27 - El cielo puede esperar

Martina fue hasta el Trastevere para despedirse de Enzo y Rita antes marcharse de Roma. Después de mucho pensarlo, había decidido aceptar la oferta de Grossetto. En un semana debía incorporarse como becaria para trabajar en el área de los Servicios sociales de la localidad. Según le habían asegurado, durante un año pasaría por todos los departamentos, desde tercera edad, a familia y menores con riesgo de exclusión social. No le aseguraron nada en firme, pero el responsable de área le dio a entender que existían altas posibilidades de incorporarse a la plantilla como personal contratado, una vez acabado su período de prácticas.

No fue ese el único motivo de elegir Grossetto. Martina quería alejarse de Roma y en el sur de la Toscana sentía más cercanos a los Tizzi, una familia extraordinaria que la había acogido con los brazos abiertos. Villa Tizzi era el lugar donde tanto afecto había recibido y Martina les tenía un enorme cariño. Saber que los tenía cerca le infundía seguridad en este nuevo vuelo en solitario.

Se alarmó cuando Rita abrió la puerta del estudio. Estaba recién casada, se suponía que debía disfrutar de los días más felices de su existencia, y en cambio, la recibió llorando.

Martina la abrazó y Rita se recompuso, secándose los ojos.

—Pasa, por favor. —La invitó, después de darle dos besos—. Acabo de hablar por teléfono con mi madre y mira cómo hemos acabado las dos.

A Martina la inquietó la posibilidad de que algo grave hubiera ocurrido en Civitella.

—¿Ha pasado algo malo? Rita, estoy empezando a asustarme.

Con los ojos de nuevo llenos de lágrimas, esta le indicó que la acompañara hasta el sofá y, una vez sentadas las dos, le confesó el motivo de su pesar.

—Massimo ha vuelto a casa con la niña. No sé si has hablado con él…

—No.

—Entonces, creo que aún no sabes lo de Ada. —Conjeturó, mirando a Martina que la escuchaba sin despegar los labios—. Murió. Un accidente de tráfico en Bolzano. Ella y el hombre que conducía el coche fallecieron en el acto. Es un golpe terrible.

La noticia dejó a Martina con la boca seca. Se pasó la mano sin pensarlo por el antebrazo porque tenía la piel de gallina. Había hablado con aquella mujer hacía apenas unos días y ahora estaba muerta.

—¿Cuándo ocurrió? —murmuró, apenas le salía la voz.

—Cuando te marchaste a Sicilia a pasar unos días a casa de tu abuelo.

Rita le explicó la maraña de sentimientos contradictorios en que se debatía toda la familia. Ninguno de ellos le tenía a Ada la menor simpatía, pero no le deseaban mal alguno. Y todos sentían su muerte por la pequeña Iris que, de un modo tan inesperado y terrible, acababa de quedarse huérfana de madre.

—No voy a fingir, ahora que está muerta, un afecto que no sentía por ella. —Se sinceró Rita—. No soy tan hipócrita. Pero Iris es tan pequeña. —Gimió cerrando los ojos—, es injusto que tenga que crecer sin una madre. Nadie mejor que tú sabe lo que eso supone.

Martina se miró las manos, pensativa. Alargó la derecha para coger la de Rita e infundirle ánimos.

—Es injusto y cruel, pero Iris tiene un padre que la quiere con todo su corazón. Nunca le faltará su cariño.

Rita tuvo que volver a usar el pañuelo, porque de nuevo las lágrimas le inundaron los ojos.

—Ese era el motivo de la llamada de mi madre. —Aclaró con tristeza—. Massimo ha vuelto a casa con la niña. Quiere dedicarle toda su atención, volcarse en su hija ahora que solo lo tiene a él.

—Es un padre excelente, no esperaba otra cosa de él.

—Martina, ¿tú crees que mi hermano puede compaginar todo el tiempo de atención que requiere una niña tan pequeña con un trabajo como el suyo?

—Hay muchas maneras, y todos vosotros estáis ahí para echarle una mano.

—Eso por descontado —reconoció—. Pero Massimo no quiere dejar la responsabilidad de criarla en manos de otros.

Martina pensó en sus propios padres, que la quisieron con locura pero siempre asumieron su labor humanitaria como prioridad antes que sus obligaciones con ella. Durante la infancia no sintió tanto su ausencia, pero ahora que era una mujer adulta sabía que hay veces que el amor no basta.

—Mi madre se ha echado a llorar al decirme que mi hermano está decidido a dejar el ejército.

Las palabras de Rita provocaron en Martina una terrible sensación de angustia. Massimo iba a renunciar a su mayor pasión, lo que más feliz le hacía en el mundo por el bienestar de su hija.

—¿Va a renunciar a algo por lo que lleva toda la vida luchando? ¡No puede hacer eso!

—Sí puede. —Contradijo Rita—. Los militares de cuerpos de élite aceptan un compromiso de permanencia en el ejército de doce años. Y en el caso de mi hermano, ese plazo está a punto de cumplir.

—Las decisiones en caliente no son buenas, Rita. Lo conozco y sé que se arrepentirá. —Argumentó, aunque le habría gustado tener a Massimo delante para que la escuchara—. Además de dinero, ¿qué beneficios crees que le traerá dedicarse a la aviación civil? ¿Crees que tendrá más tiempo para su hija? Seguirá teniendo que ausentarse de casa continuamente.

Rita cabeceó, abrumada.

—No lo sé, Martina. El tiempo dirá.

***

Martina no lo pensó dos veces. Una hora después, se hallaba de camino al Valle del Chiana. Tuvo por delante dos horas largas de carretera en las que no hizo otra cosa que pensar en el modo de convencer a Massimo para que no tirara por la borda su carrera militar. Había muchas maneras de conciliar su responsabilidad como padre con la aviación y estaba dispuesta a hacerle ver que miles de personas criaban a sus hijos en condiciones mucho más complicadas que las suyas, obligados por la necesidad, las carencias económicas e infinidad de problemas graves. Durante sus prácticas como asistente social, había conocido casos de relaciones familiares conflictivas con ambos progenitores en el hogar, y otros muchos en los que la ausencia paterna no implicaba desatención ni carencias afectivas para los hijos.

Y la más importante decisión que tomó durante aquel recorrido en solitario, tras reconocer ante sí misma que le había fallado no estando a su lado cuando más la necesitaba, fue jurarse firmemente que durante el resto de su vida no lo volvería a abandonar.

Al llegar a Civitella, los saludos alegres de los trabajadores de la hacienda que encontró al pasar entre los vallados, contrastaban con la tristeza disimulada que se respiraba en el interior de la casa. A Martina le dolió ver a Beatrice y a Etore tan preocupados; ni el afecto que mostraron al verla allí de improviso pudo disimular la inquietud que reflejaban los ojos de ambos. Iris se le echó a los brazos en cuanto la vio, Martina la achuchó y besuqueó con muchísimas ganas. Su alegría inocente era lo único en aquella casa que no parecía empañada por algún amargo pensamiento.

Iris devolvió a la niña a los brazos de su abuela y por ella supo dónde encontrar a Massimo. Rodeó la casa y caminó por el sendero que conducía hacia el bosque. Desde lejos lo vio, sentado a la sombra de un ciprés en la linde entre dos prados. Tenía un libro abierto en el regazo y la mirada perdida en ese tapiz verde salpicado de manchas blancas que, a esa distancia, semejaba en el ganado que pastaba bajo el sol.

Cuando la vio llegar, Massimo la invitó a sentarse a su lado.

—Necesitaba un respiro —le explicó cerrando el libro para dejarlo sobre la hierba—. Quiero a Iris con locura, pero una niña pequeña agota a cualquiera.

Más que el cansancio propio de seguir el ritmo de un bebé, Martina intuyó que era la situación la que lo superaba y que por eso había ido hasta allí en busca de silencio y de paz.

—Rita me contó lo de Ada.

Massimo cogió una ramita con la que trazó unos cuantos garabatos en la tierra y luego la lanzó a lo lejos.

—Yo nunca quise esto. —Confesó—. Reconozco que Ada fue la peor complicación de mi vida y que nos llevábamos a matar. Pero nunca le deseé nada malo.

—Eso lo sabemos todos, Massimo. No tiene que remorderte.

Él insistió, con gesto de dolor.

—Luché por ver crecer a mi hija, pero nunca quise que fuera de esta manera.

—No puedes devolverle a su madre. Quiérela, es lo mejor que puedes hacer por ella.

—Ahora yo la tendré siempre. Y ella a cambio se ha perdido a su madre. Ada podía ser mejor o peor persona, pero quería a su hija —reconoció con dolor—. Me consta que la quería.

—Me duele verte así.

Massimo giró la cabeza y la miró de frente.

—¿Has venido para darme palmaditas en la espalda? No merece la pena recorrer más de doscientos kilómetros para eso.

—Si fuera al revés, tú habrías recorrido medio mundo para estar conmigo.

Él sonrió al ver que lo conocía mejor de lo que suponía.

—Yo no tiro millas por carretera en un Seiscientos que tiene más años que yo.

Martina aprovechó esa leve fisura en su actitud defensiva para hacerse escuchar. Lo miró muy seria porque había conducido desde Roma para abrirle los ojos y hacer cuanto estuviera en su mano para impedir que Massimo tomara una decisión equivocada que iba a pesarle toda la vida.

—No puedes renunciar a tu mayor pasión, has consagrado años a ser lo que eres. No abandones ahora.

Massimo hizo una mueca.

—Debo hacerlo.

—Me niego a que lo hagas.

—Ahora que voy a dejar la disciplina militar, resulta que tengo que acatar tus órdenes.

—No uses la ironía conmigo. —Lo detuvo para que no continuara por un camino que no llevaba a ninguna parte—. Lo que para ti son órdenes, yo los llamo consejos.

—Tampoco te los he pedido. —Avisó igual de tajante; se pasó las manos por el pelo y respiró hondo—. Martina, gracias por venir, pero será mejor que me dejes solo antes de que uno de los dos empiece a decir cosas de las que nos arrepentiremos, como siempre nos pasa, cuando sea demasiado tarde.

—Tienes razón en eso. Y sí, me habría gustado mostrar otra actitud cuando viniste a verme. Pero estaba dolida, muy dolida.

Él cabeceó al recordar, con una expresión en la cara que tanto tenía de incredulidad como de cansancio.

—Te hirieron unas palabras fruto de la ira. Hasta el punto de desaparecer, de no responder a mis llamadas ni de no contarme lo que le sucedía a tu abuelo. De no quererme a tu lado el día de tu graduación. —Reprochó—. A mí también hay cosas que me han dolido y me las he callado.

—No lo hagas.

Ella estaba arrepentida de haber callado algo crucial que debió contarle.

—Muy bien —Massimo se cruzó de brazos y continuó sin ganas de guardarse nada dentro—. Nunca escuchas. Te encierras en tu dolor y los sentimientos de los demás dejan de contar para ti. Yo quise hablar contigo, intenté explicarte algo que, de tan evidente, cae por su propio peso. Intenté hacerte ver la diferencia entre las palabras que son fruto de un mal momento y las que se dicen con saña, con ganas de hacer daño. ¿Y qué hiciste tú esa noche? Demostrarme que follamos de maravilla y nada más.

Martina le cogió la mano, porque todo cuanto acababa de decir era cierto, por muy desagradable que resultara de oír. Y no le importó que se desahogara lanzándole las verdades a la cara.

—Lo sé, Massimo. Y sé que no debí atacarte con mi indiferencia —reconoció con humildad—. Quise que lo pasaras tan mal como yo lo estaba pasando por aquello que dijiste sobre mi incapacidad para ser madre.

—Te repito que…

Martina le puso dos dedos en los labios para impedirle continuar. No quería disculpas puesto que no hubo intención de ofensa por parte de él.

—He pensado mucho en nosotros y tienes razón, no quiero volver a usar mi dolor como arma. Déjame estar contigo para siempre.

Massimo tensó la mandíbula.

—Ahora que Ada ya no está para complicarme la vida, ¿verdad? Cuando todo era negro y difícil, me diste la espalda. Un tipo demasiado problemático para ti. Y cuando Iris iba a marcharse lejos, qué curioso, averiguaste que estabas mejor sola que conmigo. Pero todo ha cambiado de repente y el canalla cruel ya no tiene una tercera en discordia. Y además está su hija. —Detalló con inclemencia—. Una niña muy pequeña sin una madre que siempre te relegaría a ser la segunda en su corazón. ¿Si Iris no existiera, estarías aquí?

Martina apoyó la cabeza en su hombro.

—Tarde o temprano habría vuelto contigo porque no puedo renunciar a ti. No puedo cambiar lo sucedido ni dar marcha atrás —reconoció—. Ya sabía que dirías algo parecido porque siempre piensas lo peor de mí. Siempre, y pese a ello te quiero.

Massimo bajó la cabeza, en un mudo gesto de disculpa. Estaba frustrado y hundido, pero Martina tenía razón, siempre la pagaba con ella.

—Adoro a Iris, Massimo. —Siguió, sin ofenderse por la dureza de sus reproches—. No me quites la posibilidad de quererla y verla crecer. Quiero tanto a esa niña que incluso me asusta.

Él le rodeó los hombros y la atrajo para darle un beso en la mejilla al notar que se le quebraba la voz. La niña también la adoraba. Se sentía un canalla al robarle a Martina el cariño de la niña, porque no imaginaba una madre mejor para su hija.

—¿Crees que no lo sé? —dijo con los labios sobre su pelo—. Pero resulta que yo también voy en el pack. Quiero ir en el mismo lote, ¿comprendes? No me conformo con compañía y sexo, necesito más que eso.

Ella le cogió la barbilla para que la mirara a los ojos.

—Massimo, sabes que mi amor lo tienes.

—¡Confianza! —Barbotó con los dientes apretados—. Eso es lo que quiero de ti. ¿De qué sirve tanto amor si desconfías del hombre que amas? Yo nunca te he ocultado nada, Martina. Desde el primer momento me abrí a ti y te confié mis problemas con Ada, mis miedos, la tensión que me agobiaba solo de pensar que podía perder a mi hija. En cambio, yo tuve que enterarme de lo que te ocurrió por tu abuelo. ¿Por qué no me lo contaste?

—Tenía miedo.

—¿Miedo a que te rechazara? Yo me enamoré de una mujer, no de una hembra de cría —Massimo calló de repente porque hasta a él le sonó insultante—. Perdóname, Martina, siento haberlo dicho de un modo tan crudo. Pero si confiaras en mí, sabrías que te amo tal como eres.

Ella se llevó la mano de Massimo a la boca y le besó la palma.

—¿Quieres que te diga la verdad?

—Por favor.

—Me daba miedo pensar que nunca compartiremos la experiencia de ver nacer a un hijo tuyo y mío, nunca podremos compartir la ilusión de la espera por ver su cara y darle el primer beso y mirarnos diciendo, «Míralo, es nuestro hijo, lo hemos conseguido».

—A mí me importas tú más que cumplir ese deseo. Siento que tú no lo veas así.

—No he venido en un buen momento, ¿verdad? —Asumió, viendo la decepción en su cara.

—No lo es, no —confirmó—. Me siento como si el viento me empujara en dirección contraria. Todo ha cambiado de un día para otro por algo tan trágico… Pero debo tirar adelante con todas mis fuerzas. Por mi hija, aunque mi futuro sea tan confuso que no sé a dónde me va a llevar.

—Yo quiero compartir ese futuro contigo, por incierto que sea. Quiero ayudarte a criar a tu hija; déjame darle todo mi amor, sin suplantar a su madre. Yo la enseñaré a mirar las estrellas todas las noches y, antes de dormir, le señalaré la más brillante para que sepa que tiene a su mamá en el cielo, y en la tierra nos tiene a ti y a mí para velar por ella.

A Massimo se le hizo un nudo en la garganta. Se negó a oírla suplicar, no era lo que pretendía.

—Y nadie lo haría mejor que tú —reconoció acariciándole la mejilla—. Pero ¿qué hay de mí? No estoy seguro de querer compartir ese futuro con una mujer que dice amarme y, en los malos momentos, huye de mi lado. Me dejaste solo cuando más te necesitaba, Martina.

Ella bajó la cabeza. Durante los días que pasó en Sicilia reflexionó mucho y estaba de acuerdo, cegada por su propio dolor no supo ver que Massimo se consumía de impotencia porque Ada estaba decidida a llevarse a Iris a vivir a otro país.

Martina estaba harta de lamentarse por el pasado. Había decidido encarar cada nuevo día con ilusión y ganas de ser feliz; que Massimo lo hiciera también, era cuestión de tiempo. Le dio un beso en la mejilla y se levantó.

—Tengo que marcharme. —Anunció—. Pero te aseguro que volveré.

—Mientras no aprendas a perdonarte a ti misma, no serás capaz de perdonarme —dijo mientras ella se sacudía la falda.

Martina se incorporó y lo miró convencida.

—No tengo nada que perdonarme, ni tampoco nada que perdonarte a ti.

—Te lo diré de otra manera. —Aceptó con gesto meditativo—. Mientras no te aceptes tal como eres, no serás capaz de aceptarme como soy. Por mucho que lo intente, no siempre diré la palabra adecuada ni reaccionaré de la forma más justa.

—No me importa, yo tampoco soy perfecta. Nadie lo es.

Massimo sacudió la cabeza, con renuente insistencia.

—Regresa a Roma, Martina. Dedícate a ese nuevo trabajo, que estoy seguro que harás muy bien, y el día que seas capaz de mirarme sin rencor en tu corazón si vuelvo a equivocarme, ya sabes que aquí, en la Toscana te espero.

No albergaba resentimiento alguno, pero Martina prefirió no insistir. En esos momento tan confusos, Massimo no era capaz de darse cuenta. Ni ánimos tenía de levantarse del suelo para despedirla.

—Voy a decir adiós de tus padres. —Anunció; acuclillándose al lado de Massimo—. ¿No vas a darme un beso y desearme buen viaje?

Massimo la cogió por la nuca y la acercó a su boca. Se besaron con ternura. Massimo cerró los ojos y apoyó la frente en la de Martina, agonizando por dentro de saber que, por propia decisión, corría el peligro de no volver a verla.

—Acuérdate de parar en cada área de servicio, ¿me oyes? El Seiscientos no es un Ferrari. Vigila la aguja que el radiador se calienta enseguida.

Martina se enderezó de nuevo y lo miró con una sonrisa de despedida plena de confianza. Toda la que Massimo había perdido, a ella le sobraba. Tenía fe en ellos dos y en el futuro que les esperaba.

—Pararé muchas veces, te lo prometo. Pero no te preocupes que si mi cochecito rosa me ha traído desde Roma hasta aquí, también será capaz de llevarme hasta Grossetto.

Massimo apenas prestó atención a sus últimas palabras acerca de pagar el alquiler del piso y la fianza antes de mudarse. La vio alejarse por el sendero. Absorto en las zapatillas de Martina, dos manchas blancas que se fundían poco a poco en el azulón de las matas de lavanda, no dejaba de repetirse una palabra. «Grossetto».

Había dicho Grossetto. A él en ningún momento se le pasó por la cabeza que Martina pudiera escoger un empleo lejos de Roma. Se preguntó si era ese el lugar donde la esperaba su nuevo trabajo y se preguntó también porque no le había hablado de ello. En cualquier caso, Rita debía saberlo. Tenía que llamarla para confirmar lo que creía haber entendido. Se cogió la cabeza con las manos y apoyó la frente en las rodillas. Justo cuando había tomado una decisión…

Le entraron ganas de reír y llorar a la vez, porque sus posibilidades acababan de dar un giro inesperado. Martina, le acababa de servir un futuro distinto en bandeja. Y ella ni siquiera lo sabía.