillas resuena cada vez más lejos por la calle.
—Eres un miserable —dice mi amiga con la voz ahogada por la furia.
Y luego se marcha, supongo que en busca de la enferma. Gastón y yo nos quedamos solos. No sé qué decirle. Había preparado mil palabras para cuando volviera. Si volvía. Pero ahora tengo los labios apretados y la boca seca.
—En realidad no era una leprosa —murmuro.
—No me digas.
No sé por qué le estoy hablando de esto, cuando yo quería hablarle de nosotros. Pero me ha conmovido esa falsa leprosa, esa pobre chica que, como yo, no es lo que aparenta.
—Te estoy contando la verdad. Lo que tiene es otra enfermedad, algo que no es grave. Me lo ha explicado Nyneve.
—Sí, claro. La sabia Nyneve.
—Pues sí, la sabía Nyneve, que es más sabia que tú. Porque con sus conocimientos ayuda y cura a la gente. Mientras que tú, ¿tú qué haces con toda tu elevada filosofía del fuego? Mírate, no eres nadie.
El rostro de Gastón se oscurece pavorosamente y yo me quedo aterrada de lo que he dicho. ¿De dónde me ha salido tanta violencia?
—Yo hago aquello que los espíritus pobres e ignorantes como tú jamás podréis comprender —susurra Gastón estranguladamente—. Y lo hago solo y contra todos. Lo hago a pesar de todos. Lo hago a pesar de ti. Eres mi cárcel.
Dicho lo cual, da media vuelta y vuelve a marcharse de estampida. Estoy sola en el patio y anochece. Levanto el banquito del suelo y me siento otra vez. El olor de la higuera es demasiado dulce para un tiempo tan cargado de amenazas.