Una nueva cicatriz deforma
y afea mi maltratado cuerpo
Una nueva cicatriz deforma y afea mi maltratado cuerpo. Nyneve ha vuelto a remendarme, rescatándome del mundo sombrío de los medio muertos. También ha recosido y curado a Fuego, que regresó a la ciudad chorreando sangre. En las lentas y vacías horas de mi convalecencia he podido reflexionar sobre el ataque: sin duda ha sido una trampa preparada por la Dama Negra y fray Angélico. Sólo Dhuoda podía saber de mi Jacques, de la casa de la higuera, de Mende: en los días felices de nuestra intimidad le conté todo.
—Recuerda que te lo advertí mientras estábamos viviendo en el castillo de la Duquesa… Te advertí que no debías confiar en ella de ese modo —gruñe Nyneve.
Está sentada junto a mí, picando la raíz de una planta medicinal. En los últimos tiempos ha ensanchado y engordado un poco. Al contrario que yo, ella siempre viste ahora de mujer. Envuelta por el amplio y abultado ruedo de sus sayas, que forman una especie de nido en torno a ella, Nyneve parece una matrona preparando el puchero del almuerzo.
—Tú también confías en ese tal León, y apenas le conocemos —digo de malhumor.
—Eso es distinto. Es decir, él es distinto.
León es el hombretón que me ayudó. Que me salvó la vida. Tengo mucho, demasiado que agradecerle, pero ya no me fío de los hombres. No entiendo por qué se arriesgó por mí; tanta generosidad me llena de suspicacia.
Es extranjero, lombardo; además, es herrero, y dice Nyneve que es un buen artesano. Se ha quedado por aquí, cosa que tampoco me complace. Ha encontrado trabajo en la fragua de Doinel y Nyneve le ha subarrendado el antiguo cuarto de los aperos, que jamás usábamos. Yo apenas le he visto: su habitación posee una entrada propia y sólo vino una vez a visitarme, cuando salí de peligro. Tiene el pelo castaño, espeso y muy corto; un cráneo muy redondo, una cabeza demasiado menuda para su cuerpo masivo. El rostro carnoso, con unos mofletes duros y abundantes; la nariz recta y recia, y una boquita pequeña y apretada, bien dibujada, como de damisela, chocante en su cara de gran bruto. Las cejas son gruesas, la frente enfurruñada y un repliegue de carne cae sobre sus duros ojos grises, tapándolos en parte. Incluso en calma parece un hombre peligroso. Da la impresión de que va a embestirte, y su manera de llevar la cabeza, un poco inclinada hacia delante entre los hombros macizos, no hace sino aumentar esa sensación. Se le ve incómodo dentro de sí mismo. Incómodo e impaciente, como si necesitara ocupar más espacio del que en realidad ocupa. Cuando habla, apenas mueve los labios. Aunque, a decir verdad, casi no habla: sólo te clava su mirada agobiante y su expresión feroz. Me pone nerviosa y no me gusta. Pero le debo la vida. Es inquietante.
—¿Sabes qué? Me he enterado de que León es un antigafe. —Dice Nyneve—. El tipo cuenta muy poco de sí mismo, pero ya voy pudiendo sonsacarle algo… Por lo visto es un don que posee, o que él cree que posee… No lo hace como oficio y no cobra por ello: sólo usa su don para ayudar… Es una noticia interesante, porque los italianos son los antigafes más famosos del mundo. León lleva consigo una pequeña jaula cubierta con un paño… La guarda en su cuarto muy celosamente. Y algo se mueve y gañe dentro de la jaula…, algo vivo y oculto. Es un hombre extraño, pero me gusta. Bien, el caso es que he pensado en Alina…, tal vez pueda hacer algo por ella. Tal vez consigamos que se destape los ojos.
Frunzo el ceño al escuchar el nombre de la falsa ciega. Durante mi convalecencia, pedí a Nyneve que se encargara de ella y le llevara comida, y mi amiga ha conseguido ganarse la confianza de la mendiga como yo no conseguí jamás. Lo cual no deja de mortificarme. Lo cierto es que la muchacha le contó su historia. Es la hija mayor de un zapatero que, viudo, volvió a casarse con otra mujer. La madrastra era joven, guapa y amable, y empezó a tener hijos, niños sanos y hermosos a los que Alina, que aún no era ciega, se encargaba de cuidar tras el destete; y todos, al pasar a manos de la adolescente, enfermaban y morían de consunción, se iban apagando lánguidamente como las hogueras en el amanecer. Tras la muerte del segundo niño, los vecinos empezaron a hablar de un aojamiento; y luego falleció el tercero con los mismos síntomas, y la madre, enloquecida, acusó a Alina. Tras ese enfrentamiento, también la madrastra enfermó y murió rápidamente. Alina, horrorizada, se convenció de que ella era la causante, que ella les embrujaba sin quererlo. Se cubrió los ojos con un paño y escapó de casa, dispuesta a penar por el mal hecho. Y así la encontré yo. Nyneve había intentado convencerla de que se destapara el rostro, pero la muchacha seguía con su venda.
—No sé, Nyneve… Creo que no me gustaría que Alina se quitara el lienzo. ¿Y si tiene razón? ¿Y si su mirada resulta fatal?
Nyneve mueve la cabeza reprobadoramente:
—Pero, Leola, ¿cómo puedes creer en esas cosas a estas alturas? El mal de ojo no existe.
De pronto me viene a la cabeza la imagen punzante de mi hermana pequeña… Ese rostro indefenso surgiendo de entre los velos del pasado, esa pobre carita consumida por la fascinación mortal, por la maldición de los que envidiaban su hermosura. Y se reaviva en mí toda la credulidad de mi antigua vida campesina.
—Pues no sé, Nyneve, pero yo he visto casos… Y lo que tampoco entiendo es que tú no creas en ello. ¿No eres una bruja? Pues las brujas hacen eso. Las brujas aojan —contesto, algo irritada.
—Te lo he explicado mil veces… Soy una bruja de conocimiento. Eso es lo que le pedí a Myrddin. Porque el conocimiento es más perdurable que los famosos conjuros perdurables. No confundas el misterio del mundo, sus fuerzas inexplicables y la inmensidad de todo lo que no sabemos, que es lo que sustenta la verdadera magia, con los trucos de baratillo de los hechiceros de feria. El mal de ojo no existe… siempre que tú creas que no existe. Pero como Alina sí cree, y está atrapada en su miedo y su fe, pienso que el herrero, que es otro crédulo, puede hacerle mucho bien. Déjales que se ayuden y se entiendan.
Le oigo salir de su cuarto, como cada tarde en torno a esta hora. Va a verse con ella, lo sé. Espero unos instantes para permitir que se adelante y luego le sigo sigilosamente. Doy la vuelta a la casa y me quedo escondida tras la última esquina. Desde aquí les veo: Alina sucia y asustadiza, agazapada entre las ruinas como un animalejo montaraz, León calmoso y grande, sentado en el suelo junto a ella. Desde que Nyneve le habló del problema de la muchacha, el herrero va todos los días a charlar un rato con la falsa ciega. Parece que la conversación se le da bien. Increíble, porque él conmigo no habla. Gastón intentaba resultar secreto y hermético, aunque sólo se quedó en embustero y traidor. En cambio León es un verdadero enigma, pese a no cultivar aires de misterio. Es más, incluso me da la sensación de que procura pasar desapercibido, como si tuviera algo que ocultar. Quiere ser invisible, cosa difícil con su envergadura.
Ahí están, charlando amigablemente. Desde aquí no los oigo: hablan muy bajo. León alarga su ancha mano, grande como un pan, y la coloca suavemente sobre la tiznada mejilla de la chica. El rostro entero de Alina cabe dentro de la palma del herrero. La muchacha se abandona ahí, se refugia en la mano del hombre como un pájaro que regresa a su nido; y León la acoge sin reservas. Lo veo. Es un gesto tan sencillo y tan hondo que me escuece un poco el corazón. Yo nunca me he confiado a un hombre con tanto abandono. O quizá nunca nadie me ha ofrecido su consuelo de ese modo. A fin de cuentas, soy un caballero. Y los caballeros no se despojan jamás de sus corazas de hierro.
No importa, que hablen, me da lo mismo. Es natural que una aojadora y un antigafe se compenetren bien. Los dos son igual de extraños, igual de ariscos. Que les aproveche su compañía: yo regreso a casa. Estoy todavía convaleciente y sigo llevando el brazo izquierdo en cabestrillo. Me exaspera la inactividad, la fácil fatiga de mis músculos aún debilitados. Me siento prisionera en mi cuerpo, en mi casa, en mi vida, en esta ciudad cercada por la guerra, en este mundo violento e implacable.
Estoy a punto de entrar en nuestra morada cuando advierto que la pequeña puerta de madera que conduce al cuarto de León se ha quedado entornada. Me detengo en el umbral, llena de dudas. Pero también aguijoneada por la curiosidad. ¿Y si aprovecho la oportunidad y me asomo un momento? Sólo voy a mirar. No tocaré nada. Y él seguirá todavía un rato con Alina y no va a enterarse. Empujo la hoja, que gime como un ánima en pena. En el pequeño cuarto se remansan las sombras: sólo dispone de un ventanuco alto y el sol ya está próximo al ocaso. Tardo cierto tiempo en acostumbrar mis ojos a la penumbra, pero al cabo empiezo a distinguir el modesto paisaje de la estancia. El suelo, de tierra apisonada, está pulcramente cubierto con paja limpia. En el rincón de la derecha está el jergón, tapado con una manta de rizada piel de oveja. También hay unos cestos de mimbre que contienen ropas, útiles, pequeñas herramientas. Y un par de taburetes de madera. Huele mucho a hollín, porque no hay chimenea. Cerca del ventanuco, sobre el suelo, un pequeño hogar construido con piedras redondeadas todavía contiene las cenizas del último fuego. Un par de calderos de hierro, cucharones, un vaso, en fin, los habituales útiles de cocina. Todo limpio y bien dispuesto. Hay otro taburete colocado dentro de un gran barreño lleno de agua; ahí encima es donde guarda la hogaza de pan y un puñado de viandas, sin duda para preservarlas de la glotonería de los ratones. De pronto, un ruido blando y muy próximo me sobresalta… A mis pies hay un bulto irregular cubierto con un paño. Un bulto del que emergen susurros y roces de algo vivo. Debe de ser la jaula a la que se refería Nyneve: me agacho y, en efecto, por debajo del lienzo puedo ver la base de los barrotes… con algo oscuro y peludo, o tal vez plumoso… o incluso escamoso… que se mueve ahí dentro.
—¡Quieto! No se os ocurra tocar eso…
La grave y pastosa voz del herrero retumba en mis oídos y detiene mi mano en el aire, esa mano culpable que, casi por sí sola, iba ya a levantar el lienzo de la jaula. Me incorporo abochornada, con el rostro encendido de vergüenza. León me contempla desde el umbral con el carnoso ceño apelotonado, más embestidor que nunca en su apariencia.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
Su voz es tan dura como el acero que los hombres martillean en la fragua de Doinel. Intento desesperadamente encontrar una excusa:
—Escuché un ruido, la puerta estaba abierta… Oh, no sé. Lo lamento, León. Creo que me venció la curiosidad. No volverá a suceder.
El herrero abre y cierra sus grandes puños con nervioso gesto: no sé si es que siente deseos de golpearme. Pero cuando vuelve a hablar, su tono se ha suavizado.
—Necesito aislamiento. Y soledad. Puede resultar extraño, pero es así. Se lo dije a Nyneve, y ella lo entendió y lo acordamos de ese modo. Pero quizá vos no lo sabíais. No he hablado con vos. Ahora os lo digo: no debéis entrar nunca jamás aquí. Jurádmelo por vuestro honor de caballero.
—Te lo juro.
León suspira. Su rotundo pecho resuena como un fuelle.
—Está bien. Ya que estáis aquí, ahora no os vayáis… Alina va a dejar que le quite la venda. Quizá podáis ayudarme.
Ahora veo a la mendiga, en efecto, medio oculta detrás del corpachón del herrero. Un puñado de harapos temblorosos.
—Cerrad la puerta, por favor. Necesitamos que haya poca luz, o sus desacostumbrados ojos quedarán heridos para siempre. Con el ventanuco bastará.
Hago lo que me dice y regreso desganadamente, en la penumbra, hacia la silueta del hombretón, una sombra más densa dentro de la sombra. León ha sentado a la chica en el suelo y se ha sentado enfrente. Palmea la paja señalándome un lugar junto a ellos y les imito, aunque no me hace muy feliz estar aquí cuando la muchacha destape sus ojos. Abrazada a sí misma, Alina se mece de atrás adelante y lloriquea:
—No quiero, no quiero… Voy a hacerte daño…
—Escucha, Alina…, escúchame bien. No puedes ver, de modo que concentra todos tus sentidos en escucharme…
La voz del herrero es oscura y serena, un resonar de bronce.
—Hace muchos siglos, en el desierto de Libia, vivía un cenobita llamado Simón el Hierático, un santo varón capaz de infligirse las mayores mortificaciones. En una ocasión prometió mantenerse de pie, en medio de la arena interminable, durante siete días con sus siete noches, sin mover un solo músculo. Cuando el sol del octavo día casi asomaba y Simón estaba a punto de culminar su penitencia, una cobra de los desiertos, venenosa y mortal, se le acercó reptando por el suelo y comenzó a dar vueltas a su alrededor. La serpiente alzó junto a él su terrible cabeza triangular, silbó como un demonio, se balanceó enseñando los letales colmillos y al cabo le trepó piernas arriba hasta enroscársele en el cuello. Y el santo Simón no hizo nada por evitarlo. Seguía sin romper su promesa y sin moverse.
Tampoco se mueve Alina: ha parado de mecerse, absorbida por las palabras del herrero. Yo también estoy cautivada, a mi pesar, por su relato. Y sorprendida por su verbo fácil y seductor, por su capacidad narrativa, inesperada en un hombre por lo general tan silencioso y parco. Sus palabras llenan la habitación y sus ojos parecen encendidos de un raro fulgor gris, similar al de esas amenazantes nubes de tormenta que, de repente, se iluminan por dentro, como sí el sol ardiera en su interior.
—Entonces la cobra apretó su frío abrazo en torno al cuello de Simón, irguió su cabeza en forma de flecha, sacó los colmillos y mordió al santo en la boca, atravesándole los labios. Y el cenobita soportó el fuego de la herida y del veneno sin siquiera estremecerse. En ese justo momento amaneció y la luz del día bañó a la serpiente; y la cobra cayó al suelo y se transformó en una criatura alada y resplandeciente. Era el arcángel San Gabriel. Y el Arcángel dijo: «Simón, mucho nos complacen tu modestia, tu valor y tu perseverancia. En premio a tus virtudes vamos a hacerte un regalo muy valioso: el Hueso Esponja. Este pequeño hueso que aquí ves viene del espinazo de la Cobra Negra, la peor de todas. Y tiene la maravillosa propiedad de que, aplicado sobre la herida producida por la mordedura de una serpiente, absorbe toda la ponzoña y la saca del cuerpo, salvando la vida de la víctima. Porque suele suceder que lo que nos daña también puede curarnos. Guarda este útil conocimiento del Hueso Esponja para ti y para todos los que vendrán después de ti; y así, los eremitas que habitarán durante siglos en este desierto honrarán tu memoria y te bendecirán». Y es verdad. Desde entonces, los cenobitas del desierto de Libia se han salvado de las mordeduras de las cobras gracias a los huesos del espinazo de otras cobras. Yo anduve por allí y me lo contaron.
León calla un momento. Mientras hablaba, ha estado gesticulando lenta y ampliamente. Cuando extendió la mano delante de él, imitando el ademán del ángel, casi me pareció ver brillar en su palma, en la penumbra, la pequeña vértebra del reptil.
—Yo soy eso, Alina. Soy como el espinazo de la Cobra Negra. Soy un Hueso Esponja del aojo. Es un don que no busqué y que no pedí. Me vino de nacimiento y lo descubrí por casualidad. No sólo soy inmune a la fascinación maligna, sino que, además, soy capaz de absorber todo el mal. Lo chupo y lo extraigo, lo extirpo por completo, lo deshago. Desaparece para siempre sin hacerme daño. Es muy fácil. Sólo tienes que quitarte la venda y mirarme a los ojos.
Alina tiembla. León le coge las manos, que son como gorriones asustados.
—Leo, ¿me haríais el favor de sacar vuestro puñal y ponerlo en el suelo, entre nosotros?
La petición del herrero me sorprende.
—Sí, claro.
Desenvaino el cuchillo y lo deposito sobre la tierra.
—No dejéis de mirarlo, por favor. No apartéis los ojos del puñal.
Hago lo que me dice y concentro toda mi atención en el arma. En realidad, me alivia poder salvaguardar mis ojos de la mirada de Alina. La hoja metálica reluce débilmente en la penumbra con un brillo lechoso. De pronto, se me antoja que el cuchillo se mueve. No es posible. Pero sí, la hoja está vibrando… ¡Y ahora ha dado un brinco! El puñal gira por sí solo sobre el suelo hasta señalar con su punta a la muchacha. Alucinada, alzo la vista y miro al herrero: acaba de quitarle la venda a la chica y ahora hunde sus ojos en los ojos de ella. Me estremezco y vuelvo a concentrarme en el puñal. Que está vibrando nuevamente y comienza a rotar sobre sí mismo. Muy poco a poco. Gira la punta del puñal describiendo un arco sobre el suelo. Desde la jaula tapada, en el silencio, nos llega un vago rebullir, un sordo jadeo. Creo que la sangre se me ha helado en las venas. El cuchillo ha cubierto media circunferencia y ahora apunta hacia León. La hoja se detiene.
—Se acabó, Alina. Estás curada. Todo ha terminado —dice el hombre con una voz muy suave.
—¿Estás seguro? —gimotea la chica.
—Leo, por favor, decidle qué habéis visto.
—Bueno, yo no sé si… Que la Virgen me ampare, pero me parece que el cuchillo primero te apuntaba a ti y luego se ha movido solo por el suelo hasta apuntar a León…
—Eso es…, el hierro señalaba la corriente de la fascinación maligna. Pasó de ti a mí y ya se ha ido. Puedes mirar sin miedo a todo el mundo…, por ejemplo, a Leo. ¿No os dará miedo que os mire, verdad, señor de Zarco?
Niego vigorosamente con la cabeza. Con mucho más vigor que tranquilidad. Pero qué remedio: habrá que fiarse de León. Alina me contempla a hurtadillas. Sin su venda no es más que una pobre muchacha como tantas, de la misma manera que mi cuchillo ahora sólo parece un vulgar cuchillo. El rostro de la mendiga se arruga en un puchero infantil y comienza a llorar:
—Yo no quería… No quería hacerles ningún daño, de verdad. Yo…, yo pensaba que mi padre ya no me amaba. Pero no les deseé la muerte, lo prometo…
—Ssshhh… —murmura el herrero—. Ya pasó todo.
León coge un paño, lo moja en el agua del barreño y comienza a limpiar la mugrienta cara de la chica. Lo hace con increíble delicadeza, pese a la dimensión de sus macizas manos. Bajo el polvo y los churretes va surgiendo un rostro blanco y delicado. Unos ojos hermosos. Es guapa, la mendiga. Y muy joven. Recupero mi cuchillo y lo guardo en el cinto.
—León, antes has dicho, o el ángel de tu historia ha dicho, que lo que nos daña también puede curarnos. Tú has curado a Alina. Me pregunto cuál es tu manera de hacer daño.
El herrero frunce el entrecejo. La luz de sus ojos grises se ha apagado. El hombre se levanta y abre la puerta. Por el hueco se cuela una mortecina claridad, el último soplo del crepúsculo. Oigo el repiqueteo de los cascos de Alado: Nyneve regresa.
—¿Podríais dar cobijo a Alina en vuestra casa durante al menos un par de días? Le llevará algún tiempo acostumbrarse a la luz… —dice León.
Se ha quedado de pie junto a la entrada, esperando con impaciencia a que nos vayamos.
—Por supuesto —contesto.
De debajo de la tapada jaula se escapa un sonido leve y ondulante. Un gemido solitario, como el de ese viento que probablemente silba, bajo la amoratada luz del atardecer, en los desolados desiertos de la lejana Libia.
—Te dije que funcionaría —comenta Nyneve con satisfacción—. Alina está curada.
No sólo está curada, sino que sigue viviendo con nosotras. Se ha quedado de ayudante o aprendiza de Nyneve; le trae hierbas del campo para sus medicinas, le ayuda a picar raíces y macerar hojas, a preparar cataplasmas y a dar friegas de aceite de eucalipto en el pecho de los que han enfermado por el mal del frío. Cuando nos mudamos de ciudad, Alina también vino. Hemos abandonado Samatan, como muchas otras personas, empujadas por el avance de los cruzados. La guerra produce estos movimientos masivos, este desesperado andar y desandar de los caminos, familias enteras acarreando sus pobres pertenencias a la espalda, los niños más grandes llevando en brazos a sus hermanos pequeños con paso tambaleante, los viejos inválidos atados al lomo de la vaca, si por suerte la tienen, o arrastrados agónicamente entre dos adultos. Y siempre el agotamiento, el hambre, la desesperanza, el miedo del enemigo que se acerca, la nostalgia de todo lo perdido, el polvo que recubre los doloridos pies.
También el herrero se vino con nosotras. En las veredas colmadas de fugitivos, el fornido León acarreó en sus brazos ancianos enfermos, niños debilitados, mujeres embarazadas. Es un hombre extraño: parece incapaz de resistirse a la llamada de socorro de alguien indefenso. En realidad yo misma salvé la vida gracias a eso. Es como uno de los penitentes que han hecho una promesa a Nuestro rey. O como uno de los impecables Caballeros de la Mesa Redonda. Sólo que León es un plebeyo, no un guerrero; y que esos caballeros excelentes son tan escasos que resultan más difíciles de hallar que la piedra filosofal que buscaba Gastón. Me pregunto por qué nos ha acompañado, por qué sigue con nosotras.
—Nyneve, ¿por qué crees que León sigue con nosotras?
Mi amiga está volviendo a pintar su hermoso trampantojo en las paredes de la nueva casa. Vivimos en el pueblo de Sarin, por vez primera en el tercer piso de un edificio de cuatro alturas. Hemos tenido que dejar los caballos, bajo pago, en un establo cercano. El herrero ocupa un cuarto para él solo: un despilfarro de espacio y de dinero, pero él insiste en mantener esa extraña y hosca soledad. De vez en cuando, al igual que sucedía en Samatan, León se encierra en su aposento y no sale en todo un día y toda una noche. A veces, en esas ocasiones, se escuchan allá dentro gemidos y golpes. Pero aunque llamemos a la puerta, nunca nos abre. Pienso en la rara criatura que esconde en esa jaula. Y pienso en todo lo que no sé de este hombre rudo y taciturno. El herrero está buscando una fragua en la que trabajar, pero aún no la ha encontrado. Yo tampoco he conseguido todavía alumnos para mis clases, de modo que empleo el tiempo en juntar palabras para mi enciclopedia. La única que ya ha empezado a ser solicitada es Nyneve la Sanadora, porque la enfermedad ablanda la bolsa de las gentes.
—Pues no lo sé… Porque somos encantadoras. En cualquier caso, me alegro. Es un hombre bueno y fuerte. Me siento mejor cuando él está por aquí.
El castillo de Avalon ha vuelto a acercarse un poco más en el nuevo dibujo. Ahora es posible ver la forma de las ventanas, e incluso intuir la fina hendidura de las troneras. Las almenas muestran con claridad su remate de cola de alondra, y encima de la puerta principal se distingue, aunque sin detalle, el bajorrelieve abigarrado de un escudo de piedra.
—¡Venid, venid! Hay que hacer algo… León… está discutiendo con un noble…
Alina ha irrumpido en la estancia sin aliento, despeinada, sofocada, con los ojos desorbitados y la frente brillante de sudor. Hermosa, muy hermosa. Por eso se ha venido con nosotras el herrero. Por eso nos ha seguido. No a nosotras. A ella. Siento un extraño pellizco en el estómago. Un sabor a sal en la boca. Pero debe de estar sucediendo algo malo, y esta tonta y aturullada Alina no sabe explicarse.
—Cálmate, ¿qué pasa? —dice Nyneve.
—Están ahí abajo, en la posada… Y el noble lo lleva atado del cuello con una cadena como sí fuera un perro…
—¿El noble lleva atado a León? —me asombro.
—¡Noooo! A un hombre muy raro… Es muy feo y no habla y tiene la cara y el cuerpo manchados, medio negros… Y el noble y los suyos se reían de él, del hombre manchado, así es que León se enfadó con ellos.
Ya empiezo a entender: de nuevo la presencia de un ser indefenso ante quien el herrero retoma su obstinado papel de paladín.
—Vayamos a ver qué ocurre —dice Nyneve.
Agarro la espada al vuelo, por si acaso, y descendemos corriendo por la estrecha y empinada escalera. Enfrente de nuestra casa, ante la posada, se está acumulando un creciente gentío: los vecinos corren hacia el barullo, atraídos por la noticia de que algo insólito sucede. Nosotras también nos acercamos y bregamos a codazos y empujones hasta llegar a la primera fila de los mirones. Y descubro a un antiguo conocido. A un tipo desnarigado y feo, vestido con sucios brocados, boina de terciopelo y pluma de faisán. Es el desagradable conde de Guines, contra quien crucé mi acero múltiples veces cuando me hacía pasar por el sobrino del señor de Ardres. ¿Qué hará por aquí, tan lejos de su tierra? Ríe el Conde, mostrando una boca muy mermada de dientes:
—Es mío, es mi juguete, me lo regalaron hace tiempo. Es una especie de animal salvaje, un pobre bruto… Es completamente sordo, no sabe hablar y, además, es un infiel. No vale gran cosa, pero no puedes comprármelo, por mucho que insistas, por la sencilla razón de que no está en venta.
Guînes está hablando, ahora lo veo, de un hombrecillo de pobres ropas y enredado pelo negro que está acurrucado junto a él. Lleva el cuello ceñido por un ancho collar de cuero con remaches de hierro, semejante a los collares de los alanos, los formidables perros de guerra. Una cadena une el collar con la mano del Conde, que da tironcitos de cuando en cuando sin que el hombre haga nada, salvo permanecer en cuclillas quieto y ensimismado, como ausente o ignorante de todo. Es un personaje muy extraño: su frente y su nariz son blancas, pero el resto visible de su piel parece pintado con unas raras marcas de tinta de color negro azulado: las mejillas, la barbilla, el cuello, los brazos y las manos, las pantorrillas y los descalzos pies. Frente al Conde, plantado en toda su carnosa solidez, León bufa y aprieta los puños, impaciente y angustiado. Veo con claridad que el herrero no sabe bien cómo salvar a la nueva víctima que la Providencia le ha puesto en el camino.
—Pero me gusta divertirme, y últimamente me aburro demasiado —dice el Conde—. Observo que eres un hombre muy robusto, de manera que te propongo un trato… Juguémonos la propiedad de este animal doméstico echando un pulso… ¿Qué opinas, grandullón?
El rostro del herrero se ilumina.
—Me parece muy bien.
León es un inocente. No sé qué trama Guînes, pero las cosas no pueden ser tan sencillas.
—Estupendo… Claro que tú eres muy fuerte, y te sería fácil ganarme, porque, además, yo ya soy un hombre mayor… Pero también soy Conde, y por lo tanto no necesito combatir por mí mismo… Mis hombres pueden hacerlo por mí. Éstas son las condiciones: tendrás que vencer los brazos de todos los hombres que vienen conmigo, uno detrás de otro… Y, si no he contado mal, son doce. ¿Estás de acuerdo?
—De acuerdo —dice el herrero.
Un rumor de satisfacción y gozo anticipado recorre la concurrencia. No hay cosa que más guste a la muchedumbre que los retos. Con hábil sentido negociante, el posadero y sus ayudantes empiezan a organizar el espacio de la confrontación. Retiran las mesas del exterior, ordenan el círculo de mirones en un amplio ruedo y colocan en medio una de las largas bancas de madera, sobre la cual tendrán que medirse el pulso los contendientes.
—¿Alguno quiere pedir algo de beber? —vocea el posadero—. Tengo una cerveza fuerte y sabrosa como lengua de mujer joven, y tan barata como trasero de vieja…
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer, León? No me fío de ese hombre… —dice Nyneve.
Pero el herrero se encoge de hombros con ese gesto tan suyo, una especie de aceptación fatídica, la asunción de lo inevitable del destino.
—A sus puestos, señores… —dice el Conde.
Los acompañantes de Guines tienen un aspecto aguerrido y algunos son considerablemente fornidos. Hay una decena de soldados, probablemente mercenarios, y un par de caballeros con armadura, sin duda vasallos del Conde. El más joven de los caballeros insiste en competir el primero. León y él se instalan a horcajadas sobre el banco, el uno cara al otro, y apoyan sus codos en el asiento ante ellos.
—¡Un momento! —chilla Guines—. Como te tengo aprecio, grandullón, voy a hacer algo por ti… Voy a darte un acicate más, una razón más para evitar perder… Poned unas puntas, ya sabéis cómo…
Sí, parece que los soldados del Conde lo saben, lo que demuestra que ésta debe de ser una diversión habitual en el castillo de Guînes. Alguien trae un balde de madera lleno de arena. Y en la arena clavan, con el culo enterrado y el afilado hierro apuntando hacia arriba, un puñado de flechas. Colocan el cubo en el suelo, junto al brazo de León. Si el herrero es vencido y su brazo doblado, las erizadas flechas se clavarán en su carne.
—¿Quieres seguir? —se burla el Conde.
—Quiero seguir —gruñe León.
Algunos de los vecinos aplauden y yo sudo de miedo. El hombrecillo de la piel manchada permanece abstraído y ajeno al tumulto y la expectación, sin duda ignorante de que se está dirimiendo su futuro.
—Que el posadero haga de juez y arbitro… Para que veáis que no quiero aprovecharme de mi condición —alardea el Conde, con una risotada que suena como un relincho.
El posadero, en efecto, se acerca anadeando a los contendientes. Tiene una pierna más corta que la otra y camina con un fuerte vaivén. Verifica que las manos están bien agarradas, que los brazos mantienen la vertical, que las posiciones son correctas.
—A la tercera señal, comenzáis —dice el cojo.
Y se pone a golpear una jarra de latón con un cucharón. Uno, dos, tres tañidos. El corro de curiosos deja escapar un grito, como un solo animal con muchas cabezas: el enfrentamiento no ha durado ni un parpadeo. Antes de que el caballero hubiera podido siquiera pensar en empujar, León ya le había tumbado el brazo sobre la banca. El joven guerrero se levanta furioso y abochornado, agarrándose la dolorida muñeca. Su lugar es ocupado por un soldado cuarentón de grandes manos y uñas renegridas, que ofrece más resistencia. Aun así, el herrero también le vence sin excesiva dificultad. Va ganando León cada uno de sus pulsos, pero a partir del séptimo o el octavo se le nota el cansancio y los enfrentamientos empiezan a ser cada vez más reñidos. Su fuerte brazo tiembla en el aire, retrocede levemente, se acerca a las afiladas puntas de las flechas para después volver a enderezarse y a recuperar el terreno perdido. Las peleas duran cada vez más, multiplicando la fatiga y alargando la angustia. Sin duda los contendientes más fuertes se han reservado para el final, para cogerle ya agotado… ¡Bien! Otro más que ha caído. El público vitorea. Los ha vencido a todos…, esto es, a todos menos al último, al caballero de más edad, un hombre casi tan alto y tan fuerte como León. Veo el rostro congestionado del herrero; se levanta un instante, da unos pasos, se frota la muñeca y sacude el brazo para intentar relajarlo: pero me parece que apenas puede mover los agarrotados dedos. Vuelve a sentarse a horcajadas en el banco y acopla su mano a la de su enemigo. Se miran. Toman aire. Suenan los tres golpes en el latón. En el completo silencio se pueden escuchar los resoplidos de esfuerzo de los contendientes. Vibran los brazos en el aire con tensión inhumana. Se amoratan los rostros de los dos hombres, y sus cuellos se hinchan con un bajorrelieve de abultadas venas. Las manos enroscadas como serpientes se mueven levemente hacia la izquierda…, hacia el triunfo de León. Pero no, que Dios nos proteja, ahora el caballero se recupera, las manos deshacen su camino, regresan a la vertical y siguen avanzando hacia el otro lado, siguen cayendo, lenta pero imparablemente, hacia las flechas. Trepidación de brazos. Rostros deformados por el denuedo y el dolor. El doble puño bifronte sigue descendiendo hacia la derrota del herrero. ¡No lo puedo soportar! Tapo mis ojos. Un anhelante suspiro de la concurrencia me hace volver a mirar entre los dedos: los dardos han empezado a arañar el antebrazo de León. Veo la sangre que gotea, las puntas de acero rasgando la carne. En cualquier momento sobrevendrá el derrumbe; impulsado por el poderoso empuje de su enemigo, el brazo rendido quedará ensartado por las flechas. Pero León no cede. Parece imposible, pero el herrero aguanta aún en esa posición dificilísima. Es más: está subiendo… Sí, eleva su puño poco a poco, ha conseguido liberarse de la mordedura del acero… Y sigue un poco más arriba, y todavía un poco más, en un lentísimo y sofocante avance hacia la verticalidad, mientras el caballero brama en su esfuerzo por no perder la ventaja, por rematar el lance y doblar el pulso de su oponente. De pronto, un crujido escalofriante, un alarido agónico, un aullido de asombro de la muchedumbre. El brazo del caballero se ha partido en dos, un poco más arriba de la muñeca. El guerrero, lívido, se pone en pie, comienza a vomitar y se desploma. Los soldados de Guînes acuden a socorrerle. Nyneve y yo nos acercamos a León, que también está pálido como un espíritu, con grandes ojeras amoratadas bajo sus ojos y un gesto de dolor crispando su boca. Se agarra el brazo con amoroso cuidado, como quien sostiene a un niño pequeño.
—¿Estás bien?
—Creo que sí.
La gente ríe y habla a voz en grito, pagan y cobran sus apuestas, corean el nombre del herrero: sin duda la mayoría estaba de parte del plebeyo León y contra el desnarigado conde de Guines. El Conde, por cierto. Me acerco a él, abriéndome paso entre el gentío.
—Rey, habéis perdido.
El noble me mira con enfadado y venenoso desdén.
—Te conozco. Eres aquel Mercader de Sangre que intentó hacerse pasar por el sobrino del señor de Ardres, que en el infierno esté… ¿Ahora eres amigo de los forzudos de feria? Una buena carrera de caballero, vive Dios…
—Rey, habéis perdido y os jugabais la libertad de este hombre.
Guînes suelta la cadena y propina un puntapié al hombrecito acuclillado a sus pies:
—Aquí lo tienes… Todo para vosotros. Se sentirá bien, siendo un animal entre animales. ¡Vámonos! Tenemos un largo viaje por delante…
El sordo ni siquiera se ha quejado de la patada. Mira expectante a su antiguo amo y hace ademán de seguirle cuando éste se da la vuelta para marcharse. Recojo la cadena del suelo y le sujeto, para evitar que se vaya; el hombre gira la cabeza y me descubre. Advierto que en un instante lo ha entendido todo, que me ve al otro lado de la trailla, que asume que yo soy su nuevo amo. Se acuclilla a mis pies. Siento un vahído de angustia.
—No, no. Levántate. Eres libre.
Me mira sin comprender. Ojos asustados y la misma expresión anhelante de los perros.
—Ven, amigo.
El vozarrón del herrero resuena a mi lado. Con la mano izquierda, porque parece tener inútil el otro brazo, León le quita el collar de cuero al hombre y luego, agarrándole por debajo de la axila, le pone en píe con suavidad.
—No tengas miedo.
No creo que el sordo pueda entenderle, pero mira a León con una cara distinta. Le mira con una especie de confianza.
Regresamos todos a casa, León llevando al tipo cogido de los hombros con la misma dulzura con que llevaría a una delicada damisela. Ya arriba, Nyneve consigue que el herrero le deje examinar su contraído brazo. Se lo frota con aceites esenciales y después se lo venda. Alina, mientras tanto, se ha puesto a preparar comida para todos. Yo no hago nada. Y el hombrecillo tampoco hace nada. Yo estoy sentada en un escabel, ahogada de confusas emociones, sintiéndome presa de un extraño cansancio, deseando dormir un sueño tan largo como la misma muerte. El hombre se encuentra de pie, arrimado contra el muro, tan quieto como uno de esos insectos que se pegan a las ramas para intentar pasar inadvertidos.
—A ver, amigo. Déjame que te examine. No tengas miedo. ¿Entiendes lo que digo?
Una vez terminada la cura de León, Nyneve se dirige al hombre manchado. El sordo contempla sus labios con extrema atención y sacude la cabeza. Sí, entiende.
—Eres libre. León ha jugado por ti y ha ganado. ¿Comprendes?
El hombre vuelve a asentir. Nyneve le examina por encima: los dientes, los ojos, los brazos y las piernas, las extrañas manchas. Le entreabre la harapienta camisa. El pecho también está pintado. Garabatos de tinta sobre una carne escuálida y lampiña. Ahora que me fijo, el hombrecillo parece tener muy poco vello.
—Yo soy Nyneve, ¿tú cómo te llamas?
El sordo se vuelve buscando algo. Se aproxima a los pigmentos de las pinturas de mi amiga, mete un dedo en un tarro de color verde y escribe torpemente sobre la pared, con penoso y titubeante trazo, una confusa palabra de siete letras.
—Fe…, no, Fi… li… ppo. ¿Te llamas Filippo? —dice Nyneve.
Sí.
—¿De dónde eres?
El sordo encoge los hombros y agita las manos en un gesto de desesperación.
—¿No sabes de dónde eres?
Más gesticulación exasperada.
—No sabes escribir. Sólo sabes escribir tu nombre…
Sí.
Nyneve suspira.
—Bueno, Filippo… Pues eres libre. Puedes marcharte cuando quieras.
El hombrecito baja la cabeza. Su manchado rostro tiembla y se arruga. Se oye una especie de gemido, Creo que está llorando.
—No te preocupes, ¡no te preocupes! Nadie te va a echar. Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras —dice León, levantándole la cara para que pueda leer de su boca.
Filippo asiente y junta las manos en un gesto de gratitud. Esas manos cubiertas de extrañas formas entintadas, de signos diminutos, de dibujos semejantes a las letras de los sarracenos o a la escritura de esas lenguas antiguas que a veces he visto en los pergaminos de las bibliotecas. También Nyneve está analizando con atención los raros tatuajes.
—Leo, por favor, tráeme mis ojos de vidrio, creo que sabes dónde están… —me pide.
Los ojos de vidrio son un extraordinario invento de mi amiga. Que se está haciendo mayor y ha perdido vista. A veces, para leer en sus polvorientos libros de recetas médicas, o para confeccionar un remedio o hacer cualquier trabajo delicado, se pone por delante de sus ojos otros ojos mecánicos, dos pedazos de vidrio abombado sujetos a una especie de corona de hierro que ha forjado León bajo sus instrucciones. A través del cristal, todo lo que se mira se ve enorme. Voy a buscar el artefacto a la alacena y se lo traigo a Nyneve, que se lo coloca en la cabeza.
—Ajajá…, lo que yo pensaba —dice con voz satisfecha, escrutando la piel de Filippo—. Es un texto en griego. Ya sabéis, es una de las lenguas antiguas. Y se diría que tiene escrito todo el cuerpo…
En efecto, las letras empiezan en línea recta en la parte alta de las mejillas, por debajo de los ojos, y siguen, por lo que se ve, desde ahí para abajo.
—¿Quién te hizo este tatuaje?
El hombre dibuja círculos en el aire con las manos y pone los ojos en blanco.
—Tengo el griego bastante abandonado, pero creo que puedo traducirlo —dice Nyneve—. Hazme el favor, quítate la ropa.
El hombrecillo obedece sin dar muestras de duda o de sorpresa, con docilidad de esclavo viejo. Se saca el desgarrado jubón, la camisa y las sucias calzas y se queda en una mansa desnudez. En efecto, no tiene un solo pelo. Impresiona ver toda su piel grabada, línea tras línea de apretados y nítidos signos, tanto por delante como por la espalda.
—Vaya. Qué sorpresa. Es un ángel —murmura Nyneve.
—¿Cómo?
—Es un eunuco. Está castrado, ¿no lo ves? Aunque Filippo es un nombre griego y significa «el que ama los caballos», nuestro amigo probablemente venga de Bizancio, donde esta amputación es habitual. Allí los llaman ángeles. Pobre hombre. Claro que la ausencia de vello permite que se vean mejor las escrituras.
Es verdad. Cierto pudor me había impedido escudriñar con detenimiento sus partes viriles, pero ahora observo bien su pobre sexo empequeñecido y mutilado. Nyneve frunce el ceño debajo de sus cristales agrandadores y se queda un buen rato estudiando el cuerpo del hombre sordo. Al cabo, sonríe.
—Me parece que ya tengo la traducción del primer párrafo… Y, además, sé lo que es. Escuchad: «El guerrero, lleno de furia, vestía la armadura forjada por Hefesto. Se puso en las piernas las grebas, ajustadas con hebillas de plata; protegió su pecho con la coraza, colgó del hombro la espada de bronce guarnecida con clavos argénteos y embrazó el pesado escudo, cuyo resplandor era semejante al resplandor de la luna. Cubrió su cabeza con el macizo yelmo que brillaba como un astro, y sobre él ondeaban las doradas y espesas crines de caballo que Hefesto colocara en la cimera. Sacó de su estuche la poderosa lanza que sólo él podía manejar, y alzándola y rugiendo como un león la agitó amenazante en el aire sobre su cabeza. Mientras tanto, los aurigas se apresuraban a uncir los caballos a los carros, sujetándolos con hermosas correas de cuero brillante; colocaron los bocados entre sus mandíbulas y tendieron las riendas hacia atrás, atándolas a la caja. El auriga Auromedonte saltó al carro con el magnífico látigo, y Aquiles, cuya armadura refulgía como el Sol, subió tras él y jaleó a los corceles con horribles gritos: "¡Janto y Balio! Cuidad de traer sano y salvo al campamento de los dánaos al que hoy os guía y no le dejéis muerto en la pelea, como a Patroclo". Janto, al que la diosa Hera dotó de voz, bajó la cabeza, haciendo que sus ondeantes crines rozaran el suelo, y respondió: "Aquiles, hoy te salvaremos, pero has de saber que ya está muy cerca el día de tu muerte"»… Sólo he leído hasta la tetilla izquierda. ¿Qué os parece?
—Es un personaje que da miedo, pero me gustaría seguir oyendo lo que le sucede. Y ese bridón que le habla… No me extraña nada. Yo también tengo en ocasiones la sensación de que Fuego me dice cosas… —contesto.
—Es la historia del gran Aquiles, un guerrero terrible e iracundo. Parece un relato actual, ¿no es verdad? Y, sin embargo, está escrito hace muchísimos años. Tantos años y tan incontables, que no sólo se han muerto todos los hombres que vivieron en aquella época, y los hijos de los hijos de esos hombres, sino también todos sus dioses. Y los dioses, os lo aseguro, son difíciles y muy lentos de matar.