13 - Fantasmas del pasado
El coche de Martina se estropeó en el momento más inoportuno. No les quedó otro remedio a Rita y a ella que viajar hasta Florencia en tren. Enzo fue a recibirlas a la estación de Santa María Novella.
—Entonces, ¿no vamos primero a casa a dejar las maletas? —preguntó Rita.
—Massimo nos espera en Arezzo —indicó Enzo.
Y les explicó también a las dos que ambos habían quedado en la ciudad con un grupo de amigos de sus años jóvenes para despedir el año con una copa previa a la cena, dado que después de las campanadas y las lentejas a todos se les haría cuesta arriba salir de casa con aquel frío y coger los coches.
Martina iba en el asiento de atrás silenciosa e inquieta. Había prometido a Beatrice que acompañaría a Rita a Villa Tizzi para celebrar la Nochevieja. Y allí estaba, por cumplir su palabra y no hacer un desprecio a aquella familia que tanto cariño le demostraba, a pesar del nudo que le encogía el estómago cada vez que recordaba que ello suponía ver de nuevo a Massimo.
No se habían llamado ni visto desde la noche en que apareció por sorpresa en el palacete. Martina no tuvo que hacer demasiadas cábalas para comprender que aquella fiesta tuvo que ver en su cambio de actitud hacia ella. Pero su amistad con Rita y el afecto que profesaba al matrimonio Tizzi estaban por encima de cualquier cavilación; incluso de esa que la hacía sentirse tan mal al reconocer que se había enamorado otra vez de un hombre que no lo estaba de ella.
—Martina, ya llegamos —dijo Rita, girando para mirarla—. ¡Pero di algo que vas muy callada!
—Qué bonito es Arezzo, nunca había estado aquí. —Improvisó para salir del paso.
De ningún modo pensaba expresar en voz alta la sensación de fracaso que le enturbiaba el ánimo de pensar que, por segunda vez se había equivocado con un hombre, al dejarse guiar por el corazón.
Enzo aparcó y fueron caminando por calles estrechas decoradas con luces navideñas. A Martina le fascinó el centro de la ciudad, a un lado y a otro se alineaban casonas renacentistas y palacios con patio interior, portalada en arco con blasón de piedra y geranios en las rejas de las ventanas. Fue una suerte caminar a paso lento, porque así pudo disfrutar mejor de aquel bonito lugar que veía por primera vez. Costaba avanzar con tantos turistas y aretinos, renuentes a marchar a sus casas y abandonar el entrañable ambiente festivo que impregnaba cada rincón de la ciudad. En la Plaza Grande, los puestos de los anticuarios se mezclaban con los del mercadillo navideño. Eran tiempos complicados y todos aprovechaban hasta el último momento para engrosar la caja, en vista de la afluencia de gente propiciada por el buen tiempo, puesto que la temperatura no había bajado todavía de los siete grados.
—Massimo no debe andar muy lejos —comentó Enzo—. Hemos quedado en vernos aquí en la plaza, aunque nos va a costar encontrarlo con tanta gente.
Dieron una vuelta y, junto al ábside la Piave, Rita se encontró con una compañera de estudios de su año londinense a la que no veía desde entonces. La chica era de Siena pero estaba en Arezzo para pasar la Nochevieja. Enzo y ella se detuvieron a charlar con ella y sus amigos. Martina no tenía el ánimo para conversar y, después de ser presentadas por Rita, prefirió quedarse rezagada contemplando un puesto que exhibía coronas navideñas de ramas, piñas y flores secas.
La desazonaba la idea de tener que compartir cerca de veinticuatro horas festivas de risas y bromas con Massimo. No sabía qué decirle después de tantos días de mutismo por parte de los dos, ni cómo fingir que no le importaba más que cualquier otro amigo de Rita de los reunidos en Villa Tizzi, ni cómo evitar mirarlo a los ojos, ni cómo aquietar su corazón… Hizo un gesto con la mano a Rita, que la buscaba con la mirada, para que supiera dónde estaba, se apoyó en una columna de los soportales a esperar que Enzo y ella terminaran de conversar con la chica de Siena y su grupo.
El tacto de unos dedos en su mejilla la obligó girar la cabeza, asustada. Y entonces todo quedó en suspenso, la boca se le secó al ver el rostro Rocco Torelli.
—Mi diosa del cabello de fuego, qué sorpresa. ¿Qué haces aquí?
Martina sintió un frío repentino al escuchar otra vez la voz del hombre que le arruinó la vida.
***
—Estoy con unos amigos —murmuró.
Y lamentó haberlo hecho porque no pretendía darle explicaciones ni cruzar palabra con Rocco. Él aprovechó su estupor y, moviéndose con la elegancia sutil de una serpiente, se guareció de miradas curiosas tras una columna.
—El destino vuelve a unirnos, amor. —Martina odió aquella palabra—. Me divorcié, ¿sabes? Ya nada nos impide estar juntos.
—Déjame, Rocco. Estoy con unos amigos y no van a tardar en llegar.
Él rio por lo bajo al ver que lo decía a modo de escudo defensivo.
—Unos amigos. —Satirizó—. Olvídate de ellos, dales cualquier excusa y ven conmigo.
—Estás loco…
Rocco inclinó la cabeza despacio y acercó los labios a su mejilla temblorosa.
—Ven conmigo. —Repitió muy bajo—. Me han invitado a una fiesta de verdad, de las que a ti te gustan.
Señaló con la cabeza la entrada de un palazzo, a unos metros bajo los soportales. Martina miró hacia allí, en los bajos distinguió el escaparate de una joyería de lujo. Recordó que Rita le había dicho que la economía de Arezzo se basaba en la orfebrería en oro. Miró a Rocco a los ojos y apartó la vista enseguida; no había cambiado. Era igual que su tía Vivi, estaba en la ciudad para celebrar la Nochevieja y negociar. Para ellos dos, placer y negocios iban de la mano.
—¿Qué me dices, bella? —La tentó lamiéndole los labios despacio.
El contacto la mareó y no por agrado. Mientras él, entre besos tan comedidos como ardientes, le susurraba las maravillas que esa noche podían compartir, Martina se retrotrajo con dolor a los tiempos en que la adoraba como a una diosa, en aquella habitación del hotel Cavalieri Waldorf Astoria de Roma. Su refugio secreto, lo llamaba.
Martina se despreció a sí misma por no ser capaz de darle un empujón, una bofetada salir huyendo. Entonces comprendió el alto poder del miedo, ese que atrapa en una rueda sin fin a las personas maltratadas, porque el sufrimiento revivido la había dejado paralizada como a una cierva ante el cazador.
—Vuelve a mí esta noche. —La invitó.
Ella apretó los ojos al recordar otras noches entre sábanas de hilo y lencería de satén. Cómo se entregaba sumisa y cegada de amor. A Rocco le gustaba poseerla en la terraza, él vestido y ella completamente desnuda, agarrada a la barandilla y la cabeza colgando, sintiendo que caía al vacío con cada embestida.
—No dejo de soñar contigo, mi diosa. —Lo oyó susurrar con los labios prietos a la comisura de su boca.
Martina ladeó la cabeza para huir de sus labios pero Rocco fue más rápido. Al sentir su lengua entrando en su boca lo apartó empujándolo con fuerza.
—¡Déjame! Vete para siempre —masculló desesperada y furiosa.
Él se hizo atrás, con una galante inclinación de cabeza, y se despidió de ella con un guiño.
—Como quieras. —Aceptó dándole una última caricia que ella rechazó de un manotazo—. Nos veremos en Roma.
—No.
—Piensa en lo que te he dicho y llámame algún día, ahora somos libres los dos.
Martina lo vio perderse entre la gente. Se apretó los ojos con las manos, tan frías las tenía que tocarse a sí misma la destemplaba. Preocupada, buscó con la mirada el campanario de arcadas gemelas de la Piove, y gimió aliviada al ver a Rita y Enzo de espaldas. No podían verla, no se habían enterado de nada. Metió las manos en los bolsillos del anorak de plumas y caminó hacia ellos. No había dado ni dos pasos cuando una mano firme la agarró por el brazo. Levantó la vista y vio a Massimo. La observaba serio y con una mirada dura, a pesar de ello Martina cedió al impulso de cogerse a su cintura.
—Massimo… —Suplicó—. Abrázame y no digas nada.
Él la cogió por los hombros y la separó.
—Pídeselo a ese que te comía la boca hace un minuto.
—No me lo nombres.
—Te gustan maduros. —Se ensañó, desoyendo sus ruegos.
—¿Vas a dejar que te explique?
—No. Ya sé cuál es tu juego preferido y a mí me dan asco las babas de otro.
La barrió con una mirada de desprecio y la dejó sola en medio de la multitud que abarrotaba la Plaza Grande.
***
Fue Enzo quien se percató de que algo le sucedía a Martina. Rita se dejó convencer para brindar con sus amigos por el año nuevo aunque fuera un momento. Buscaron a Martina con la mirada y él la localizó antes. Al ver la triste expresión de la chica, para evitar que algún problema aguara a Rita la Nochevieja, la instó a ir con su amiga diciéndole que se uniría a ellos en el bar en cuanto encontrara a Martina. Prefirió encargarse él de ver qué problema tenía para mostrarse tan preocupada. Massimo acababa de enviarle un WhatsApp diciéndole en qué local estaba y que allí los esperaba a todos. Miró el reloj de la iglesia, aún tenían tiempo de brindar con la amiga de Rita y con la antigua pandilla de Massimo.
—¿Te sucede algo, Martina? —Investigó, al llegar frente a ella.
—Ay, Enzo… —dijo tragando saliva—. Debo regresar a Roma cuanto antes.
—¿Algo grave?
—Prefiero no hablar de ello.
Enzo no insistió, sus ojos suplicaban con tal desesperación que invitaban a no hacerlo.
—¿Sabes dónde puedo conseguir un taxi?
—Martina, ¿seguro que no puedes esperar a mañana? Se ha hecho de noche…
—No. —Zanjó.
Él supo que si seguía insistiendo acabaría echándose a llorar.
—Yo te llevo a Florencia. —Decidió cogiéndola del codo—. Vamos a buscar a Rita…
—No, no, no… —Rebatió—. Por favor, no… No le digas nada, te lo ruego. No quiero fastidiaros la noche. —Enzo la miró preocupado—. La llamaré dentro de un rato y le explicaré.
—Insisto, yo te llevo. En poco más de una hora estaré de vuelta. —Calculó, mirando su reloj.
Martina lo cogió por los brazos.
—Enzo, te lo agradezco pero no. Por favor, llévame a algún cajero. El taxi…
—Tu bolsa de viaje está en mi coche. —Martina bajó la vista y Enzo notó que la situación empezaba a superarla—. No pasa nada. Si tienes tanta prisa, ya te la llevará Rita cuando volvamos a Roma mañana. Anda, vamos, los carabinieri sabrán dónde localizar un taxi.
Señaló hacia la derecha y emprendió el camino hacia la pareja de agentes que paseaba de ronda por la plaza.
—¿Podemos ir a tu coche a por mis cosas? —Sugirió Martina.
—Como quieras, no te preocupes. Vaya —murmuró sacando el teléfono del bolsillo—. Es Rita.
Martina lo oyó decirle que se reuniría con ella en cinco minutos, y se sintió culpable, porque su teléfono vibró dentro del bolso momentos antes y ella no lo cogió. Le dolía marcharse de Arezzo sin decirle nada a su amiga pero no tenía el ánimo para explicaciones, lo único que quería era irse lejos, volver a casa y olvidarse del encuentro con Rocco… Y alejarse de Massimo.
—¿Y el cajero? —preguntó, cuando Enzo acabó de hablar.
Él sacó la cartera y le entregó cien euros.
—¿Crees que tendrás bastante?
Tras una breve duda, los cogió mirándolo con un agradecimiento que a Enzo le llegó al alma.
—Te los devolveré, lo prometo.
—No hace falta —aseguró—. Venga, no te preocupes más. Ya verás como los carabinieri nos echan una mano.
***
Encontrar un taxi no fue difícil. Durante el camino hasta Florencia, Martina no dejó de pensar en el inquietante encuentro con Rocco que le trajo a la memoria aquellos días que tanto se esforzaba en olvidar. Noches de champán francés encerrada en una bombonera de lujo. Con seis años más, era capaz de reconocer que no era otra cosa aquella suite del Cavaliere. Un estuche lujoso, como las perlas con las que adornaba sus muñecas hasta el codo y los largos collares que le rozaban los senos cuando se hundía entre sus piernas.
—Tu piel está hecha para las joyas, tú has nacido para el lujo, mi diosa —le decía.
Y después se las quitaba con lenta adoración.
—¿Ves estas perlas? Tú les das vida —aseguraba, mientras volvía a guardarlas, impregnadas con su calor y el olor a sexo reciente en sus estuches de terciopelo.
El taxista paró ante Santa María Novella y ella pagó la carrera. La mala suerte se cebó con ella ese día porque el último tren hacia Roma, el de las diez y cuatro minutos, hacía diez que había partido.
«Un estuche de lujo», se dijo. Como a las perlas y gemas con las que cubría su desnudez, así la tuvo Rocco durante un largo año. Llenándole la cabeza de promesas que nunca tuvo intención de cumplir. Y ella, después del terrible desenlace con que acabó aquella relación, hizo lo mismo. Encerrarse en el palacete de sus padres y alimentar el dolor. Escuchar sus excusas por haberla metido en un avión rumbo a Palermo, abandonada a su suerte. Aquel bebé con el que no pudo llegar a encariñarse porque ni ella sabía que estaba en camino. Sus llamadas insistentes cuando ella no quería recordar, la angustia, el cuerpo maltrecho y el alma vacía, la soledad del hospital…
Miró a su alrededor, pocos viajeros se veían a esas horas en la estación. Los últimos rezagados tan solo. Fue a la cafetería y pidió un café con leche y un muffin de chocolate. Desde allí se veía el panel luminoso con el horario de trenes. El próximo hacia Roma salía a las nueve y diez del día siguiente. Tendría que pasar la noche en la estación, pero no le importó. Necesitaba tiempo para reflexionar, para decidir qué hacer con su futuro. Y para jurarse a sí misma que no volvería a equivocarse con los hombres. Creyó que Massimo era distinto a los demás y resultó ser un imbécil cargado de prejuicios al que habría preferido no conocer.
Su vida no le gustaba, en su mano estaba cambiarla. Mientras removía el azúcar en el café con leche tomó la decisión. El cambio pasaba por romper con el pasado para siempre. Puesto que sola estaba, viviría sola, sin depender de nada ni de nadie. Acabar sus estudios con buenas notas iba a ser duro, teniendo que subsistir por sus propios medios.
—El abuelo y yo. Nadie más importa —murmuró pensando en la compañía egoísta de tía Vivi, en la pesadilla revivida por culpa de Rocco y en el desprecio cruel de Massimo en Arezzo.
Las personas dañinas eran mala compañía. Sola saldría adelante, estaba segura.