Hoy es el último día
del Gran Torneo
Hoy es el último día del Gran Torneo, que ha durado toda una semana. Ha amanecido lluvioso, pero las nubes se han ido apaciguando y ahora el sol asoma por un rincón del cielo, como si él tampoco quisiera perderse el espectáculo. Desde muy temprano, los siervos de Leonor han estado limpiando, alisando y reemplazando la espesa y corta hierba del campo de batalla, para recomponer los destrozos causados por los cascos de las cabalgaduras en los combates de la víspera. Un poco más tarde han aparecido los escuderos de los contendientes e incluso algunos guerreros, para verificar el estado del suelo y memorizar las pequeñas irregularidades del terreno. Los herreros han remendado las argollas rotas de las armaduras y han enderezado los abollados escudos durante toda la noche; los artesanos han repintado de vivos colores las adargas, y las costureras han cosido con puntadas primorosas los desgarrones de las sobrevestes. Todo está dispuesto para la acción.
El Gran Torneo de Poitiers se parece tanto a las pobres justas en las que participé como un buey a un escarabajo cornudo. El campo en sí es soberbio, almohadillado de hierba y bien nivelado, con dos enormes graderíos de cuatro alturas construidos en maderas finas uno enfrente de otro, en los dos lados más largos del espacio de justas. Centenares de enseñas y estandartes de coloridos brillantes adornan el lugar y flamean en la brisa, animando el ambiente con su alegre ruido. Hay dos docenas de heraldos lujosamente vestidos con sobrevestes idénticas, capaces de arrancar a sus doradas trompetas un sonido estremecedor que reverbera en el estómago. Y el arbitro de justas es un hombre de aspecto tan majestuoso e imponente que parece un duque.
Pero lo más formidable son los participantes del torneo. El público reúne a lo más granado de la nobleza de Francia y de Bretaña, y los combatientes son la flor de la caballería de la Europa toda. Como es natural, yo no he podido participar: para inscribirse en Poitiers hay que demostrar que se poseen un mínimo de tres títulos de sangre. La mayoría de los guerreros tienen más. El conde de Vermingarde entró en el campo precedido por treinta y dos siervos con librea, y cada uno de ellos portaba uno de los blasones de su rey. Pese a esta exhibición, el Conde fue vencido en su primera liza.
Aunque se combate con armas negras, con las puntas y los filos embotados, en los seis días que llevamos de justas ha habido muchos heridos y un caballero muerto: la lanza de su oponente se rompió en el choque y el extremo astillado le penetró por el ojo tan profundamente, que el desdichado falleció a las pocas horas. Dada la calidad de los contendientes, el torneo está siendo espectacular, al mismo tiempo violento y elegante, pues son grandes guerreros. Aquí están los caballeros más famosos, que partían como favoritos en las apuestas y que, en efecto, han ido ganando sus encuentros: Tribaldo de Champaña, Conon de Béthune, Friedrich von Hausen. Pero todos, incluso los más jóvenes y nuevos, han mostrado una excelente preparación. No creo que yo hubiera podido vencer a ninguno de ellos.
Todo el ardor del campo, la sangre y el sudor, la furia y el coraje parecen haberse transmitido a la audiencia, embriagando el aire como un vino fuerte. Los villanos se quedan toda la noche de guardia en el campo para conseguir sitio: sólo pueden estar de pie, debajo de los graderíos y en los laterales. Los burgueses importantes tienen reservadas las dos bancas más altas, y las dos filas más bajas son para los nobles. En los alrededores se extiende la feria habitual, músicos ambulantes, juglares, astrólogos, tenderetes de bebidas y viandas. Los hombres de hierro pasean por el lugar sus aguerridas estampas y tintinean coqueteando con las bellas mujeres. Cada caballero tiene su dama, a la que dedica el combate, y ésta le otorga alguna prenda como prueba de afecto, la manga de un vestido, la muselina de un sombrero, un jirón del velo, trozos de ricos paños que los guerreros atan a la cimera del casco, para salir a justar con los colores de la amada. Por las noches, castillos y palacios permanecen encendidos hasta el amanecer, con celebraciones tan tumultuosas que sería imposible que se oyera tronar. En los banquetes sirven cisnes y faisanes con las patas y los picos pintados de oro, y anteayer sacaron un ternero asado de cuyo cosido vientre, al ser trinchado, escaparon varios pichones volando que inmediatamente fueron cazados por los halcones amaestrados, porque muchos invitados acuden a las cenas con sus aves de presa. Luego, en la madrugada, es costumbre que las damas reciban en la alcoba a sus caballeros, para recompensarles el valor y las heridas con íntimas caricias. En el torneo todo está permitido entre una dama y su guerrero menos el verdadero acto de la carne, que estropearía la pureza del linaje. Con tanto trasnochar, es natural que los combates comiencen después del mediodía.
Fray Angélico, como siempre en Poitiers, está malhumorado. Dice detestar el Gran Torneo y repite cien veces que está prohibido por la Iglesia, pero ha acudido a presenciar todas las justas.
—Conviene estar enterado de los pecados del mundo.
Nos encontramos ya instalados en nuestros asientos, en el lateral más extremo de la segunda fila. Dhuoda, como corresponde a su elevada alcurnia, tiene un sitio en el centro del graderío, en el entarimado especial donde está la Reina. El primer día de las justas, la Dama Blanca apareció vestida a lo varón, con capa corta y daga en la escarcela. Su atavío fue una de las atracciones de la jornada, porque el Gran Torneo también es una suerte de competición de extravagancias, tanto en los ropajes como en los caprichos de las damas. Y así, alrededor de nosotros, en las bancas nobiliarias, hay algunos caballeros extrañamente ataviados con armaduras de oro incrustadas de piedras semipreciosas. No son verdaderos guerreros, sino los integrantes de las órdenes cortesanas, del Creciente de Lorena, de la Nave de Nápoles, de San Jorge en la Bretaña insular. En cuanto a las damas, los sombreros de algunas son tan descomunales que los desdichados que han de sentarse detrás de ellas son incapaces de ver nada.
También hay algún contendiente estrafalario: aquí está el famoso Ulrico von Lichtenstein, que está recorriendo por segunda vez la Cristiandad para justar con todos los caballeros con los que se encuentra. Llamó a su primer periplo «El viaje de Arturo», y cuentan que iba disfrazado con una capa escarlata, a la manera del rey de la Mesa Redonda. Esta gira de ahora se llama «El viaje de Venus», y Ulrico lleva dos trenzas postizas, rubias y enredadas de perlas, colgando por debajo del yelmo junto a las orejas, así como una vaporosa túnica de gasa, bordada con flores, sobre la cota de malla, porque dice encarnar a Venus. Pese a estas rarezas, es un gran guerrero: en Poitíers ha ganado sus tres combates. Dicen que da un anillo de oro a cada caballero contra el que pelea, y que ya ha entregado más de doscientos. Este Ulrico se cortó no hace mucho el labio superior porque su dama lo consideraba feo. También se rebanó el dedo meñique, lo hizo recubrir de oro por un orfebre y se lo envió de regalo a su dama, junto con un poema, para que lo usara de puntero. Y es que las damas rivalizan entre sí en demandas estrambóticas y crueles a sus caballeros, para demostrar su absoluto dominio sobre ellos, del mismo modo que la reina Ginebra pidió a Lanzarote que se comportara como un cobarde, según cuenta Chrétien en sus escritos. En este torneo se ha comentado mucho el capricho de la señora de Javiac, que ha exigido a su caballero, Guillem de Balaun, que se arrancara la uña del dedo meñique y se la enviara, acompañada de un poema en el que se condenara a sí mismo por cometer tamaña necedad. Y el guerrero, naturalmente, la ha complacido.
—Cuánta frivolidad, cuánta mentecatez y qué desperdicio de bravura. He aquí a los mejores caballeros de la Cristiandad dispuestos a poner sus vidas en peligro sin ningún motivo, en vez de irse a combatir contra los infieles. Bien dijo Bernardo que todo aquel que muriera en torneo condenaría su alma —gruñe fray Angélico.
Y he de reconocer que no le falta un poco de razón. Pero al mismo tiempo ¡es tan hermoso y elevado el ideal caballeresco! Como dice Nyneve, la fuerza está en la idea.
—Y observad lo lastimoso de su aspecto —sigue refunfuñando el fraile—. ¡Todos ellos rasurados como damiselas! ¡Y con esas cabelleras largas y ridículamente bien cuidadas! Los verdaderos guerreros de Cristo, los caballeros del Temple, cuya orden ayudó a fundar nuestro gran Bernardo, no pierden el tiempo ni debilitan sus almas con esos primores. Todos los templarios se cortan el pelo, como penitencia y para que encaje bien el casco, y llevan luengas y floridas barbas, a lo salvaje, pues su gran modestia les impide cuidarlas. Contemplad en cambio a estos petimetres… Con los escudos repintados, las sobrevestes bordadas… Manos blandas en guante de hierro, como dice Bernardo.
Nyneve me ha explicado que fue Leonor quien impuso hace años, en la corte de París, cuando era Reina de Francia, la moda de las barbas rasuradas y las melenas largas para los caballeros. Y en esto no puedo estar de acuerdo con fray Angélico: se ven tan bellos los guerreros de esta guisa, pulcros y afeitados, con sus brillantes cabelleras, sus uñas recortadas, sus ropajes limpios.
La Reina debe de estar a punto de llegar: en cuanto aparezca empezará el torneo. Como nos encontramos en un extremo de las gradas, a nuestro lado se agolpa la plebe. Hay un grupo de jóvenes amigos comiendo pipas de melón y contando chascarrillos para entretenerse. Llevan así desde que hemos llegado y no les he prestado mayor atención, pero ahora, de repente, algo me ha puesto en guardia. Aguzo la oreja e intento entender lo que está diciendo un robusto mozo de mirada bizca:
—Y llevaban muchos años de prosperidad y de paz, y todo les iba bien, menos el hecho de que el rey, ya os digo, no conseguía tener descendencia. Y repudió a su primera esposa y se casó con otra; y también tuvo que repudiar a ésta, y se unió a una tercera. Pero la tercera tampoco parió y el monarca la repudió y casó nuevamente; y la cuarta esposa tampoco tuvo hijos, y el rey la repudió y volvió a celebrar esponsales con otra princesa, la cual tampoco se preñó y…
—Bueno, aligera un poco, pasa de una vez por todas las repudiadas, seguro que así no lo contó el juglar —protesta otro muchacho.
—Tú cállate y déjame hablar a mí, que soy el que se sabe la historia del rey Transparente…
Una punzada de miedo me atraviesa el pecho. Tengo que detenerle, me digo. Pero creo que ya es tarde: el bizco ha dejado de hablar y desorbita los ojos mientras se lleva las manos al cuello.
—¿Qué te pasa? ¡Marcel! ¡No puede respirar! —se asustan sus amigos.
Se ha debido de atragantar con una pipa. Los otros muchachos le golpean la espalda e intentan abrirle la boca, pero el rostro del bizco ya está amoratado. Cae de rodillas, haciendo un ruido horrible en sus infructuosos intentos por tragar aire. Alrededor se ha organizado un pequeño tumulto; veo que le cogen en volandas y se lo llevan.
—Al fin llegó la Reina —dice el fraile.
Un estridente toque de trompetas ahoga las palabras del religioso. El tumulto está ahora en el centro del graderío: los nobles se levantan, saludan a Leonor, hacen reverencias. Los heraldos vuelven a soplar sus instrumentos y todo el campo calla. La Reina avanza hasta apoyarse en la baranda de su palco. Va a decir algo. El silencio es tan absoluto que se escucha, a lo lejos, el nervioso piafar de los bridones.
—Apreciados y nobles amigos, estimados burgueses, mi querido pueblo, hemos llegado a la última jornada de este Gran Torneo. En estos días hemos visto realizar grandes proezas de armas, bellas gestas guerreras que han llenado de honra a las nobles damas a quienes estos valientes sirven con tanto arrojo. Como sabéis, yo, la Reina, no he tenido en estas justas ningún paladín. Pero esta tarde quisiera escoger uno. El más audaz, el más sacrificado. Porque sólo será mi caballero quien consienta en combatir totalmente desnudo, bajo una de mis camisas, contra un adversario con armadura de hierro.
Un susurro de excitación recorre el campo como la onda de una pedrada en una poza. Antes de que se extinga la sorpresa, un joven guerrero avanza por la hierba hasta el estrado real.
—Mi Reina, soy el caballero de Saldebreuil. Me sentiré muy honrado de poder cumplir vuestro deseo.
El público estalla de júbilo: aplausos, vítores, atrevidos requiebros lanzados a gritos por las muchachas villanas, pues Saldebreuil es sin duda buen mozo. Ermengarda baja al campo y le entrega la camisa al caballero. Éste se retira para cambiarse, porque viste armadura. El tiempo transcurre lentamente en medio de un gran alboroto, hasta que, por fin, los heraldos dan el toque de justas. Un silencio expectante paraliza el campo mientras entran en la hierba los contendientes. Primero aparece Saldebreuil, sin yelmo, el pelo al viento, pálido y hermoso en su blanca camisa, que deja al descubierto su pecho musculoso y sus desnudas piernas. Aguanto la respiración, ansiosa y al mismo tiempo temerosa de ver cuál es su oponente. ¡Virgen Santísima! Es Conon de Béthune, uno de los campeones del Torneo. Ni siquiera protegido con hierro de la cabeza a los pies sería fácil vencerle. Una especie de gemido se extiende por la muchedumbre, a medida que van reconociendo al contrincante.
Los caballeros se colocan en sus marcas reteniendo a duras penas a sus fieros bridones, que ventean la lucha. El arbitro de justas sale al centro del campo, anuncia con voz estentórea el nombre de los guerreros junto a todos sus títulos y luego se retira. Silencio. La emoción me aprieta las entrañas. Los heraldos dan los tres toques de trompeta y, al tercero, los caballos se lanzan al galope. No me atrevo a parpadear, para no perder ni un instante del duelo. Un golpeteo de cascos, relinchos nerviosos, un rugido de furor que parece animal pero que ha salido de la garganta de alguno de los contendientes. Las dos lanzas chocan en los dos escudos con golpe tan formidable que ambas se quiebran. Saldebreuil casi ha sido desensillado por el impacto, pero consigue recuperar el equilibrio y da la vuelta al fondo del campo para regresar a su lugar. Todos aplaudimos hasta que las manos nos escuecen. Corren los escuderos trayendo lanzas de repuesto, los guerreros se preparan, las trompetas vuelven a tocar. De nuevo la velocidad de la carrera, el vértigo y la furia. El estruendo del choque y el estallido de un grito general en todo el campo: la lanza de Conon ha resbalado por la adarga de su oponente y ha golpeado el hombro de Saldebreuil, que cae del caballo. La punta ciega de la lanza, una corona de hierro rematada por pequeñas bolas, parece haber desgarrado la carne del caballero: la blanca camisa se empapa rápidamente de una sangre muy roja. Conon se acerca al caído con el caballo al paso, para aceptar su rendición. ¡Pero Saldebreuil no se rinde! Se ha puesto trabajosamente en pie y desenvaina la espada. Conon está indeciso: es evidente que le disgusta combatir en esas condiciones. Todos aguantamos el aliento. Todos queremos que se rinda. Al menos, yo lo quiero. Los dos caballeros intercambian algunas palabras, pero desde donde yo estoy no consigo entenderles. Al fin, Conon baja del bridón y saca también su espada. Saldebreuil le espera con el arma en la mano, pero sin escudo. Debe de tener el hombro roto o dislocado, pues su brazo herido cuelga sin movimiento junto al cuerpo en una rara posición descoyuntada, de ahí que no pueda utilizar la adarga. La sangre le chorrea camisa abajo y empieza a gotear sobre la hierba. Me inclino hacia delante y miro a Leonor: veo su perfil allá a lo lejos, impávido y sereno. Pero yo estoy atenazada por la angustia. Empiezan a batirse. Carente de escudo como está, Saldebreuil no puede hacer otra cosa que intentar parar los golpes con su espada. Conon ataca con fiereza, y el caballero de la camisa detiene el primer golpe, el segundo, el tercero. El cuarto le golpea de refilón la cabeza desnuda, abriéndole una brecha sobre la frente. Se derrumba. Conon envaina el arma. ¡Pero Saldebreuil está tratando de levantarse! Se apoya en la empuñadura y al fin, tras penosos esfuerzos, se pone en pie. Separa mucho sus piernas ensangrentadas, para intentar mantener el equilibrio. También tiene el pelo pegoteado por la sangre, que brota de la herida de su cabeza y le embadurna el rostro. Conon hace un gesto de desesperación y desenvaina otra vez. ¡Por Dios, que acabe ya! Alabado sea el rey: antes de que hayan podido reanudar la liza, Saldebreuil ha vuelto a caer al suelo. Se ha desmayado. Los heraldos tocan el final del duelo y el arbitro de justas proclama vencedor a Béthune, mientras los sirvientes y los médicos se llevan el cuerpo inconsciente de Saldebreuil.
El campo de justas es un hervidero. El torneo prosigue, pero nadie presta la menor atención a los desdichados contendientes, que, quizá desmoralizados por la falta de ambiente, tampoco consiguen realizar grandes encuentros. ¡Pero si ni siquiera la Reina está presente! Se ha marchado del palco en cuanto retiraron a su paladín. Una tras otra, cuatro parejas de guerreros entrechocan sus lanzas, sin conseguir un solo momento memorable. De no ser por el sobrecogedor combate de Saldebreuil, hoy habría sido la peor jornada de toda la semana. Cuando el arbitro de justas proclama el final del Gran Torneo, en el campo apenas quedamos la mitad de los espectadores.
Bajamos de las gradas y vamos a reunimos con Dhuoda, que nos espera para regresar al palacio de Leonor, donde se va a celebrar el gran banquete de cierre.
—Hay que reconocer que la Reina tiene buen gusto —me comenta la Dama Blanca con una sonrisa maliciosa.
—¿Qué queréis decir, Duquesa?
—Sólo digo que Saldebreuil es muy bello.
—Pero, mi reya, ella ofreció el reto a todos los caballeros presentes, y fue Saldebreuil quien aceptó. Pura casualidad.
—Qué ingenuo eres, mi Leo. ¿Tú crees que Leonor iba a correr el riesgo de que vistiera su camisa Tribaldo de Champaña, por ejemplo, que es un gran campeón, sin duda, pero tuerto, marcado por las viruelas y con un aliento podrido de pantano?
—Pero… la Reina está casada —insisto, aunque mis propias palabras me suenan ridículas.
—Ah, sí, el gran Enrique II… El rey está en Inglaterra, muy ocupado con sus asuntos de gobierno… y con otras menudencias. Hace mucho que Enrique, que es once años más joven que Leonor, ya no ama a la Reina. Dicen que se ha enamorado de Rosamunda, la hija de un caballero normando, y que siente por ella tan celosa pasión que ha creado un laberinto en el castillo de Woodstock y ha encerrado a su amada dentro de él, en una alcoba de la que sólo el monarca tiene llave. Como ves, la idea del abuelo de Puño de Hierro es bastante común entre ciertos varones…
Cuando llegamos al palacio, ya están todos sentados a la mesa en la gran sala. Todos, menos Leonor. En su ausencia no pueden empezar a servirse las viandas, de manera que entretenemos la espera bebiendo hipocrás y escuchando a los músicos. La estancia es muy amplia y está llena de gente; y la gente parece estar llena de palabras, de rumores que transmitirse, de confidencias que susurrarse, de comentarios malévolos cuchicheados entre risas. Hay un estruendo enorme que ahoga casi por completo el gemido de las cítaras; entre el vino, el ruido y las emociones, siento que me estalla la cabeza.
Y, de pronto, el silencio.
A mi alrededor, todo el mundo está mirando hacia un mismo punto. Sigo el camino de sus ojos y la veo. Es la Reina. Acaba de entrar en la gran sala y nos contempla con un extraño gesto, tal vez altivo, o quizá desafiante. Lleva uno de sus hermosos trajes, uno que conozco bien, de lino verde y seda con adornos de perlas. Pero por encima trae puesta su camisa, la camisa con la que ha combatido Saldebreuil, con el fino hilo endurecido por las grandes manchas oscuras de la sangre ya seca. Avanza lentamente hasta su sitial, y el silencio es tan completo que me parece poder escuchar mi propia respiración.
—Que sirvan la comida —dice con voz nítida.
Y luego se sienta, mientras media sonrisa le ilumina la cara.
El borboteo de las conversaciones recomienza, como una corriente de agua momentáneamente retenida por un obstáculo, y largas filas de lacayos empiezan a sacar bandejas de plata con gorrinos enteros adornados con manzanas, perdices servidas en nidos confeccionados con harina, anguilas en mares de gelatina. Todo el mundo devora, menos la Reina. Y menos yo, que no hago sino mirarla. Antes me he equivocado: no es altivez lo que su rostro refleja, sino un gozo salvaje. Una avidez indómita y feroz que alguna vez he entrevisto en Dhuoda. Después de todo, la Dama Blanca y la reina Leonor se parecen bastante.