Millau es más grande
que Mende

Millau es más grande que Mende. Pienso en Jacques y en nuestro último día. Pienso en los planes que hicimos de venir aquí y en todo lo que he perdido en tan poco tiempo. La nostalgia se me agarra a la garganta y me la aprieta. Trago saliva: la pena sabe salada.

Jacques se hubiera maravillado de ver estas casas tan altas como torres, estas construcciones de cuatro o cinco pisos. Pero a mí me desagrada la ciudad por su bullicio mareante y la dificultad para orientarse, por los olores pestilentes y, sobre todo, por ese aire de superioridad que todos tienen. Se creen mejores que los demás porque son libres. A los campesinos nos desprecian por nuestra servidumbre y nos consideran poco más que animales y, sin embargo, ellos viven como puercos en un estercolero. Las calles están llenas de inmundicias y en cualquier momento alguien puede arrojarte un balde de desechos desde alguna ventana; sucias alimañas escarban en la mugre, y un buen montón de casas se hunden lentamente, tapiadas y abandonadas desde hace años porque en ellas alguien murió de peste. Ahora bien, en mitad de tanta porquería, cómo alardean ellos. Los ciudadanos. Llevan las vestimentas más increíbles, con jubones bordados, mangas festoneadas, zapatos de largas puntas, boinas y birretes. Pero sobre todo el ojo queda deslumbrado por los muchos y extraordinarios colores de sus ropas. Incluso veo paños carmesíes y azules celeste, que son los tintes más lujosos y caros. Brillan los ciudadanos entre la basura como insectos tornasolados sobre la boñiga de una vaca. Me resulta irritante tanta ostentación: yo sólo poseo una blusa fina y una saya blanca con su jaqueta. Mejor dicho, poseía, porque debió de quemarse con la casa.

Sin embargo, ahora tengo mi bella espada labrada, mi sobreveste desgarrada y sucia pero adornada con hermosos bordados, mi buena loriga de malla pequeña y apretada. Ahora ya no soy una campesina y nadie me contempla con altivez. Ahora soy un caballero sin caballo, una rareza. Pero aquí, en la ciudad, paso inadvertida entre el gentío. Entre los insectos tornasolados, entre los saltimbanquis de rostros pintados y los mendigos harapientos.

—Aquí estamos más o menos a salvo —dice Nyneve—. Por lo menos durante el día.

Hemos entrado en Millau porque Nyneve dice que necesitamos dinero para pagar mi instrucción. Y el dinero, ya se sabe, está en la ciudad. Nos encontramos en la taberna, sentadas en las bancas corridas que hay ante la puerta. Hemos pedido guisado de buey y dos jarras de cerveza. Es la primera vez que la pruebo: sabe amarga y fuerte y aún no he decidido si me gusta.

—Tabernero, escucha —le dice Nyneve al hombre, que se ha acercado a preguntarnos si queremos más guiso—. Soy adivina. La mejor adivina que has conocido jamás. Te propongo un trato: te leo la suerte con mis cartas mágicas a cambio del almuerzo.

—De eso nada.

—Escucha mi oferta: si te gusta cómo lo hago, das la deuda por satisfecha. Pero si no te gusta, te pagamos. Tenemos dinero. Enséñaselo, Leo.

Obedientemente, con una docilidad impropia de un caballero, incluso de un caballero sin caballo, saco la bolsa y enseño las monedas. El tabernero recapacita un instante y luego se sienta a nuestro lado.

—Está bien. A ver esas famosas cartas mágicas.

Es un hombre grandote y un poco barrigón que se sostiene sobre unas piernas increíblemente delgadas. Se rasca la barbilla mal rasurada con gesto burlón y escupe en el suelo entre sus afiladas rodillas.

—Son famosas de verdad —dice mi amiga—. ¿No has oído hablar de las poderosas cartas italianas, del Tarot secreto?

Nyneve ha extraído un mazo de cartones coloreados de su bolsillo insondable. Los extiende sobre la mesa; están pulidos y encerados y muestran las figuras más singulares: reyes de ropajes majestuosos, soles y lunas, ahorcados y esqueletos de aspecto amedrentante. El tabernero se inclina sobre el tablero con interés.

—Ah, ¿así que éstas son esas cartas nuevas tan extrañas? Ya tenía oído de su existencia.

—Son nuevas entre nosotros. Pero su saber es tan antiguo como la tierra que mancha tus zapatos. Baraja y corta.

El tabernero se seca los dedos en su pechera y mezcla los cartones entre sus gruesas manos. Nyneve los recoge y coloca unos cuantos boca abajo en forma de cruz. Empieza a descubrirlos de uno en uno.

—Mmmmm… Veo un gran dolor. Veo tu cara hinchada y lágrimas en tus ojos. Ya has pasado por lo mismo, hace muy poco, y el barbero te sacó dos muelas. Pero te volverá a ocurrir. Esta vez, tómate un cocimiento de amapolas. Sufrirás menos.

—Es verdad. Es verdad lo de las dos muelas, quiero decir.

El tabernero parece impresionado. Con gesto distraído, se acaricia la mejilla con la mano, como si le doliera.

—Tu esposa ha muerto, y ahora tienes dudas entre dos mujeres. La morena te gusta más, pero no es buena para ti. Debes quedarte con la mayor, cuidará de ti y del negocio y será una buena esposa. Y tendrás con ella ese hijo varón que tanto deseas.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Todo eso viene ahí? Aciertas por completo.

Yo misma estoy asombrada. Miro a Nyneve y me parece ver a una persona distinta. Después de todo, a lo mejor es bruja de verdad.

—Tienes un enemigo, y tú sabes bien de quién estoy hablando. Pero no te preocupes, porque morirá de enfermedad dentro de tres meses, de manera que no tendrás que devolverle su dinero. Gozarás de una vida larga, aunque te debes cuidar de los caballos y sus coces. Tus hijas se casarán y tu futuro hijo te honrará. Este hijo será llevado a la guerra, pero volverá sano y salvo cuando tú ya le estés llorando como muerto. No faltará nunca pan en tu mesa ni fuego en tu hogar. Y una cosa más: quémate esa pequeña herida que tienes en el costado, o acabará produciéndote malas calenturas. Esto es todo cuanto veo.

—Muchas gracias, reya.

El hombre está tan admirado que ha subido a Nyneve de tratamiento. Y el tabernero no es el único que ha quedado convencido: los otros comensales de la larga mesa nos han ido rodeando y han asistido a la lectura de cartas con interés y pasmo. Ahora se acercan en tumulto pidiendo a Nyneve que también les atienda.

—Muy bien, os echaré el Tarot a todos. Pero cuesta medio sueldo por adelantado.

Henos aquí leyendo el porvenir de medio Millau. La noticia corre por la plaza y por las callejuelas adyacentes y cada vez se agolpan más personas. Nyneve extiende una y otra vez sus cruces de naipes sobre el tablero y descubre adulterios, alerta de enfermedades, adivina el sexo de los niños por nacer, aconseja en los negocios a los comerciantes, avisa de traiciones, desvela secretos, augura herencias y peleas, predice matrimonios, prohíbe viajes, recomienda ventas de ganado, desaconseja litigios. Las vidas de los ciudadanos se hacen y deshacen en el aire delante de nuestros ojos a velocidad de vértigo y yo voy meciendo monedas en mi saco mientras el sol desciende por el cielo. Al cabo, cerca ya de vísperas, Nyneve atiende al último solicitante. Las cartas están pringosas y yo estoy mareada, pero Nyneve parece tan fresca y descansada como si acabara de despertarse.

—Entonces es cierto que eres bruja…

—Eso parece. Aunque piensa un poco: también es posible que conozca bien Millau y que me haya enterado con antelación de la vida del tabernero. En la ciudad, los rumores y los piojos corren como el fuego entre las eras.

Ahora caigo en la cuenta de que, salvo en el caso del tabernero, las demás predicciones han sido todas ellas más o menos amplías e imprecisas.

—Pero ¿eres bruja o no?

—Ah, la verdad… ¿Quién sabe la verdad? Tal vez haya más de una verdad, tal vez no haya ninguna. Ya te he dicho que la verdad siempre es lo más difícil.

Su manera de jugar conmigo me saca de quicio. Intento pensar en algo desdeñoso que decirle, pero Nyneve ya no me hace caso. Ha abierto la bolsa y está contando nuestras ganancias. Hemos logrado reunir veinticuatro sueldos, algo más de una libra.

—No está mal. Con esto tenemos para comenzar.

A mí me parece una cantidad exorbitante.

—Hermanos, vengo a traeros la salvación eterna… —dice una voz meliflua a nuestro lado.

Es un vendedor de bulas. Lleva un sayal pardo y una gran cruz de madera sobre el pecho. Sin duda le ha llamado la atención nuestro pequeño tesoro.

—Dispongo de bulas parciales y bulas plenarias selladas por el Santo Padre… Podéis serviros de ellas para comer carne en Cuaresma, para libraros del ayuno sin pecar, para evitar la penitencia impuesta en confesión, para…

—No queremos nada —contesta Nyneve.

—Alabado sea el rey, ¿cómo es posible? —se escandaliza el bulero—. ¿Vais a poner vuestras almas inmortales en peligro sólo por ahorrar unas cuantas monedas miserables?

—Te he dicho que no. Además, mi joven amigo va a irse a combatir a Tierra Santa y con eso ganará suficiente gracia divina para los dos.

—Ya que habláis de Tierra Santa, también recojo óbolos para costear la cruzada. Debo deciros que con las donaciones se obtienen indulgencias muy abundantes.

—No insistas. No queremos.

—¿Y tampoco unas reliquias? —se obstina el hombre, metiendo la mano en su gran alforja de lana gruesa—. Llevo conmigo las reliquias más milagrosas: una pluma del arcángel San Gabriel, un trocito de la zarza de Moisés, un nudo de cabellos de San Judas Tadeo… Si incrustáis la zarza sagrada en la empuñadura de vuestra espada, joven caballero, seréis invencible…

—¡Lárgate!

Descorazonado, el bulero se va con su comercio ambulante a buscar pecadores en otra parte.

—Pues a mí me hubiera gustado ver la pluma del ángel —digo tímidamente.

Nyneve me mira con ojos chispeantes y una sonrisa bailándole en la boca.

—Leo, si esa pluma es de ángel yo soy el rey Arturo. ¿Cómo puedes creer a ese embustero?

—No sé. También estaba empezando a creer que eras bruja —respondo, irritada.

—Y lo soy, pequeña ignorante. Lo soy. Lo que ocurre es que tú confundes a los charlatanes y los farsantes, que son legión, con los verdaderos hechiceros. Yo soy una bruja de conocimiento. Entre los diversos poderes, escogí el saber. Ése es mi don, y ya tendrás la ocasión de apreciarlo.

Pero ahora Nyneve se pone repentinamente sería y ensombrece el gesto:

—Harías bien en guardarte de gentes como ese bulero, mi Leo, porque en realidad son el enemigo. Tú lo ignoras porque eres joven e inexperta, pero estamos en medio de una guerra. Y no hablo de los pequeños y estúpidos combates de los hombres de hierro, sino de algo mucho más grande y crucial. De una batalla general que se libra con las armas, pero también con las palabras y con nuestras propias vidas.

—¿Una batalla? ¿La del conde de Gevaudan contra el rey de Francia?

—¿No me estás escuchando? Eso son nimiedades —responde Nyneve con impaciencia.

—Pero, entonces, ¿quiénes son los combatientes?

Mi amiga calla, mientras baraja distraídamente el mazo de cartas. Calla durante tanto tiempo, de hecho, que empiezo a creer que se ha olvidado del tema.

—¿Tú sabes lo que es la Tregua de Dios? —pregunta de repente.

—Bueno, sí…, claro… Es lo de no guerrear los domingos y… lo de acogerse a sagrado en las iglesias, ¿no?

—Hace un par de siglos, el mundo era todavía más violento que ahora. Y reinaba el desorden. Los monjes vivían encerrados en los monasterios copiando manuscritos y la Iglesia era pobre y se mantenía cerca de su rebaño, viviendo la vida de los necesitados. Por eso, porque conocía bien el dolor de los mansos, la Iglesia encabezó un movimiento que pronto se hizo general entre las personas de buena voluntad, el movimiento de la Tregua de Dios, con el que se intentó dar un orden al mundo. Y así, se estipuló que los guerreros no podían matarse en domingo ni en fiestas de guardar; que las iglesias, los hospicios, los caminos y los mercados eran intocables; que los hombres de hierro no podían dañar a los campesinos, a las mujeres, a los animales domésticos…

—¡Pero todas esas reglas se incumplen constantemente!

—Claro que se incumplen. Los humanos somos unos bárbaros. Pero lo importante es que las reglas existen. Esas reglas, que son acuerdos comunes libremente asumidos, son el comienzo del entendimiento. Un paso en el camino hacia un futuro mejor. No, el problema no es que se incumplan los acuerdos. El verdadero problema es que el mundo ha cambiado. Y unos cambios son buenos y otros son terribles. Mira a la Iglesia hoy: esos prelados arrogantes revestidos de seda, esos enormes monasterios, más ricos y poderosos que las fortalezas de los duques. A la Iglesia ya no le basta con tener un reino en el otro mundo, lo que quiere es reinar aquí y ahora. ¿Has visto al bulero? Ahora, por unas pocas monedas, puedes comprar el perdón de los pecados y la salvación de tu alma… Yo creía que era más difícil que un rico entrara en el Cielo que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, pero ahora sí eres rico puedes pecar y adquirir una bula para librarte de las consecuencias, y ni siquiera necesitas hacer penitencia. Que hayamos degenerado desde la Tregua de Dios a esta miseria es cosa bien triste.

—Sí, sí…

Asiento con entusiasmo porque apenas he entendido lo que ha dicho. Cuanto más entusiasmo, me digo, menos advertirá Nyneve mi estupidez. Pero mi amiga me observa con rostro pensativo. Mezcla las carras del Tarot y las extiende del revés sobre la mesa.

—Escoge una.

Me da un poco de miedo, pero obedezco. Toco un naipe y Nyneve le da la vuelta. Es una mujer vestida con extraños y suntuosos ropajes, con un bastón en la mano y un gorro en la cabeza.

—La Papisa… Cómo no —dice Nyneve.

—¿La Papisa?

—Este naipe es en honor de la Papisa Juana. Hace mucho tiempo, antes incluso de la Tregua de Dios, la Papisa reinó en el trono de San Pedro durante dos años, cinco meses y cuatro días, con el nombre de Papa Juan VIII. Juana nació en Maguncia; amaba el saber, pero, como no podía estudiar siendo mujer, se disfrazó de monje. Ya ves que este truco tuyo es una artimaña bien antigua. Viajó a Atenas en compañía de otro monje varón, y allí se educó con tanto provecho que acabó siendo célebre por sus conocimientos. Ya famosa y sabia, y siempre vestida de hombre, Juana se fue a Roma, y fue elegida Papa por unanimidad. Dicen que lo hizo bien y con prudencia. Pero se quedó embarazada de su amigo monje, y un día, en el transcurso de una solemne procesión por las calles de Roma, la Papisa se puso de parto y dio a luz delante del gentío. Imagina la escena: el trono dorado, las vestiduras de seda, toda la magnificencia del Gran Padre manchada y traicionada por la sangre humilde y la viscosa placenta de una madre. Enfurecidos por el espectáculo, los buenos cristianos de Roma arrancaron a la Papisa de su sitial, la ataron por los pies a la cola de un caballo y la lapidaron. Dicen que como recordatorio de la infamia de Juana han erigido una estatua en el lugar de los hechos. También dicen que, desde entonces, se ha instituido un curioso ritual en el nombramiento de los Papas. Antes de la coronación, el Sumo Sacerdote se sienta en una silla de mármol rojo con el asiento agujereado y el cardenal más joven le palpa los genitales por debajo de la silla y a continuación grita: «Habet!». Que quiere decir «tiene», por si no lo sabes. Y los demás prelados contestan «Deo Gratias!», supongo que sintiéndose grandemente aliviados con la noticia.

—Es una historia terrible…

—Sí, lo es. Pero también es una historia de esperanza…, ya ves que las mujeres pueden ser tan sabias o más que los hombres, y gobernar el mundo de manera juiciosa… Además, también es posible que Juana no existiera… Es posible que toda la historia sea un invento de la Iglesia para que las mujeres no nos atrevamos a intentarlo…

—¿A intentar qué?

—Ser Papas, o ser sabias, o ser poderosas… Las cosas están cambiando mucho, Leo. Hoy hay eruditas como Hildegarde de Bíngen, o reinas como Leonor… ¿Has oído hablar de ellas?

—No…

Nyneve resopla.

—Está bien. Mientras dure tu instrucción como guerrero, yo te voy a enseñar a leer y escribir… Además, no te vendrá mal para tu disfraz, porque ahora está de moda. Antes los hombres de hierro eran todos unos ignorantes, pero ahora se está extendiendo entre los caballeros la buena costumbre de aprender a leer.

Pero yo no me puedo quitar de la cabeza la historia de la Papisa.

—Nyneve…, ¿vamos a decirle al Maestro de armas que soy una mujer?

—Desde luego que sí. Estarás mucho tiempo muy cerca de él, y sin duda se daría cuenta.

—Pero entonces es posible que no quiera enseñarme a combatir…

—Lo dudo. Roland me debe favores, y, además, no está en condiciones de ponerse exigente ni de rechazar a ningún pupilo. No te preocupes de eso. Pero ahora vámonos: debe de faltar poco para que llegue la hora de completas y cerrarán las puertas de la ciudad con el toque de queda. Conozco una cueva cercana donde podemos guarecernos. No quiero pasar la noche aquí: ya nos hemos hecho demasiado célebres y me parece mejor no tentar la suerte.

—Espera, sólo una cosa más, Nyneve… Dime, he sacado la carta de la Papisa… ¿Eso qué significa?

—Es la carta de la ocultación, y también de la duplicidad. Eres tú, fingiendo ser quien no eres. Pero también es el poder y la caída, la fortuna y la desgracia. Veremos cosas maravillosas, mi Leola; pero aún no sé si acabaremos llorando.