Me despierto de golpe…

Me despierto de golpe, sobresaltada, con la sensación de estar a punto de perder el equilibrio. Abro los ojos y compruebo que Gastón no está. De nuestros compañeros de cuarto sólo queda el mercader sin dientes, que trastea entre sus bártulos apenas cubierto por una sucia camisa. Sus piernas enclenques están deformadas por oscuros manojos de anudadas venas.

—No es normal, en esta época del año… Tal parecería un castigo de Dios —farfulla el viejo para sí con gesto preocupado.

Advierto ahora que por el ventanuco se cuela una luz extraña, débil y pastosa, más parecida a la del atardecer que a la de la mañana. Salto del lecho rascándome las ronchas, presintiendo que algo no va bien. Miro por la ventana y no veo nada. Me froto los ojos y vuelvo a mirar. Es como estar ciego.

—Hay una niebla terrible —dice Nyneve, entrando en el cuarto ya vestida—. Creo que nunca había visto algo parecido.

Recogemos nuestras cosas, pagamos la cuenta a la muchacha de la cicatriz y salimos en busca de los caballos. El mundo se acaba en la misma puerta de la posada. Ni siquiera somos capaces de ver el establo, de modo que tenemos que avanzar pegadas a la tapia para poder encontrarlo. Nyneve ya ha dejado preparados a los animales; a los dos bridones, el tordo Alado y mi hermoso alazán Fuego, y al palafrén castaño de paseo, Alegre. Al entrar en la cuadra, advertimos que los caballos están muy inquietos; incluso Alegre, siempre tan manso, tironea del ronzal con nerviosismo.

—Buenos días, mi rey…

Doy un respingo. En la puerta del establo ha aparecido el bandido de anoche, salido de la niebla como de la nada: su corpachón robusto se recorta contra la blancura vaporosa del exterior. Sonríe torcidamente enseñando unos dientes grandes y amarillos semejantes a los de las cabras. Miro a Nyneve, que se ha quedado rígida, y doy un paso hacia atrás, para que las sombras del altillo caigan sobre mi rostro.

—Mi rey, no sé si sabes quién es tu escudero… A lo mejor te interesa saber lo que yo sé, y a lo mejor hasta dispones de alguna moneda con la que premiar mis confidencias…

No digo nada. El rufián, que sigue parado en el umbral, achina los ojos e intenta escrutar mi expresión en la penumbra.

—Escucha, mi rey… Ni siquiera es un hombre… Es una mujer, una maldita furcia… Y ándate con cuidado, porque, además, es una ladrona. La última vez que la vi le estaban rebanando la oreja por haberle robado la bolsa a un comerciante.

Pienso con rapidez. Puedo sacar la espada y hacerle tragar sus sucias palabras. Pero Nyneve no contesta, no se mueve. Nyneve ha escogido el silencio. En mis años de Mercader de Sangre he aprendido a conocer bien el peso y el valor de la violencia. Las incalculables consecuencias de cada mínimo gesto. Intento anticipar las intenciones del bellaco, como antaño intentaba adivinar los movimientos de Dhuoda en el ajedrez. Los compinches con los que andaba anoche deben de rondar por aquí cerca: estoy segura de que este fornido canalla no está solo. Y de que su ambición no se saciará con unas pocas monedas. Escojo no hacer nada, salvo si se me obliga. No muevo un solo músculo: sé que una quietud impenetrable desorienta al adversario y a veces incluso atemoriza. Respiramos y callamos, convertidos los tres en estatuas de sal. Al cabo, el hombre se rinde:

—Está bien… No hace falta que me pagues nada… Te regalo la información. Aunque me parece que ya la conocías. Y puedes quedarte con la furcia… Yo me aburrí de ella hace ya mucho tiempo, y, además, tengo por aquí zorras mejores.

Escupe en el suelo, despectivo, y desaparece en la espesa bruma. Miro a mi amiga, que frunce el ceño y evita mi mirada. Me siento cohibida. Sí, Nyneve ha escogido el silencio, y es un silencio embarazoso.

—Vámonos. Salgamos ya a caballo, por sí acaso —le digo.

Montamos todavía dentro de la cuadra. Tendremos que agacharnos al pasar por la puerta, pero nuestros bridones nos conceden ventaja frente a unos posibles asaltantes a pie. Antes de partir, me calo el yelmo y descuelgo del cinto el hacha de guerra. Abandonamos el establo al paso e inmediatamente quedamos sumergidas en el aire gris e impenetrable. La tensión me endurece las espaldas: es un día muy malo para tener un encontronazo con rufianes. Aunque piensa con calma, Leola: en realidad estáis en las mismas circunstancias, tú no ves pero ellos tampoco. Respiro hondo. El miedo siempre es el peor enemigo, como decía mi Maestro.

Nos ponemos en camino desalentadas y mudas. Nyneve avanza taciturna, claramente abstraída en sus pensamientos. Yo continúo inquieta y en estado de alerta durante largo rato, hasta que el monótono paso de las horas me convence de que ya no tenemos que recelar una emboscada. Ahora que he dejado de temer por nuestra seguridad, me preocupa más el estado de ánimo de mi amiga. Todavía estoy intentando comprender lo que ha pasado. No sólo las palabras del rufián, sino la actitud de Nyneve. Llevamos diez años juntas y, en realidad, no sé quién es ni de dónde viene, más allá de sus imprecisos relatos sobre el rey Arturo. Pero en este tiempo he aprendido a respetarla y a admirarla. He aprendido a quererla. Si ella dice que es una bruja de conocimiento, no hay nada más que hablar. Eso es lo que es. Confío en ella. Y, además, es verdad que conoce infinidad de cosas.

La niebla es un manto frío pegado a nuestros hombros, una venda humedecida que nos ciega. Vamos muy despacio, titubeando mucho, temiendo salimos del sendero. Los caballos piafan y cabecean y de cuando en cuando se sobresaltan, al igual que nosotras, por la aparición repentina de un arbusto, que emerge borrosamente de la nada. El aire huele a lana mojada y el silencio es espectral. Cuando pasamos lo suficientemente cerca de un árbol como para atisbar su forma entre el celaje gris, distinguimos a los pájaros posados en las ramas, quietos y empapados, con las cabecitas tristemente hundidas entre las plumas, como si estuvieran esperando el fin del mundo.

—Verdaderamente parece el día del Juicio Final —dice Nyneve, malhumorada—. Y tus oraciones no mejoran ni la niebla ni mi ánimo.

Llevo un buen rato rezando Padrenuestros en voz alta, porque la ausencia de ruidos y la vaciedad del mundo me tienen encogido el corazón. Pero hago un esfuerzo y me callo, para no aumentar la irritación de mi amiga. Los cascos de nuestros animales resuenan extrañamente apagados, como si llevaran las patas envueltas en trapos. La humedad ha ido colándose entre los eslabones de mi armadura y estoy empapada y tengo frío. La niebla marea y debilita el alma. El purgatorio debe de ser un lugar parecido.

—Me extraña que no haya levantado en todo el día… Es una niebla rara. Incluso podría ser una niebla mágica, si no fuera porque ya no quedan brujos capaces de hacer esto —gruñe Nyneve.

Me alivia comprobar que mi amiga va recuperando la normalidad y la palabra.

—Eh, Nyneve, hablando de brujos, ¿por qué crees que Myrddin se inventó lo de Viviana? Toda esa historia tan complicada de la gruta y del encierro… ¿Por qué te odiaba tanto para dejarte tan mal en su relato?

—Es fácil de entender. ¿Por qué crees que un viejo rijoso puede idear algo así? Esa historia tan conmovedora del anciano hechicero que pierde la cabeza por una muchachita, a quien enseña todos sus saberes mágicos, incluso los terribles conjuros perdurables, y que construye una lujosa cueva llena de tesoros para vivir con ella… Justamente la cueva donde la traidora le sepulta… ¿Por qué crees que se le ocurrió?

—No sé. ¿Por qué?

—Los cuentos son como los sueños. Nos hablan de nuestras vidas con imágenes oscuras que mezclan vislumbres del mundo real, como cuando te contemplas en el espejo de un lago y en la superficie del agua ves reflejada tu cara, pero también puedes ver, al mismo tiempo, el pez que ha subido a boquear. Ni Myrddin construyó la cueva ni yo le encerré dentro de una montaña. Pero hay algo de verdad en todo ello, porque él sí que quería atraparme en su cariño. Quería enterrar mi juventud en ese oscuro subterráneo de su amor de viejo. Por eso me marché. Con él me asfixiaba.

Cabalgamos un buen trecho sin añadir palabra sintiendo el opresivo aliento de la niebla.

—Te voy a contar una historia. Un hecho curioso —dice Nyneve.

Estiro las orejas.

—Hace mucho tiempo, allá por la Bretaña, conocí a un caballero cuya mujer murió de parto mientras daba a luz a una niña. El caballero amaba a su mujer y quedó deshecho. Ni siquiera quiso conocer a la pequeña, que creció sana y fuerte criada por un ama. La niña tendría tres o cuatro años cuando un día fue vista por casualidad por un afamado mago que pasaba por allí camino de la corte. El mago detuvo su caballo, desmontó y estudió a la pequeña. «Es el caso más claro de potencia mágica que jamás he visto», dictaminó. Y llamó a sus amigos y a otros magos, a sabios y eruditos de todo el país. Y todos llegaban, observaban a la niña y decían: «Es el caso más claro de poderes sobrenaturales que hemos visto. Será una gran bruja blanca, su vida será célebre y hará grandes prodigios». Llegó a tanto la fama de la pequeña que el padre se decidió al fin a conocerla. Y cuando vio a su hija, pensó: «Es cierto, tiene poderes». Y se dijo que tal vez la muerte de su mujer hubiera servido para algo, y que algún día toda aquella potencia florecería.

Nyneve calla. Los cascos de los caballos golpean sordamente la tierra reblandecida por la bruma.

—¿Y qué sucedió con la niña? —le pregunto, impaciente.

Mi amiga frunce el ceño:

—Ah. Sucedió algo muy inesperado.

Nuevo silencio.

—¿Qué? —insisto.

—Nada —dice Nyneve—. Eso es lo sorprendente. Que no pasó absolutamente nada.

Miro a mi amiga, a la espera de más explicaciones. Pero Nyneve parece haber dado por terminada la conversación e incluso aprieta un poco el paso y se adelanta. Durante un buen rato avanzo contemplando sus anchas espaldas. En la grisura del mundo sólo existe ella. De pronto, se detiene y señala hacía el suelo:

—Fíjate, Leo…, eso que hay ahí es estiércol reciente y por aquí la vereda parece más hollada. Ya no debe de quedar mucho para el atardecer y, si no nos hemos equivocado de camino, debemos de estar cerca del pueblo de Borne. Busquemos un lugar donde pasar la noche. Estoy muerta de hambre y tengo mojado hasta el esqueleto.

Es cierto, debemos de estar llegando a un pueblo. Se oyen voces lejanas y, entre las veladuras cada vez más oscuras de la niebla, se transparenta una sombra grande y el parpadeo confuso de una luz.

—Allí hay una casa…

En efecto, es una casa. Mejor aún, es una posada. No…, ¡es la posada del cruce! La misma en la que hemos pasado la noche. ¡Hemos estado dando vueltas todo el día para regresar al mismo lugar! Desmontamos, atónitas, y nos asomamos al interior: la misma estancia ruidosa y repleta de gente, el mismo fuego humeante. La muchacha de la cara quemada pasa muy atareada junto a nosotras llevando una gran fuente de comida. La llamamos; sí, todavía le queda un lecho que ofrecernos. Mientras nos habla, miro a la posadera con inquietud: ese ojo lacerado, esa brillante y tensa cicatriz, ¿no se encontraban ayer en el otro lado de la cara de la mujer? La quemadura que le deforma el rostro, ¿no ha cambiado de lugar? Me mareo, siento vértigos, el corazón echa a correr dentro de mi pecho, tengo que apoyar una mano en el muro.

—¿Qué te sucede? —pregunta Nyneve.

—La…, es una locura pero… La cicatriz de la posadera, ¿no la tenía en el otro lado?

Nyneve frunce el ceño.

—No sé… No lo recuerdo. No te pongas nerviosa. Es la niebla, que se mete en la cabeza y hace ver cosas raras.

Dejamos a los caballos en el establo y regresamos a cenar. Y volvemos a instalarnos en el mismo rincón de ayer. Miro a mi alrededor; a lo lejos, en otra mesa, veo a Evervin, el preboste de Steinfeld. Y junto a mí, en el lugar que ocupaba Gastón, hay otro viejo mercader, casi tan desdentado como el de anoche, que rumia bolitas de pan mojadas en la salsa del asado. Es como si el Demonio nos hubiera robado un día entero.

—Veo que habéis decidido quedaros hasta que la niebla se levante —dice una voz.

Es Gastón. Está de pie junto a mí. Estirado, alto y recto. Gastón el buen mozo y no el chepudo. Me aprieto contra Nyneve para dejarle sitio.

—A decir verdad, nos hemos perdido. Hemos caminado durante todo el día y al atardecer nos hemos descubierto otra vez aquí.

—¡Qué extraño! Es lo mismo que me ha sucedido a mí. Creí que yo era el único imbécil.

Sonríe y la estancia se ilumina. Hasta la quemadura de la posadera parece recolocarse en su lugar. Pero un pequeño pensamiento se hinca en mi cabeza y me incomoda. Oteo toda la sala, escrutando el rostro de cada uno de los comensales, para ver si también se encuentra por aquí el rufián de la sonrisa caprina. Y compruebo que no. Cruzo una mirada de alivio con Nyneve. Algo parecido a la alegría se me sube a los labios y al corazón. Y bendigo la niebla que nos ha hecho confundir nuestro camino.

—De manera que sois un estudioso de la filosofía hermética —dice mi amiga.

—¿Acaso vos también sois un iniciado? —responde Gastón con una punzante mirada de interés.

—Desde luego que no… Detesto toda esa palabrería sin sentido.

Gastón sonríe displicente:

—Mi querido señor… Tiene sentido, y mucho, para los filósofos. Tiene el sentido más hondo y absoluto, pues trata del espíritu universal, que está en todas las cosas. Pues ya se sabe que Uno es el Todo, y de éste, el Todo, y si no contiene el Todo, el Todo no es Nada.

—Exacto, a esa palabrería me refería —dice Nyneve—. Cuando los sabios necesitan protegerse con palabras que nadie más que ellos entienden, no aspiran a la sabiduría, sino al poder, y a un poder que utilizan contra los demás mortales. Ya te dije, Leo, que la pérdida del sentido de las palabras era el comienzo de todos los males. Los alquimistas, con vuestros juegos secretos, estáis haciéndole un flaco favor a la verdad.

—Pero ¿de qué verdad me habláis, señor? La verdad más profunda está oculta en la esencia de las cosas y sólo puede ser indagada ocultamente. La verdad sube de la Tierra al Cielo y desde el Cielo vuelve a bajar a la Tierra. Y todos los elementos se unen en uno que está dividido en dos.

—Por los clavos de Cristo, no seáis tan tedioso.

—Pero ¿qué es eso de la Gaya Ciencia y de la alquimia? Me temo que yo lo ignoro todo… —intervengo apresuradamente.

—Hay un antiguo libro egipcio que fue traducido al griego, y del griego al latín, que se llama la Tabla de la Esmeralda, porque dicen que el original estaba grabado sobre la esmeralda que cayó de la frente de Lucifer el día de su gran derrota —explica Nyneve—. Este libro fue escrito por Hermes Trimegisto y está lleno de frases confusas semejantes a las que dice nuestro amigo… Los seguidores de Hermes piensan que todas las cosas pueden ser reducidas a una misma sustancia, a un espíritu universal, que es el principio mismo de la vida; y la Tabla de la Esmeralda explica cómo puede obtenerse esa quintaesencia, que ellos llaman piedra filosofal, y que, supuestamente, te da la vida eterna. Para conseguir extraer esa gota sustancial de las cosas, los alquimistas se dedican a unos manejos harto complicados, con crisoles y fuego, con retortas y hervores. Todo muy fastidioso. Y, que yo sepa, nadie ha encontrado jamás la dichosa piedra.

Gastón ha estado removiéndose inquieto sobre el banco durante todo el discurso de Nyneve. Ahora interviene, enarcando con altivez sus cejas picudas:

—Ciertamente sabéis muy poco. Y lo poco que sabéis, lo contáis sin la menor prudencia, pues sin duda conocéis que todos estos pormenores no deben divulgarse. —Ah, sí, claro… El famoso secreto de los herméticos… Por cierto, se me había olvidado decirte, Leo, que la piedra filosofal transmuta el plomo en oro, y que ése es el gran logro que todos persiguen, aún con más ahínco que la sabiduría o la vida eterna. Gastón está furioso:

—Seguid así, señor, reíros de lo que no sabéis, ésa es la actitud de los ignorantes. Pero debo deciros que grandes y afamados hombres son hermanos herméticos, como Francisco de Asís, el monje fundador de la orden mendicante, de quien habréis sin duda oído contar que entiende el lenguaje de los pájaros… Lo cual quiere decir que es alquimista, porque la Gaya Ciencia también es conocida como la Lengua de los Pájaros. Y, en cuanto al oro, tomad, mi señor Leo, aceptad este humilde regalo de vuestro amigo… Gastón saca una pequeña bolsa de cuero de su cinco y extrae media docena de discos metálicos, de forma y tamaño semejante a monedas. La mitad son de plomo; los otros son exactamente iguales, pero de oro. Aparta una de las piezas doradas y me la da.

—Es una moneda filosófica. La he creado yo mismo, a partir de un fragmento de plomo como éstos. Podéis quedárosla, en prueba de mi afecto. Y ahora debo retirarme; me temo que esta tediosa conversación me ha fatigado demasiado.

Y, en efecto, se pone en pie y se va. Con la moneda de oro aún apretada dentro del puño, me vuelvo hacia mi amiga:

—Nyneve…

Me contengo y no añado más. Aunque podría. Nyneve alza la palma de las manos en un gesto apaciguador:

—De acuerdo, quizá me he excedido…

Me levanto y abandono la sala. Qué impertinente es Nyneve a veces. ¿Por qué ha tenido que discutir con el alquimista? En cuanto a él, qué susceptibilidad tan extremada. ¿Qué necesidad tenía de marcharse? El malhumor y la decepción han llenado mi cuerpo de un inquieto hormigueo. Quisiera correr, gritar, luchar, sacar toda esta tensión fuera de mí. Salgo de la posada y la noche está blanquecina y sucia, embebida de niebla. Escucho tronar el pequeño arroyo que corre a las espaldas de la posada. Agarro uno de los hachones de la puerta y me dirijo hacia allí, a tientas, dando resbalones en la hierba mojada, dejándome guiar por el canto del agua, Al fin llego al riachuelo: aparece entre la bruma y se pierde en ella, y ni siquiera puede verse la otra orilla. Hace bastante frío, pero decido bañarme: creo que el agua helada serenará mi fiebre. Coloco la antorcha entre unas piedras, me desnudo con premura y entro en la corriente. El agua sólo cubre un palmo por encima del tobillo, y está tan gélida que los pies duelen. Me agacho y, usando el cuenco de mis manos, salpico todo mi cuerpo. Casi grito. No lo soporto más: salgo a toda prisa y me dirijo a mis ropas, Estoy recogiendo las calzas cuando siento una presencia a mi espalda. Una mirada. Se me erizan los vellos de la nuca. Todavía desnuda, cojo la espada y me vuelvo. Mis ojos se estrellan en el ciego velo de la niebla. No veo nada. El miedo me hace jadear. De pronto, entre la bruma, me parece distinguir el impreciso contorno de un rostro. El rostro de Gastón. Doy un paso hacia delante y la cara se difumina: es una rama. Me quedo quieta y en alerta durante algún tiempo, pero no advierto nada raro. Vuelvo a vestirme. Ahora el cuerpo me hormiguea con un calor gozoso, como si estuviera despertando tras un sueño de siglos. Si de verdad era Gastón, el alquimista al menos ha conseguido una transmutación: ha trocado un hombre de hierro en una doncella.