28 - Esa cosa llamada amor

Llevaba unas horas en Roma, cuando Massimo escuchó el mensaje por cuarta vez. Martina se lo había dejado en el buzón de voz del teléfono móvil esa misma mañana.

«Te pido por favor que no borres esta mensaje y que lo escuches hasta el final. Confío en tu palabra de que me esperarás, porque yo te necesito en mi vida y me niego a perderte. No me siento menos mujer porque mi vientre sea estéril, pero quiero que me digas muchas veces que te vuelve loco mi pelo, cuánto te gusto, que bailo mejor que ninguna y lo bonita que soy, porque me siento única solo si me lo dices tú».

«Me niego a perder a Iris porque se ha metido en mi corazón y no va a salir nunca de él. Y aunque no quieras reconocerlo, yo sé que tú también me necesitas. Necesitas una mujer que sepa que no eres perfecto, que reconozca tus virtudes y tus defectos, y que, por muchos errores que cometas, te quiera cada día un poco más. Y esa mujer soy yo. Te amo, mi héroe imperfecto. Aunque te equivoques mil veces, te amaré siempre».

Llegado ese punto, Massimo cerró los ojos.

—No sé si merezco que me quieras tanto —murmuró.

Y continuó escuchando la voz de Martina.

«Tal como me dijiste, he aprendido a quererme y pienso en mí hasta el punto de ser egoísta. Sí, Massimo, soy muy egoísta en lo que se refiere a ti. Te quiero a mi lado en lo bueno y en lo malo. Cuando esté triste, y también cuando esté enfadada y cuando esté contenta y cuando no tenga ganas de hablar. Quiero despertar cada mañana y mirarme en el azul infinito de tus ojos como un cielo bordado de estrellas. Me da igual que suene empalagoso pero lo oí en una canción que cada vez que la escucho hace que me acuerde de ti, de un disco de vinilo del festival de San Remo, que guarda mi abuelo de cuando mi padre aún no había nacido».

Por cuarta vez, Massimo volvió a sonreír al escuchar esa parte.

«Quiero una vida llena de color, Massimo; verde como los cipreses, amarilla como los girasoles, celeste, terracota, naranja luminoso, carmín y… No me resigno a vivir en ese gris que lo nubla todo cuando no estoy contigo. Quiero darle a Iris todo el amor que daría a esos hijos que nunca podré tener. Quiero que me dejes amarte sin distancias que nos separen. Quiero el amor de tu familia, porque yo los quiero a ellos y porque me lo merezco a cambio del que me ha faltado durante muchos años. Tu padre te decía que para volar no hacen falta alas, son ganas lo que se necesita. A mí me sobran las alas, si te tengo conmigo. Para ser feliz solo necesito que esperes mi regreso. He decidido dejar Grossetto cuando se me acabe la beca y buscar trabajo en Roma, cerca de ti y de Iris. Espérame en Roma. Quiero que volvamos a la Toscana, muchas veces, siempre juntos los tres, y que nunca dejes de llevarme de la mano hasta ese lugar donde las hojas son de un centenar de colores y el viento susurra mi nombre».

Después de un segundo de silencio, Massimo ya sabía que Martina diría, como era costumbre en ella, la última palabra.

«Y ahora, ya puedes borrar el mensaje».

Pero no lo hizo. Pulsó la pantalla del móvil y se lo acercó a la oreja para escucharlo por quinta vez.

***

Como Rita le había dicho que Massimo estaba en Roma para ultimar los detalles antes de dejar su casa, Martina fue a verlo a pesar de que se había jurado no hacerlo mientras no recibiera respuesta a su mensaje. Ella, por su parte, también debía recoger lo poco que le quedaba en el apartamento antes de marchar definitivamente a Grossetto. En una semana debía incorporarse a su puesto de trabajo y no quería andar yendo y viniendo a Roma con viajes innecesarios.

Llegó a vía Regina Margherita, el cartel en el balcón que anunciaba el apartamento en alquiler, confirmó las peores sospechas de Martina: su mensaje no había causado efecto alguno en él y Massimo continuaba adelante con su decisión de abandonar las fuerzas aéreas. De no ser así, no dejaría el apartamento. Tocó el timbre repetidas veces pero no había nadie en casa. Le mandó un WhatsApp preguntándole donde estaba y un segundo después recibía su respuesta diciéndole que había bajado al supermercado a hacer unas compras. No hizo falta que le diera la dirección, Martina dio la vuelta a la manzana y entró en el Super Élite que ya conocía de la semana que estuvo viviendo allí al cuidado de Iris.

Lo encontró en el pasillo de los pañales.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

Él le levantó la barbilla y le dio un suave beso en los labios.

—Ya lo ves, de compras. ¿Verdad, cosa bonita? —dijo a la pequeña que iba sentada dentro del carro—. ¿A que es muy divertido llenar el carro con papá?

En cuanto vio a Martina, Iris levantó los bracitos y se puso a parlotear para que la cogiera en brazos. Ella la sacó de allí de inmediato y le besuqueó la mejilla con mucho ruido para hacerla reír. Massimo empujó el carro pasillo adelante, Martina lo siguió con la niña en brazos hasta que paró y se puso a remirar los paquetes de pañales en la estantería.

—¿No escuchaste mi mensaje?

Massimo giró la cabeza y la miró directamente a los ojos.

—¿Tú que crees?

Ella le sostuvo la mirada sin saber qué pensar. Pero él retornó la atención a los pañales y giró con un paquete distinto en cada mano.

—¿Estos o estos? No sé cuales son mejores, me hago un lío con tantas marcas y tallas.

Martina cogió el que llevaba en la mano izquierda y lo lanzó al carro, empezando a perder la paciencia.

—He visto que tu apartamento se alquila. —Massimo no respondió—. Eso significa que vuelves a Civitella y que sigues empeñado en abandonar el ejército.

—Deja de preocuparte tanto, que sé lo que me hago.

Iris jugueteaba con sus rizos y Martina tuvo que sujetarle la manita porque le dio un estirón de pelo. La pequeña estaba para comérsela, Massimo la había vestido con un conjunto en color morado y blanco. Hasta llevaba unas diminutas zapatillas Converse a juego. Jamás habría imaginado que tuviera tanto acierto para vestirla. A Martina le dio la impresión de que Massimo se las apañaba muy bien sin ella.

—No puedo evitar preocuparme —murmuró caminando a su lado por el pasillo.

Massimo paró de nuevo y cogió dos paquetes de toallitas húmedas y los echó dentro del carro.

—¿Sigues sin confiar en mí?

—¡Claro que confío en ti!

—¿Seguro?

—Seguro.

Aunque no estaba en absoluto segura de que Massimo estuviera haciendo lo mejor para él.

—¿Y todavía me quieres?

—Qué pregunta. —Protestó, apoyando la cabeza en su hombro—. Pues claro que te quiero.

—Pues no te lo calles. —Exigió, besándole el nacimiento del pelo—. Por cierto, ya que estás aquí, ¿puedes quedarte un par de horas con Iris? Tengo que acudir a la base sin falta.

***

En Pratica di Mare, fue el coronel Tafaro en persona, máximo oficial al mando, quien le dio la noticia.

—Conste que apoyé su solicitud porque el ejército ha invertido mucho dinero en su formación. —Advirtió, mostrándole en la mano la orden del Estado Mayor de Aviación que aprobaba su cambio de destino—. Lo prefiero en el 4.º Escuadrón de Caza que en la aviación comercial.

Massimo lo escuchaba de pie. El coronel Tafaro, a cuyo mando llevaba años de servicio, se levantó de su sillón y rodeó el escritorio para entregarle el documento oficial.

—Mi coronel, sabe que existen razones familiares que a punto han estado de obligarme a renunciar al uniforme.

El coronel hizo un gesto con la mano, dándole a entender que sobraban las explicaciones. Ya le explicó su situación en la anterior visita a su despacho, el deber ineludible de atender a su hija en solitario, a raíz del fallecimiento de la madre de la pequeña y el alivio que iba a suponerle un destino más cerca de su familia.

Lo que el coronel desconocía era que con aquel traslado le regalaba un futuro muy largo junto a la mujer de su vida.

—Espero que todo le vaya bien, capitán —dijo tendiéndole la mano.

Massimo agradeció con un apretón el gesto de su superior durante tantos años, lejos de la formalidad del saludo marcial. Y dio gracias una vez más por haber realizado el curso que lo acreditaba como instructor de vuelo, grado que decidió obtener en la peor época de su relación con Ada, por si algún día se veía obligado a dejar de pilotar, en previsión de que ella argumentara ante un juez su incapacidad para ocuparse de Iris debido a sus frecuentes misiones en el extranjero.

Empezaba una nueva etapa de su vida, ya no volaría fuera del espacio aéreo italiano. No volvería a cruzar el cielo en un Eurofighter, pero adiestraría a otros que, cómo él, lucían las alas de oro en el uniforme para pilotar aviones de caza, fieles a su honroso y preciado Virtute siderum tenus, con valor hasta las estrellas.

—Gracias una vez más, señor. Espero servir igual o mejor a mi país como instructor del 4.º Escuadrón.

—No olvide presentarse en su puesto antes del miércoles. —Le recordó el coronel—. En la comandancia de Grossetto ya están avisados de su llegada.

***

Martina condujo por la autopista en dirección Génova, pendiente de la aguja que marcaba la temperatura del agua. Siguiendo el consejo de Massimo, que había vuelto a recordárselo esa misma mañana cuando ella lo llamó para despedirse; a la altura de Santa Severa tomó el desvío hacia el área de servicio. Solo llevaba sesenta kilómetros de viaje y le esperaban alrededor de ciento veinte hasta llegar a Grossetto. Pero no se arriesgaba a quemar el radiador del viejo cochecito.

Pidió un café en la barra y, para hacer tiempo hasta que el Seiscientos se enfriara, fue a la tienda a hojear alguna revista y de paso aprovisionarse de chicles. Cogió una cajita de caramelos, una botella de agua mineral de la nevera y dos paquetes de chicles, uno de fresa y otro de fruta tropical. En ese momento no había en la tienda más que dos personas pagando en caja unas latas de refresco, una barra de pan y salami envasado. Ella aguardó en la cola detrás de estos y cuando llegó su turno, depositó sobre el mostrador las chucherías y la botellita de agua.

—No puede llevarse estos caramelos. —Informó la cajera.

Martina la miró sin entender.

—¿Están caducados?

—Tengo orden estricta de no venderle nada dulce salvo cacahuetes bañados en chocolate con cobertura de colores —explicó depositando ante ella un envoltorio amarillo que sacó de debajo del mostrador.

Martina se quedó mirando el paquete de M & M’s y, poco a poco, sonrió.

—Massimo y Martina —murmuró emocionada—. ¿Puedo saber quién le ha dado esa orden?

—Por supuesto —afirmó la dependienta con una sonrisa misteriosa—. Ese hombretón de allí que es clavadito a Supermán.

Ella miró hacia la salida y corrió, corrió como loca hacia Massimo que le sonreía con Iris en brazos. Se abrazó a él y escondió el rostro en su cuello.

—Tranquila, pequeña —murmuró acariciándole la espalda, pero ella no podía dejar de temblar—. ¿Creías que iba a dejarte escapar?

Iris, fascinada siempre con sus rizos anaranjados, empezó a tirarle del pelo. Massimo apartó la mano de la niña y se hizo atrás para verle la cara a Martina.

—No tenías que venir a acompañarme.

—Es que no vengo de escolta. ¿Aún no te has dado cuenta de que nos vamos contigo? Para siempre.

—¿Siempre significa…? —preguntó, tragando saliva.

—Siempre significa siempre.

—¿Y qué pasa con tu trabajo?

—Era hora de cambiar y empezar una nueva etapa.

Ella escuchó emocionada y confusa la noticia de su nuevo destino en Grossetto, y el cambio de actividad que eso iba a suponerle.

—Ya no tendré que irme tantas veces de casa ni tan lejos. —Añadió acariciándole la cara—. ¿Cuántas habitaciones tiene ese apartamento que has alquilado?

—Una. —Confesó asimilando el vuelco que acababa de darle la vida; la de los tres, en realidad.

—No importa, nos las arreglaremos hasta que encontremos algo más grande. Tendrías que ver como llevo el maletero por culpa de esta princesita: cuna plegable, carrito, trastos, más trastos, ropa a montones…

Martina lo hizo callar con ese beso que tanto deseaba darle y él se recreó con la caricia de su boca, ansioso por besarla hasta perder la noción del tiempo. Iris se encargó de romper la magia, removiéndose en brazos de su padre para que la bajara al suelo.

—Espera, que aún no has visto lo mejor —dijo Massimo, cogiendo a la niña por el tirante del peto vaquero cruzado a la espalda.

Se alejó un par de metros y la bajó despacio hasta que apoyó los pies en el suelo.

—¿Ya anda? —preguntó Martina, llevándose las manos a la boca de la emoción.

—Quédate ahí y verás.

La pequeña miró hacia arriba como dándole el visto bueno a su padre y Massimo la soltó. Con un ligero tambaleo, Iris movió primero una zapatillita Converse. Después dio otro pasito y, viéndose segura en su recién descubierta posición vertical, se lanzó a una torpe carrera y se cogió a las rodillas de Martina con los dos brazos como si acabara de llegar a la meta de los cien metros.

Ella la alzó en el aire y le dio una docena de besos de premio.

—No me digas que me he perdido sus primeros pasos. —Gimió mordiéndose los labios.

—Si te sirve de consuelo, yo también me los perdí. El único testigo de la hazaña fue mi padre y con la preocupación por si se caía, ni se le ocurrió sacarle una foto.

—Tengo muchas ganas de verlos. Los echo de menos.

Massimo la besó en los labios.

—Espera a que nos instalemos. Además, yo tengo que presentarme en la base mañana sin falta.

Iris salió corriendo a gatas y su padre la cogió del suelo. La pequeña, contrariada, se puso a lloriquear para que la dejara de nuevo investigar aquel sitio desconocido a sus anchas. Como no lograba hacerla callar, Martina la cogió en brazos y empezó a mecerla.

—Massimo, esto es tan repentino —dijo Martina, mirándolo algo preocupada—. Yo no quiero que cambies de vida por mí.

—¿Mi opinión no cuenta? —Cuestionó arrugando el ceño.

Martina protestó con la mirada, en absoluto pretendía imponer su opinión ni su voluntad.

—Ya te dije que regresaría a Roma cuando se me acabase la beca. Es solo un año.

—No llevo bien las esperas largas.

—¿Estás seguro?

Iris acababa de dormirse con la cabeza apoyada en el hombro de Martina; su padre le acarició la cabecita.

—Es increíble —comentó con ternura—. En lugar de amodorrarse con el ruido del motor como todos los niños, se queda dormida cuando la saco del coche.

Sin dejar de acariciar la cabeza de su hija, miró a Martina para responder a su pregunta.

—La vida le ha arrebatado a su madre, yo no voy a quitarle a la mamá que ella ha escogido. Iris te ha elegido, Martina —murmuró, a ella se le humedecieron los ojos—. Y yo también soy egoísta, muy egoísta. No pienso renunciar a ti. Quiero todo ese amor que guardas aquí para darme —dijo poniendo un dedo sobre el pecho de Martina—. Haznos un hueco en tu vida, tu corazón es tan grande que hay amor en él de sobra para los dos.

Ella miró hacia arriba para que no se le escapara una lágrima, respiró hondo y lo miró con una sonrisa feliz.

—Veo que escuchaste mi mensaje.

—Hasta aprendérmelo de memoria. Y no lo borré.

—Pues yo preferiría que lo hicieras, la verdad. Cada vez que pienso en ello, suena tan… —Farfulló—. Da igual, llámame tonta romántica.

Massimo rio con suavidad al ver que se sonrojaba y envolvió a sus dos chicas en un abrazo.

—Te quiero, tonta romántica.

—Yo más —murmuró dándole un beso que Massimo alargó mucho más de lo apropiado en una tienda que empezaba a llenarse de jubilados que acababan de bajar de un autocar.

—¿Nos vamos o qué? —dijo él, acariciándole los labios—. Llevamos aquí un buen rato y la Toscana nos está esperando. A los tres.

Con la niña en brazos, Martina le pidió que la acompañara a la caja y Massimo pagó el importe de las chucherías y el agua.

Antes de que se llenara de gente, la dependienta se despidió de Martina guiñándole un ojo.

—Las hay con suerte —murmuró.

Ella sonrió feliz, muy feliz, y besó la cabecita de Iris. El cielo acababa de ponerle un ángel en los brazos y tenía a Massimo. No podía pedirle más a la vida.

Massimo la esperaba ya en el exterior, se había puesto las gafas de sol.

—Tú delante y nosotros iremos a tu paso. Sin correr, ¿de acuerdo? No tenemos prisa y no quiero que quemes mi coche que le tengo mucho aprecio.

—Me lo regalaste. —Le recordó con una mirada estrecha—. Ahora es mío, no lo olvides.

—Por lo que veo, cuando estás contenta te gusta mucho dar órdenes —dijo, haciéndole cosquillas en la cintura.

Ella se removió y Massimo la rodeó con el brazo para que caminara a su lado.

—No es eso. —Se disculpó con tono cariñoso—. Pero no esperes de mí un «Sí, mi capitán», aunque seas capitán.

—Y aunque sea tuyo. —Completó Massimo, sonriendo de medio lado—. Venga, dilo, que lo estás deseando.

Martina se detuvo y le cogió la barbilla.

—Aunque seas mío, capitán Tizzi.

Y lo premió con un beso.