He soñado con
aquel campo de batalla…

Hoy he soñado con aquel campo de batalla lleno de cadáveres en el que robé mi primera armadura. En mi sueño, caminaba por el campo bajo el resplandor helado de la luna, y los muertos me miraban con sus cuencas vacías y rogaban: «No me robes a mí, Leola. No me quites mi cota de hierro o moriré de frío». Entonces aparecía un enorme jabalí de colmillos amarillentos y ojos tristes que me decía: «Tú y yo somos los únicos seres vivos que quedamos sobre la Tierra. Y ni siquiera pertenecemos a la misma clase de animales». Ahí me desperté, y durante unos instantes, en el duermevela, sentí la soledad más absoluta, una soledad tan vertiginosa e inacabable que dolía como una herida real en la mitad del pecho. Pero luego escuché los ronquidos de Nyneve, dormitando a mi lado; y recordé que en el otro cuarto, en la cocina, estaban Alina y Filippo; y que un poco más allá, junto al oscuro hueco de las escaleras, debía de estar durmiendo León.

Y es que ahora somos muchos. Nos hemos convertido en una tropilla de individuos raros, como esas compañías de saltimbanquis que van ganándose la vida por los pueblos y que llevan a una mujer con tres pechos, a un gigante forzudo o a un niño lobo con todo el cuerpecillo cubierto de pelo. Nyneve dice que es bruja y que vivió en la corte del rey Arturo, y tal vez sea cierto. Yo digo que soy un caballero, y es mentira. Alina decía que era ciega, sin acabar de serlo. Filippo no dice nada: carece de palabras pero, al mismo tiempo, las tiene todas escritas en su cuerpo.

Y luego está León, que es el más extraño y misterioso. Al menos para mí: porque entre ellos parecen llevarse todos bastante bien. Conmigo, sin embargo, León sigue sin intimar, y todavía utiliza, el distante tratamiento de cortesía.

Vivimos todos juntos y eso es bueno, porque el hombre no está hecho para vivir solo. Ésta debe de ser la razón por la que la gente habita en las ciudades y en casas como ésta, que, en realidad, resultan sumamente desagradables. Las estancias son pequeñísimas y están mal iluminadas y mal aireadas, los techos son bajos, las puertas tan diminutas que León tiene que agacharse y retorcerse para pasar. Además, los suelos crujen como si fueran a caerse, se escuchan los gritos y las pisadas de los vecinos y abundan los olores nauseabundos, mezclados con el tufo de los guisos más groseros. Pero, aun así, hay algo excitante en estar viviendo tres pisos por encima de la calle, en asomarse a la ventana y ver los tejados de la ciudad, en saber que estás rodeada de gente por todas partes. Somos hormigas afanosas y éste es nuestro hormiguero.

Un hormiguero esperanzado. Por primera vez en muchos años de guerra, parece que la suerte cae de nuestro lado. Los cruzados han puesto cerco a Tolosa y han fracasado; Simón de Montfort, el carnicero, ha muerto ante las murallas de la ciudad. Los territorios ocupados por las fuerzas del Papa se han levantado en armas en una heroica y masiva revuelta popular y los invasores han sido expulsados. El nuevo vizconde de Trencavel, hijo del Trencavel anterior, ha entrado victorioso en Carcasona. Puede que el fin del conflicto esté cercano; puede que la cordura acabe venciendo a la intransigencia. Nyneve está feliz.

Desde que Filippo se encarga de cocinar, cosa que hace maravillosamente bien, solemos comer juntos por la tarde. Hoy Nyneve ha traído higos, tan dulces como una fruta del Paraíso. Recuerdo la higuera de Jacques, un sabroso tesoro de mi lejana infancia. Y también la vieja higuera de nuestro patio, en Albi…, en aquella casa y aquella otra vida que aún compartía con Gastón. Pero prefiero no pensar en estas cosas. Prefiero cerrar la memoria y abrir la boca. Aquí estamos todos, callados y golosos, chupando la espesa pulpa rosada y translúcida. Los higos siempre me huelen a verano y, en efecto, el calor aprieta. Sudan mis pobres pechos, aplastados por la venda con que los disimulo. Y por la ventana entra una algarabía de pájaros, un gañido escandaloso de gatos en celo, un bullicio animal celebrando el estío. Junto a mí, León lame la blanda carne de su fruto; los labios le brillan con el almíbar del higo, esos labios firmes y bien dibujados, esa boca pequeña incrustada en sus mejillas abundantes. Y la lengua musculosa y acuciante, que arranca grumos de la carne melosa. Más arriba, los ojos, hundidos bajo el pesado pliegue de las cejas, ardiendo como inquietantes fuegos fatuos. Y el remate de su pelo, tupido y enhiesto cual crin de caballo. Incluso en reposo, como ahora, mientras mordisquea su pegajoso higo, el herrero desprende una sensación de vigor precariamente contenido, es una fuerza natural, brutal y fiera. El calor de la tarde entra abrasador por mi garganta, baja por mis pechos sudorosos, se extiende como un incendio en mis entrañas. Me pongo en pie:

—Ahora vuelvo…

Salgo corriendo de casa. Quiero llegar al mercado antes de que lo cierren, y el sol ya está bajo. Troto por las calles y los callejones, atravieso los soportales de la Plaza Mayor y al fin desemboco en la Plaza del Mercado. Ya están recogiendo algunos puestos. Voy al fondo, junto al abrevadero, donde me parece que he visto lo que busco: llevo ya varios días pensando en hacer esto. Sí, estaba en lo cierto, aquí hay unos cuantos vendedores con el material que me interesa. Picoteo de aquí y allá, agobiada de urgencias, sin negociar el precio, pagando mucho más de lo que debo. Hago un hato con todo lo adquirido y regreso a casa. Los demás siguen aún junto al hogar, conversando y jugando a las adivinanzas, pero yo paso junto a ellos y me encierro en la alcoba que comparto con Nyneve. Abro el hato mientras les escucho hablar y reír, y saco y extiendo mis modestos tesoros. ¿Quién me mandó a mí deshacerme de toda mi ropa de mujer cuando decidí volver a vestir de hombre? Obcecada por mi despecho tras la traición de Gastón, lo tiré todo. Ahora no he encontrado nada que de verdad me plazca: una camisa fina de interior, una blusa blanca demasiado basta, una saya a listas azules y amarillas que seguramente va a venirme grande. El justillo, de lino crudo, no está mal. Y también he adquirido un gracioso bonete azul y plata. Empiezo a desnudarme; libero mis pechos de su venda de cuero y me los miro: son pequeños y aniñados. Pero mi cuerpo, escrito por las cicatrices como el cuerpo de Filippo está escrito por sus tatuajes griegos, no tiene nada de intacto y juvenil. Suspiro y me visto con las ropas de mujer. Me parece que, después de todo, no me quedan tan mal. Mojo y peino mi corto cabello hacia arriba y hacia atrás, colocando el bonete en la coronilla. ¡Ah! Las arracadas… de filigrana de plata. También las he comprado en el mercado, junto con un pomo de rubor. Tengo que empujar los aros con decisión, porque los agujeros de mis orejas están casi cerrados. Abro el pomo cosmético: polvo de ladrillo mezclado con grasa de cordero purificada. Unto un poco en mis labios, y también en mis mejillas, para darles color. Contemplo el resultado en el espejo: quedaría bastante bien, si no fuera por el tono tan moreno de mi cutis. Podría empolvarme con un poco de harina, pero está en la alacena de la otra habitación. Bueno, da lo mismo. Esto es todo lo que puedo dar de mí. En realidad, ni siquiera sé por qué lo estoy haciendo. ¡Maldita sea! Se me olvidó comprar escarpines… Por fortuna, la falda es tan larga que tapa por completo mis botas viriles. En fin, vamos allá.

Agarro el picaporte, respiro hondo y abro la puerta. Y escucho que Alina está diciendo:

—Yo me sé una historia muy curiosa que me contó mi madrastra…, es la historia del rey Transparente…

Veo cómo Nyneve salta sobre la muchacha, tapándole la boca con la mano:

—¡No digas nada más!

En su urgencia, Nyneve ha tropezado con la jarra del agua, que ha caído al suelo y se ha hecho pedazos. León se pone en pie de un brinco, sobresaltado por la brusquedad del movimiento de mi amiga y por el estallido de la vasija de barro. Filippo, medroso y rápido como un animalillo, se mete debajo de la mesa.

—No digas nada —repite Nyneve, más calmada—. Voy a soltarte, pero no cuentes ni una sola palabra más sobre esa historia… Ni siquiera vuelvas a mencionar su nombre. ¿Lo has entendido?

Alina, asustada, asiente con la cabeza.

—¿Qué sucede? —pregunta el herrero con su vozarrón.

Nyneve libera a la muchacha y saca a Filippo de debajo del tablero:

—Es un relato que trae consigo las más funestas consecuencias. No me preguntéis por qué, porque no termino de explicármelo. Pero cada vez que se menciona, algo terrible sucede a quien lo narra. Creedme, es así… ¿Y a ti te contó la historia tu madrastra?

—Sí… —contesta la amedrentada Alina.

—Bueno, entonces no es de extrañar que muriera…

En este preciso instante reparan en mí: hasta ahora no habían advertido mi presencia, absorbidos como estaban por los acontecimientos. Pero ahora Nyneve se me queda contemplando con sorpresa, y los demás siguen su mirada y también me descubren. Yo continúo de pie junto a la puerta. Me observan en silencio durante un rato. Cruzo mis ojos con los ojos grises de León. Tranquilos, indescifrables.

—En realidad soy una mujer. Me llamo Leola —digo roncamente. Se lo digo a él, pues es a él a quien me dirijo.

—Ya veo —contesta el herrero, imperturbable.

La tarde está cayendo rápidamente y las primeras sombras de la noche se amontonan en las esquinas de la habitación. León bosteza y se estira. Sus anchos puños chocan con las vigas del techo. Es joven, el herrero. Por lo menos seis o siete años más joven que yo.

—Es hora de retirarse —dice a todos y a nadie—. Buenas noches.

Pasa levemente su mano por el encrespado pelo del sordo, como para despedirse o para comunicarle que se marcha, y después coge una bujía y la enciende con el rescoldo del hogar. La llama ilumina su rotundo rostro desde abajo, ¿qué palabra usa el cuento griego tatuado sobre el cuerpo de Filippo? Una estrella…, un astro. Sí: el rostro del herrero resplandece como un astro… Y así, nimbado de esa hermosa luz y de ese brillo, el poderoso León se va a su cuarto.

Fuego ha muerto.

Un cólico ha acabado con él en un par de días. Mi orgulloso bridón, mi fiero y fiel amigo. Estaba empezando a envejecer, pero todavía hubiera podido vivir bastantes años. A veces pienso que le consumía la inactividad de nuestra existencia ciudadana. Que echaba de menos el vértigo febril del campo de batalla. Era un caballo de guerra inigualable. Muerto mi hermoso Fuego, nunca volveré a tener un bridón. Mi vida de guerrero se ha acabado. Llevo casi medio año vistiendo de nuevo ropas de mujer; ya no soy un caballero y, por consiguiente, el destino, con cruel coherencia, me ha privado también de mi caballo. Siento un dolor seco, un desgarro de amputación. Algo ha terminado para siempre. Con Fuego se ha marchado mi juventud.

Llueve y hace frío. Triunfa el invierno sobre la Tierra y en el interior de los corazones. Estoy sentada junto al hogar, en nuestra oscura casa, intentando calentarme con el fuego. Por el ventanuco entra una luz grisácea y pobre, aunque aún no hemos llegado a la hora sexta. Pero las nubes, hinchadas y muy bajas, imitan la sombría tristeza del crepúsculo. Me miro las manos, que reposan inertes sobre las sayas de lana. Mis sayas de mujer, mis manos de muchacho. Con las palmas encallecidas y los dos dedos rebanados por el hacha. Manos grandes, acostumbradas a agarrar fuerte y a luchar. Manos que han palmeado cuellos de caballos. De mi llorado Fuego. Pero que no saben acariciar niños.

—Hola.

Es León. Acaba de entrar. Viene empapado por la lluvia. Se quita la manta que lleva por encima; es de lana de oveja negra, impermeable. Sacude el tejido con energía y las gotas de agua llegan hasta mí. Me estremezco: están frías. A pesar de su aire desmañado y de la dimensión de sus puños, el herrero sí sabe acariciar. Le he visto rozar a la bella Alina con gesto dulcísimo.

—Leola…

—Qué.

León está junto a mí, grandón y titubeante. Hace girar entre sus dedos un pequeño atado envuelto en cuero flexible.

—¿Qué quieres? —repito, mirándole a los ojos.

Tiene mala cara. Está pálido y su aspecto es tenso y fatigado.

—No, nada. Lo siento. Lo de Fuego. Ten, es para ti —dice abruptamente, dejando caer el paquete en mi regazo.

Es pesado, sorprendentemente pesado para su tamaño. Y también es duro. Cojo el bulto, desato las correas, abro el envoltorio.

Es un caballo.

Los ojos se me llenan de lágrimas. Ahora que soy mujer, ¿puedo permitirme llorar? ¿O tendré que pagar por ello un precio demasiado elevado? Contengo esta humedad, esta blandura, esta fragilidad. La garganta me duele y los ojos me escuecen, pero no se desbordan.

Es un hermoso caballo de hierro forjado. Un caballito inocente recortado en chapa, con el cuello arqueado, la grupa poderosa, las patas articuladas y asidas con clavos. Un vástago metálico le sujeta por la tripa a una peana. Es un trabajo primoroso.

—¿Lo has hecho tú? —pregunto estúpidamente, luchando contra la ronquera de mis emociones.

—Sí. Claro.

Carraspeo, tomo aire, intento serenarme.

—Es precioso. Muchas gracias.

Con el rabillo del ojo veo que la mano del herrero se alza en el aire, como si fuera a tocarme. Pero a medio camino la deja caer. El hombre da media vuelta, dispuesto a irse.

—¡León!

Se detiene y me mira con expresión sombría.

—Es…, es un trabajo tan delicado. Muy hermoso… León, a ti te gusta lo hermoso, ¿verdad?

Pero ¿qué le estoy diciendo? El herrero parece inquieto, tal vez desconcertado. Y yo no sé parar, no sé qué digo.

—Eres un buen artesano… Quiero decir que eres un artista… Por fuerza te tienen que gustar las cosas bellas. Las mujeres bellas como Alina…, cuerpos jóvenes, sin marcas…

León me mira con ojos desorbitados y se pasa la mano por la cara.

—Tengo que irme —dice bruscamente, dándome la espalda.

¿Qué he hecho? Estoy loca, soy necia, le he asustado, le he decepcionado con mis insensateces. Me levanto de un salto y salgo detrás de él.

—¡Espera, por favor!

Pero el herrero aprieta el paso, corre, huye de mí.

—León, por favor, lo siento, estaba diciendo tonterías…

Le alcanzo en la escalera, le agarro del brazo.

—¡Déjame en paz! ¡Suéltame! ¡Vete! —ruge el herrero con una violencia inusitada que me hiela la sangre.

Y me empuja, este energúmeno me empuja con toda su fuerza de coloso, me da un empellón que me tira de bruces, que casi me hace rodar escaleras abajo. Aún en el suelo, le veo entrar atropelladamente en su cuarto y entornar la puerta detrás de él. Escucho su berrear colérico, el retumbar de un golpe pesado, extraños y amedrentadores ruidos. No entiendo qué sucede. Me levanto y me acerco cautelosamente a la puerta entreabierta. Los incomprensibles ruidos continúan. Necesito saber qué está pasando y, al mismo tiempo, el misterio me aterra. Estiro la mano y rozo la hoja de madera. Siento miedo. Y una curiosidad punzante. Aguanto la respiración y empujo la puerta poco a poco. Y poco a poco voy viendo el horrible espectáculo. León está en el suelo con los ojos en blanco, el rostro amoratado, el cuerpo sacudido por convulsiones terribles. Sus piernas y brazos se retuercen, su espalda se arquea de manera penosa, de su boca espantosamente deformada sale una espuma amarillenta. Me recuerda a aquella mujer que quiso asesinar a Dhuoda y que murió al ponerse la capa emponzoñada. ¿Acaso se ha envenenado León? Pero no, él quería esconderse, él me ha empujado, él sabía lo que iba a suceder… y esto explica los golpes y los ruidos de las otras veces… Esos ojos en blanco, esas babas repugnantes, esa expresión perversa y demoníaca… Está poseído por el Diablo, ¡es un juguete en manos de Satanás! Me persigno, caigo de rodillas, Dios Todopoderoso, sálvanos del Maligno…

—¿Qué sucede? —dice Nyneve, apareciendo en la puerta.

—¡Está endemoniado, está endemoniado, el herrero está endemoniado!

—¡León!

Mi amiga se arroja sobre el cuerpo del herrero, intentando sujetar sus agitados miembros.

—¡Tráeme unas ramas, Leola! ¡Pequeñas!

—Está endemoniado… —repito, sin demasiada convicción.

—¡Idiota! Haz lo que te digo, ¡corre!

Corro. Traigo un puñado de ramas de la otra habitación.

—¡Ayúdame! Hay que sacarle la lengua, para que no se la trague y no se ahogue… Y ahora le metemos esta rama entre los dientes… Así… ¡Procura cogerle las piernas! Que no se golpee… Yo intentaré protegerle el cuerpo y la cabeza…

Peleamos con él durante un rato: es un esfuerzo sobrehumano, porque León es un hombre muy vigoroso y su extraño ataque parece haber multiplicado su energía. Sudamos, jadeamos y recibimos algún que otro manotazo y rodillazo. Por fortuna, las convulsiones remiten pronto. Ahora el cuerpo de León está exangüe e inmóvil sobre el suelo.

—¿Está muerto? —susurro.

—No… —resopla Nyneve—. No, sólo está exhausto. Como yo…

—¿Qué… qué le ha sucedido?

Nyneve me mira frunciendo el ceño:

—¿Qué era esa tontería que decías? El Diablo no tiene nada que ver con esto… Es una enfermedad del cuerpo. Una enfermedad muy extraña y muy antigua… Julio César, aquel caudillo de los romanos, también la tenía… Lo llaman el Gran Mal. Y no conozco para ello ninguna cura. No se puede hacer nada, salvo ayudarles para que no se dañen mientras sufren el ataque.

Pobre León. Un Gran Mal para su cuerpo grande.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —pregunto.

—Nada. Dejémosle descansar.

Nyneve saca con cuidado la rama de la boca de León. Luego se levanta, coge la manta de borrego del camastro y la echa por encima del cuerpo inerte.

—Vámonos.

—No… Yo me quedo aquí un rato… por si nos necesita.

Nyneve se marcha y yo contemplo el pálido y desencajado rostro del herrero. Está tan indefenso y se le ve tan frágil, así, desmayado, con la huella del reciente sufrimiento marcada aún en la cara. De modo que era eso. Está enfermo. Me levanto, mojo el ruedo de mi falda con el agua del cántaro y limpio con cuidado las comisuras de su boca, manchadas de una telaraña de babas secas. Le lavo de la misma manera que él lavó el rostro de Alina, cuando le quitó la venda. Como quien lava a un niño. Siento que las lágrimas vuelven a asomarse al borde de mis párpados y esta vez no me contengo: él está inconsciente, yo estoy sola, nadie puede verme, nadie va a enterarse de esta debilidad. Lloro y las lágrimas, al caer, cosquillean sobre mis mejillas. Lloro y descubro que llorar es placentero.