26 - Buenos días, tristeza

Después de un largo paseo, Martina se había sentado en un banco del parque de Villa Mercedes, enfrente de la casita de cuento convertida en biblioteca.

Llevaba horas dándole vueltas a lo sucedido entre ella y Massimo desde el día que abandonó su casa dispuesta a no verlo más. Era lo bastante honesta para reconocer que no estuvo a la altura. Se dejó llevar por el rencor y cerró los ojos a la realidad que entonces sacudía a Massimo. Enfrascada en lamerse sus propias heridas, le dio la espalda cuando más la necesitaba. Massimo apostó por el amor, por ella, y a cambio perdía a Iris. Le remordió pensar que, por su propia actitud, las había perdido a las dos.

No sintió remordimiento alguno, en cambio, por un hecho que Massimo desconocía. Una noche, mientras él se duchaba, cogió su teléfono sin permiso y anotó el número de Ada Marini. Entonces tenía la esperanza de conversar tranquilamente algún día con ella, aunque Massimo se pusiera furioso, por mucho que pretendiera mantenerla al margen. Allí sentada en el parque, con el móvil en la mano, se alegró de haber hecho algo tan feo a sus espaldas, porque ese día acababa de llegar.

—Martina Falcone, ¿sabes quién soy? —dijo a bote pronto en cuanto escuchó su voz al otro lado de la línea.

—Sí lo sé. ¿Le ocurre algo a Massimo? ¿Ha sido él quien te ha dado mi número?

Martina no respondió porque no venía al caso. Tenía que ser breve e ir al grano, porque el tono desabrido de Ada indicaba que le iba a colgar el teléfono de un momento a otro.

—Solo quería decirte que yo ya no soy un estorbo. Ya no es necesario que te lleves a Iris lejos de su padre.

—¿Pero tú que te has creído? —Le espetó enfurecida—. ¿Qué os habéis creído los dos? ¡Como si yo tuviera que decidir mi vida pensando en él! ¿Tan importante se cree? Pues dile de mi parte que no lo es. Y dile también que está enfermo de soberbia y es un retorcido si cree que me voy a con Renzo a Dubái como una especie de revancha.

—Si te he molestado…

—Me importa muy poco si está contigo o con una pájara distinta cada día. Nada, para serte franca. Yo tengo a Renzo, un hombre maravilloso, que me adora, ¡qué me regalaría la luna atada con un cordel si yo se lo pidiera! Y vale mil veces más que Massimo Tizzi.

Martina improvisó una parca disculpa antes de colgar. Su intento conciliador no había servido de nada, él ya se lo advirtió. Guardó el teléfono triste y asumiendo la realidad. Ella había sufrido mucho en las últimas semanas pero, de los dos, Massimo era el gran perdedor.

***

Un día después, Martina viajó a Sicilia. El abuelo Giuseppe, viéndola tan afligida, dejó que sacara toda la pena que llevaba dentro. Martina lloró durante un buen rato, sentada a su lado en el sofá del viejo comedor, con la cabeza apoyada en su regazo. Le puso un pañuelo en la mano y respetó su llanto hasta que la vio más tranquila.

—Cuéntame, niña mía. —La invitó acariciándole el pelo—. ¿Qué es eso tan terrible que te roba la alegría?

—No quiero volver a cometer más errores. Tomo decisiones que luego me pesan demasiado.

—Todos nos equivocamos. Unos más, otros menos. —Le recordó—. Hay quien se los calla y los valientes lo reconocen en voz alta, como tú acabas de hacer. Ese es un acierto.

—De los errores solo he aprendido que siempre regresan para enturbiar el presente. ¿Por qué no fuiste más severo conmigo?

El abuelo suspiró ante un hecho para el que no había remedio. Siempre supo que algún día su nieta le reprocharía a él sus propias faltas.

—Porque entonces tú no me hacías caso. Pero dejemos de remover agua pasada, ¿qué ha sucedido para que regreses a casa en busca de consuelo?

—Fingí una frialdad que no siento. Me creí fuerte y no lo soy —reconoció.

—Sí lo eres.

—Aparenté indiferencia y me arrepiento. No hago nada bien.

—¿No eres tonta, verdad? No me decepciones respondiendo que sí. El peor error que puedes cometer es permitir que pesen más en la balanza los errores que los aciertos. Haz una lista de las decisiones atinadas y siéntete orgullosa de ti misma. ¿Has decidido qué empleo aceptarás de los que te han ofrecido?

Martina movió la cabeza con un gesto afirmativo y le reveló su decisión de aceptar una beca de colaboración en una ciudad pequeña al sur de la Toscana.

—Estaré lejos y sola, como siempre. —Concluyó sin poder evitar de nuevo las lágrimas.

—No lo estás. Me tienes a mí. Distancia no significa soledad. —Argumentó.

—Solo quedamos tú y yo.

—¿Has olvidado que la abuela y tus padres cuidan de nosotros desde allí arriba?

—A veces pienso que nos han olvidado.

El abuelo sonrió convencido.

—Esa clase de amor no se olvida, se lo llevaron con ellos —dijo señalando el techo. Nunca han dejado de quererte y yo, algún día, me reuniré con tu abuela y con mi hijo. También te querré desde allí.

—¡No digas eso! —Lo riñó.

Giuseppe le acarició el hombro.

—Tu tristeza y tu soledad tienen que ver con el capitan Tizzi. —Martina respondió con un suspiro hondo—. Vino a verme. Le conté toda la verdad, cosa que debiste hacer tú.

—Un error más que añadir a mi lista.

—Deja de lamentarte o me enfadaré. —Ordenó, obligándola a incorporarse para poder hablar cara a cara—. Has escogido qué quieres hacer a partir de ahora. Pues hazlo y manda callar a tu conciencia. Deja que te arrastre el viento y vuela hacia el cielo infinito, ¿te acuerdas de la canción?

Martina se sabía la letra de memoria de tanto escucharla. Volare siempre le recordaba a Massimo. Se preguntó si su abuelo, sin decirlo a las claras, le estaba hablando de él.

—Lo haré si lo haces tú. —Pidió—. No quiero volver a sufrir si te pones enfermo.

—Una angina no es un ataque cardiaco, solo lo parece. Estoy sano y fuerte como un olivo milenario.

Martina le lanzó una mirada severa para que se dejara de excusas.

—Júrame que vendrás a pasar largas temporadas conmigo y yo te prometo venir a Trapani a pasar todos los veranos a partir de ahora.

El abuelo le cogió las mejillas entre las manos arrugadas por la edad.

—A un hombre de ley le basta con su palabra, pero por ti soy capaz de jurar. En la Toscana, en Roma, donde quiera que vayas me tendrás a menudo hasta que te canses de oírme refunfuñar por todo.

Martina sonrió dudosa.

—Me has dado tu palabra.

—La tienes —confirmó con rotunda solemnidad.

—Pero antes te cansarás tú que yo. En cuanto eches de menos tu isla.

El abuelo rio con ganas.

—Eso es verdad.

***

Mientras Martina se debatía con su propio corazón, mil setecientos kilómetros al norte de Trapani, en Lombardía, Massimo asumía por fuerza esa absurda paradoja que algunos llaman destino. Horas después de la terrible noticia, aún se hallaba embotado por la incredulidad. La madre de su hija había muerto.

Cuando Carina lo llamó para informarle de que Ada y Renzo habían fallecido en un accidente de circulación, voló sin perder un minuto a Milán para recoger a Iris. Estaba confuso; aliviado y afligido a la par. Porque a la alegría de saber que su hija no iba en el coche con ellos y que estaba viva, se sumaba la tristeza de asumir que Iris había perdido a su madre. ¡Era tan pequeña! No era justo que la vida le hubiera concedido un año con ella. Un año nada más para disfrutar de su amor.

En el avión solo pensaba en las paradojas que nos depara el destino. Jamás deseó que le sucediera a Ada nada malo; a pesar de todos los desencuentros y de su insufrible relación. Pero la realidad era la que era: el azar le regalaba aquello que creyó perdido. Una muerte había dado a su vida un vuelco radical. A partir de entonces tendría a Iris, la vería crecer, sin discusiones ni malas caras, sin tener que dar más explicaciones ni someterse a decisiones caprichosas. La tranquilidad tenía un precio demasiado alto: su hija se había quedado huérfana de madre.

Ya en Milán, en casa de Carina, esta le explicó los pormenores del accidente ocurrido en Bolzano. No entendía la distante relación familiar de los Marini. Mientras escuchaba a la única hermana de Ada, su melliza, se preguntaba con triste decepción por qué no lo avisaron para el funeral. Por encima de los malos momentos, a Ada y a él los unía una hija en común.

Massimo dio un vistazo de reconocimiento a la casa. Un piso antiguo en el centro del que habían derribado casi todas las paredes. Pensó que el ambiente carente de calor era el que reflejaba a la perfección el hieratismo de su dueña. Aquella decoración minimalista en blanco y acero daba escalofríos.

—La culpa fue de ellos. —Continuó Carina con el relato—. Ya sabes cómo son esas carreteras de montaña. Los carabinieri dijeron que iban demasiado rápido. Prefiero no recordar, fue todo muy desagradable.

¿Desagradable acababa de decir cuando no hacía ni dos días que había incinerado a su hermana? Massimo no daba crédito, ni a sus palabras ni a sus ojos secos impecablemente maquillados.

—Tu hija estaba en el hotel con una canguro, fue una suerte.

—Sí lo fue —dijo Massimo, estrechando con cuidado a Iris que se había quedado dormida en sus brazos.

—Fue la familia de Renzo la que me localizó. —Narró con un suspiro, más que de tristeza, de aceptación—. Aún no entiendo cómo. Ya sabes que mi hermana y yo nunca nos llevamos bien. La última vez que nos vimos fue cuando nació la niña.

Massimo recordaba su rápida visita al hospital para cumplir con el expediente y la incomodidad entre las hermanas. Nunca entendió que una rivalidad profesional entre modelos estuviera por encima del afecto.

—Dejé mis compromisos y me hice cargo de tu hija hasta que tú llegaras, ¿qué otra cosa podía hacer?

Lo dijo con tal desapego que Massimo agradeció que la niña tuviera un año y no se enterara de nada. Él había visto bondad en Ada; con él podía mostrarse implacable e incluso cruel, pero a Iris le profesaba un amor infinito. En cambio, en aquella mujer tan parecida físicamente a la madre de su hija, solo veía una belleza distante. Y aunque no le incumbía, fue incapaz de callar.

—¿Vino tu padre al funeral?

—Cuando lo llamé, cogió el primer avión desde Nueva York. Aunque Ada y él no se hablaban, vino a despedirla. Y conoció a Iris —aquella diosa de hielo, por primera vez sonrió al mirar a la niña—. Dijo que se parece a nuestra madre y tiene razón.

—¿Ya habéis decidido que haréis con las cosas de Ada? Me refiero al piso de Roma.

—Tendré que ir algún día. —Meditó con un gesto de fastidio que incomodó a Massimo—. ¿Por qué lo preguntas?

—Si no te importa, me gustaría que Iris tuviera algunas fotografías de la familia de su madre. Algún recuerdo de ella.

—Dame tu e-mail y escanearé algunas. Yo conservo fotos de mamá. Era muy guapa, ¿sabes? Si las encuentro, te enviaré también alguna de nosotras con mis padres, cuando éramos pequeñas.

Procurando no despertar a Iris, sacó una tarjeta de la cartera y se la tendió a Carina.

—Ahí está mi dirección de correo electrónico y la de mi casa de Roma. Tienes mi teléfono también.

Carina la dejó sobre la mesa, sin demasiado interés.

—Cuando vaya a Roma, ya te llamaré para darte las joyas de mi hermana, imagino que estarán en su casa. Qué menos que tu hija las tenga —dijo con un matiz que, voluntario o no, sonó avariento—. Y cuando Iris crezca, estaría bien que me enviara una felicitación por Navidad.

Un puñado de alhajas y, de tarde en tarde, una postal. Nada de visitas, ni mención de volver a verla por parte de su tía o de ese abuelo al que él no conocía y había visto a su nieta solo una vez. Eso era todo el interés que Iris podía esperar de su familia materna, asumió Massimo con amargo desánimo.