El cuerpo me pesa

El cuerpo me pesa. Estoy vestida una vez más de caballero y siento mi armadura como una jaula. No entiendo cómo pude permanecer durante tantos años incrustada en este caparazón de duro hierro. Los eslabones tiran de mí hacia la tierra y mis músculos ya no son lo que eran. Debo de estar envejeciendo, y también me he ablandado con mi quieta vida de mujer, con la fácil vida ciudadana. Ahora incluso me desagrada el olor del metal, este leve tufo frío y ácido. Sin embargo, tanto Nyneve como yo hemos decidido que sería más seguro retomar nuestros atuendos de guerreros durante el viaje. Estamos en Lombers, al Sur de Albi. Hemos venido a asistir a una confrontación teológica entre los cátaros y los enviados del Pontífice. Los albigenses, que siguen creyendo en la fuerza de la palabra y la razón pese a la creciente tempestad de fuego y sangre, llevan años organizando debates libres entre ellos y los papistas. En Carcasona, en Montreal, en Servían, en Fanjeaux y Pamiers, los adalides de uno y otro bando han entrecruzado sus ideas, pero eso no ha logrado embotar el filo de las armas.

—No importa, Leo: hay que seguir hablando, hay que seguir explicando —dice Nyneve—. No hay que perder la esperanza en el triunfo de la palabra. Este debate en Lombers puede ser crucial. Es el primero que se hace desde que estalló la guerra.

Nyneve se esfuerza en mantener la confianza y, por vez primera, yo siento que evalúo la realidad mejor que ella.

Sí, debo de estar envejeciendo, porque no creo que estos enfrentamientos verbales logren detener ni un solo mandoble. Pobres cátaros: tienen tanta fe en su capacidad de convicción que resultan conmovedores. Cuentan que, cuando uno de sus predicadores más célebres, Pierre Authié fue apresado por la Iglesia y llevado a la hoguera, el Buen Cristiano declaró, ya atado a la pira, que, si se le dejaba predicar una vez más a la muchedumbre que asistía a su suplicio, la convertiría al catarismo. Pero no le dejaron: las llamas devoraron el cuerpo y las palabras de Authié, sepultándole en un silencio crepitante.

Pero ahora estamos aquí, en Lombers, dispuestos a escuchar. Para mi sorpresa, Gastón ha venido con nosotras. Me extraña, pues dice despreciar a unos y a otros. Pero tal vez tema no volver a verme si nos separamos. Me gustaría creer que le mueve el afecto, pero también sé que depende de mí para vivir. Ya digo, estoy mayor, y tal vez ser mayor consista en empezar a saber aquellas cosas que preferirías ignorar.

Los nobles occitanos controlan la ciudad y han negociado una tregua parcial para permitir la celebración del debate. El encuentro teológico está teniendo lugar dentro de la iglesia, que está tan atestada de gente que, cuando hemos logrado abrirnos paso para entrar, la confrontación ya había comenzado. Junto al altar hay colocados tres sillones. Dos de ellos están ocupados por los prelados del Papa, Raoul de Fontfroide y Pierre de Castelnau. En el lado opuesto se encuentra un anciano canónigo cátaro, Guillaume de Nevers. Es un pequeño viejo sonrosado y calvo, con unas grandes cejas blancas tan hirsutas y prominentes que parecen dos enredados tejadillos que le sombrean la cara. Viste un sayal humilde, liso y negro, que contrasta con los soberbios atavíos de los prelados, dos varones de unos cincuenta años, morenos, enjutos y atildados, extrañamente semejantes en su físico, salvo en la nariz rota de uno de ellos.

—Pero ¿cómo osáis llamaros cristianos, si abomináis de la cruz, de las iglesias, de las estatuas de los santos? Vuestro aborrecimiento por lo más sagrado indica inequívocamente que estáis poseídos por el Maligno. Ante la imagen de la cruz, Belcebú se retuerce de dolor —trompetea, con grandes ademanes histriónicos, el religioso de la nariz partida.

De Nevers suspira:

—Querido hermano, volvéis a mezclar y tergiversar las cosas, acaso porque os falta información. Os repito que no abominamos de las iglesias. Simplemente creemos que nada de lo visible es sagrado. Nuestro corazón es la única iglesia de Dios: y es la más hermosa. No necesitamos construir costosos edificios, que para nada sirven salvo para enterrar en ellos cuantiosas cantidades de dinero que podrían utilizarse para paliar las necesidades perentorias de los feligreses. La verdadera Iglesia de Cristo sólo puede ser pobre y pura, ajena a todo poder terrenal. ¿Acaso creéis que Dios necesita nuestro oro, nuestras piedras preciosas y nuestra plata? ¿Dios, el Ser Supremo, la Suprema Inteligencia, la Suprema Bondad? Todo eso es barbarie. Lo mismo que el culto a las imágenes. ¿Por qué postrarse ante una estatua o ante una cruz? ¿Olvidáis que las ha tallado un hombre en un trozo de madera? Perdonadme, hermano, pero todo eso es pura superstición. Y, además, ¿no consideráis extraño y enfermizo adorar un instrumento de tortura como la cruz? Sobre todo cuando Dios es todo generosidad y todo Amor.

El anciano cátaro habla con una voz sonora y poderosa que parece provenir de un cuerpo más joven. Los Prelados del Papa se remueven con nerviosismo en sus asientos y aparentan estar mucho más incómodos que su contrincante. Uno de ellos eleva la voz e interrumpe el discurso del albigense.

—¡No mencionéis el nombre de Dios en vano! Vuestro herético Dios no es el mío. Vos adoráis tanto a Dios como al Diablo.

—Eso es un nuevo error de entendimiento.

—¡Atreveos a negarlo! Rechazáis a Jehová y consideráis que Lucifer es una deidad tan poderosa como el Creador.

—Acumuláis los temas, y así, naturalmente, se os embarullan, como la bordadora poco aplicada que quiere coser a la vez con una sola aguja y varias hebras, y termina enredando y anudando todas las sedas… Es verdad que nosotros sólo admitimos el carácter sagrado de los Evangelios. El Antiguo Testamento, debo deciros, y basta con estudiar los libros atentamente para comprobarlo, no es más que un conjunto heterogéneo de autores y textos distintos y a menudo contradictorios, una acumulación de leyendas reunidas a lo largo de los siglos. Pura superstición, de nuevo. Y Jehová, o Yahvé, es un dios imperfecto construido en este mundo imperfecto, un dios tan violento y vengativo que es la antítesis de toda idea racional de la divinidad. Dios, os repito, es sólo y puro Amor. Y, puesto que es Amor, no puede ser el origen del Mal. El Mal ha sido creado por Lucifer, al cual desde luego no adoramos. Ya lo dice claramente San Juan en su Evangelio: «Sabemos que somos de Dios, mientras el mundo todo está bajo el Maligno». Todos los humanos somos en esencia buenos, mis queridos hermanos. Incluso vos, Fontfroide, o vos, Castelnau. Somos ángeles caídos en este mundo dominado por Belcebú y atrapados en la prisión de la carne. Nuestras almas son todas puras e iguales, tanto las de los sarracenos como las de los judíos, las de los cruzados que encienden las hogueras y las de las víctimas que se abrasan en las piras; y todos nos salvaremos por la gracia de Cristo. Por eso no hay guerra santa ni violencia justa.

—Pero…, pero ¿cómo es posible decir tantas herejías en tan poco tiempo? —salta de nuevo el de la nariz rota, que parece tener menor compostura que su compañero—. ¿Cómo vamos a ser todos almas puras? ¿Dónde dejáis el pecado original, la tentación de Eva? ¿Y cómo va a ser posible que nos salvemos todos? Ya lo dicen los Padres de la Iglesia: Salvuturum paucitas, damnandorum multitudo

—Que quiere decir «pocos se salvarán, muchos se condenarán» —interviene el afable anciano—. Hablad en lengua popular, os lo ruego. Vuestros latines son un instrumento de poder que alejan, desconciertan y oprimen a los fieles. Pues bien, los Padres de la Iglesia se equivocan en este punto. Os repito: nos salvaremos todos en la magnanimidad infinita de Dios. La Iglesia usa la amenaza del castigo eterno como quien usa el látigo para amedrentar a sus esclavos.

—¡Extra ecclesiam nulla salus! —grita el prelado, enfurecido, como quien lanza un exorcismo contra el Diablo.

—Cuánta insistencia con el latín… ¿No os sería más fácil decir «fuera de la Iglesia no hay salvación», que es lo mismo pero lo entendemos todos? Por otra parte, ¿de qué Iglesia me habláis? Porque hay una Iglesia que huye y perdona y otra Iglesia que esquilma y que mata…

La luz del sol entra por los rosetones emplomados de la nueva catedral de Lombers y dibuja ardientes geometrías de colores en el aire. Hace mucho calor y la muchedumbre exhala el olor agrio y rancio de la ropa sudada y la peste fermentada de sus pies aprisionados por el calzado. De cuando en cuando se escuchan los gritos o los llantos de algún niño y murmullos de repulsa o aquiescencia que rubrican las palabras de los contendientes. Fuera de eso, la atención y el silencio son totales. Miro a mi alrededor: artesanos, campesinos, mercaderes. Todo Lombers está aquí. Observo sus ceños fruncidos por el esfuerzo de entender lo que se está diciendo. Saben que las palabras pesan y que su destino depende de este debate tanto como del chirrido del acero. A la izquierda del altar, detrás del sitial de De Nevers, alguien agita una mano.

—Mira… ¿No la reconoces? —me susurra Nyneve.

La pequeña figura vuelve a saludar: se diría que se dirige a nosotros. El rostro angelical, el brazo diminuto. Es la hija de la Perfecta de Montauban, aquella enana de pechito picudo a la que defendimos al final de la prédica de fray Angélico. Debe de estar de pie sobre uno de los asientos del coro, por eso su cabeza queda casi a la altura de las de los demás. A su lado, ahora lo advierto, se encuentra su madre, la religiosa catara, pálida y elegante en sus ropajes negros.

—Hermano Guillaume, poseéis la facilidad verbal de los endemoniados —está diciendo el otro enviado del Papa con voz sosegada—. Y con ella disfrazáis vuestras terribles herejías. Pero lo cierto es que ni siquiera creéis en la Sagrada Eucaristía.

—Y, para mayor abominación, en vuestros ritos satánicos celebráis una pantomima eucarística para burlaros del Santo Sacramento… —tercia el otro prelado.

—Lo que no podemos creer es que el pan y el vino se transmuten verdaderamente en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Por Dios, hermanos, eso es pura magia para ignorantes… Y no, no nos burlamos en absoluto del sacramento; lo que hacemos es celebrar la repartición del Pan de la Palabra Divina, como memento de aquella Ultima Cena. Ahora bien, nuestro pan es simple pan, una humilde mezcla de agua y harina amasada por hombres; y cuando lo llamamos Pan de la Palabra Divina, sólo estamos usando una metáfora. Pero quizá no conozcáis lo que es una metáfora…

El religioso de la nariz rota se ha puesto en pie con tan brusca violencia que su pesado sillón se tambalea. Demudado por la ira, estira su largo brazo y señala con un índice tembloroso al canónigo:

—¡Y vos no conocéis la cólera de Dios! Os veré subir a la hoguera, Guillaume; y eso no será nada comparado con los eternos tormentos del infierno. Claro que vos tampoco creéis en la existencia del infierno…

El albigense permanece en silencio durante unos instantes. Luego vuelve a hablar con una voz tranquila pero rota, una voz cansada que, por vez primera, parece pertenecer verdaderamente a su cuerpo de anciano:

—En eso os equivocáis, Castelnau… El infierno existe, y es este mundo.

Acabado el debate, los enviados del Papa se han marchado a toda prisa de Lombers. Me inquieta su urgencia: puede que simplemente les desagrade permanecer en territorio hereje, pero también puede que sepan algo que nosotros desconocemos. La guerra está muy cerca: el sanguinario Simón de Montfort acampa con sus tropas a medio día de distancia de la ciudad. El aire está cargado de amenazas y Lombers se prepara para el asedio. También nosotros debemos regresar con prontitud a Albi, antes de que el camino quede cortado. Pero primero hemos venido a la posada para almorzar algo. La temperatura sigue siendo buena a pesar de las fechas otoñales y el posadero ha sacado sus mesas a la calle. La plaza está llena de gente: los asistentes al debate beben sidra o cerveza y comentan la situación en apretados corros, los niños juegan, los perros rebuscan entre las basuras, los burros rebuznan junto al pilón del agua. Podría ser un día de fiesta, pero la pesadumbre oprime los corazones.

—Buenas tardes, mi querido señor de Zarco… Me alegro de volveros a encontrar. ¿Os acordáis de nosotras? Soy la señora de Lumiére… y mi hija Violante.

La matriarca catara ha venido a saludarnos. Su voz grave y sonora vibra como el bronce de una campana. Violante sonríe graciosamente y hace una pequeña reverencia cortés. Viste una primorosa túnica de brocado verde con las mangas acuchilladas en seda carmesí, todo de tamaño diminuto.

—Mi reya… Mi joven Dama… ¿Queréis acompañarnos y tomar algo?

—Tal vez un poco de agua y algo de pan y queso… Debemos reponer fuerzas antes de regresar a casa.

Ahora recuerdo que, el día de fray Angélico, la matriarca nos contó que residía en Rabastens, al Oeste de Lombers. Y no vivía con otras Buenas Mujeres, como los cátaros suelen hacer, sino en una gran mansión en la que había habilitado un hospital para la comunidad. Dama noble y madre de caballeros, la señora de Lumiére había recibido el consolament, el único sacramento que administran los albigenses, tras quedar viuda del barón de Rampert. Su hijo mayor heredó el título y ella se retiró junto con Violante a una de las propiedades familiares, para vivir la austera y laboriosa vida de los Perfectos.

—Esto es algo bastante común. Muchas damas nobles occitanas se convierten en matriarcas cataras al enviudar —explica Nyneve.

Hemos pedido queso, pan blanco y apio, y la señora de Lumiére come con un saludable y enérgico apetito que no parece adecuarse con su enjuto cuerpo, mientras su hija hace pelotitas con los alimentos y apenas mordisquea unos pocos pedazos.

—Violante, por favor…, recuerda que tenemos el enorme privilegio de no pasar hambre…

—Sí, madre… —contesta la enana con dócil aquiescencia.

Y se endereza sobre el banco, en el que está puesta de rodillas para poder alcanzar el plato, y durante cierto tiempo simula comer con propiedad.

—¿Qué os ha parecido el debate? —pregunta la Patriarca.

—Interesante. Muy revelador. En realidad creí que iba a ser una discusión teológica, algo mucho más alambicado y más oscuro, pero ha sido una explicación del catarismo apta hasta para los más ignorantes, como yo.

—Mi querido caballero, no seáis innecesariamente modesto, la humildad excesiva también peca de orgullo… Pero sí, es cierto que el tono del debate ha sido muy asequible… gracias a la sabiduría de De Nevers. De eso se trataba: de intentar contrarrestar las mentiras y manipulaciones de la Iglesia, la ceremonia de confusión de los papistas, para explicar a las gentes sencillas lo que en verdad somos. Pues es a ellos a quienes debemos convencer.

—Desde luego, dudo que los enviados del Papa puedan ser convencidos de nada. No escuchan. Son unos locos de la fe, como suele decir el señor Nyne…

La Perfecta frunce el ceño con expresión de pesadumbre:

—Tal vez estéis en lo cierto… Aunque quisiera creer que no. Quisiera creer que las palabras aún pueden detener este dislate.

—Pero ¿qué otra cosa tenemos sino las palabras, Leo? —salta Nyneve con un extraño apasionamiento—. ¿Qué otra cosa sino la razón? Es nuestra única arma. Cuanto más difícil sea la situación, cuanto más desesperada y más confusa, más debemos esforzarnos en pensar. Que los dioses nos iluminen para ser capaces de razonar con claridad, porque dentro de nuestras cabezas tiene que estar la solución para todo esto. Piensa, Leo, piensa…

También Nyneve está envejeciendo. Ignoro su edad: ella dice que es varías veces centenaria, pero supongo que ése es uno de sus juegos de palabras. Cuando nos conocimos aparentaba la treintena, de manera que ahora debería rondar los cuarenta y cinco. No los representa: durante muchos años, el tiempo pareció deslizarse sobre sus hombros sin herirla. Últimamente, sin embargo, algo semejante a la edad o quizá al cansancio se está remansando en pequeños rincones de su rostro: en las tensas comisuras de su boca, en sus ojos apagados y hundidos, en su cabello rojo fuego cada vez más entreverado por la plata. Pero, sobre todo, noto en ella una crispación de ánimo, una ofuscación que antes no tenía o que yo no le veía. Mi pobre Nyneve, mi Maestra, empieza a mostrarme sus debilidades.

Mientras mi cabeza vaga por sí sola en estos razonamientos, escucho la conversación que mantienen la señora de Lumiére y Nyneve sobre Simón de Montfort y la actual situación bélica. Sentado en un extremo, Gastón calla y tuerce la boca en su gesto habitual de desagrado, para demostrar que detesta nuestra compañía y que está perdiendo el tiempo con nosotras, en vez de estar embebido en su búsqueda hermética de lo excelso. A mi lado, Violante arroja con disimulo bolitas de pan y queso al suelo, para alimentar a los gorriones de cuerpecillo esponjoso y pechito tan picudo como el de ella. Brincan los pequeños pájaros a nuestros pies, cada vez más audaces, cada vez más cerca, y de cuando en cuando ladean la cabeza y nos miran con un ojo redondo y muy brillante, valorando nuestras intenciones: ¿vas a hacerme daño? ¿Esto es de verdad comida o es una trampa? ¿Piensas utilizar tu fuerza bestial contra mi fragilidad y mi menudencia?

Qué tarde tan hermosa. Una tarde de sol tibio y brisa fresca. Nubes blancas y mullidas como vellones de lana corren ligeras por el cielo azul brillante. Recortado contra ese fondo veloz, el campanario de la iglesia parece vibrar. Durante un instante vertiginoso tengo la sensación de que es la pesada torre de piedra la que se está moviendo sobre el cielo ancho y quieto. Parpadeo y aparto la vista, mareada por la repentina inestabilidad del mundo. Unos niños juegan a arrojarle un palo a un perro y el animal corre a recogerlo una y otra vez, sin cansarse de la diversión repetitiva. Una anciana llena un cántaro en la fuente, parejas de jóvenes se susurran amores, un juglar andrajoso canta una romanza y pide monedas, una matrona rechoncha ayuda a caminar a su marido cojo. Todos ellos nacieron de mujer entre sangre y humores pegajosos, todos ellos fueron niños y luego adolescentes llenos de deseos, de miedos y esperanzas. Sé quiénes son porque reconozco en ellos mi propia vida. Algo sucede con mis ojos: al igual que antes creía que la torre galopaba por el cielo, ahora me parece que sobre la plaza ha caído una extraña inmovilidad, como si mi mirada se hubiera salido del tiempo. Es un momento de extraordinaria calma, un instante de vida plena y detenida. Otras veces he percibido esa misma sensación, justo antes del comienzo de un combate. Justo antes de arrojarte sobre tu enemigo y sumergirte en una velocidad que ya no puede parar hasta la muerte o la sangre, el mundo alcanza su máxima quietud. Es el ojo del huracán, la paz absoluta antes de la vorágine. Y ahora me siento así, instalada en la fugaz eternidad de esta tarde tan bella, a la espera de que la fuerza bestial de los cruzados de Simón de Montfort aplaste nuestra fragilidad y nuestra menudencia.

Los feligreses empiezan a abandonar el lugar y la plaza va quedándose vacía. Nosotros también nos ponemos en pie: debemos marcharnos. Mientras yo pago al posadero, Nyneve y Gastón van al establo en busca de los caballos. Cuando nos quedamos solas, la matriarca se acerca a mí y pone su blanca mano sobre mi brazo:

—Quería pediros un favor, mi rey —susurra discretamente—. Es algo delicado, y me apena tener que abusar de vuestra generosidad, pues ya os debo demasiado… Pero las circunstancias son tan graves y hay tan poca gente en la que confiar que no puedo por menos que preguntároslo. Sin embargo, sabed que sois completamente libre de aceptar o no. Si no queréis hacerlo, lo entenderé perfectamente.

Sus palabras me inquietan.

—Hablad sin miedo, reya.

La Perfecta carraspea con nerviosismo. Violante me mira fijamente con sus grandes ojos del color de la miel.

—Habréis de saber, mi rey, que, pese a su juventud y su pequeñez física, mi hija es toda una mujer. Y una mujer muy valiente y con grandes recursos. Con ardides que no voy a revelaros, y amparada en su aparente insignificancia, Violante ha conseguido infiltrarse en medios próximos a Simón de Montfort. Digamos, para entendernos, que ha espiado los próximos movimientos de los cruzados. Disponemos de información de relevancia para la guerra, información que debe llegar cuanto antes a manos de mi primo, el vizconde de Trencavel. Podríamos intentar llevársela nosotras mismas, pero sospechamos que Violante ha sido descubierta, y las dos somos demasiado conocidas por nuestros enemigos y tememos ser interceptadas. Puesto que vos os dirigís a Albi, quería pediros que llevarais dicha información al Vizconde. Como veis, me he puesto en vuestras manos al contaros todo esto. Apenas os he tratado, pero confío en vos, y creo que el rey Buen Dios no me dejará equivocarme. Meditad la respuesta: es una encomienda que os compromete y, como digo, entenderé que la rechacéis.

Siento un retemblor en la boca del estómago.

—No os habéis equivocado al confiar, reya. Haré lo que me pedís con mucho gusto.

La Perfecta cierra los ojos un instante con expresión de alivio:

—Alabado sea Dios. Tomad, en esta carta viene todo. Cuando lleguéis a Albi, decidle a mi primo que vais de mi parte. El documento está autentificado con mi sello. Y que Dios os proteja y os bendiga.

Rápida y sigilosa, la señora de Lumiére me entrega un pergamino doblado y lacrado. No sé dónde esconderlo, porque Nyneve se ha llevado las alforjas. Tras un instante de duda, introduzco la carta por el cuello de mi cota de armas. El pergamino resbala por mi cuerpo y queda detenido en un costado, entre la almilla y la armadura, sujeto por el cinto, que impide que caiga al suelo. Por el momento lo dejaré ahí, ya buscaré un lugar mejor donde guardarlo.

—Que Dios os bendiga —vuelve a repetir la matriarca.

Por una esquina de la plaza aparece una compañía de soldados: quizá vayan a relevar a la guardia de la muralla. Una bandada de ánades cruza el cielo en formación de flecha, agujereando la placidez de la tarde con sus graznidos. Soldados y aves desfilan ordenada y disciplinadamente, los unos para quedarse a esperar lo inevitable, las otras para escapar del ya próximo invierno. Adiós, plazas bulliciosas, días embalsamados de tibieza, niños ignorantes del peligro. Quién tuviera la libertad de los pájaros para huir del frío y del hierro que se acercan.

—¡No puedo creer que hayas aceptado llevar esa carta!

Gastón está furioso. Aunque conozco bien su ira, creo que jamás le había visto tan indignado. Sus ojos son puñales de odio enfebrecido con los que querría acuchillarme. El veterano guerrero que aún soy percibe su peligro y su violencia y me hace ponerme en guardia. Siento que mi cuerpo se tensa y se prepara para el combate. Acerco mi mano a la espada y me siento ridícula: no es posible que Gastón quiera atacarme… Sé que podría con él en una pelea, o creo que aún le puedo, aunque estoy desentrenada. Pero la cuestión no es ésa: lo inquietante es siquiera pensar que podría agredirme. Bajo el brazo e intento relajarme y dialogar con él:

—¿Por qué te pones así? La señora de Lumiére me lo pidió y no encontré razones para negarme. Tampoco es una encomienda tan difícil…

—¿Ah, no? ¡Has escogido bando! ¡Al aceptar la carta, te estás convirtiendo en una emisaria de Trencavel, en una espía! ¡Te has puesto en riesgo y, lo que es peor, me has puesto en riesgo a mí sin siquiera preguntarme si deseo asumirlo! ¡Has comprometido mi libertad dentro de esta guerra absurda y sin sentido! ¡Has amenazado mi vida y mi trabajo, que es mucho más importante, más definitivo y perdurable que este combate ciego entre ignorantes! Y por si fuera poco, has escogido mal, porque acabarán venciendo los papistas.

—¡Eso está por ver! Y, en cualquier caso, yo desde luego estoy en contra de las carnicerías de los cruzados Estoy en contra de Simón de Montfort. Sí, he escogido bando, y me siento orgullosa de ello. No sé cómo puedes decir que son lo mismo.

—¿Acaso no son todos unos fanáticos? Esos cátaros que tanto aprecias y que se dejan quemar vivos con tal de no renegar de su idea de Dios, esos Perfectos que entran en la pira cantando, ¿no son también unos iluminados? La única opción sensata es estar de parte de los vencedores: es la única manera de sobrevivir. Y yo he de sobrevivir. Me debo a mis estudios, a mi trabajo. Estoy muy cerca de conseguir lo que busco. Y ese logro no tiene parangón con ningún otro afán de los humanos. Destruye la carta ahora mismo, Leola. Destrúyela o, mejor, vamos al cercano campamento de los cruzados y se la entregamos a Montfort.

—¿Y eso no es escoger bando?

—Eso es cuidar de uno mismo. Eso es ser prudente y procurarse un salvoconducto y una vida mejor.

—Nunca. No haré eso nunca. Voy a llevar el documento a Albi.

—Te lo digo por última vez, Leola. Entrégame esa carta. O destrúyela. O vamos al campamento de Montfort. Haz lo que te digo o atente a las consecuencias.

—Atrévete a quitármela, Gastón.

Los ojos del alquimista relampaguean. Me detesta. Y me da miedo.

—¿Es tu última palabra?

—Llevaré el pergamino a Albi y se lo daré a Trencavel, contigo o sin ti.

—Entonces será sin mí.

Gastón hunde los talones en los flancos de Alegre y, dando medía vuelta, se marcha al galope desandando el camino que hemos hecho. Observo su espalda mientras se aleja: sé que no le voy a volver a ver. Éste es el final.

—Se lleva a Alegre. Nos ha robado el caballo —gruño, con un nudo en la garganta.

—Sí, eso parece —suspira Nyneve—. Pobre animal, en manos de ese inútil. Cuando se le acabe el dinero, terminará comiéndoselo.

—Me alegro —sigo diciendo con mi voz apretada.

—¿De que se lo coma?

—De que se vaya.

—Oh, no creo que sea tan fácil… Ahora que lo pienso, me parece que pronto le veremos por Albi. No va a abandonar todos sus alambiques y sus retortas… Todavía no nos hemos librado de Gastón.

Qué confusión. Noto un inmenso alivio y, al mismo tiempo, una pena profunda, una sensación de ausencia, de mutilación, como si me hubieran cortado otro par de dedos. El nudo de la garganta se me sube a los ojos convertido en una humedad que arde y escuece, pero no sé si estoy llorando de tristeza o de alegría.

—Sigamos. Pronto oscurecerá y aún nos queda mucho camino.

Como hemos salido de Lombers con el sol ya muy bajo, habíamos decidido llegar hasta la posada de las Tres Colinas, a pocas leguas de la ciudad, para pasar la noche. Mi estúpida decisión de contarles a Nyneve y Gastón el asunto de la carta nos ha detenido un buen rato a las afueras de Lombers en esta discusión amarga y sin sentido, y ahora tendremos que avivar el paso.

—No importa. Los bridones están descansados y creo que podremos llegar a la posada poco después de vísperas.

Nos ponemos al trote largo y me dejo mecer por el conocido movimiento de mi caballo. El golpeteo de los cascos sobre el duro suelo adormece mi espíritu. La espada tintinea rítmicamente contra la armadura y siento el calor de Fuego entre mis piernas, su musculosa fuerza, su potencia tranquila. Hay un placer en volver a correr por los caminos revestida de hombre. Libre e intocable. Bien protegida de la necesidad y la necedad airada de los Gastones por mi capullo de hierro.