Nyneve regresó ayer

Nyneve regresó ayer de Millau con una nueva inquietante:

—Las murallas de la ciudad van a ser clausuradas durante varios días. Los campesinos están claveteando las puertas y las ventanas de las casas extramuros, y han metido sus cerdos, sus vacas y sus gallinas dentro de la iglesia para protegerlos… Se espera la llegada de la Cruzada de los Niños. Son muchísimos y van arrasando todo en su camino. Se dirigen al Sureste, camino de Marsella, donde piensan embarcar hacia Tierra Santa, y me temo que pasarán cerca de nosotros.

Un pastorcillo de Vendóme de verbo iluminado empezó a predicar la Santa Cruzada hace algunos meses. Su elocuencia es grande, y su fe en la reconquista de Jerusalén es sólo comparable a su odio a los infieles. Está seguro de contar con el apoyo divino y ha conseguido arrastrar detrás de él a millares de cristianos inocentes y generosos. Algunos son adultos, hombres y mujeres, pero sobre todo van con él muchísimos niños, emocionados adolescentes que lo han dejado todo para ir en pos de la salvación eterna a los Santos Lugares. A medida que avanzan va aumentando la tropa, como arenilla que el agua va arrastrando: dicen que ya son cerca de treinta mil. Salieron de sus casas con lo puesto, abandonando el arado, la soga con la que sacaban agua del pozo, el pan quemándose en el horno; y a su paso van depredando el mundo, porque necesitan comer y beber y se creen autorizados por Dios para coger todo aquello que encuentran. Son tan devastadores como un ejército invasor y, como éste, van amparados por estandartes de cruces.

El Maestro frunció el ceño al oír la noticia:

—Está bien…, ya hemos soportado el paso de otras hordas y otras cruzadas…

—Pero esta vez son más, Roland. Muchísimos más.

—¿A cuánto están de aquí?

—A lo sumo, a un par de días.

En el entretanto, nosotros hemos seguido con nuestra vida normal. Por la mañana, a primera hora, entrenamiento con el estafermo, al que el Maestro ha colgado dos cadenas con sendas bolas de hierro en cada uno de los brazos, bolas que debo evitar, cosa que no siempre logro, cuando le embisto con mi lanza a caballo. Luego, un rato de justas con el Maestro, él montado en el bridón castaño, yo en el animal más viejo, el tordo de canosas barbas, un caballo prudente y filosófico que me mira con resignación cada vez que lo ensillo: tal vez eche de menos su juventud guerrera, la furia y el frenesí de la batalla, el olor de la sangre. Por las tardes juego a combatir a pie con Guy el Gigantón, y nos divertimos. Luego un poco de arco y, cerca ya de vísperas, las clases de lectura y escritura.

Hoy estamos leyendo la batalla final de Arturo contra su hijo Mordred. Un hijo incestuoso habido con su hermana, con quien yació ignorante del vínculo que les unía.

—Este es el gran terror de todos los nobles… Nuestros caballeros tienen la bragueta tan fácil que llenan la tierra de bastardos, y luego siempre temen caer en el incesto… —dice Nyneve.

Me pregunto cómo se las arreglará Nyneve para recibir todas las noches los jugos de Roland sin que se le abulte la cintura… Estuve sin madre desde muy pequeña y desconozco los saberes de las mujeres. Claro que Nyneve es maga, o eso dice.

—¡Venga, sigue leyendo! ¿En qué bobería estás pensando? —gruñe mi amiga.

El gran Arturo ha recibido una herida fatal y los Caballeros de la Mesa Redonda han sucumbido en una horrible carnicería: «Allí murió la hermosa juventud», dice Wace. Y a través de sus palabras yo ahora veo en verdad hermosos a esos hombres de hierro que antes tanto temía y tanto odiaba, a esos caballeros capaces de dejarse desmembrar por amor a su rey.

—No quiero que muera Arturo —digo, acongojada.

—Pero si no muere…

—Sí, míralo, ahí lo pone. Está agonizando. Su herida es mortal.

—No, tonta. Eso es lo que parece. Ya te he dicho que la verdad tiene muchas caras. Mira lo que dice aquí: «Maese Wace, que hizo este libro, no quiere decir nada más sobre su final de lo que dicen las profecías de Merlín. Merlín dijo de Arturo, y tuvo razón, que su muerte sería dudosa. Dijo verdad el profeta; desde entonces siempre se dudó, y siempre, creo yo, se dudará, si está muerto o vivo». Yo sé bien lo que sucedió con el rey, Leola. Arturo, herido, fue llevado a la isla de Avalon. Y allí sigue todavía, porque Avalon es un lugar feliz donde la muerte no penetra.

¡Avalon! En nuestro último encuentro, Jacques me habló de la existencia de esa bienaventurada isla de mujeres. Yo creía que era un cuento de juglar.

—Pero, entonces ¿Avalon es real?

—Claro que sí. Yo he estado allí, y algún día volveré. Quizá muy pronto.

El tema me fascina, pero antes de poder preguntar nada más veo con sorpresa que el Maestro está cruzando la explanada en dirección a nosotras. Lleva puesta la armadura entera, lo cual no es habitual en él salvo cuando vamos a justar. Antes de que llegue he adivinado lo que nos va a decir.

—Ya vienen. Ármate, Leo. Y coge la espada verdadera.

Corremos a prepararnos. Me pongo los guanteletes, la cofia, el almófar, el yelmo. Al empuñar mi espada, me asombra su increíble ligereza: llevaba meses sin sacarla de la vaina y estoy acostumbrada a las armas con plomo. Nyneve se ajusta el coselete de cuero endurecido que ha adquirido para su disfraz de escudero y agarra el arco y las flechas. Regresamos junto al Maestro y el Caballero Oscuro, que se encuentran en el borde de la explanada, a la vera del tocón, contemplando la vaguada que hay a sus pies. Allí, a un par de tiros de arco de distancia, vienen los cruzados, engullendo el sendero con su desparramado avance, cubriendo el estrecho valle de una ladera a la otra, envueltos en una neblina polvorienta, como un animal de treinta mil cabezas, un río de carne. Se escucha el golpeteo sordo de sus pasos, el chasquido de los matorrales que van desgajando. Su masa amedrenta y maravilla: nunca había visto antes tantas personas juntas.

Súbitamente, comienzan a cantar. Canta la muchedumbre con una sola voz, una especie de lamento ensordecedor e incomprensible.

—Son salmos en latín —dice Nyneve.

Es una música muy hermosa y muy triste, maravillosas palabras que les unen. Ya están llegando a nuestra altura; intento descubrir al pastorcillo de Vendóme, pero no consigo identificarlo entre los que marchan en cabeza. Vienen todos muy pegados unos a otros, enarbolando sucios y desgarrados estandartes con la cruz, aunque algunos tan sólo llevan simples palos con un trapo blanco atado en la punta. Ahora que me fijo, veo entre ellos unos cuantos soldados y un puñado de individuos con una traza inquietante e incluso ruin, tipos extraños de apariencia malencarada y peligrosa: tal vez sean antiguos criminales redimidos por la luz de la fe. Pero la inmensa mayoría son campesinos, lo sé, les reconozco, una muchedumbre de gentes paupérrimas, descalzas, desarrapadas, agotadas. Muchachas adolescentes que cargan niños pequeños en sus brazos, chiquillos de diez años arrastrando los pies. Casi todos los cruzados, es cierto, son muy jóvenes: apenas han rebasado la pubertad. Están cubiertos de polvo y extenuados, pero todos cantan, todos sonríen, todos parecen arder de una emoción divina. Mientras pasan por debajo, algunos nos miran y nos llaman:

—¡Venid! ¡Uníos a nosotros! ¡Por la gloria de Cristo! ¡Por la salvación de nuestras almas! ¡Por la liberación de Jerusalén!

Permanecemos impasibles mientras el río de la fe nos sobrepasa, pero mi corazón late con ellos: con su música celestial, con su unanimidad y su alegría, con su radiante y hermosa niñez. Así debe de ser Avalon, esta unión de los cuerpos y las almas, esta clara idea de lo que haces y de por qué lo haces. Y mientras tanto, ¿qué estoy haciendo yo con mi vida? ¿No debería consagrarla a Dios, al igual que ellos? La Cruzada de los Niños desaparece ya en la revuelta del camino; los últimos peregrinos se pierden bajo los árboles. La tierra ha quedado pisoteada, las matas tronchadas, el sendero borrado. Los cánticos se alejan. El mundo es un lugar vacío y sin sentido.

—Bien. Por fortuna han pasado de largo —dice el Maestro.

—Pobres desgraciados —dice Nyneve.

Sus palabras me encrespan:

—¿Por qué pobres desgraciados? ¡Son mejores, más generosos, más puros que nosotros! Lo han dejado todo por seguir a Dios.

—No, Leola, no te equivoques. Lo han dejado todo por seguir a un loco. Han abandonado todo lo que tenían, que debía de ser bien poco, por una palabra mentirosa, por una promesa de salvación y de gloria divina, como si por el mero hecho de seguir al pastorcillo tuvieran resuelta la existencia y pudieran tocar el Cielo en la Tierra. Pero nadie puede resolver tu vida por ti, y para poder tocar el Cielo antes hay que morirse. Desconfía de aquellos que poseen más respuestas que preguntas. De los que te ofrecen la salvación como quien ofrece una manzana. Nuestro destino es un misterio y quizá el sentido de la vida no sea más que la búsqueda de ese sentido.

Me ha dejado sin palabras porque no la entiendo. No sé qué contestarle y mi mudez me irrita.

—¿Tú qué crees que va a suceder con ellos, Leo? —dice el Maestro suavemente—. Jerusalén está muy lejos y no creo que lleguen. En el camino morirán muchos y pasarán grandes penalidades. Y si por desgracia llegan, ya has visto cómo son: en su mayoría, niños sin armar. ¿Qué crees que harán los sarracenos con ellos? ¿Piensas que se dejarán convencer por sus salmos latinos? Hace años ya se organizó otra gran cruzada semejante. Yo les vi pasar, como ahora vemos a éstos. Igual de emocionados y de emocionantes. En aquella ocasión la predicó un monje llamado Pedro el Ermitaño y consiguió reunir a unas diez mil personas. Pues bien, después de sufrir muchas calamidades llegaron a Asia y allí los otomanos los degollaron y descuartizaron en una sola jornada. A todos. Dicen que la sangre corría como un río.

Esto sí lo comprendo. Me embarga la tristeza, porque quiero creer a los peregrinos. Pero no me atrevo a contradecir a Nyneve y al Maestro, Lamento ser joven e ignórame y no poseer palabras suficientes; pero sobre todo lamento no saber qué pensar. Mi cabeza bulle como un caldero al fuego.

Es una noche triste. Comemos sin hablar y luego me acuesto sola en el jergón mientras Nyneve se va a la cabaña grande, Intento dormir, pero el desasosiego me aprieta las entrañas. El rey Arturo, los Caballeros de la Mesa Redonda, los peregrinos de la Cruzada de los Niños, todos ellos han entregado su vida a una causa. Incluso el Maestro vive para su hijo. Era lo que decía el señor de Ballaine: es necesario comprometerse con un fin honroso. Con algo que engrandezca nuestras pequeñas vidas. Pero yo ni siquiera soy capaz de buscar a mi Jacques. Y ni siquiera sé dónde buscarle.

He debido de dormirme, porque Nyneve ronca junto a mí y por el ventanuco ya se cuela la claridad del día. Estoy sobresaltada. Algo me ha despertado, pero no sé qué es.

—¡Abrid!

Es el Maestro: está golpeando la puerta. Me levanto atontada mientras Nyneve se despereza. Para mi sorpresa, la tranca está echada: nunca la ponemos. Tal vez Nyneve la colocó por miedo a que regresaran los peregrinos.

El gesto descompuesto del Maestro me asusta. Sus ojos color miel parecen negros y los surcos de su rostro enjuto son más hondos que nunca. Sólo viste la camisa y unos calzones.

—Guy se ha marchado. Se ha llevado mi caballo. Estoy seguro de que se ha ido detrás de los cruzados. Tengo que ir a buscarlo. Voy a prepararme.

Mientras se viste, Nyneve le llena una alforja con comida y yo le ensillo el viejo tordo. Regresa recubierto de hierro y con la espada al cinto. Su loriga es buena pero está muy gastada; algunos eslabones muestran melladuras y remiendos, las huellas de las antiguas heridas. Embutido en su armadura, con su cuerpo delgado y musculoso, el Maestro resulta un hombre imponente.

—Te esperaremos —dice Nyneve.

—Haced lo que queráis… En realidad tu instrucción ya ha terminado, Leo. Tal vez sea el momento de marcharos.

—Te esperaremos —repite Nyneve.

El Maestro cierra un momento sus ojos con pesadumbre:

—Tengo el presentimiento de que no vamos a volver a vernos… Pero quién sabe…

Se inclina un instante sobre el cuello de su caballo y roza con su dedo de hierro la mejilla de Nyneve. Y luego mete espuelas y se aleja colina abajo sin mirar atrás.

Le hemos estado esperando durante siete días. Pero esta mañana Nyneve se ha levantado con el rostro ensombrecido:

—Lo sé, no va a regresar. Es hora de que nosotras nos marchemos.

Hemos preparado unas alforjas con algunas provisiones, grasa de oveja, una lona encerada, una olla y las hierbas mágicas y curativas que Nyneve utiliza. Yo he guardado en el saco mi ropa de varón, camisa, jubón y calzas finas, y he vestido mi armadura. Nyneve se ha puesto su disfraz de escudero y ha cortado su abundante cabellera. Mientras lo hacía, descubrí con cierta inquietud que una de sus orejas está mutilada. Se las había arreglado para disimular la marca hasta ese momento.

—Tienes la oreja cortada…

—Es cierto. ¿Y qué?

—Es el castigo reservado a los ladrones.

—Te asombraría saber de cuántas maneras se puede perder una oreja, así como de cuántas maneras se puede acusar injustamente a alguien. Incluso también podría argumentarse que hay muchas maneras de robar, y que algunas están justificadas.

Una vez dicho esto, que, como suele suceder con Nyneve, es tan impreciso como si no hubiera dicho nada, mi amiga ha vuelto a cubrirse la cicatriz con sus rizos espesos. Hemos cerrado las cabañas lo mejor que hemos podido y nos hemos ido. Estamos yendo por el sendero polvoriento, por esa larga ruta que hasta hace muy poco me asustaba. Miro alrededor y respiro hondo: yo era otra, soy otra, alguien muy distinto a la indefensa Leola que llegó meses atrás a la escuela del Maestro. Ahora ni siquiera me tizno la cara para pasar más desapercibida. Ahora camino retadora, o más bien retador, dentro de mi nueva sobreveste azul, y los viandantes parecen reconocer esa diferencia que hay en mí. Me creen porque yo me creo. A mi lado, Nyneve acarrea todas las alforjas:

—Un caballero no debe llevar impedimenta.

Carga el peso con tanta facilidad que casi parecería cosa de magia, si no fuera porque su fortaleza es evidente. Con su cara ancha y sus manos cuadradas, resulta más convincente que yo como varón.

Hemos cubierto largas jornadas de camino, tranquilas y anodinas. A decir verdad, no sé hacia dónde vamos. Nyneve me dirige y yo no me atrevo a preguntar. Temo que su respuesta confirme lo que creo: que no vamos en realidad a ningún lado, que somos caballeros errantes, que hemos engrosado la variopinta marea de vagabundos que yo veía pasar, amedrentada, por delante de mi casa campesina. Atada a la tierra como estaba, siempre desconfié de esos inciertos personajes errabundos, saltimbanquis, turbulentos caballeros jóvenes, prostitutas, buleros, comerciantes, cómicos, clérigos oscuros, soldados de fortuna, frailes mendicantes, troveros, truhanes. Y ahora yo formo parte de ese río humano. Me inquieta, pero también me hace sentir una extraña ligereza que sube desde los pies al corazón. Sé que debería estar buscando a Jacques, pero esta ligereza me emborracha, igual que la áspera cerveza a la que me estoy aficionando. Pierdo la cabeza y el pasado se borra en la excitación de mi presente andarín.

Estamos entrando en Lou, un pueblo no muy grande en el que, sin embargo, reina una actividad inusitada.

Es día de feria y la plaza está repleta de vendedores. Muchos de ellos son comerciantes de armaduras, cosa sorprendente y poco usual en un villorrio de estas dimensiones.

—Estupendo. Vamos a ver si te encontramos el yelmo y el escudo —dice Nyneve.

Deambulamos entre los puestos, calibrando las piezas y preguntando precios. Todo el material que se ofrece es usado y de no excesiva calidad. Al cabo elijo un almófar y un casco que no son gran cosa, pero que resultan más ligeros y de tamaño más adecuado que los que llevo; además, el yelmo posee nariguera, lo cual contribuye a ocultar mi rostro. También he conseguido una adarga bastante buena, con la superficie abombada, como el Maestro decía. Entregamos mis piezas antiguas como parte del pago, pero aún tenemos que añadir siete sueldos.

—¿Venís al torneo? —pregunta el comerciante.

—¿Qué torneo?

—El del señor de Lou… Es la primera vez que se celebra.

Veo brillar el interés en los ojos de Nyneve y me echo a temblar: no puede ser que esté pensando en lo que creo… Pero mi amiga ya se ha lanzado a sonsacar todo tipo de información al vendedor. No, no es necesario presentar papeles heráldicos, es un torneo abierto. No, no es un combate á outrance, es decir, a sangre y con armas de verdad, sino a plaisance, con armas negras. Sí, aún estamos a tiempo de inscribirnos. Sí, podemos alquilar caballos y lanzas para la justa al fondo de la plaza, junto a la casa roja.

—Estás loca —le gruño a Nyneve mientras nos encaminamos hacia allá—. No pienso participar. Haré el ridículo.

—Te equivocas, mi Leo…, hemos tenido mucha suerte. ¡Es un torneo sin blasones! Todo torneo que se precie exige presentar documentos de nobleza, de modo que esto no es más que una pobre justa pueblerina. He estado en algunas y son lastimosas. Aunque debo reconocer que en ocasiones terminan siendo una verdadera carnicería, porque a veces se presentan los mayores bribones de la comarca y cometen todo tipo de tropelías.

Me detengo en seco. La nuca se me empapa de un sudor helado.

—Pero no te preocupes, porque por lo general son torneos de principiantes…, de burgueses tripudos que quieren jugar a caballeros y de jovenzuelos imberbes que apenas levantan la lanza del suelo. Vamos a inscribirnos: y, si veo que hay peligro para ti, nos retiramos. Puede ser un buen negocio para nosotras… Ya sabes que, además del trofeo, el vencedor se queda con las armas del vencido y, lo que aún es mejor, con su caballo.

—¿Y si pierdo? Ni siquiera tenemos bridón propio…, puede ser un desastre.

—Ya te dijo Roland que nunca hay que pensar en que se puede perder. Ganarás, estoy segura. Esto es como jugar a los dados, Leo. Siempre hay que asumir cierto riesgo en la vida. Es más divertido.

Hemos llegado al corral de las caballerías. Apenas hay media docena de animales, todos ellos añosos y cansinos. Nyneve empieza a parlamentar con el tratante. Al fondo, atada a la empalizada, hay una yegua joven y robusta.

—¿Y esa yegua? —pregunto, interrumpiendo la negociación.

El hombre arquea las cejas, sorprendido. Nyneve me fulmina con la mirada.

—Sí, en efecto, mi rey, ese animal se parece a la yegua de vuestra señora madre… —dice mi amiga.

He hecho algo mal, pero ignoro qué. No me atrevo a volver a abrir la boca y Nyneve acuerda alquilar un rucio de huesos prominentes, una silla completa con sus estribos y dos lanzas que escoge con meticuloso cuidado. Cinchamos y ensillamos al animal y monto en él, llevando una de las lanzas. Nyneve camina junto a mí cargando con la otra. En cuanto nos alejamos unos pasos se vuelve hacia mí con gesto enfadado:

—¡Qué ignorante eres, Leola! ¿No sabes que un caballero jamás montaría en una yegua? Antes se dejaría cortar las piernas con un hacha. Es el mayor baldón que puede imaginarse para un guerrero… Eso, y subirse a un carro. Casi nos has puesto en evidencia.

—Lo siento… —balbuceo.

Qué extraordinarias e incomprensibles costumbres las de los caballeros. ¿Por qué cabalgar en un mal penco fatigado, pudiendo hacerlo en una yegua bonita y briosa? ¿Es sólo a causa de su sexo? ¿Tanto nos desprecian, tanto nos aborrecen a las hembras? Miro hacia abajo, hacia mis breves senos fajados y cubiertos por el gambax y por el hierro. Miro hacia mi pecho, liso y bien erguido, como el de un varón. Si ellos supieran.