6 - Cachitos picantes
En un par de horas debían partir hacia Roma, pero como Rita aún estaba ocupada explicándole a Enzo el funcionamiento de la web y las innovaciones ideadas por ella para rentabilizar la hacienda aprovechando el atractivo turístico de la zona, Martina entretuvo la espera echando una mano en la cocina.
Patricia y la señora Beatrice se dedicaban a llenar frasquitas con Chianti, del que se cosechaba desde hacía decenios para consumo propio. Rita había sugerido obsequiar a las visitas con un cuartillo de vino además de una bolsa de papel ecológico con algunas verduras del huerto. Los turistas marchaban contentísimos con el regalo y a la finca le suponía un gasto mínimo, compensado con creces con la buena publicidad que el detalle les reportaba.
Patricia era una chica jovencita de Civitella que acudía a ayudar a Beatrice cuando era menester. Llevaba el pelo muy corto, tintado de negro azabache, y un símbolo tribal tatuado en la nuca. A Martina le resultó simpática con su desparpajo, sus shorts negros con medias de rejilla y botas militares.
Cuando Martina entró en la cocina, las dos hablaban de libros, o eso le pareció entender.
—Ahora verás como tengo razón —comentó Beatrice—. Esos hombres irresistibles solo existen en las novelas y, cuando las cierras, se esfuman. ¿Es así o no, Martina?
—Supongo que sí.
—Sí, pero cuando acabas un libro, —intervino Patricia— empiezas otro y listo.
—Y continúas viviendo en un mundo irreal, ¿verdad? —Opinó Beatrice sacudiendo la cabeza con escepticismo.
—En la residencia de estudiantes, todas las chicas devoran las historias románticas y me consta que algunos chicos también, aunque no lo confiesan —comentó Martina, y enumeró unas cuantas novelas de autores de moda.
—No sé yo de qué sirve tanta fantasía.
—¡Uy, si yo le contara…!
Martina y Patricia cruzaron una mirada cómplice y se echaron a reír.
—¿Me he perdido algo? —preguntó la señora Beatrice.
Patricia acercó a Martina un rollo de hilo de palomar para que fuera atando etiquetas en el cuello de las botellitas que ella ya había tapado con corchos.
—Una buena novela es el mejor afrodisíaco —dijo la chica, convencida.
—Todo está en la imaginación —confirmó Martina, entendiendo entonces por dónde iba la conversación entre dueña y empleada—. Y hay libros que la estimulan mucho pero mucho, mucho. —Añadió mirando a Patricia a la vez que estiraba las puntas del lacito que acababa de anudar.
A las dos les bastó para entenderse.
—¿Tú también lees novelas calientes para chicas malas? —preguntó Patricia con una sonrisilla traviesa.
—¡Claro!
La señora Beatrice cabeceó con escepticismo, sin levantar la vista del embudo donde iba vertiendo el vino de la garrafa.
—¡Historias calientes! —Farfulló con todo el peso de la experiencia—. Cuando era jovencita, que no sabía nada de nada, todavía. Pero ahora… La Binchy, la Carland y la Pilcher no encienden ni una llama de cerilla.
Patricia se sacudió las manos y fue hasta la percha detrás de la puerta donde había colgado su bolso. Sacó un libro negro con un lirio azul en la portada. Martina sonrió con disimulo al verlo y Patricia le guiñó un ojo.
—Menos suspiros y más acción, signora Beatrice —dijo la chica dejando el libro sobre la mesa.
La mujer le dio la vuelta y leyó por encima el argumento.
—Probaré a ver. Aunque no creo que me guste.
—Pruebe, pruebe… —La animó Patricia—. Y ya me contará.
***
No lo probó: lo devoró. La señora Beatrice comenzó la novela esa noche, a modo de somnífero. Su marido, al verla con el libro en la mano, se acostó y, tras el beso de buenas noches, le dio la espalda y dos minutos después roncaba como un bendito. Ella empezó a leer por mera curiosidad. Sobre las doce, se prometió que al acabar ese capítulo lo dejaba. Y una página detrás de otra, le dieron las tantas. El despertador de la mesilla marcaba las cinco de la madrugada cuando cerró el libro con un cosquilleo que la recorría de arriba abajo y con la cabeza embotada de imágenes eróticas y párrafos electrizantes.
Ese día desayunó con la mente en otra parte, contestando con monosílabos a los comentarios de Etore sobre las noticias que daba la radio. Ansiaba la llegada de Patricia, para devolverle el libro y comentar con ella todas las inenarrables perrerías que había leído.
Una hora después, llegaba la chica y por la cara que puso la patrona, adivinó que había pasado la noche en blanco.
—¿Esas ojeras y ese bostezo se deben a lo que me imagino, signora Beatrice?
—No pude pegar ojo hasta darle fin —reconoció.
—¿Y qué tal?
—¡Es la leche! —afirmó entusiasmada.
Beatrice le devolvió el libro, se enfrascaron las dos en hacer pasta fresca y no volvieron a hablar de ello. A media mañana, cuando ya habían recogido todos los calabacines y tomates maduros del huerto. La chica regresó a Civitella y Beatrice, después de consultar su reloj, decidió que no era demasiado tarde para hacer una visita a la librería del pueblo. Agarró una camioneta del garaje y partió sin dilación. Un cuarto de hora después, subía la cuesta camino de la plaza.
Fue al entrar en la librería, que también vendía prensa, cuando le entraron los apuros. No veía el modo de explicarle a la librera, que tan bien conocía sus gustos lectores, que deseaba un cambio radical. Se dedicó a ojear las sinopsis de las novedades de un expositor, sin decidirse hasta que el sugerente argumento de uno de aquellos libros la decidió a comprarlo.
Tan enfrascada estaba cotilleando las páginas de la novela, que se sobresaltó del susto al escuchar la voz de otra mujer a su lado.
—Ayayay… Ya verás, ya. No podrás dejar de leer hasta que lo acabes.
Beatrice miró a la mujer que tenía al lado. Era la panadera y se conocían de toda la vida.
—¿Tú crees, Benedetta? —dijo fingiendo desinterés.
—¡Yo me lo he leído tres veces! —Afirmó la otra.
—¿Ah, sí?
—La saga entera. ¡Todos los libros de ese estilo! Si quieres consejo, pregunta. No hay novela erótica que llegue a Civitella que no caiga corriendo en mis manos.
Beatrice la miró con curiosidad, no imaginaba en la panadera tal afición por la literatura picante.
—¿Ah, sí? No sabía yo que estos libros tenían tanto éxito.
Los ojos de la otra lucieron un brillo travieso.
—Ay, Beatrice, querida, pasas demasiado tiempo en la hacienda —dijo con un tono condescendiente que la hizo sentirse incómoda—. Tienes que unirte a nosotras.
—¿Vosotras?
La otra asintió.
—Vienen las que pueden, es algo informal. Pero no hay tarde que no seamos, como mínimo, seis. Todos los jueves quedamos a eso de las cinco en el bar de Tonino —explicó señalando con la cabeza hacia la puerta; el local estaba al otro lado de la plaza—. Hablamos de libros, ¡no veas lo bien que lo pasamos y cómo nos reímos! ¿Sabes que se le ocurrió a Roberta Iuri el otro día?
—No quiero ni imaginarlo.
La aludida era una conocida común, volcada en la adopción de perros y presidenta del refugio canino del pueblo, famosa por su lengua malévola.
—Que el Ayuntamiento debería conceder una medalla a los Friuli —susurró, señalando con disimulo a la librera, ocupada con otro cliente—. Por su contribución a la mejora de la vida sexual de los habitantes de Civitella.
Beatrice y la panadera rieron con disimulo.
—Tú léelo y el jueves lo destripamos a gusto. —Insistió la otra dando un toquecito al libro que llevaba Beatrice en la mano—. ¿Vendrás?
Ella releyó el sugerente título de la novela y luego miró a la panadera, cada vez más animada.
—Pues no te digo que no.