2 - ¿Quién es esa chica?

—¿Qué le has hecho a esa pelirroja para tenerla tan enfadada? —le preguntó Vincenzo con cara de diversión al verlo venir.

Massimo terminó de teclear el número de la matrícula del taxi y la guardó en la memoria de su teléfono. Se encogió de hombros y alzó las manos con impotencia.

—¿Puedes creerte que no lo sé? —Reconoció, sentándose de nuevo—. No tengo la menor idea.

—No sabía que tenías pareja. Y digo tenías, porque es obvio que para ella se ha acabado.

—No sé ni cómo se llama. —Aclaró Massimo, sacando el dinero de la taza.

Mientras se entretenía en secar los billetes con varias servilletas de papel, Enzo pidió a un camarero que trajeran un nuevo capuccino y otro par de cornetti para los dos.

—Creía que se te habían quitado las ganas de aventuras —comentó.

Massimo no contestó. Eran amigos desde hacía años y ambos sabían el porqué del comentario. Fue a Enzo Carpentiere a quien había recurrido cuando los problemas con Ada se agudizaron hasta el punto de obligarlo a buscar asesoramiento legal.

Enzo y él se conocieron en Roma cuando Massimo concluyó su etapa de formación en Apulia como piloto de aviones de caza y, desde la escuela aérea de Lecce-Galatina, fue destinado a la base militar de Pratica di Mare. Por aquel entonces Enzo acababa de licenciarse en Derecho, eran muy jóvenes y disponían de un sueldo en exclusiva para divertirse sin pensar en el futuro, puesto que carecían de obligaciones salvo consigo mismos. Años después, se unió a la pandilla Ada Marini, a la que conocieron una noche de fiesta. Y empezaron las preocupaciones para Massimo. Ada se quedó embarazada. Con el maravilloso regalo de la paternidad, su vida se transformó en un purgatorio.

Su hijita Iris era la luz de sus ojos y estaba dispuesto a aguantar cuanto fuera por tal de no perderla, pero las exigencias de Ada eran cada vez mayores y más absurdas, fruto del rencor hacia él que aceptó asumir su responsabilidad paterna con la niña, pero se negó a casarse. Ada Marini nunca le perdonaría que no la amara.

Desde el nacimiento de Iris, Ada utilizaba a la niña como arma contra él, para hacerlo bailar en la palma de la mano. Por eso tenía que recurrir continuamente a Enzo y de ahí el comentario de su amigo, que estaba al tanto de los detalles de su mala relación con la madre de su hija. Por aquel escarceo irresponsable y sin futuro, Massimo estaba pagando las consecuencias a un precio muy alto.

—Anoche necesitaba un respiro —le explicó.

Ada se volvía loca al pensar que una mujer que no fuera ella apareciera en la vida de su hija, y, por culpa de esa presión, Massimo no podía rehacer su vida sentimental. Sus relaciones eran escasas y esporádicas, como la compartida con la chica del pelo de fuego y las piernas largas. Una noche para disfrutar y olvidar.

—En cuanto al dinero, te juro que no entiendo nada. —Añadió sacando la cartera; al comprobar su contenido, lo entendió todo—. Se me debió caer cuando saqué la llave.

Enzo terminó de masticar el cornetto y dio un sorbo de café.

—Con lo inteligente que eres para unas cosas, y en cambio para otras… —Opinó—. Vamos a ver, conoces a una chica, te metes en su cama, ¿fue así?

—Sí.

—Y desapareces cuando se hace de día. Ella despierta sola y encuentra doscientos euros. —Presumió—. ¿Qué quieres que piense? Tienes suerte de que no te haya matado.

Al entender por donde iba la conjetura de Enzo, Massimo se quedó petrificado.

—Tú la has visto —dijo señalando el lugar donde rato antes estaba aparcado el taxi—. Nadie, por muy idiota que fuera, la tendría por una furcia. Ni aún de las caras.

—Pues está claro que ella ha llegado a esa conclusión.

—Tengo la matrícula del taxi. —Añadió indicando con la barbilla su móvil sobre la mesa—. Haré lo que sea por localizarlo a ver si sabe decirme dónde vive e iré a aclarar las cosas con ella.

—Difícil tarea en una ciudad como esta.

—Difícil fue regresar vivo de Libia hace tres años.

Enzo aceptó que su amigo estaba adiestrado para luchar y ganar. Dar por perdida la batalla de antemano no lo llevaría a ningún sitio.

—Tienes razón. Si ella te ha encontrado, ¿por qué no intentarlo? —Aprobó Enzo.

—Pienso hacerlo. No quiero que se quede con una idea equivocada.

Enzo se cruzó de brazos e, intrigado, miró a su amigo.

—Voy a hacerte una pregunta, puedes responderme o no.

—Adelante, hazla. —Lo invitó.

—¿Por qué te interesa tanto lo que pueda pensar de ti?

Massimo se pasó la mano por el pelo, como si le costase reconocer lo que estaba a punto de decir.

—Ha hecho lo imposible por encontrarme y lo ha conseguido, a pesar de que no sabe ni quién soy, ni dónde vivo ni cómo carajo me llamo. Y solo para tirarme a la cara doscientos euros.

—Otra se habría quedado con el disgusto y con el dinero. —Alegó Enzo.

—Exacto. Tanto esfuerzo significa que se ha sentido muy ofendida. —Concluyó Massimo, disgustado con la situación—. No volveré a verla nunca, pero me gustaría pedirle disculpas y aclarar las cosas solo por una razón: yo guardo un buen recuerdo de ella y no quiero que ella guarde un mal recuerdo de mí. Conque Ada me deteste, ya tengo suficiente ración de odio femenino.

—La chica es preciosa.

Massimo desechó la idea con la mano.

—No tengo intención de iniciar nada con ella ni con otra mujer.

—¿Ada sigue dándote problemas?

—Como siempre, hoy más, mañana menos. Depende de cómo amanezca el día.

—Nunca cedas a sus chantajes. —Aconsejó—. Si lo haces, te tendrá toda la vida cogido por las pelotas y nunca te soltará.

—Lo peor es el chantaje emocional.

—A ese me refiero. El otro se soluciona en el tribunal de familia.

Para Enzo era fácil decirlo. Él no tenía hijos, desconocía el alcance del miedo. La cabeza de una niña es muy manipulable y Massimo temía perder el cariño de Iris.

Al verlo masticar en silencio, su amigo miró la hora y cambió de tema.

—Dijiste que no era Ada de quien querías hablarme. Tengo que regresar al trabajo, así que mejor me cuentas qué puedo hacer por ti.

Massimo asintió, como disculpa. Con el lío de la pelirroja se le había ido el santo al cielo.

—Ya te comenté por teléfono que hace un par de semanas aparecieron por casa unos inspectores de Hacienda —se refería a la explotación ganadera de raza Chianina de sus padres—. Por lo que mi padre me contó, tiene un jaleo de papeles impresionante. Desde que murió mi tío Gigio…

—Tu tío era muy poco hablador, pero un buen hombre. —Lo interrumpió Enzo.

Él había estado en el pasado varios fines de semana en Villa Tizzi, invitado por Massimo. Y recordaba al fallecido tanto como a los padres de su amigo.

—¿Qué es de la pequeña Rita? —Se interesó al acordarse de la jovencita silenciosa que apenas se dejaba ver cuando Massimo y sus amigos aparecían por allí.

—Creció. Ahora tiene veintiséis años.

—Siete menos que nosotros. —Calculó recordando los ojos tristes de la rubita.

Massimo cambió de tema y fue directo al asunto que le preocupaba.

—En fin, que mi tío era quien se ocupaba de las cuentas, de los pagos de los impuestos, y mi padre lo ha ido dejando. El caso es que desde que tío Gigio no está, el negocio funciona muy bien pero en el despacho todo está manga por hombro.

—¿Quieres que le eche un vistazo?

Massimo esperó a que un camión dejara de tocar el claxon y llamó al camarero para que le trajera la cuenta.

—Mi propuesta va más allá. —Aclaró—. ¿Podrías compaginar el trabajo en el banco con llevar los temas burocráticos de mis padres? Sin horarios y a tu aire. Mira a ver si puedes hacerte cargo porque mi padre no mira ni lo que firma. A su lado quiero a alguien de absoluta confianza.

Enzo resopló y tableteó con los dedos sobre la mesa.

—Mi consejo legal lo tienes, por descontado. En cuanto a lo de responsabilizarme de la gestión, no te aseguro nada. Antes tengo que ver cómo están las cuentas de la hacienda.

—Me parece bien. —Agradeció dejando sobre el platillo con la cuenta el importe del desayuno—. Podrías quedarte en casa un fin de semana.

—Dame un par de meses. —Resopló—. Ahora mismo tengo un cúmulo de trabajo que me satura.

Enzo estaba cansado de su empleo como asesor legal, con alta responsabilidad en el departamento de inversiones de una importante entidad bancaria.

—Cuándo tú decidas. —Aceptó—. Por dos meses, no creo que las cosas empeoren más de lo que están.

—Que no te asusten los inspectores de Hacienda, hombre. —Rio—. Les pagan para eso.

—No sé qué decirte. Aquel día, a mi padre lo asustaron de verdad.

***

—Papá tiene razón, Rita. —Convino Massimo—. No puedes ser la eterna estudiante. Tienes veintiséis años y ya es hora de que acabes la carrera.

Su hermano la había llevado en coche hasta Roma y, antes de dejarla en su nuevo alojamiento, una residencia universitaria cerca de La Sapienza, se había encargado de recordarle algo que ella ya sabía. Aún le resonaba en los oídos el ultimátum de su padre cuando los despidió a la puerta de Villa Tizzi en Civitella.

—Sí, todos tenéis razón —reconoció—. No puedo seguir perdiendo el tiempo, pero me he dado cuenta de que no tengo vocación para ser Asistente social. No soy como tú, Massimo, no creas que no me habría gustado saber desde pequeña a qué quería dedicarme cuando fuera mayor.

Massimo entendía a su hermana, pero no era excusa para postergar su licenciatura indefinidamente. Ya había perdido varios cursos, entre los que había repetido por suspender los exámenes, el año que pasó en Inglaterra con la excusa de aprender inglés y otro sabático cuyo pretexto fue la informática.

—Está bien, la carrera que has elegido no te gusta, pero eso no te da derecho a tirar la toalla en el último curso. —La reconvino Massimo—. Papá y mamá no son millonarios, piensa en el esfuerzo que les supone a unos granjeros del valle de Chiana el coste de nuestros estudios. Y llevan bastante invertido, con los dos. Pero en tu caso, no ven resultados y, no es que te lo eche en cara, pero es hora de que pienses en ellos.

—Papá cree que pierdo el tiempo en Roma.

Su padre le había advertido que la dolce vita romana era solo una película, del mismo modo que le anunció su decisión: o estudiaba con ganas y se licenciaba, o cerraba el grifo del dinero y volvía a arrimar el hombro en la hacienda familiar, le gustara o no trabajar con el ganado.

—Es que lo pierdes, aprovecha y obtén tu licenciatura. Después, ya decidirás a qué te dedicas.

—Yo no soy la hija modelo, como tú.

Massimo le dio una palmadita en la cabeza para que dejara de decir tonterías.

—Yo quería ser piloto y luché por ello con todas mis ganas. Ganas: grábate esa palabra en la cabeza.

Ella hizo una mueca.

—¿Para qué? Acabaré muriéndome de asco en la hacienda.

—Rita, no me gusta que hables con desprecio de una ganadería que mamá heredó de sus padres, y el abuelo de los suyos y podríamos remontarnos hasta hace dos siglos.

Ella negó con los ojos cerrados, arrepentida, y cogió la mano de su hermano. Massimo había aparcado mal enfrente del edificio de la residencia, señal de que tenía prisa. No iba a verla con frecuencia, debido sobre todo a sus obligaciones como capitán de la Fuerza Aérea Italiana, y no quería despedirse de él con caras largas.

—Sabes que adoro nuestra casa, las vacas, las gallinas, la tierra y que admiro a papá porque ama su trabajo. Es en Civitella donde no quiero acabar.

Massimo la entendía. Durante años sufrió en el colegio las burlas de los otros niños. «Rita la gordita», fue el sambenito que tuvo que escuchar a todas horas. Y en el instituto, con los mismos compañeros, no le fue mucho mejor. Nunca tuvo amigos en el pueblo y cada vez que pisaba Civitella, toda la familia sabía que lo hacía con angustia porque a cada paso se encontraba con alguno de los que le amargaron la vida en la escuela.

—No hace falta que te explique por qué escogí estudiar Trabajo social.

Massimo eso también lo sabía. Porque tendría más salidas laborales en una ciudad grande, como Roma sin ir más lejos, y eso le daba la oportunidad y la excusa perfecta para no vivir en aquel rincón de la Toscana donde no tenía amistades y era tan infeliz.

—Estudia, Rita. Aunque el año que viene decidas dedicarte a otra cosa.

—Voy a haceros caso a todos. —Aceptó—. Y voy a conseguir que estéis todos orgullosos de mí, sobre todo papá que siempre dice que el dinero, las tierras y las fortunas se pueden perder, pero nadie podrá quitarme lo aprendido ni mis títulos.

—Escucha a papá, que tiene mucha razón.

—Es un sabio a su manera.

—Ya quisieran muchos su sentido común y su experiencia.

Los dos, tanto Massimo como Rita, respetaban y admiraban mucho a sus padres. Etore Tizzi era un hombre sin estudios universitarios, que acabó el bachillerato de milagro y que, hijo de emigrantes del sur, desde muy joven se dedicó a trabajar la tierra y a criar ganado en la hacienda de su suegro. A pocas personas admiraban tanto los dos hermanos como a él.

—Bueno, es hora de que nos despidamos —dijo Rita algo apenada—. Ahora a ver qué compañera de cuarto me toca, una cría, ya verás.

—No esperes a una «abuelita» como tú. Es lo que tiene repetir varios cursos y tomarse los estudios a cachondeo. —La regañó con una sonrisa de hermano mayor.

—Déjalo ya, ¿vale? —Protestó—. Te he dicho que este año pienso hincar los codos en serio.

—Eso espero. Por ti, sobre todo.

—Al menos me queda el consuelo de tenerte un poco más cerca. Aunque no creo que nos veamos mucho, ¿o sí?

Massimo fue hacia el coche y ella lo acompañó para recoger su maleta y el ordenador portátil del maletero.

—Te llamaré en cuanto tenga una tarde libre —aseguró, sacando el enorme trolley del portaequipajes—. Y espero tener suerte y, ahora que tengo casa propia en Roma, Ada se avenga a dejarme a Iris alguna tarde.

—Me alegro de que hayas alquilado el piso —comentó colgándose al hombro el maletín del portátil—. Cuando te instales, tienes que enseñármelo.

—Claro que sí.

Para animarlo, Rita le comentó que justo dos calles detrás de donde se encontraban, estaba el parque de Villa Mercedes, y que podrían llevar allí a la niña si Ada accedía a dejarle ver a su hija más tiempo del que marcaba el acuerdo judicial.

Massimo dejó que su hermana hablara con ilusión, aunque prefería no albergar falsas esperanzas al respecto.

***

Cuando el coche de Massimo se perdió de vista por via Tiburtina, Rita tiró del mango de la maleta y la arrastró hasta la residencia.

Sí, todos tenían razón. Ella también era consciente. Pero tanto consejo y tanto discurso sobre su futuro la hacían sentirse una ruina. En realidad, lo era. Un fracaso andante. Aún se mordía las uñas como una cría, de pura desazón. Rita se riñó a sí misma por dejar que los pensamientos derrotistas la asaltaran de nuevo. En su mano tenía la posibilidad de cambiar las cosas y la opinión que todos tenían de ella, por su propio bien. Aunque para ello tuviera que bregar durante un semestre entero con unas asignaturas que se le habían atragantado hasta el punto de provocarle arcadas.

Lo primero que hizo fue acercarse a las oficinas para averiguar qué dormitorio le habían asignado. Observó a los chicos y chicas que iban por los pasillos hasta las salas de estudio o las zonas de recreo. Para colmo, tenía que vivir allí encerrada, en una especie de internado lleno de estudiantes más jóvenes que ella. Entre todos ellos, parecía la hermana mayor. Y todo porque su padre se negó en redondo a pagar su estancia en un apartamento compartido, idea que él asociaba con descontrol, sexo salvaje y fiestas sin fin.

Una vez le comunicaron que se alojaba en la segunda planta, subió en el ascensor con los dedos cruzados. A ver si tenía suerte y al menos su compañera de cuarto era una chica simpática. Y poco ruidosa. Y buena estudiante, que le contagiara sus buenos hábitos. Y no muy charlatana. Y ordenada. Y limpia. Y…

El ascensor se detuvo y ella recorrió el pasillo hasta la penúltima puerta. Estaba entreabierta y Rita ojeó a través de la rendija. Tocó suavemente con los nudillos, pero nadie contestó. Abrió con cuidado y sobre la cama del fondo, vio a una chica con la espalda en la pared y con un ordenador portátil sobre las piernas. No oyó su llegada, porque llevaba los cascos puestos. Rita se fijó en su chándal de terciopelo gris y en las pequitas que le adornaban el puente de la nariz. Le calculó unos veintidós o veintitrés años; seguramente alumna del último curso, como ella. A primera vista, transmitía un aire agradable.

La chica se percató de su presencia, se apresuró a quitarse los cascos y a dejar el portátil sobre la cama. A Rita le fascinó su pelo anaranjado, enroscado en un moño sujeto con un lápiz. Sintió envidia de aquellas espirales de un tono tan llamativo que escapaban en todas direcciones; cuando lo llevara suelto, debía de lucir una melena preciosa.

La pelirroja bajó de la cama, fue a recibirla con una sonrisa y se ofreció a ayudarla cogiéndole el pesado maletín del ordenador.

—Tú debes ser mi compañera de cuarto. —Adivinó con franca simpatía—. Cuánto me alegro de que seas de mi edad. Ya empezaba a sentirme como un bicho raro.

A Rita le extrañó, porque el pelo y las pequitas le daban un aspecto muy juvenil.

—No te preocupes que yo tengo veintiséis, me parece que soy la abuelita de la residencia.

La chica se llevó la mano al pecho con aire de sorpresa.

—¡Yo también!

—Las chicas del 87 somos la mejor cosecha —afirmó Rita.

Ambas eran más mayores que el resto de estudiantes e imaginó que debían de haberlas acomodado juntas por ese motivo.

La pelirroja sonrió contenta.

—Bienvenida. Me llamo Martina, ¿y tú?