Este castillo lóbrego,
esta guerra ridícula

Este castillo lóbrego, esta guerra ridícula, este viejo caballero agonizante y loco están amargándome la vida. Sí.

No sé qué me sucede, pero he discutido con Gastón unas cuantas veces.

Y también discuto con Nyneve, sobre todo a causa de la bebida.

Supongo que estoy bebiendo demasiado. Sí.

Ahora mismo me encuentro un poco ebria. Qué otra cosa puedo hacer, sino emborracharme. Corre la cerveza como el agua en las tardes oscuras de esta fortaleza polvorienta y ventosa. La bebida me acuna cuando me siento inquieta. Vuelo en las suaves ondas de la embriaguez y los pensamientos se deshacen dentro de mi cabeza como migas de pan en un vaso de vino. Amo a Gastón y a veces le siento conmovedoramente tierno y mío. Pero otras veces le envenena una extraña furia y se convierte en alguien a quien no conozco. Su carácter es tan cambiante como su aspecto físico, pues posee una extraña capacidad para encorvar y retorcer su hermoso cuerpo flexible hasta parecer un jorobado. Puede que la culpa de su desabrimiento sea mía. Puede que yo no esté a la altura de lo que él precisa. Sé que sus trabajos herméticos no le están yendo demasiado bien. Sé que se siente atrapado en esta fortaleza lastimosa. Como yo. Como Nyneve. Este lugar entristece. De todos mis trabajos como Mercader de Sangre, éste es el más desatinado, el más miserable. Deberíamos irnos mañana mismo, pero he dado mi palabra y aún no me han pagado. Y, además, la bebida me ayuda a emborronar el paso del tiempo. La bebida. Sí. Alzo la pesada copa de metal y doy un trago; la cerveza me llena la boca con su espesor amargo. Nyneve me mira reprobadoramente. Sé bien lo que piensa. Dice que así me estoy matando de modo más seguro que si saliera todos los días a combatir cubierta tan sólo con una camisa. Yo protesto, me enfado, le digo que deje de meterse en mi vida y que exagera. Pero sé que por las noches hay más oscuridad dentro de mis ojos que en el firmamento, y que nunca recuerdo con precisión cómo he llegado al lecho. Por las mañanas, un cinto de dolor oprime mis sienes. Con ese malestar acudo a la guerra cada día y reparto mandobles desmayados. No creo ser el único: ahora sospecho que casi todos los guerreros beben tanto como yo y llegan a la batalla con resaca, de ahí la desgana en el combate. Y en este disparate se nos va la vida.

Por eso hay que beber, como bebo ahora, Sí. Otro buche de cerveza, para engordar el olvido, ¡sí! Además, no creo que la situación se prolongue mucho. El viejo Ardres lleva unos cuantos días en los que ya ni siquiera me recibe para que le cuente cómo ha ido la incursión bélica. Ahora mismo, como viene siendo habitual desde el empeoramiento de su salud, nos encontramos todos en la antesala de su alcoba de enfermo, arrimados al pobre fuego de la chimenea, que apenas calienta. Nyneve y yo estamos acuclilladas en el suelo, cerca de las llamas; los monjes se sientan en pequeños taburetes; los caballeros de Ardres pasean nerviosamente por la estancia y nos miran con suspicacia e inquina, porque creo que aspiran a repartirse el feudo y temen encontrar un rival en mí. Llueve copiosamente, de modo que hoy no hay guerra.

Estoy pensando en irme a ver a Gastón, que está encerrado en su laboratorio estudiando sus cocimientos misteriosos, cuando la puerta de la alcoba se abre y aparece un criado tan anciano como Ardres llorando desconsoladamente. Entre hipos, informa:

—Mi amo desea hablar con los hermanos benedictinos. Y también quiere veros a vos, mi rey.

Me ha señalado a mí. Dejo la copa de cerveza en el suelo y se me despeja de modo repentino la incipiente embriaguez que me rondaba. Entramos al cuarto seguidos por los caballeros, quienes, aunque no han sido convocados, irrumpen también en la habitación con pesados taconeos y retumbar metálico. El señor de Ardres yace entre cojines pero aún obcecadamente vestido de guerrero, un capullo de hierro sin apenas carne en su interior. Tiene el rostro amarillo y el perfil ya afilado.

—Ha llegado el momento —musita—. Debo entrar en la Orden.

El rostro se le encoge en un puchero débil y sin lágrimas.

—Debo decir adiós a mi armadura, a mi recia espada, a mis alanos fieros, a mi fiel bridón, a Relámpago y Zarpas, mis amados halcones, a todo cuanto hace que la vida sea hermosa. Se acabó para mí la dulce embriaguez de la guerra. Vestidme con los hábitos, os lo ruego.

—Mi rey, y en cuanto a la dote que vuestra magnanimidad prometió entregarnos… —dice uno de los monjes.

—¡Sí, sí! —se irrita el caballero con un resto de su antigua soberbia—. Mi criado os dará las monedas…

En efecto, el viejo servidor se acerca al benedictino y le entrega dos pesadas bolsas de cuero. El religioso suspira y se santigua.

—Alabado sea Dios.

Los monjes han traído un hábito limpio y nuevo, pulcramente doblado, y se disponen a despojar al anciano de sus vestiduras metálicas.

—Y tú, mi amado sobrino, continúa por mí esta batalla heroica, rebánale las narices al hijo de Guînes, como yo rebané las de su padre, y haz triunfar una vez más el glorioso pabellón de Ardres. Cómo te envidio, hijo… Tanta vida y tantos hermosos combates por delante… —me dice el enfermo, lagrimeando.

—Sí, rey… —contesto, segura de que ya no rige.

Pero quizá me equivoco respecto a su cordura, porque se vuelve hacia Mórbidus y le ordena:

—En cuanto a ti, escribe, escribe que he vencido a ese bellaco de Guînes…

—Sí, mi rey, quedaos tranquilo. Pondré que le sacasteis las tripas en el campo de batalla con vuestras propias manos… —contesta el clérigo.

Los monjes están terminando de vestir al guerrero con los hábitos. La habitación huele a cera, a sudor rancio, a orines y enfermedad. Embutido en su austero sayal, el viejo noble parece haber encogido aún más. Su cuerpo consumido no rellena las ropas y sus manos son dos garras descarnadas. Que se crispan súbitamente, aferrando la manta con convulsos dedos. Nyneve y yo nos acercamos y le escrutamos: su respiración se ha hecho afanosa, sus ojos parecen desenfocados y no estoy muy segura de que nos pueda ver.

—Rey… rey…

Ardres, con la mirada perdida, ha empezado a farfullar algo. Me aproximo más al lecho para intentar escuchar lo que dice. Pero habla muy bajo y lo que musita carece de sentido para mí.

—Sin hijos… La desgracia de morir sin descendencia…, por eso ordena secuestrar a la Dama…

—¿Qué decís, rey?

—Y así nació el rey Transparente…

Se me hiela la sangre en las venas. En su delirio, el infeliz anciano está contando la historia prohibida.

—¡Callad! ¡No digáis nada más!

—Pero fue un gran rey, digan lo que digan. —No me escucha. No puedo detenerle. Sigue bisbiseando las palabras letales. Nyneve me agarra del brazo y tira de mí:

—Vámonos…

Los monjes cuentan su dinero, los caballeros discuten sobre el feudo, los criados hablan entre sí, probablemente inquietos sobre su futuro: nadie presta atención al moribundo. Nos abrimos paso a través del alborotado gentío hacia la puerta y ya estamos a punto de alcanzar la salida cuando escuchamos un crujido profundo y espantoso. El pesado dosel de la cama del noble se ha partido y se ha desplomado estrepitosamente sobre el lecho, entre un remolino de sucias colgaduras y un coro de gritos. Las maderas labradas han aplastado el cuerpecillo del enfermo con la misma facilidad con que una bota de hierro aplasta un caracol, y en su derrumbe han golpeado y derribado a las dos o tres personas más próximas al lecho. Reina la confusión y una nube de polvo oscurece el aire. El señor de Ardres, ese viejo demonio de la guerra, ha tenido la misma muerte que un insecto, y con él desaparece su linaje feroz. Pero aún quedan, por desgracia, demasiados caballeros feroces sobre la Tierra.

Mi trabajo de Mercader de Sangre me resulta cada día más insoportable. Además estoy envejeciendo: advierto que mi vigor físico disminuye y que aumenta mi miedo, dos consecuencias de la edad. Detesté mi encomienda en el castillo de Ardres; y luego acepté proteger a unos campesinos que han incumplido su palabra y no me han pagado todo lo que habíamos acordado. Gastón está iracundo; contaba con esa remuneración como si fuera suya y quiso convencerme para que amenazara y maltratara a los villanos hasta que me dieran lo que me debían.

—No soy ningún bachiller bravucón —contesté con desdén.

—No, claro que no. No eres más que una maldita mujer, eso es lo malo. Y, aunque los villanos desconozcan tu secreto, sí que son capaces de percibir que pueden hacer contigo lo que quieran. No es ya por el dinero en sí por lo que me irrito; es por la falta de respeto que te muestran y porque no sabes hacerte valer.

Gastón es un personaje singular. Sabe mucho, pero cree saberlo todo.

—Esa es la mayor prueba de su ignorancia —gruñe Nyneve, que ya no se habla con él.

Incluso se atreve a decirme cómo debo desempeñar mi oficio de guerrero, él, que jamás ha tenido una espada en la mano. Y yo se lo permito, porque es verdad que no sé hacerme valer. Al menos, frente a él. Debo admitir que le admiro. Admiro sus oscuros conocimientos, y la pasión con la que se aplica en sus estudios herméticos. La fuerza y la pureza de su ambición me sobrecogen. Mientras Nyneve y yo andamos por el mundo con pisadas inciertas y pies blandos, rehaciendo una y otra vez nuestros pasos sin una finalidad determinada, él arde de furia y voluntad, avanzando siempre hacia su destino. Quiere ser el mayor alquimista de la Tierra toda, quiere ser maestro de maestros, quiere hallar la piedra filosofal.

—Sé que puedo conseguirlo. Y lo conseguiré.

Y yo le creo, porque nunca he conocido a nadie tan fuerte. De modo que disculpo sus rarezas, sus malas palabras, su falta de atención y de cuidado, porque sé que está llamado a hacer grandes cosas y yo deseo ayudarle en lo que pueda. Y de cuando en cuando, por las noches, cuando me abre con sus cálidas manos, y se mete en mí, y sólo somos uno, me derrama también un afecto escondido, un cariño secreto que, por lo escueto y parco, aún aprecio más, pues sé que en esos momentos me desea y necesita tanto como desea y necesita su pasión alquimista. Me comparte con el amor a Hermes y yo sé bien que es un amor inmenso.

Avanzamos siempre hacia el Sureste y ya estamos cerca de Albi, el corazón del territorio cátaro, pues los vizcondes de Trencavel, señores de la comarca, han protegido a esa secta desde hace muchos años: de ahí que también se les llame albigenses. He tenido noticia de los cátaros desde mi infancia, porque nací en una zona dentro de su influencia, pero nunca les he tratado. Siento curiosidad y también inquietud por conocerles mejor: no me parecen demoníacos como la Iglesia sostiene, pero a fin de cuentas son herejes. Nyneve asegura que son personas admirables. Yo preferiría que no fuera así, porque si de verdad acabo por admirarles, me encontraré fuera de la Iglesia. Y fuera de la Iglesia reinan las tinieblas.

Desde que entramos, hace varias semanas, en los vastos territorios del conde de Tolosa, que también es partidario de los albigenses, he podido ver a los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres, como los religiosos herejes se llaman a sí mismos. Los he visto en Marmande, en Agen, en Moissac. Los estoy viendo ahora en Montauban, que es la ciudad en la que nos encontramos. En vez de habitar en poderosos monasterios, alejados de todos, ellos viven en los burgos, mezclados con el pueblo. Trabajan para mantenerse, pues rechazan recibir el diezmo eclesial. Sus casas están abiertas a todo el mundo y proporcionan cobijo y cura a los enfermos, comida a los necesitados, ayuda a los ancianos. Las cataras son especialmente activas en sus servicios a la comunidad. Eso es algo que me atrae de los albigenses, que Dios me perdone: el papel tan relevante que tienen las mujeres. Eso, y que todos los rezos están hechos en lenguaje común. Incluso han traducido las Sagradas Escrituras a las palabras del pueblo, en vez de utilizar ese latín que el vulgo es incapaz de comprender.

—Son los individuos más razonables y pacíficos que conozco —dice Nyneve—. Consideran que todas las personas somos iguales, los duques y los siervos, los moros y los cristianos y los judíos; para ellos todos somos almas puras y buenas, ángeles caídos a los que Cristo salvará. No creen en el infierno, porque su Dios es todo amor y no puede haber creado algo tan horrible. De hecho, piensan que el infierno es un invento de la Iglesia para aterrorizar a los fieles y mantenerlos atrapados bajo su dominio. Son gente muy dulce.

Yo no sé sí será la influencia dulcificadora de los cátaros o el moderno talante de la nobleza de la zona, pero en los burgos y castros del condado de Tolosa se respira un ambiente abierto y refinado que me recuerda a la corte de Leonor. La cual, alabado sea Dios, ha sido liberada de su encierro. Su marido el rey ha muerto, y Ricardo Corazón de León ocupa el trono de Inglaterra. Su primera medida como monarca fue sacar a su madre de prisión, y dicen que ahora la Reina recorre la Bretaña insular ayudando a su hijo y otorgando cartas de libertad a todos los pueblos por los que pasa. Nos enteramos de estas novedades anoche, durante la cena en la posada, y fue el origen de una discusión entre Gastón y Nyneve.

—Es una hermosa noticia —dijo mi amiga, radiante.

—¿De veras? ¿Tú crees que esa frívola Reina y la libertad de un puñado de plebeyos embrutecidos van a mejorar en algo la esencia de los humanos? —contestó Gastón, el Gastón desabrido y sombrío, con evidentes deseos de pelea.

—Pues no sé si la esencia, pero cuando menos mejorará su existencia. Sí, creo que es un pequeño paso en el camino de la sensatez.

—No hay nada más insensato que un burgués, que un plebeyo, que un ignorante campesino… O que una Reina loca que juega con trovadores. El mundo está lleno de individuos que no valen nada, que no sirven para nada, cuyas vidas no son sino un deambular sin sentido: comer, dormir, defecar… Que vivan o mueran resulta irrelevante, y tampoco importa si son siervos o están manumitidos, porque en realidad nunca han sido ni serán libres… La única vida verdadera es la del pensamiento puro, la de la búsqueda de la sustancia primordial, de la quintaesencia que contiene lo creado. Porque lo que está abajo equivale a lo que está arriba, y lo que está arriba equivale a lo que está abajo, en lo que concierne a la realización de los milagros de una obra única.

Puede que tenga razón, esto es, quizá tenga razón en aquello que entiendo de lo que dice, más allá de todo ese palabrerío incomprensible y hermético con el que a menudo me abruma. Pero hay algo que me asusta de su actitud: ese desdén, esa frialdad para todo lo que no sea su magna empresa. Claro que tal vez tenga que ser así; tal vez los grandes hombres necesiten concentrarse en sus grandes obras para poder sacarlas adelante. Tal vez necesiten ser tan ardientes e implacables como el rayo, que ilumina el mundo pero reduce a cenizas cuanto le rodea. No en vano a los alquimistas se les llama phibsophi per ignem, filósofos por fuego… Tras conocer íntimamente a uno, sé bien que su cercanía abrasa.

Hemos dejado a Gastón en un pequeño cuartucho que tenemos alquilado en la posada, con sus atanores y sus crisoles, intentando obtener el liquor silicum, que, si no he entendido mal, se consigue fundiendo cantos puros de cuarzo con no sé qué otra cosa, hasta lograr un cristal transparente que debe derretirse con el aire, convirtiéndose en un líquido claro que tampoco sé bien para qué sirve: soy demasiado ignorante para un conocimiento tan profundo y complejo. Mientras él se afana en sus manejos herméticos, Nyneve y yo hemos venido a escuchar la prédica del afamado Doctor Angelical. Llevamos varios días en Montauban justamente esperando la llegada de este religioso, que se ha convertido en los últimos años en un personaje formidable. Dicen que por su boca habla el mismo Dios y que su verbo inflama el corazón. Este Doctor Angelical organiza enormes giras por la Francia entera, y acuden a escucharle numerosas personas. Nunca le hemos visto, aunque hemos oído hablar de él múltiples veces; por eso, cuando llegamos a Montauban y vimos que se anunciaba su visita, decidimos quedarnos a conocerle.

—¿Te das cuenta, Leo? El Doctor Angelical es un fustigador del catarismo, pero puede venir sin ningún problema a soltar sus truenos teológicos a esta ciudad, que es mayoritariamente albigense, porque los Pobres de Cristo aceptan a todo el mundo… Mientras que ellos son perseguidos, torturados y silenciados por medio de la hoguera. Es una diferencia, ¿no te parece?

Sí, es una diferencia, pero no quiero escuchar las palabras de Nyneve, que van llenando de zozobrantes dudas mi alma cristiana. No se lo he confesado a mi amiga, pero deseo oír al Doctor Angelical para que me serene, para que me convenza. Para que el milagro de su santo verbo refuerce mi debilitada fe de pecadora.

Estamos en las afueras de la ciudad, en la gran explanada de la picota, que es donde se va a celebrar el acto porque es el único lugar lo suficientemente amplio para acoger a la multitud de fieles que siempre convoca el predicador. Hace ya varios días que llegó la avanzadilla del Doctor Angelical, una pequeña tropa de religiosos que construyeron el elevado entarimado del escenario, las vallas para contener a la muchedumbre, unas cuantas gradas para los notables y una treintena o más de confesionarios alrededor de la plaza. Ayer se instalaron los consabidos buleros y numerosos fieles se dispusieron a dormir en la explanada para asegurarse buenos sitios, de manera que hoy, cuando hemos llegado, el lugar ya estaba abarrotado y hemos tenido que colocarnos en una esquina, cerca de los confesionarios. Aun así, el escenario se ve a la perfección: es alto y está bien hecho. Una gran cruz de madera y dos pendones de seda amarilla y blanca, los colores del Santo Padre, adornan bellamente el fondo del entarimado. De pronto siento un pequeño empujón a la altura de mi cadera, como si un niño intentara abrirse paso entre el gentío. Oigo una vocecita clara y fina:

—¿Y ahora qué ves, madre?

—Nada nuevo, Violante. Cabezas y cabezas y cabezas. Y al fondo, el escenario con la cruz y los estandartes, como te he descrito.

Acaba de instalarse a nuestro lado una pareja singular. La madre es una dama de aspecto noble y digno que viste un sobrio traje negro de buen paño; tiene el pelo completamente blanco recogido en un sencillo rodete, la frente estrecha y alta, unos ojos grises y brillantes como perlas oscuras bajo unas cejas casi invisibles de tan claras, la nariz fina y arqueada como el pico de un ave. La hija es una desdichada criatura con un rostro de ángel y un cuerpo de endriago. Su cabeza posee una dimensión normal y se diría que corresponde a una muchacha de quince o dieciséis años, pero del cuello para abajo apenas abulta lo que un niño de cinco. De un tórax picudo y diminuto emergen unos brazos quebradizos, rematados por unas manitas transparentes. Viste un bonito traje de seda azul con bordados de flores y, como sus ojos quedan muy por debajo de las espaldas de la gente, la pobre no ve nada. Pero una viva sonrisa ilumina su bonito rostro y parece feliz. Eso es lo que más me extraña: su alegría insospechada, y también que se encuentren solas, sin la ayuda ni la compañía de servidumbre alguna, siendo como evidentemente son de elevada alcurnia.

—Ah, cariño, creo que ya viene… Y no viene solo. ¡Son muchísimos! ¿Les oyes cantar? Una procesión impresionante… Es decir, una procesión pensada para impresionar…

El comentario de la dama me resulta curioso, sobre todo porque creo que tiene razón. El Doctor Angelical está haciendo su entrada en el escenario. Viene en el centro de dos largas filas de monjes, todos altos, todos fuertes, todos jóvenes, como escogidos, efectivamente, para impresionar. Llegan cantando y se mueven en perfecta formación: más parecen guerreros que hombres de fe. Acaban de entonar su salmo sobre el escenario y ahora, como en una danza bien ensayada, cada una de las filas se dirige ordenadamente a uno de los lados del entarimado y se queda allí de pie. Al abrirse las hileras de monjes, en el centro del tablado ha aparecido el Doctor Angelical. También viste el hábito benedictino. También es alto y fuerte También… Me remuevo inquieta. Estamos muy lejos y apenas distingo sus rasgos: el cabello negro, la cabeza redonda, la apretada barba. Y, sin embargo…

El Doctor Angelical empieza a hablar; y entonces, al escuchar la cadencia de sus palabras, el tono vibrante de su verbo, tengo que reconocer que mi primera impresión es cierta: el Doctor Angelical es fray Angélico. En realidad no era tan difícil de intuir, ¿por qué no lo pensé antes? Nyneve me clava un codo en las costillas:

—¿Has visto quién es?

Asiento silenciosamente con un movimiento de cabeza. No sé bien por qué me siento tan sobrecogida por el descubrimiento: tal vez porque me recuerda un tiempo pasado que aún duele por ahí dentro, o porque me pone en contacto con una Leola de la que me avergüenzo. Hago un esfuerzo por tranquilizarme y me concentro en escuchar el sermón. Las palabras de fray Angélico caen en mis oídos como plomo derretido. Palabras sedosas, azucaradas, cantarinas, que se alternan sabiamente con palabras hirvientes y afiladas, tan retumbantes como las trompetas del Apocalipsis. Sí, fray Angélico ha aprendido a predicar en estos años, pero toda su sabiduría de orador no puede disfrazar el chirrido discordante que emerge de su prédica, el regusto a falsedad, el filo amenazador. Habla el Doctor Angelical del pecado, de nuestra miseria esencial, de nuestra incapacidad para entender los designios divinos. Habla de la resignación cristiana, del pecado nefando del orgullo y de la virtud de la humildad; de la facilidad con la que el vulgo, siempre tan ignorante, cae en las garras del Maligno. Habla de los cátaros demoníacos, de las horrorosas llamas del infierno y las purificadoras llamas de las piras. Y cuanto más dice, más me espanta lo que dice, más aborrezco la dureza y estrechez de su pensamiento, más me asombra haberle admirado algún día y haberle creído inteligente. A nuestro alrededor muchos lloran, rezan, se postran de rodillas. No así la dama y su hija, que se mantienen serias y serenas.

El Doctor Angelical ha terminado su sermón. Ahora está pidiendo que se celebre una ceremonia de purificación que simbolice el compromiso de los creyentes con la fe. Quiere que los fieles traigan aquellos objetos pecaminosos que ponen en riesgo la salvación de sus almas; las ropas suntuosas, los afeites de mujer, los engaños de los que Satán se vale para perdernos. La explanada entera entra en un paroxismo de agitación; aquellos que son de Montauban corren a sus casas a traer sus endemoniadas posesiones, y los que son de fuera se acercan a los monjes, que recorren la plaza recolectando objetos, para entregarles lo que pueden. En poco tiempo, ante el escenario, en el espacio protegido por las vallas, los religiosos han montado una enorme pira con ramas y leños embreados; y están arrojando sobre ella sombreros de mujer, zapatos de cordobán, justillos de seda, libros, almohadones de plumas. Ya están prendiendo los maderos, ya surgen las llamas y chisporrotea y restalla el fuego al subir por la pira, y aún sigue llegando gente y alimentando la hoguera con sus prendas. Un olor apestoso se extiende por la plaza y me trae a la memoria otra quema semejante, la que ordenó Dhuoda en Beauville con las vestimentas demasiado lujosas. La muchedumbre, o al menos buena parte de la muchedumbre, parece entusiasmada. Los religiosos se dirigen a los confesionarios y se forman grandes colas delante de cada uno de ellos. La explanada se va vaciando. Miro el escenario, a través de la cortina de llamas humeantes: el Doctor Angelical ha desaparecido.

En este momento, una mujer joven se acerca a la dama de negro y, para mi sorpresa, se inclina tres veces ante ella y dice:

—Buena Cristiana, la bendición de Dios y la vuestra. Y rogad a Dios por mí para que me conduzca a un buen fin.

Lo he contemplado otras veces y lo reconozco: es el melhorierl La salutación ritual con que los cátaros se dirigen a sus religiosos. La dama, en efecto, está bendiciendo a la joven, de manera que no sólo es una creyente de la secta albigense, sino que es una Buena Mujer, una Perfecta, el equivalente a la monja o más bien al sacerdote de nuestra Iglesia.

—¡Vosotras! ¡Vosotras! ¡Os hemos visto! ¡Demonios inmundos! ¿Qué hacéis aquí, espíritus del mal? ¡Vosotras también tenéis que ir a la pira!

Dos jóvenes rudos de aspecto campesino han identificado también el melhorier y se acercan con aire amenazador a las mujeres. Pongo mi mano sobre la empuñadura de la espada y doy un paso hacia delante, interponiéndome en su camino. Los hombres se detienen, titubeantes. Fruncen el ceño con frustración e ira.

—Os creéis protegidas por el vizconde de Trencavel y por todos estos caballeros satánicos a los que Dios confunda… Pero va a duraros poco el santuario… El Sumo Pontífice ha declarado la Guerra Santa contra vosotros. Ha convocado una cruzada contra los cátaros y el ejército cristiano ya se está formando. ¿Oléis la hoguera? Esto es sólo el principio. Acabaréis todos achicharrados —gritan llenos de odio mientras se marchan.

—Gracias por vuestra gentileza, rey —me dice la dama.

Las palabras de los campesinos me han dejado espantada. Me vuelvo hacia la mujer, que está aparentemente tranquila aunque muy pálida.

—Eso que han dicho… Lo del Papa y la cruzada, lo del ejército cristiano…, ¿es verdad?

La dama sonríe tristemente:

—Me temo que sí, mi rey. Hace días que lo sabemos. Y hace mucho tiempo que nos lo esperábamos.